ISAK DINESEN - EL RELATO DEL GRUMETE
ISAK DINESEN
DINAMARCA
ISAK DINESEN 1885-1962 Seudónimo de la baronesa Karen Blixen- Finecke, danesa que dominaba a la perfección el idioma inglés. Pasó casi veinte años en una plantación de Africa oriental, experiencia que refleja en varias de sus obras. De regreso en Dinamarca, durante la ocupación alemana, siguió escribiendo, y se dice que logró sacar clandestinamente del país el manuscrito de El relato del grumete a través de Suecia.
CUANDO el bricbarca Charlotte hacía la travesía entre Atenas y Marsella, el cielo estaba oscuro y la mar arbolada, secuela de tres días de tempestad. Agarrado a un obenque, un pequeño grumete llamado Simón miraba desde la balanceante y mojada cubierta hacia los negros nubarrones que cruzaban el cielo y hacia la verga del juanete del palo mayor.
Un pájaro que había buscado refugio en el mastelerillo tenía las patas enredadas entre los cabos del aparejo de la driza, y allí, en las alturas, luchaba por libertarse. Desde la cubierta, el grumete podía ver su desesperado aletear y sus bruscos movimientos de cabeza.
Su propia experiencia de la vida había convencido al muchacho de que, en este mundo, cada uno debe cuidar de sí mismo sin esperar ayuda de los demás. Pero aquella lucha silenciosa y mortal le tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se preguntó qué pájaro sería. Durante los últimos días, un gran número de pájaros habían venido a posarse en los cabos del bricbarca: golondrinas, codornices y una pareja de halcones peregrinos; pensó que debía tratarse de un halcón peregrino. Recordó entonces que, muchos años atrás, en su propio país, y en las proximidades de su casa, había conseguido acercarse mucho a un halcón peregrino que estaba posado en una roca y que de pronto se elevó hacia los cielos. A lo mejor es el mismo, pensó. Ese pájaro es como yo: un día en un sitio y al otro día en otro.
Este pensamiento despertó en él un sentimiento de camaradería, como si la tragedia del pájaro fuese también la suya; y siguió mirándolo con el corazón en la garganta. Gomo no vio por allí a ningún marinero que pudiese burlarse de él comenzó a pensar en la forma de trepar por la jarcia para libertar al halcón. Se echó hacia atrás el cabello, se arremangó, miró a su alrededor y comenzó a trepar. El balanceo de la jarcia le obligó a detenerse un par de veces.
Al llegar a lo alto del palo comprobó que se trataba de un halcón peregrino. Cuando su cabeza estuvo al nivel de la del halcón, este dejó de luchar y se le quedó mirando con unos ojos amarillos, furiosos, desesperados. Simón tuvo que agarrarle con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba los cabos del aparejo. Guando miró hacia abajo, se asustó, pero al mismo tiempo tuvo la satisfacción de saber que nadie le había ordenado subir, y sintió el orgullo de vivir su propia aventura y una rara sensación de paz, como si el mar y el cielo, el barco, el halcón y él mismo fueran una sola y misma cosa. Tan pronto desenredó al halcón, este le picó en el dedo gordo, haciéndole sangre, y entonces estuvo a punto de soltarle, pero le dio un rabioso golpe en la cabeza, lo metió debajo de la chaqueta y descendió a cubierta.
El piloto y el cocinero estaban allí parados observándole y le preguntaron a gritos qué se le había perdido allí arriba. El grumete estaba tan extenuado que se le saltaron las lágrimas. Sacó al halcón y se lo enseñó: el pájaro no se movió de su mano. Los dos hombres se alejaron riendo. Simón posó al halcón en la cubierta, retrocedió unos pasos y se le quedó mirando; al cabo de un rato pensó que quizá no pudiese levantar el vuelo desde la resbaladiza cubierta, así que lo volvió a coger y lo puso encima de un rollo de lona. Un momento después el halcón comenzó a alisarse las plumas, dio dos o tres saltos hacia adelante y emprendió el vuelo. El muchacho lo siguió con la vista por entre los senos de las olas del plomizo mar; luego pensó: ¡allá va volando mi halcón!
Guando el Charlotte llegó a puerto, Simón se enroló en otro barco, y dos años más tarde era cabo de luces en la goleta Hebe, atracada entonces al muelle de Bodó, al norte de Noruega, con el fin de cargar arenques.
A Bodö llegaban barcos de todas las partes del mundo para comprar arenques en su famoso mercado; había barcos suecos, rusos, finlandeses... y su puerto parecía un bosque de mástiles. En tierra, la vida era abigarrada y turbulenta, se hablaban todos los idiomas y las peleas eran continuas. En los muelles había unos tenderetes donde los lapones, aquella gente amarilla, menuda, de silenciosos movimientos y ojos vigilantes, vendían pieles adornadas con abalorios; Simón era la primera vez que los veía. Corría el mes de abril y el cielo y el mar eran tan claros y luminosos que resultaba casi doloroso mirarlos sin guiñar los ojos; en aquella infinita inmensidad, el aire era salino y los graznidos incesantes de las aves producían un ruido como si alguien, allá en los cielos, estuviese afilando sin cesar gigantescos e invisibles cuchillos.
Simón se sentía maravillado por la luminosidad de aquellas tardes de abril. Como no sabía geografía, no conocía la influencia de la latitud, sino que lo interpretaba como una señal de insólita benevolencia en el universo, como una merced. Simón había sido siempre más bien bajo para su edad, pero durante el último invierno había crecido mucho y sus brazos y piernas se habían desarrollado. Aquel milagro, pensaba, tenía que provenir de la misma fuente de donde emanaba toda aquella dulzura del clima, quizá de una nueva benevolencia del universo. Durante toda su vida había necesitado un estímulo de esta clase, pues era tímido por naturaleza; ahora ya no tenía que pedirle nada al mundo. En adelante, todo lo que le ocurriese sería cuestión exclusivamente suya; su andar se había hecho lento y orgulloso.
Una tarde que estaba de permiso en tierra, se acercó al tenderete de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos sabían que no eran de oro, sino de metal barato, y que no andaban, pero sin embargo los compraban y presumían con ellos. Simón estuvo mucho tiempo mirando los relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío tenía otras muchas mercancías en su tienda, y entre ellas había una caja de naranjas. Simón ya había probado las naranjas durante sus viajes, así que compró una y se alejó con la intención de disfrutar a solas de su delicioso zumo en algún sitio desde donde se pudiese ver el mar.
Siguió andando y, al llegar a las afueras del poblado, vio a una niña vestida de azul que le miraba desde el otro lado de una cerca. Tendría unos trece o catorce años y era tan delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, despejada y pecosa, y dos trenzas muy largas. Los dos se quedaron mirándose.
—¿A quién esperas? —preguntó Simón por decir algo.
La cara de la niña se iluminó con una embelesada y presuntuosa sonrisa.
—Espero al hombre con el que he de casarme, naturalmente, —contestó.
Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le dirigió una sonrisa y dijo:
—Quizá sea yo.
—Ja, ja —rió la niña—, puedo asegurarte que ha de tener algunos años más que tú.
—Pero —dijo Simón— tú tampoco eres mayor.
La niña movió la cabeza con seriedad.
—No —dijo—, pero cuando crezca seré bellísima y llevaré zapatos marrones de tacones muy altos y sombrero.
—¿Quieres una naranja? —preguntó Simón al ver que no podía darle ninguna de las cosas que ella había nombrado. La niña miró a la naranja y luego levantó la vista hacia él—. Son muy ricas —dijo Simón.
—Entonces, ¿por qué no te la comes tú? —preguntó ella.
—Porque yo ya he comido muchas cuando estaba en Atenas —contestó Simón—. Aquí he tenido que pagar un marco por ella.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la niña.
—Me llamo Simón. Y ¿cuál es tu nombre?
—Nora —contestó ella—. ¿Qué quieres que te dé a cambio de la naranja, Simón?
Al oírse llamar por su nombre Simón se sintió atrevido.
—¿Me darías un beso a cambio de la naranja? —preguntó.
Nora le miró muy seria un instante.
—Sí —dijo—, no me importaría darte un beso.
Simón sintió que se acaloraba como si hubiese estado corriendo. Guando la niña extendió la mano hacia la naranja, Simón la cogió en la suya. En aquel momento alguien la llamó desde la casa.
—Es mi padre —dijo tratando de devolverle la naranja, pero
Simón no la quiso—. Entonces vuelve mañana —dijo la niña apresuradamente—, y entonces te daré el beso.
Luego se escabulló. El se quedó mirándola unos instantes y después se encaminó hacia su barco.
Simón nunca hacía planes para el futuro y, en aquel momento, no sabía si acudiría o no a la cita.
La tarde siguiente Simón tuvo que quedarse en el barco porque todos sus compañeros tenían permiso para ir a tierra; pero no le importó lo más mínimo. Lo que él quería era sentarse en la cubierta al lado de Baltasar, el perro del barco, y practicar con la concertina que se había comprado hacía algún tiempo. La palidez de la tarde le envolvía, el cielo tenía un tinte ligeramente rosado y el mar estaba en calma y del color de la leche aguada: únicamente en las estelas de los botes que se dirigían a tierra brillaban ramalazos de un añil muy vivido. Simón se sentó en cubierta y se puso a tocar, pero al cabo de un rato le pareció que la música le hablaba con tanta claridad que dejó de tocar, se levantó y dirigió su mirada hacia el cielo. Entonces vio que la luna llena estaba allí arriba, sentada en las alturas.
El cielo estaba tan claro que la luna no hacía falta; era como si hubiese salido por su propia voluntad, caprichosamente. Y allí permanecía, redonda, seria y presumida. Simón comprendió entonces que tenía que ir a tierra pasase lo que pasase. Pero no sabía cómo salir del barco, porque sus compañeros se habían llevado el bote. Permaneció esperando mucho rato en cubierta: una pequeña y solitaria figura de un muchacho en una embarcación. De pronto vio un bote que se abría de un barco y lo llamó: era la tripulación del barco ruso Anna que se dirigía a tierra. Guando logró que le entendieran, el bote se acercó a recogerle; al principio le pidieron dinero por llevarle, pero luego se lo devolvieron entre carcajadas. Simón pensó: estos creen que voy a tierra en busca de una mujer. Luego recapacitó y decidió, no sin orgullo, que habían acertado; aunque, sin embargo, no era lo que ellos se figuraban: estaban infinitamente equivocados y no comprendían nada de nada.
Cuando llegaron a tierra le invitaron a entrar en un bar para tomar unas copas con ellos, y él no pudo rehusar porque le habían hecho el favor de traerle. Uno de los rusos, un gigante, fuerte como un roble, dijo a Simón que su nombre era Iván; se emborrachó enseguida y se lanzó sobre el muchacho con el cariño de un oso, le acarició con sus manazas, acercó su sonriente cara a la de Simón, le regaló una cadena de reloj de oro y le besó en ambas mejillas. Simón pensó entonces que él también tendría que llevar un regalo a Nora para cuando volviesen a encontrarse; en cuanto pudo deshacerse del ruso se dirigió a un tenderete que ya conocía y compró un pequeño pañuelo de seda azul, del mismo color que los ojos de la niña.
Era sábado por la tarde y las calles estaban llenas de gente; llegaban en largas hileras, algunos cantando, y todos dispuestos a divertirse aquella noche. Simón, inmerso en esta barahúnda que se agitaba bajo la luz de la luna y sintiendo la excitación de su fuga del barco y los efectos del alcohol, comenzó a notarse aturdido. Guardó el pañuelo en el bolsillo: era el regalo para su chica y era de seda, una tela que nunca había tenido en sus manos. De momento no pudo recordar el camino hacia la casa de Nora; perdió el rumbo y volvió a parar al mismo sitio de donde había salido. Entonces sintió un miedo mortal a llegar tarde a la cita y comenzó a correr. En un estrecho callejón, bordeado de casuchas de madera, se dio de manos a boca con un hombre gigantesco en el que pronto reconoció a Iván. El ruso le apretó contra su pecho.
—¡Bueno! ¡Bueno! —gritó con alegría—. Al fin te encontré, pichoncito mío. Te he buscado por todas partes, y el pobre Iván ha estado llorando porque había perdido a su amiguito.
—¡Suéltame, Iván! —gritó Simón.
—Vamos, vamos —dijo Iván—. Iré contigo y te regalaré todo lo que quieras. Mi corazón y mi bolsa son tuyos, solamente tuyos; yo también he tenido diecisiete años como un corderito del Señor, y quiero volver a tenerlos esta noche.
—¡Suéltame, Iván! —volvió a gritar Simón—. Tengo prisa.
Pero Iván le sujetaba tan apretadamente con un brazo que le hacía daño, mientras con la otra mano no dejaba de acariciarle.
—Ten confianza en mí, amiguito mío —dijo—. Ahora ya nada podrá separarnos. Por ahí vienen los otros, pero tú y yo vamos a pasar juntos la mejor de las noches, una noche que no olvidarás ni cuando seas un viejo abuelo.
De pronto estrujó al muchacho como un oso que ha atrapado a una oveja. La odiosa sensación de notar tan cerca del suyo el calor y la mole de un cuerpo masculino volvió medio loco al pobre chico. Y mientras él estaba allí, aprisionado por el apasionado abrazo de aquella bestia peluda, creyó ver en el aire la borrosa imagen de Nora, esperándole como un frágil y elegante barquito. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas y gritó:
—Iván, si no me sueltas te mataré.
—No, ya verás como luego me estás agradecido —contestó Iván comenzando a cantar.
Simón buscó a tientas en el bolsillo y sacó su cuchillo ya abierto. Como no podía levantar el brazo, lo clavó con furia por debajo del brazo del gigante: casi al momento sintió manar la sangre, correr por su mano y empapar el puño de su camisa. La canción de Iván se cortó en seco; el ruso soltó al muchacho y lanzó dos prolongados y profundos gruñidos. Seguidamente cayó de rodillas. «Pobre Iván, pobre Iván», gimió, y se desplomó de bruces. En aquel mismo momento oyó a los otros marineros que se acercaban cantando por una callejuela.
El muchacho permaneció inmóvil durante unos instantes, limpió su cuchillo y vio cómo la sangre iba formando un charco negruzco bajo el enorme cuerpo de Iván. Entonces echó a correr. Se detuvo para orientarse y oyó tras él los gritos que lanzaban los camaradas de Iván al descubrir su cadáver. Simón comprendió que debía dirigirse hacia la mar para lavar sus manos, pero algo le hizo ir en dirección opuesta. Al poco tiempo se encontró en el mismo camino que había recorrido el día anterior, el cual le resultó tan familiar como si lo hubiese andado cientos de veces.
Aminoró el paso para echar una ojeada a su alrededor, y de pronto vio a Nora que le miraba desde el otro lado de la valla; al contemplarla a la luz de la luna se dio cuenta de que estaban muy cerca. Tambaleándose, sin aliento, Simón se dejó caer de rodillas y no pudo pronunciar palabra. La niña se le quedó mirando.
—Hola, Simón—dijo con tímida vocecita—. Te he estado esperando durante mucho tiempo —y después de un instante añadió—: Me he comido la naranja.
—Oh, Nora —sollozó el muchacho—. He matado a un hombre.
Ella le miró fijamente, pero no se movió.
—¿Por qué has matado a un hombre? —preguntó.
—Para poder venir —contestó Simón—. Porque no me dejaba que viniese. Pero era mi amigo —añadió levantándose lentamente—. ¡Y él me quería! —gritó el muchacho rompiendo a llorar.
—Sí —dijo Nora lenta y pensativamente—. Sí, porque tú tenías que llegar aquí a tiempo.
—¿Puedes esconderme? —preguntó Simón—. Vienen persiguiéndome.
—No —dijo Nora—, no puedo esconderte. Mi padre es el pastor de la iglesia de Bodö, y estoy segura de que te entregaría si supiese que habías matado a un hombre.
—Entonces —dijo Simón— dame algo para limpiarme las manos.
—¿Qué les pasa a tus manos? —preguntó Nora dando un paso hacia adelante. El extendió las manos—. ¿Es tuya esa sangre? —preguntó.
—No —contestó Simón—, es la de él. —Nora se echó hacia atrás—. ¿Me odias ahora? —preguntó el muchacho.
—No, no te odio —dijo ella—, pero pon las manos detrás de tu espalda.
Cuando Simón obedeció, la niña se acercó más a él, siempre al otro lado de la valla, le echó los brazos al cuello, apretó su joven cuerpo contra el suyo y le besó con ternura. Simón sintió la cara de Nora pegada a la suya y pensó que tenía la frialdad de la luz de la luna; cuando ella le soltó, no supo si el beso había durado un segundo o una hora. Nora permaneció inmóvil, erguida, con los ojos muy abiertos.
—Ahora —dijo lenta y orgullosamente— te prometo que, mientras viva, no me casaré con nadie. —Simón quedó parado con las manos a la espalda, como si ella se las hubiera atado—. Y ahora debes escapar, porque los hombres se acercan—. Los dos se quedaron mirándose a los ojos—. No olvides a Nora —dijo la muchacha.
Simón dio media vuelta y echó a correr.
Saltó una tapia, y al llegar al poblado comenzó a andar más despacio. No sabía donde ir. Al acercarse a una casa oyó música y ruido y cruzó lentamente su puerta. La habitación estaba llena de gente que no cesaba de bailar. La única iluminación consistía en una lámpara que colgaba del techo; la atmósfera era densa y pardusca a causa del polvo que se levantaba del suelo. Había algunas mujeres, pero la mayoría de las parejas estaban formadas por hombres que zapateaban seria o burlonamente. A poco de entrar Simón, todos fueron arrimándose a las paredes para dejar sitio a dos marineros que bailaban una danza típica de su país.
Simón pensó: ahora, en seguida, llegarán los hombres del barco buscando al asesino de su camarada, y mis manos me delatarán. Los cinco minutos que Simón permaneció apoyado contra la pared del salón de baile, en medio de todos aquellos alegres y sudorosos bailarines, tuvieron una importancia vital para el muchacho. Le parecía que durante aquel tiempo había madurado y se había convertido en un hombre como los demás. No se lamentó ni impetró la ayuda del destino. El estaba allí, había matado a un hombre y había besado a una muchacha. Nada más pedía a la vida, ni la vida exigiría ahora nada más de él. El era Simón, un hombre como los que le rodeaban, e iba a morir, como tienen que morir todos los hombres.
Sólo se dio cuenta de lo que ocurría en torno suyo cuando vio entrar a una mujer, que se situó en el centro del cuarto y comenzó a mirar atentamente a su alrededor. Era una vieja maciza y de baja estatura que vestía el traje de los lapones; pero había tal majestad y arrogancia en su porte que daba la impresión de que todo aquel lugar le pertenecía. Era obvio que todos la conocían y la temían un poco, aunque algunos de los hombres se echaran a reír; pero en cuanto comenzó a hablar se hizo un silencio total en el salón.
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con voz estridente y penetrante como la de un pájaro. De pronto, sus ojos se fijaron en Simón y se dirigió hacia él a través de la multitud que le iba abriendo paso; al llegar junto a Simón extendió su vieja mano, rugosa y morena, y le agarró del brazo—. Ahora mismo te vienes conmigo a casa —dijo—. No tienes por qué estar bailando aquí esta noche: quizá dances muy pronto desde más alto.
Simón retrocedió, creyendo que estaba borracha, pero cuando ella le miró fijamente con sus ojos amarillos, tuvo la impresión de que ya la conocía, y de que obraría cuerdamente obedeciéndola. La vieja fue tirando de él, y Simón la siguió sin pronunciar palabra a través de todo el salón.
—No azotes a tu chico demasiado, Sunniva —le gritó uno de los hombres—. No ha hecho nada malo, sólo quería vernos bailar un poco.
En el momento en que salían por la puerta se oyeron gritos de alarma en la calle, por la que corría un grupo de gente; un hombre que se dirigía hacia la casa tropezó con Simón, miró un momento a la extraña pareja y siguió corriendo.
Mientras caminaban por la calle, la vieja se levantó la falda y puso el borde de la misma en la mano del muchacho.
—Límpiate la mano en mi falda —dijo.
Un poco más adelante llegaron a una pequeña casucha de madera donde se detuvieron; la puerta era tan baja que hubieron de agacharse para pasar por ella. Cuando la lapona entró, sujetando aún a Simón por el brazo, este pudo mirar unos instantes hacia el cielo: la niebla comenzaba a apoderarse de la noche y un ancho anillo circundaba la luna.
El cuarto de la vieja era estrecho y oscuro y solamente tenía un ventanuco; en el suelo, una linterna despedía una luz mortecina. El cuarto estaba lleno de pieles de reno y de lobo, y también de cuernos de reno, con los que los lapones hacen sus botones labrados y las cachas de sus cuchillos; el aire era pestilente y sofocante. Tan pronto como entraron, la mujer se volvió hacia Simón, le sujetó la cabeza, y con dedos como garras le separó el cabello en crenchas y le peinó al estilo lapón. Luego le encasquetó un gorro lapón y retrocedió un poco para ver el efecto.
—Ahora siéntate en mi taburete —dijo—. Pero antes saca tu cuchillo.
Su voz y sus modales eran tan dominantes que el muchacho obedeció sin rechistar; se sentó en el taburete sin poder apartar la vista de la vieja: tenía una cara chata y morena surcada por una red de finas arrugas en cuyos pliegues parecía anidar el barro. Cuando llevaba un rato sentado, oyó acercarse por la calle un tropel de gente que se detuvo delante de la casucha. Alguien llamó con los nudillos a la puerta, esperó un momento y volvió a llamar. La vieja se incorporó y se quedó escuchando tan inmóvil como un ratón.
—No —dijo Simón levantándose—. No servirá de nada; vienen buscándome a mí y será mejor para usted que me entregue.
—Dame tu cuchillo —dijo la vieja. Guando le entregó el cuchillo, ella se clavó su punta en el dedo pulgar y dejó que la sangre que manaba de la herida le manchase la falda—. Entren —gritó entonces.
Se abrió la puerta y dos de los marineros rusos quedaron parados en el umbral; afuera había más gente.
—¿Ha entrado alguien aquí? —preguntaron—. Andamos buscando al asesino de nuestro compañero, pero no podemos encontrarle. ¿Ha oído usted o ha visto a alguien por aquí cerca?
La vieja lapona se volvió y les miró con ojos que brillaban como el oro a la luz de la lámpara.
—¿Que si he visto u oído a alguien? —gritó—. Os he oído ir y venir por todo el pueblo sin dejar de vociferar. Nos habéis asustado tanto a mí y a este inocente y estúpido hijo mío que me he hecho un corte en el pulgar cuando desgarraba esta piel que estoy cosiendo. El chico está demasiado asustado para ayudarme y la piel se me ha estropeado completamente. Os haré pagar por ello. Si buscáis a un asesino, entrad y registrad mi casa, pero os juro que os conoceré cuando vuelva a veros. —Estaba tan furiosa que todo su cuerpo temblaba, y sacudía la cabeza con los rápidos movimientos de un ave de rapiña.
Uno de los marineros rusos entró en la habitación, echó una mirada a su alrededor y se fijó en la mano y la falda de la vieja, manchadas de sangre.
—No nos maldigas, Sunniva —dijo tímidamente—. Sabemos que si quieres puedes hacer que suceda cualquier cosa. Toma un marco como compensación por la sangre que has derramado.
La vieja extendió la mano. El marinero puso la moneda en su palma, y luego Sunniva escupió sobre ella.
—Ahora marchaos y así no habrá mala sangre entre nosotros —dijo Sunniva, y cerró la puerta tras ellos. Luego se metió el pulgar en la boca y soltó una cascada risita.
El muchacho se levantó del taburete, se puso delante de la vieja y la miró fijamente a la cara. Entonces sintió como si se estuviese balanceando en el aire, casi sin tener donde asirse.
—¿Por qué me has ayudado? —preguntó.
—¿No me conoces? —contestó ella—. ¿Todavía no me has reconocido? Sin embargo, debes acordarte del halcón peregrino que se enredó entre los cabos de tu barco, el Charlotte, cuando navegabais por el Mediterráneo. Aquel día tú trepaste por la jarcia para alcanzar el juanete y soltarme, y eso lo hiciste en pleno vendaval y con mar arbolada. Ese halcón era yo. Nosotros, los lapones, volamos muchas veces así para conocer el mundo. Cuando te encontré por primera vez iba camino de Africa para ver a mi hermana y a sus hijos. Ella también puede convertirse en halcón cuando quiere. En aquellos días estaba viviendo en Takaunga, en una ruinosa torre, que allí llaman minarete. —Sunniva se enrolló el pulgar en el dobladillo de la falda y se lo mordió—. Nosotros nunca olvidamos —dijo—. Yo te piqué en el pulgar cuando me cogiste; es justo que esta noche sea yo quien se hiera en el dedo.
La vieja se acercó a Simón y le rascó cariñosamente la frente con sus dedos morenos, que más parecían garras.
—¿De modo que tú eres un muchacho que ha preferido matar a un hombre que faltar a la cita con su novia? —dijo—. Nosotras, todas las hembras de la tierra, siempre permanecemos unidas. Ahora te haré una marca en la frente y todas las muchachas del mundo te querrán, porque reconocerán la señal en cuanto te vean.
Jugueteó unos instantes con los cabellos del muchacho, ensortijándolos alrededor de sus dedos.
—Ahora escúchame, pajarito mío —dijo—. El cuñado de mi bisnieto está ahora con su bote en el embarcadero para llevar un cargamento de pieles a un barco danés. El te llevará hasta tu barco antes de que llegue tu piloto. El Hebe se hace a la mar mañana, ¿verdad? Pero en cuanto estés en el barco no te olvides de devolverme el gorro. —Cogió luego el cuchillo del muchacho, lo limpió en su falda y se lo devolvió—. Aquí tienes tu cuchillo —dijo—. Ya no volverás a clavárselo a ningún hombre; ya nunca tendrás necesidad de hacerlo porque de ahora en adelante surcarás los mares como un marino cabal. ¡Ya tenemos bastantes preocupaciones con nuestros propios hijos!
El asombrado muchacho comenzó a dar las gracias tartamudeando.
—Espera —dijo la vieja—. Te haré una taza de café para que recobres el juicio, y mientras tanto lavaré tu chaqueta. —Cogió un viejo hervidor de cobre y lo puso al fuego. Al cabo de un rato le dio un bol de café puro, hirviente y cargado—. Ahora ya has bebido con Sunniva —dijo—, has bebido un poco de sabiduría —añadió—, así que de ahora en adelante todos tus pensamientos no se perderán en la mar salada como gotas de lluvia.
Cuando Simón terminó de beber y dejó el bol, la vieja le acompañó hasta la puerta y él quedó sorprendido al ver que era casi de día. La casa estaba en un alto desde donde el muchacho pudo ver la mar, cubierta por una lechosa neblina. Luego dio la mano a la vieja para despedirse.
La lapona se le quedó mirando fijamente un rato.
—Nosotros nunca olvidamos —dijo—. Tú, tú me golpeaste en la cabeza cuando estaba allá arriba en el palo. Ahora yo tengo que devolverte el golpe. —Y nada más decirlo, le dio un manotazo tan fuerte en la oreja que la cabeza le dio vueltas—. Ahora estamos en paz —dijo, dirigiéndole una mirada larga, brillante y maliciosa. Luego le dio un ligero empujón e hizo un ademán para que se alejase.
Y así, el muchacho marinero volvió a su barco, el cual se hizo a la mar a la mañana siguiente, y vivió para contar esta historia.