DAPHNE DU MAURIER - LOS PAJAROS

DAPHNE DU MAURIER

GRAN BRETAÑA

DAPHNE DU MAURIER 1907 Nieta de George du Maurier, eminente dibujante, caricaturista y escritor británico, e hija de Gerald, actor de inmensa popularidad, Daphne nació en Londres y empezó a escribir poemas y cuentos a la edad de diecinueve años. Escribió también una biografía de su padre, y es autora de varias novelas, principalmente de misterio, entre las que destacan Rebeca, que ha sido llevada a la pantalla, y Mi prima Raquel, por las que ha sido elevada al rango de Dama del Imperio Británico.

EL 3 de diciembre cambió el viento durante la noche y llegó el invierno. Hasta entonces el otoño había sido suave y meloso. Las hojas, de un rojo dorado, se habían aferrado a los árboles, y persistía el verdor en los setos. La tierra removida por el arado prometía fertilidad.

A causa de las heridas sufridas en la guerra, Nat Hocken disfrutaba de una pensión y no trabajaba el mes completo en la granja. Iba allí tres días por semana, y le encargaban las tareas menos pesadas: cuidar los setos, empajar, hacer pequeñas reparaciones en las casas agrícolas...

Aunque estaba casado y tenía hijos, era de natural retraído: le gustaba más trabajar solo. Nada le agradaba tanto como el encargo de reforzar un dique o reparar una cancela en el extremó de la península, donde el mar rodeaba las tierras de la granja. Entonces, a mediodía, solía hacer una pausa para comer la empanada que su mujer le había preparado y, sentado al borde del acantilado, observar los pájaros. El otoño era la mejor estación para hacerlo, mejor que la primavera. En primavera las aves vuelan tierra adentro, con un propósito determinado, con una intención; saben adonde se dirigen, el ritmo y el ritual de su vida no admiten demora. En otoño, las que no han emigrado a ultramar, las que se quedan a pasar el invierno, se contagian del mismo impulso motriz, pero al estarles vedada la migración siguen su propia pauta. Venían a la península grandes bandadas de pájaros. Inquietos, impacientes, agotándose en su incesante movimiento: ora describiendo círculos en el cielo, ora posándose para alimentarse en la fértil tierra recién removida. Pero incluso cuando comían era como si lo hicieran sin ganas. La inquietud los lanzaba nuevamente a los cielos.

Negros y blancos, grajos y gaviotas, se mezclaban en extraño consorcio, buscando algún tipo de liberación, jamás satisfecha, jamás acallada. Bandadas de estorninos, crujientes como la seda, volaban en busca de pastos frescos, impulsados por la misma necesidad de movimiento; y los pájaros más pequeños, los pinzones y las alondras, pasaban de los árboles a los setos como si alguien les apremiara.

Nat los observaba, y observaba también las aves marinas. Abajo, en la bahía, esperaban la marea. Estas tenían más paciencia. Ostreros, archibebes, correlimos y zarapitos vigilaban al borde del agua; cuando las lentas olas lamían la orilla y luego se retiraban dejando al descubierto la franja de algas y revolviendo los guijarros, las aves marinas correteaban y se perseguían por las playas. Entonces se apoderaba también de ellas el mismo impulso de volar. Gritando, silbando, llamándose, abandonaban la costa y peinaban el plácido mar. Apresurarse, darse prisa, precipitarse, irse; pero ¿adonde, y para qué? El impulso impaciente del otoño, poco satisfactorio, triste, las había hechizado, y tenían que agruparse, y girar, y gritar; debían liberarse de ese movimiento antes de que llegara el invierno.

«Quizá», pensó Nat, masticando su empanada al borde del acantilado, «los pájaros reciben un mensaje en el otoño, como una advertencia. Se acerca el invierno. Muchos de ellos perecerán. Y al igual que las personas que, temerosas de la muerte antes de tiempo, se lanzan de lleno al trabajo o al desatino, las aves hacen lo mismo».

Los pájaros habían estado más inquietos que nunca aquel otoño, y esa agitación resultó más acusada porque los días fueron tranquilos. Mientras el tractor abría surcos arriba y abajo en las colinas occidentales, con la figura del granjero silueteada en el asiento del conductor, la máquina entera y el hombre se perdían momentáneamente en la gran nube de aves que giraban y gritaban sin cesar. Había muchas más que de costumbre, Nat estaba seguro de ello. En el otoño siempre seguían al arado, pero no en bandadas tan grandes como estas, ni con semejante algarabía.

Nat aludió a ello cuando terminó su faena por aquel día.

—Sí —dijo el granjero—, hay más pájaros por aquí que de costumbre; también yo me he dado cuenta. Y algunos de ellos son audaces, no hacen ni caso del tractor. Esta tarde se me acercaron tanto a la cabeza un par de gaviotas que creí que me iban a tirar la gorra. Es más, apenas podía ver lo que estaba haciendo cuando revoloteaban encima de mí y el sol me daba en los ojos. Creo que va a cambiar el tiempo. Será un invierno duro. Por eso están inquietos los pájaros.

Al atravesar los campos y tomar el camino que bajaba a su casa, Nat vio que los pájaros todavía volaban en bandadas sobre las colinas de poniente, al último resplandor del sol. No había viento, y el mar gris estaba en calma. La coronaria aún tenía flores, y el aire era apacible. El granjero, sin embargo, no se había equivocado, y aquella noche cambió el tiempo. La alcoba de Nat estaba orientada al este. Se despertó poco después de las dos y oyó el viento en la chimenea. No era la tormenta y el ventarrón del sudoeste, que trae lluvia, sino el seco y frío viento del este. Sonaba hueco en la chimenea, y una pizarra suelta golpeaba en el tejado. Nat escuchó, y alcanzó a oír el bramido del mar en la bahía. Hasta el aire de la pequeña habitación se había vuelto frío: por debajo de la puerta entraba una corriente que soplaba sobre la cama. Nat se arrebujó en la manta, acercándose más a la espalda de su dormida esposa, y permaneció despierto, alerta, consciente de un temor irrazonable.

De pronto oyó un repiqueteo en la ventana. En los muros de la casa no había enredaderas que pudieran haberse soltado y estuvieran arañando los cristales. Escuchó, y el golpeteo continuó hasta que, exasperado por el ruido, Nat saltó del lecho y fue a la ventana. Guando la abrió algo le rozó la mano, y sintió en los nudillos un pinchazo que le raspó la piel. Entonces vio el revoloteo de las alas y aquel objeto desapareció, por encima del tejado, detrás de la casa.

Se trataba de un pájaro, aunque no sabría decir de qué clase. El viento debía de haberlo obligado a refugiarse en el antepecho de la ventana.

Cerró la ventana y volvió a la cama, pero al sentir humedad en los nudillos se llevó la rozadura a la boca. El pájaro le había hecho sangre. Asustado y aturdido, suponía Nat, le había picado en la oscuridad al buscar abrigo. De nuevo se dispuso a dormir.

Al poco rato volvió a oír el repiqueteo, más enérgico e insistente esta vez. El ruido despertó a su esposa, que se dio la vuelta en la cama y le dijo:

—Mira a ver qué pasa en la ventana, Nat; está batiendo.

—Ya he ido a ver; es un pájaro que trata de entrar. ¿No oyes el viento? Sopla del este, obligando a las aves a buscar refugio.

—¡Espántalas! No puedo dormir con ese ruido.

Nat fue a la ventana por segunda vez, y cuando la abrió no había un pájaro sobre el antepecho, sino media docena; echaron a volar directamente contra su rostro, atacándole.

Gritó mientras los golpeaba con los brazos para dispersarlos; al igual que el primero, se remontaron por encima del tejado y desaparecieron. Rápidamente bajó la ventana y pasó la aldaba.

—¿Has oído eso? —preguntó—. Me atacaron. Trataban de picotearme los ojos.

Permaneció junto a la ventana, atisbando en la oscuridad, pero no vio nada. Su esposa, medio dormida, murmuró algo desde la cama.

—No es invención mía —añadió, irritado por la indiferencia de su mujer—. Te digo que los pájaros estaban en el antepecho, tratando de entrar en el cuarto.

De pronto llegó de la habitación donde dormían los niños, al otro lado del pasillo, un grito de pavor.

—Es Jill —dijo su esposa incorporándose en la cama—. Ve a ver qué le pasa.

Nat encendió la vela, pero cuando abrió la puerta del dormitorio para cruzar el pasillo la corriente apagó la llama.

Entonces se oyó un segundo grito de terror, esta vez de los dos niños; al precipitarse en su alcoba, sintió a su alrededor el batir de alas en la oscuridad. La ventana estaba abierta. Por ella entraban los pájaros, chocando primero contra el techo y las paredes, desviándose luego para volverse contra los niños acostados.

—Tranquilizaos, ya estoy aquí —gritó Nat, y los niños corrieron chillando hacia su padre, mientras en la oscuridad las aves se elevaban y caían en picado sobre él.

—¿Qué pasa, Nat? ¿Qué pasa? —preguntó su mujer desde la otra alcoba.

Rápidamente Nat empujó a los niños por la puerta que daba al pasillo y la cerró tras ellos; ahora estaba solo en la habitación con los pájaros.

Cogió una manta de la cama más próxima y, empleándola como arma, empezó a agitarla de un lado para otro. Sentía el choque de los cuerpos y oía el aleteo, pero todavía no estaban derrotados, pues volvían a la carga una y otra vez, pinchándole la cabeza y las manos con sus pequeños picos afilados como tenedores. La manta pasó a ser un arma defensiva; se la arrolló a la cabeza y luego, en medio de una oscuridad aún mayor, golpeó a los pájaros con las manos desnudas. No se atrevía a acercarse a la puerta y abrirla por temor a que las aves lo siguieran.

No sabía cuánto tiempo luchó con ellas en aquella negrura, pero al fin disminuyó el aleteo a su alrededor y después se alejó. Percibía luz a través de la gruesa manta. Esperó y escuchó; no oía más sonido que el mohíno llanto de uno de los niños desde la otra alcoba. El aleteo había cesado.

Se quitó la manta de la cabeza y miró a su alrededor. La fría luz grisácea de la mañana iluminaba débilmente la habitación. Los pájaros vivos habían acudido a la llamada de la aurora y la ventana abierta; los muertos yacían en el suelo. Estremecido y horrorizado, Nat contempló los menudos cuerpos. Todos eran pájaros pequeños, ninguno de tamaño considerable. Debía de haber lo menos cincuenta: petirrojos, gorriones, herrerillos, alondras y pinzones reales, aves que por ley natural permanecían dentro de su propia bandada o de su propio territorio y que ahora, uniéndose por el imperativo de la lucha, se habían estrellado contra las paredes del dormitorio o habían muerto en la lucha. Algunas habían perdido plumas en la pelea; otras tenían sangre, su sangre, en el pico.

El espectáculo le produjo náuseas; se dirigió a la ventana y contempló los campos por encima del pequeño jardín.

Hacía un frío intenso, y el terreno ofrecía el duro y negro aspecto de la helada. No de una helada blanca, de la que brilla al sol de la mañana, sino de la negra que trae el viento del este. El mar, más agitado ahora con el cambio de marea, hirviente y coronado por las blancas crestas de las olas, rompía violentamente en la bahía. No había rastro de los pájaros. Ningún gorrión gorjeaba en el seto que se extendía más allá de la puerta del jardín; ningún zorzal o mirlo picoteaba en la hierba buscando lombrices. No se percibía sonido alguno con excepción del viento de levante y del mar.

Nat cerró la ventana y la puerta de la pequeña alcoba, cruzó el pasillo y volvió a su dormitorio. Su mujer se incorporó en el lecho; a su lado dormía la niña, y tenía en los brazos al más pequeño, con el rostro vendado. Las cortinas estaban corridas, y encendidas las velas. La cara de la mujer relumbraba a la amarillenta luz. Meneó la cabeza pidiendo silencio y susurró:

—Acaba de quedarse dormido. Debe de haberse cortado con algo; tenía sangre en las comisuras de los ojos. Jill dice que fueron los pájaros. Cuando se despertó la habitación estaba llena.

Miró a Nat, buscando una señal de confirmación en su rostro. Parecía aterrorizada, desconcertada, y él quería que supiera que también estaba impresionado, trastornado casi, por los acontecimientos de las últimas horas.

—Hay pájaros ahí dentro —dijo—, pájaros muertos. Casi cincuenta. Petirrojos, reyezuelos, todos los pájaros pequeños de por, aquí. Es como si con el viento del este se hubiera apoderado de ellos la locura. —Se sentó en la cama junto a su mujer y le cogió la mano—. Es el tiempo —continuó—; tiene que ser eso, el mal tiempo. Quizá no sean, después de todo, los pájaros de estas tierras. Quizás hayan sido arrastrados hacia aquí desde el interior del país.

—Pero, Nat —susurró su esposa—, el tiempo ha cambiado esta misma noche. No ha habido nieves que los empujaran. Y es pronto para que estén hambrientos; todavía tienen comida en los campos.

—Es el tiempo —repitió Nat—. Te lo digo yo, es el tiempo.

También su rostro, como el de ella, denotaba ansiedad y cansancio. Se miraron durante un rato sin pronunciar palabra.

—Bajaré a hacer una taza de té —dijo Nat.

Se sintió reconfortado al entrar en la cocina. Las tazas y los platos ordenadamente colocados en el aparador; la mesa y las sillas; la labor de punto de su mujer en el sillón de mimbre; los juguetes de los niños en la alacena del rincón...

Se arrodilló, retiró las cenizas y encendió el fuego. El fulgor de las astillas hizo que todo pareciera normal; la humeante marmita y la parda tetera le proporcionaron consuelo y la sensación de seguridad. Se tomó un té y subió una taza a su esposa. Luego se lavó en el fregadero, se puso las botas y abrió la puerta trasera.

El cielo ofrecía un aspecto hostil y plomizo, y las terrosas colinas que el día anterior brillaban al sol aparecían ahora peladas y oscuras. El viento del este pelaba los árboles como una navaja, y las hojas, secas y crujientes, temblaban y se dispersaban. Nat golpeó la tierra con la puntera de la bota. Estaba completamente helada. Jamás había conocido un cambio tan radical y súbito. El invierno negro había llegado en una sola noche.

Los niños ya estaban despiertos. Jill parloteaba arriba, y el pequeño Johnny estaba llorando otra vez. Nat oyó la voz de su mujer, sedante, confortadora. Bajaron al poco rato. El ya tenía preparado el desayuno, y volvía a iniciarse la rutina cotidiana.

—¿Espantaste a los pájaros? —preguntó Jill, tranquilizada ya por la influencia del fuego del hogar, la luz del día y el desayuno.

—Sí, ya se han ido todos —respondió Nat—. Los trajo el viento del este. Estaban asustados y perdidos, y necesitaban un refugio.

—Intentaron picotearnos. Se tiraron a los ojos de Johnny.

—El miedo les impulsó a hacerlo —señaló Nat—. En la oscuridad de la habitación no sabían dónde estaban.

—Espero que no vuelvan. Quizá si les ponemos pan en la ventana se lo coman y se vayan a otro sitio.

Jill terminó de desayunar y luego fue a buscar su abrigo y la capucha, los libros y la cartera. Nat no dijo nada, pero su esposa le miró desde el otro lado de la mesa y se cruzaron un mensaje mudo.

—La acompañaré al autobús —anunció él—. Hoy no voy a la granja. —Y mientras la niña se lavaba en el fregadero, le dijo a su esposa—: Cierra todas las ventanas, y también las puertas. Es sólo por precaución. Iré a la granja para averiguar si han oído algo durante la noche.

Luego echó a andar sendero arriba con su hija. La niña parecía haber olvidado ya su experiencia de la noche anterior. Iba brincando delante de él, persiguiendo las hojas, con el rostro flagelado por el frío viento y teñido de rosa bajo la capucha de duendecillo.

—¿Va a nevar, papá? —preguntó—. Hace bastante frío.

Nat alzó la vista hacia el sombrío cielo y sintió el azote del viento en los hombros.

—No —dijo—, no va a nevar. Será un invierno negro, no blanco.

En todo el recorrido no cesaba de escudriñar los setos en busca de pájaros, los campos que se hallaban más allá y el bosquecillo situado por encima de la granja, donde solían reunirse grajos y cornejas. No vio ninguno.

Otros niños esperaban en la parada del autobús, bien abrigados, con capuchas como la de Jill y los rostros blancos y contraídos por el frío.

Jill corrió hacia ellos agitando los brazos.

—Mi papá dice que no nevará —anunció—. Va a ser un invierno negro.

No dijo nada de los pájaros. Empezó a forcejear con otra niña pequeña. El autobús subió lentamente la cuesta. Nat esperó hasta que su hija hubo montado en el vehículo; luego dio media vuelta y caminó en dirección a la granja. No era su día de trabajo, pero quería asegurarse de que todo iba bien. Jim, el vaquero, andaba atareado en el patio.

—¿Está el patrón? —preguntó Nat.

—Ha ido al mercado —contestó Jim—. ¿Acaso no sabes que hoy es martes?

Se alejó dando fuertes pisadas y dobló la esquina de un cobertizo. No podía perder el tiempo con Nat. Se hablaba de la superioridad de este, de que leía libros y hacía cosas así.

Había olvidado que era martes, lo que demostraba hasta qué punto le habían afectado los acontecimientos de la noche anterior. Se acercó a la puerta trasera de la granja y oyó cantar a la señora Trigg en la cocina, con la radio puesta como música de fondo.

—¿Está usted ahí, señora? —llamó Nat.

Ella abrió la puerta. Era una mujer robusta, radiante, y siempre estaba de buen humor.

—Hola, señor Hocken —saludó—. ¿Puede decirme de dónde viene este frío? ¿Acaso de Rusia? Jamás he visto un cambio semejante. Y la radio dice que va a continuar. Tiene algo que ver con el Círculo Artico.

—Nosotros no pusimos la radio esta mañana —dijo Nat—. El caso es que tuvimos problemas por la noche.

—¿Se encuentran mal los niños?

—No... —Apenas sabía cómo explicarlo. Ahora, a la luz del día, la batalla de los pájaros sonaría absurda.

Trató de contarle a la señora Trigg lo que había ocurrido, pero a juzgar por los ojos de la mujer, Nat comprendió que su relato le parecía la secuela de una pesadilla.

—¿Está seguro de que eran pájaros de verdad —preguntó con una sonrisa—, con plumas y todo, y no de esos tan raros que ven los hombres después del cierre de las tabernas una noche de sábado?

—Señora Trigg —repuso él—, hay cincuenta pájaros muertos, petirrojos, reyezuelos y de otras especies, en el suelo de la alcoba de los niños. Se lanzaron contra mí, y al pequeño Johnny trataron de sacarle los ojos.

La señora Trigg le miró dubitativamente.

—Bueno —contestó—, supongo que los trajo el tiempo. Una vez en la habitación, no sabrían adonde dirigirse. Quizá se trate de aves extranjeras, del Círculo Artico ese.

—No. Eran pájaros como los que se ven por aquí cada día.

—Es curioso —dijo la señora Trigg—. La verdad es que no se explica la cosa. Debería usted escribir al Guardian pidiendo información. Probablemente ellos tendrán alguna respuesta. Bueno, debo seguir con mi trabajo.

Inclinó la cabeza, sonrió y volvió a la cocina.

Insatisfecho, Nat se dirigió a la cerca de la granja. Si no hubiera sido por aquellos restos en el suelo del dormitorio, que ahora tendría que recoger y enterrar en alguna parte, también a él le habría parecido exagerado el relato.

Jim estaba junto a la cerca.

—¿Tuviste alguna dificultad con los pájaros? —preguntó Nat.

—¿Pájaros? ¿Qué pájaros?

—Anoche anduvieron volando por nuestra casa. Docenas y docenas. Entraron en la alcoba de los niños. Y bien salvajes que eran.

—¿Eh? —Jim era algo tardo de comprensión—. Jamás oí que los pájaros se mostraran salvajes —dijo por fin—. En todo caso, a veces se muestran muy mansos. Yo los he visto acudir a las ventanas en busca de migas.

—Los de anoche no tenían nada de mansos.

—¿No? Quizá fuera el frío. O por el hambre. Pon unas migas fuera de la ventana.

Jim estaba tan poco interesado en la historia como la señora Trigg. Era, pensó Nat, como las incursiones aéreas en la guerra. Nadie en este extremo del país sabía lo que habían visto y sufrido los habitantes de Plymouth. Tenía uno que sufrir algo en su propia carne para sentirse afectado. Regresó por el sendero y cruzó la cancela de su casa. Su mujer estaba en la cocina con el pequeño Johnny.

—¿Viste a alguien? —le preguntó.

—A la señora Trigg y a Jim. Me parece que no me creyeron. De todos modos, no hay ninguna novedad por allí.

—¿Por qué no te llevas los pájaros? No me atrevo a entrar en la habitación para hacer las camas. Estoy asustada.

—No hay motivo para que todavía estés asustada. Sabes que están muertos.

Subió con un saco y echó en él los rígidos cuerpos, uno por uno. Sí, había cincuenta en total. Los pájaros comunes y corrientes de los setos, ninguno mayor que un tordo. Debió de ser el miedo lo que les hizo actuar de ese modo. Herrerillos, reyezuelos... era increíble la fuerza de sus pequeños picos pinchándole la cara y las manos la noche anterior. Guando llevó el saco al jardín se encontró con un nuevo problema. La tierra, completamente helada, estaba demasiado dura para cavar, y sin embargo no había nevado ni sucedido nada en las pasadas horas salvo la invasión del viento de levante. No era natural, resultaba muy extraño. Los hombres del tiempo debían de tener razón. El cambio estaba relacionado con el Círculo Polar Artico.

El viento parecía calarle hasta los huesos mientras permanecía allí indeciso, sujetando el saco. Veía las blancas crestas de las olas al romper en la bahía. Decidió enterrar los pájaros en la orilla.

Guando llegó a la playa, debajo del promontorio, apenas podía mantenerse en pie, tan fuerte era el viento del este. Respirar le resultaba doloroso, y tenía las desnudas manos de color azul. Jamás había conocido semejante frío, ni siquiera en todos los inviernos malos que recordaba. Había marea baja. Atravesó el pedregal hasta alcanzar la arena más blanda y luego, dando la espalda al viento, hizo un hoyo en el suelo con el tacón. Su intención era enterrar en él los pájaros, pero al abrir el saco la fuerza del viento se los arrebató, los elevó en el aire, cual si volvieran a volar, y los alejó de él por la playa como si fueran plumas. Los cuerpos de las cincuenta aves heladas quedaron desparramados. Había algo perverso en aquella vista, algo que no le gustó. El viento barrió los pájaros muertos a gran distancia.

«La marea se los llevará cuando suba», se dijo.

Miró al mar y observó los encrestados cachones, rompiendo en verdes masas. Se alzaban rígidamente, se combaban y volvían a romper, y como la marea estaba baja el rugido sonaba lejano, remoto, sin el estrépito de la pleamar.

Entonces las vio. Las gaviotas. Allá a lo lejos, meciéndose sobre las olas.

Lo que al principio le habían parecido las blancas crestas de las ondas eran gaviotas. Centenares, millares, decenas de millares, hacia el este y hacia el oeste... Se alzaban y caían con el oleaje, de cara al viento, como una poderosa flota al ancla, esperando a que cambiase la marea. Se extendían hasta donde alcanzaba la vista, en apretada formación, fila tras fila. Si el mar hubiera estado en calma, habrían cubierto la bahía como una nube blanca, cabeza con cabeza, cuerpo con cuerpo. Sólo el viento del este, al remover el mar en cachones, las ocultaba a la vista desde tierra.

Nat se volvió y, alejándose de la playa, ascendió por la empinada senda que conducía a su hogar. Alguien debería saber lo que sucedía. Había que dar cuenta a alguien. A causa del viento del este y del tiempo, ocurría algo que él no comprendía. Se preguntó si debía ir a la cabina telefónica, junto a la parada del autobús, y llamar a la policía. Pero, ¿qué podían hacer ellos? ¿Qué podía hacer persona alguna? Miles de gaviotas meciéndose sobre las olas, allí en la bahía, a causa de la tormenta, a causa del hambre. La policía pensaría que estaba loco, o bebido, o tomaría su declaración con mucha calma. «Gracias. Sí, ya nos habían informado del asunto. El mal tiempo está empujando enormes bandadas de pájaros tierra adentro». Nat miró a su alrededor. Todavía no había rastro de otra clase de pájaros. ¿Acaso les habría empujado el frío a todos hacia el interior del país? Cuando se acercó a la casa, su mujer salió a recibirlo en la puerta.

—Nat —le dijo muy excitada—. Lo dicen por la radio. Acaban de dar un boletín de noticias especial. Lo he anotado.

—¿Qué dicen por la radio?

—Lo de los pájaros. No es aquí solamente; es en todas partes. En Londres, en todo el país. Algo les ha ocurrido a los pájaros.

Entraron juntos en la cocina. Nat leyó la hoja de papel que estaba en la mesa.

«Declaración del Ministerio del Interior a las once de la mañana de hoy. Constantemente llegan informes de todo el país en relación con la gran cantidad de pájaros que vuelan en bandos sobre ciudades, pueblos y distritos alejados, causando daños y obstrucciones e incluso atacando a las personas. Se cree que la corriente de aire ártico que cubre actualmente las Islas Británicas obliga a los pájaros a emigrar al sur en enormes bandadas, y que el hambre puede impulsar a estas aves a atacar a seres humanos. Se advierte a los propietarios de casas que se ocupen de ventanas, puertas y chimeneas, y que tomen precauciones razonables para la seguridad de sus hijos. Más adelante se hará pública una nueva declaración».

Una oleada de excitación se apoderó de Nat; miró a su mujer con aire triunfal.

—Ahí lo tienes —dijo—. Confiemos en que lo hayan oído en la granja. La señora Trigg se habrá dado cuenta de que no era invención mía. Es cierto. Y afecta a todo el país. Toda la mañana me he estado repitiendo que algo iba mal. Y ahora mismo, desde la playa, he visto millares de gaviotas, decenas de millares; imposible introducir un alfiler entre sus cabezas. Allí están todas, meciéndose sobre las olas, esperando.

—¿Y qué esperan, Nat?

Miró a su mujer, y luego volvió a bajar la vista a la hoja de papel.

—No sé —dijo lentamente—. Aquí dice que los pájaros tienen hambre.

Fue al cajón donde guardaba el martillo y las herramientas.

—¿Qué vas a hacer, Nat?

—Ocuparme de las ventanas y también de las chimeneas, como nos han dicho.

—¿Crees que podrían entrar con las ventanas cerradas? ¿Esos petirrojos y gorriones? ¡No es posible!

Nat no contestó. No estaba pensando en petirrojos ni en gorriones, sino en las gaviotas...

Subió al piso superior y trabajó allí durante el resto de la mañana, entablando las ventanas de las habitaciones, y tapando las bases de las chimeneas. Afortunadamente era su día libre y no tenía que trabajar en la granja. Aquello le recordó los viejos tiempos, al principio de la guerra. Entonces no estaba casado, y había hecho todos los tableros para oscurecer las ventanas de la casa de su madre en Plymouth. También hizo el refugio antiaéreo, aunque cuando llegó el momento no sirvió de nada. Se preguntó si tomarían esas precauciones en la granja. Lo dudaba. Harry Trigg y su mujer eran demasiado tranquilos. Quizá se tomaran el asunto a broma y se fueran a bailar o a jugar a las cartas.

—La comida está lista —le gritó su esposa desde la cocina.

—Está bien. Ya bajo.

Estaba satisfecho de su obra. Los marcos ajustaban bien sobre los pequeños cristales y en las bases de las chimeneas.

Guando terminaron de comer y mientras su mujer fregaba los cacharros, Nat puso la radio para escuchar el noticiario de la una. Repitieron el mismo anuncio, el que ella había anotado durante la mañana, pero más extenso.

«Las bandadas de pájaros», leyó el locutor, «han causado problemas en todas las zonas. En Londres el cielo estaba tan plagado de aves a las diez de esta mañana que parecía como si la ciudad estuviera cubierta por una vasta nube negra. Los pájaros se posaban en los tejados, en los antepechos de las ventanas y en las chimeneas. Las especies incluían mirlos, zorzales, gorriones comunes y, como cabría esperar en la metrópoli, gran cantidad de palomas y estorninos, así como ese frecuentador del Támesis, la gaviota reidora. Ante tan inusitado espectáculo se ha paralizado el tráfico en algunas vías públicas, se ha suspendido el trabajo en tiendas y oficinas, y las calles se han visto inundadas de público que se detenía para observar los pájaros».

El noticiario daba cuenta de algunos incidentes y volvía a repetir las causas que se consideraban responsables de la situación: frío y hambre. También se reiteraron las advertencias a propietarios e inquilinos. La voz del locutor era suave y tranquila. Nat tuvo la impresión de que aquel hombre en particular trataba el asunto como si fuera una compleja broma. Habría otros como él, centenares de ellos, que no sabían lo que era luchar en la oscuridad con una bandada de pájaros. Y se celebrarían fiestas en Londres aquella noche, como las que se daban en noches electorales. La gente gritaría, se reiría y se emborracharía. «¡Venid a ver los pájaros!»

Nat apagó la radio. Se levantó y empezó a trabajar en las ventanas de la cocina. Su mujer le observó, con el pequeño Johnny pegado a los talones.

—¡Cómo! ¿También vas a poner tablas aquí abajo? —preguntó—. Tendré que encender la luz antes de las tres. No veo la necesidad de tableros aquí abajo.

—Más vale prevenir que curar —repuso Nat—. No voy a correr ningún riesgo.

—Lo que deberían hacer es llamar al ejército para disparar contra los pájaros. Eso pronto los ahuyentaría.

—Que lo intenten. ¿Qué crees tú que podrían hacer?

—Mandan el ejército a los muelles cuando hay huelga de estibadores, ¿no? Los soldados van a descargar los barcos.

—Sí, la población de Londres es de ocho millones o más. Piensa en todos los edificios, en todos los pisos y casas. ¿Crees que tienen bastantes soldados para ir por ahí disparando contra los pájaros desde cada azotea o tejado?

—No sé. Pero habrá que hacer algo. Deberían hacer algo.

Nat pensó que sin duda alguien estaba considerando el problema en aquel mismo momento; pero fuera lo que fuese lo que ese alguien acordara hacer en Londres y en las grandes ciudades, de nada serviría aquí, a quinientos kilómetros de distancia. Cada propietario o inquilino tenía que valerse por sí mismo.

—¿Cómo andamos de comida? —preguntó Nat.

—Vamos, querido, ¡qué cosas se te ocurren!

—Está bien, está bien, pero dime, ¿qué tienes en la despensa?

—Mañana es día de compra, ya lo sabes. No guardo cosas crudas, se estropean en seguida. El carnicero no viene hasta pasado mañana. Pero puedo traer algo cuando vaya mañana.

Nat no quería asustarla. Pensó que quizá no pudiera ir a la ciudad al día siguiente. Inspeccionó personalmente la despensa y la alacena donde su mujer guardaba las latas de conserva. Tendrían bastante para un par de días, pero no quedaba mucho pan.

—¿Y qué hay del panadero?

—Viene mañana.

Todavía quedaba algo de harina. Si el panadero no se presentaba, tendría suficiente para hacer una hogaza.

—Estaríamos en mejores condiciones antiguamente —dijo Nat—, cuando las mujeres amasaban dos veces por semana, y salaban sardinas, y había comida para que toda una familia pudiera resistir un asedio si era preciso.

—He tratado de dar a los niños pescado en conserva, pero no les gusta.

Nat siguió clavando tablas sobre las ventanas de la cocina. Velas. También andaban escasos de velas. Esa era otra cosa que su mujer debía comprar al día siguiente. Bueno, no había nada que hacer de momento. Aquella noche tendrían que acostarse temprano.

Es decir, si...

Salió por la puerta trasera y se detuvo en el jardín, contemplando el mar a sus pies. No había habido sol en todo el día, y ahora, apenas a las tres, ya casi había oscurecido, y el cielo ofrecía un aspecto hosco y pesado, incoloro como la sal. Oía el fragoso mar estrellándose contra las rocas. Bajó por el sendero, a mitad de camino de la playa, y de pronto se detuvo. La marea había cambiado. La roca que asomaba sobre la superficie a media mañana ya no se veía. Pero no era el mar lo que le llamaba la atención. Las gaviotas se habían elevado. Volaban en círculos —centenares, millares de ellas—, alzando las alas contra el viento. Eran las gaviotas las que habían oscurecido el cielo. Y estaban silenciosas, no proferían el menor sonido. Se remontaban cada vez más, describiendo círculos, elevándose, cayendo, poniendo a prueba su fuerza contra la del viento.

Nat dio la vuelta. Corrió sendero arriba, de regreso a su casa.

—Voy a buscar a Jill —dijo—. La esperaré en la parada del autobús.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó su mujer—. Estás blanco como el papel.

—Mantén a Johnny dentro. Y la puerta cerrada. Enciende ya la lámpara y corre las cortinas.

—Pero si acaban de dar las tres...

—No importa. Haz lo que te digo.

Echó un vistazo en la caseta de las herramientas, junto a la puerta trasera, pero no encontró nada verdaderamente útil. La pala pesaba demasiado, y la horca no resultaba apropiada. Se decidió por el azadón. Era la única herramienta que podría servirle, y además ligera y fácil de transportar.

Tomó el camino que conducía a la parada del autobús. De vez en cuando echaba una mirada por encima del hombro.

Las gaviotas volaban ahora a mayor altura, y describían círculos más amplios; se estaban extendiendo en una gran formación a través del cielo.

Se apresuró; aunque sabía que el autobús no llegaría a lo alto de la cuesta antes de las cuatro, tenía que darse prisa. No se cruzó con nadie en el camino, lo cual le alegró. No disponía de tiempo para pararse a charlar.

Llegó con demasiada antelación. Aún faltaba media hora. El viento del este fustigaba los campos desde las tierras altas. Golpeó el suelo con los pies y se sopló las manos.

Veía a lo lejos las colinas de arcilla, blancas y limpias, recortadas contra la acusada palidez del cielo. Algo negro se elevó de detrás de ellas, como un tiznón al principio, y luego se ensanchó y cobró profundidad. Y el tiznón se convirtió en nube, y la nube se dividió a su vez en otras cuatro que se extendieron al norte, al este, al sur y al oeste. Y no eran nubes, sino pájaros. Los observó en su recorrido por el cielo, y cuando una sección pasó por encima de él, a setenta u ochenta metros, supo por su velocidad que se dirigían hacia el interior del país; no querían nada con ellos, con la gente de la península. Eran cornejas, cuervos, grajos, urracas, arrendajos, aves todas que por lo general hacían presa en las especies menores; pero aquella tarde tenían que cumplir alguna otra misión.

«Les han asignado las ciudades», pensó Nat. «Saben lo que tienen que hacer. Aquí no importamos tanto. Las gaviotas se ocuparán de nosotros. Los demás van a las ciudades».

Se dirigió a la cabina telefónica, entró y descolgó el auricular. Llamaría a la centralita. Ellos se encargarían de transmitir el mensaje.

—Hablo desde Highway —dijo—, junto a la parada del autobús. Quiero comunicar que grandes bandadas de pájaros vuelan hacia el interior del país. Y también que las gaviotas se están agrupando en la bahía.

—Entendido —respondió la voz, lacónica, cansada.

—No dejará de transmitir este mensaje al organismo que corresponda, ¿verdad?

—Sí... sí... —Ahora el tono era de impaciencia, de hastío. Se reanudó la señal habitual.

«Ella es otra de tantas», pensó Nat. «Le tiene sin cuidado. Quizá se haya pasado el día contestando llamadas. Querrá ir al cine esta noche con algún muchacho. Luego le cogerá de la mano, señalará al cielo y dirá: ¡Mira todos esos pájaros! Le tiene sin cuidado».

El autobús subió pesadamente la cuesta. Jill se apeó junto con otros tres o cuatro niños. El vehículo continuó su recorrido hacia la ciudad.

—¿Para qué es el azadón, papá?

Los pequeños se reunieron en torno suyo, riendo y señalando.

—Se me ocurrió traerlo, eso es todo —dijo—. Anda, vámonos a casa. Hace frío, y no es cosa de estar parados. ¡Eh, vosotros! Echad a correr, a ver quién llega antes a su casa.

Se dirigía a los compañeros de Jill, que procedían de distintas familias y vivían en las casas protegidas. Por el atajo no tardarían nada en llegar.

—Queremos jugar un poco en el camino —dijo uno de ellos.

—Nada de eso. Si no vais a casa se lo diré a vuestras madres.

Hablaron en susurros entre sí, un tanto asombrados, y luego echaron a correr por el campo. Jill miró a su padre con expresión huraña.

—Siempre jugamos en el camino —dijo.

—Pues esta tarde no lo harás. Vamos, no pierdas más tiempo.

Ahora veía las gaviotas, describiendo círculos sobre los campos, avanzando tierra adentro. Seguían silenciosas, sin emitir sonido alguno.

—Mira, papá, mira cuántas gaviotas.

—Sí. Date prisa.

—¿Hacia dónde vuelan? ¿Adonde van?

—Yo diría que hacia el interior del país. Allí hace más calor. Cogió la mano de la niña y tiró de ella por el camino.

—No corras tanto. No puedo seguirte.

Las gaviotas estaban imitando a los grajos y a los cuervos. Se extendían en formación por todo el cielo. En bandadas de miles de individuos, se dirigían a los cuatro puntos cardinales.

—Papá, ¿qué pasa? ¿Qué están haciendo las gaviotas?

No estaban decididas en cuanto a la dirección de su vuelo, como en el caso de los grajos y los cuervos. Seguían describiendo círculos.

Y tampoco volaban tan alto. Era como si estuvieran esperando una señal, como si aún les tuvieran que comunicar una decisión. La orden no resultaba clara.

—¿Quieres que te lleve, Jill? Anda, súbete.

Pensaba que así irían más de prisa, pero se equivocaba. Jill pesaba bastante. Se le escurría de la espalda. Y además, estaba llorando. Su sensación de urgencia, de temor, se había contagiado a la niña.

—Quiero que las gaviotas se vayan. No me gustan. Se están acercando al camino.

Volvió a dejarla en el suelo. Echó a correr, tirando de Jill. Al pasar por el recodo de la granja, vio al dueño sacando su coche del garaje marcha atrás.

—¿Puede llevarnos? —preguntó Nat.

—¿Cómo?

El señor Trigg se volvió y se quedó mirándolos un rato. Luego una sonrisa iluminó su rostro alegre y rubicundo.

—Parece que vamos a tener diversión —dijo—. ¿Han visto las gaviotas? Jim y yo vamos a ir a soltarles unos tiros. Todo el mundo está como loco con los pájaros; no se habla de otra cosa. Me han dicho que tuvieron problemas anoche. ¿Quiere una escopeta?

Nat negó con la cabeza.

El pequeño automóvil estaba abarrotado. Sólo había sitio para Jill, si se agazapaba sobre las latas de gasolina en el asiento trasero.

—No necesito una escopeta —dijo Nat—, pero le estaría muy agradecido si llevara a Jill a casa. Le dan miedo los pájaros.

Fue conciso. No quería hablar delante de la niña.

—De acuerdo —dijo el granjero—. La llevaré a casa. ¿Por qué no se queda y se une a la batida? Haremos volar las plumas.

Jill subió al vehículo; el conductor dio vuelta y aceleró camino arriba. Nat echó a andar en la misma dirección. Trigg debía de estar loco. ¿De qué servía una escopeta contra todo un firmamento de pájaros?

Ahora que Nat no tenía que ocuparse de Jill, disponía de tiempo para mirar a su alrededor. Las aves seguían describiendo círculos sobre los campos. La mayor parte eran gaviotas argénteas, pero también había gaviones. Normalmente no se mezclaban entre sí, pero ahora estaban unidas en virtud de algún lazo. Nat había oído que el gavión atacaba a pájaros más pequeños, e incluso a corderos recién nacidos, aunque él jamás lo había visto. Ahora al mirar al cielo lo recordó. Se acercaban a la granja. Trazaban círculos a menor altura, y los gaviones iban al frente, dirigiendo el grupo. La granja, pues, era su objetivo. Se encaminaban hacia la granja.

Nat apretó el paso en dirección a su casa. Vio que el coche del granjero daba la vuelta y volvía por el camino. Con una sacudida, el vehículo se detuvo a su lado.

—La niña ha entrado corriendo —dijo Trigg—. Su esposa estaba al cuidado para cuando llegara. Bien, ¿qué opina usted de todo esto? En la ciudad dicen que es cosa de los rusos. Los rusos han envenenado los pájaros.

—¿Y cómo podrían haberlos envenenado? —inquirió Nat.

—A mí no me pregunte. Ya sabe cómo circulan esas historias. ¿Se unirá a mi batida?

—No, me voy a casa; mi mujer estará preocupada.

—La mía dice que si la carne de gaviota fuera comestible la cosa tendría algún sentido —dijo Trigg—. Entonces tendríamos gaviota asada, gaviota guisada y, por si fuera poco, gaviota escabechada. Espere a que suelte unos cuantos tiros a esos pajarracos. Eso los espantará.

—¿Ha entablado usted las ventanas? —preguntó Nat.

—No. Es una tontería. Les gusta asustar a la gente por la radio. He tenido cosas más importantes que hacer hoy que ir por ahí entablando ventanas.

—Yo en su caso lo haría sin pérdida de tiempo.

—¡Bah! Está usted un poco asustado. ¿Quiere venir a dormir en casa?

—No. Gracias de todos modos.

—Bueno. Le veré por la mañana, y le daré un desayuno a base de gaviota.

El granjero sonrió y enfiló el coche hacia la entrada de su finca.

Nat se apresuró. Pasó el bosquecillo y el viejo granero. Ya sólo tenía que cruzar el portillo para llegar al último sembrado que le separaba de su casa.

Al franquear la cerca oyó el aleteo. Un gavión picó hacia él desde lo alto, falló, viró y se elevó para volver al ataque. En un instante se le unieron otros, seis, siete, una docena, entre gaviones y gaviotas argénteas. Nat dejó caer el azadón, pues de nada le servía. Se tapó la cabeza con los brazos y corrió hacia su casa. Siguieron acosándole desde el aire, sin más sonido que el terrible batir de las alas. Sintió la sangre en las manos, en las muñecas, en el cuello. Cada picotazo le laceraba la carne. Si al menos pudiera impedir que le alcanzaran los ojos... Nada más importaba. Debía mantenerlos alejados de sus ojos. Aún no habían aprendido a aferrarse a los hombros, a rasgar la ropa, a lanzarse en masa sobre la cabeza, sobre el cuerpo. Pero con cada picado, con cada ataque, se hacían más audaces. Y su propia seguridad no les preocupaba. Cuando picaban a muy baja altura y fallaban, se estrellaban, magullados y quebrantados, contra el suelo. Mientras corría, Nat tropezaba y tenía que apartar a puntapiés aquellos cuerpos sin vida. Llegó a tientas a la puerta y la aporreó con sus manos ensangrentadas. A causa de la entabladura de las ventanas no se veía luz alguna. Todo estaba oscuro.

—Dejadme entrar —gritó—. Soy yo, Nat. Dejadme entrar.

Gritó a pleno pulmón para hacerse oír por encima del aleteo de las gaviotas.

Entonces, encima de él, vio al alcatraz, preparado para iniciar el ataque. Las gaviotas describían círculos, se retiraban, ganaban altura, una tras otra, contra el viento. Unicamente el alcatraz seguía allí. Un solo alcatraz en el cielo, por encima de su cabeza. Las alas se pegaron súbitamente al cuerpo. Cayó como una piedra. Nat gritó, y se abrió la puerta. Cruzó el umbral tambaleándose, y su mujer apoyó todo su peso contra la puerta.

Entonces oyeron el golpe sordo del alcatraz al estrellarse contra el suelo.

Su ESPOSA le curó las heridas. No eran profundas. Las partes más afectadas eran el dorso de las manos y las muñecas. Si no hubiera llevado gorra le habrían alcanzado la cabeza. En cuanto al alcatraz... el alcatraz podía haberle abierto el cráneo.

Los niños estaban llorando, naturalmente. Habían visto las manos ensangrentadas de su padre.

—Ya ha pasado todo —les dijo—. No estoy herido. Solamente unos cuantos arañazos. Juega con Johnny, Jill. Mamá me limpiará estos cortes.

Entornó la puerta que daba al fregadero para que los niños no vieran nada. Su mujer estaba pálida. Abrió el grifo de la pila y susurró:

—Los vi ahí arriba. Empezaron a reunirse justo cuando vino Jill con el señor Trigg. Cerré la puerta rápidamente, y se atoró. Por eso no la pude abrir en seguida cuando llegaste tú.

—Gracias a Dios que me esperaron a mí. Jill se habría caído inmediatamente. Un solo pájaro habría acabado con ella.

Furtivamente, a fin de no alarmar a los niños, hablaron en susurros mientras ella le vendaba las manos y la nuca.

—Están volando tierra adentro a millares —añadió él—. Grajos, cuervos, todos los pájaros de mayor tamaño. Los vi mientras esperaba en la parada del autobús. Van a las ciudades.

—Pero ¿qué pueden hacer, Nat?

—Atacarán. Se lanzarán sobre la gente en las calles. Luego tratarán de entrar por las ventanas, por las chimeneas.

—¿Por qué no hacen algo las autoridades? ¿Por qué no mandan al ejército, consiguen ametralladoras, lo que sea?

—No ha habido tiempo. Nadie está preparado. Veremos lo que dicen en el boletín de las seis.

Nat volvió a la cocina, seguido de su esposa. Johnny estaba jugando tranquilamente en el suelo. Sólo Jill parecía inquieta...

—Oigo los pájaros —dijo—. Escucha, papá.

Nat aguzó el oído. De las ventanas y de la puerta llegaban sonidos apagados. Alas que rozaban la superficie, que se deslizaban y rascaban, buscando un medio para entrar. El ruido de muchos cuerpos apretados arrastrándose por los antepechos. De vez en cuando se oía un golpe seco, un choque, cuando algún pájaro se lanzaba en picado y se estrellaba contra el suelo. «Algunos se matarán de ese modo», pensó, «pero no serán bastantes. Nunca serán bastantes».

—Tranquilízate —dijo en voz alta—. He puesto tablas en las ventanas, Jill. Los pájaros no pueden entrar.

Fue a inspeccionar todas las ventanas. Había hecho un trabajo concienzudo. No quedaba ni una rendija. No obstante, se aseguró aún más. Reunió cuñas, trozos de hojalata, tiras de madera y metal, y los fijó a los lados para reforzar las tablas. El martilleo contribuyó a apagar el ruido de los pájaros, los restregones, los picotazos, y lo más siniestro de todo —no deseaba que su mujer o sus hijos lo oyeran—: el sonido de cristales rotos.

—Pon la radio —dijo.

Eso también ahogaría el ruido. Subió al piso superior, a los dormitorios, y reforzó las ventanas de estos. Ahora oía los pájaros en el tejado, el restregar de las garras, el resbalar y empujar.

Decidió que debían dormir en la cocina, mantener el fuego encendido, bajar los colchones y extenderlos en el piso. Tenía miedo de las chimeneas de los dormitorios. Las tablas que había puesto en las bases de las chimeneas podían ceder. En la cocina estarían seguros gracias al fuego. Tendría que hacerlo parecer una broma. Fingir ante los niños que estaban jugando a los campamentos. Si ocurría lo peor, si los pájaros lograban entrar por las chimeneas de los dormitorios, pasarían horas, días quizá, antes de que pudieran echar abajo las puertas. Las aves quedarían encerradas en las alcobas. Allí no podían hacer daño. Apiñadas en aquel espacio, terminarían por perecer asfixiadas.

Empezó a bajar los colchones. Al verlos, los ojos de su esposa se dilataron de aprensión. Creyó que los pájaros ya habían irrumpido en el piso de arriba.

—Bueno —dijo Nat con tono alegre—, esta noche dormiremos todos juntos en la cocina. Aquí, junto al fuego, estaremos más confortables, y no nos darán la lata esos estúpidos pájaros picoteando en las ventanas.

Pidió a los niños que le ayudaran a cambiar de sitio unos muebles, y tomó la precaución de colocar el aparador, con ayuda de su mujer, contra la ventana. Ajustaba bien, y sería una medida de seguridad más. Ahora podían extender los colchones, uno al lado de otro, junto a la pared donde antes estaba el aparador.

«Ya estamos bastante seguros», pensó. «Esto ofrece tanto abrigo como un refugio antiaéreo. Podemos resistir. Lo único que me preocupa es la comida. La comida y el carbón para el fuego. Lo que tenemos no nos durará más de dos o tres días. Para entonces...»

No tenía objeto pensar con tanta anticipación. Darían instrucciones por la radio. Dirían a la gente lo que tenía que hacer. Y entonces, en medio de tantos problemas, se dio cuenta de que estaban transmitiendo únicamente música de baile y no la Hora Infantil, como estaba programado. Miró el dial. Sí, el aparato estaba sintonizado con el Servicio Interior. Discos de baile. Cambió el programa ligero. Sabía el porqué de esta anormalidad. Los programas habituales se habían suprimido. Esto sólo ocurría en circunstancias excepcionales, en tiempo de elecciones y cosas así. Trató de recordar si había sucedido lo mismo en la guerra, durante los intensos bombardeos de Londres. ¡Ah, claro! La B.B.C. no transmitía desde Londres durante el conflicto. Los programas se emitían desde otras instalaciones, instalaciones provisionales. «Estamos mejor aquí», pensó. «Estamos mejor aquí, en la cocina, con las ventanas y las puertas entabladas, que los habitantes de las ciudades. Gracias a Dios que no estamos en una ciudad».

El programa de discos terminó a las seis. Dieron las señales horarias. Aunque se asustaran los niños, tenía que oír las noticias. Hubo una pausa después de las señales. Luego habló el locutor. Su voz era solemne y grave, muy distinta de la del mediodía.

«Aquí Londres», dijo. «A las cuatro de esta tarde se ha proclamado el estado de excepción en todo el país. Se están tomando medidas para salvaguardar las vidas y propiedades de la población, pero debe entenderse que no es fácil poner en vigor inmediatamente dichas medidas, debido a la naturaleza imprevisible y excepcional de la actual crisis. Cada propietario debe tomar precauciones respecto a su vivienda, y en caso de pisos y apartamentos los inquilinos deben colaborar en la adopción de medidas de seguridad. Es absolutamente necesario que todo el mundo se encierre en casa esta noche y que nadie permanezca en calles, carreteras o descampado. Los pájaros, en gran número, están atacando a toda persona que se encuentre al aire libre, y ya han iniciado el asalto de los edificios; pero estos, con el debido cuidado y atención, deben ser impenetrables. Se hace un llamamiento a la población para que conserve la calma y no se deje llevar por el pánico. Debido a la excepcional naturaleza de esta emergencia, no habrá nuevas transmisiones desde emisora alguna hasta las siete horas de mañana».

Se interpretó el himno nacional, y eso fue todo. Nat apagó el receptor. Miró a su esposa, y esta le devolvió la mirada.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Jill—. ¿Qué decían las noticias?

—Que no habrá más programas esta noche —dijo Nat—. Ha habido una interrupción en la B.B.C.

—¿Son los pájaros? ¿Es por culpa de los pájaros?

—No. Es sencillamente que todos están muy ocupados. Tienen que librarse de los pájaros, que lo están desorganizando todo en las ciudades. Bueno, por una noche podemos pasarnos sin la radio.

—¡Ojalá tuviéramos un gramófono! —dijo Jill—. Eso sería mejor que nada.

La niña tenía la cara vuelta hacia el aparador apoyado contra la ventana. Por más que se esforzaban en no hacer caso de los ruidos, no podían dejar de oír los restregones, los picotazos, el constante batir de alas.

—Cenaremos pronto —propuso Nat—. Algo muy especial. Preguntad a mamá. ¿Qué os parece algo que nos guste a todos, un soufflé de queso por ejemplo?

Guiñó un ojo e hizo una señal a su esposa. Quería que la mirada de temor, de aprensión, se borrara del rostro de Jill.

Ayudó a preparar la cena, silbando, cantando y haciendo el mayor ruido posible, y le pareció que los roces y picotazos no eran tan fuertes como al principio. Entonces subió a los dormitorios y estuvo escuchando un rato. Ya no se oía el restregar de garras en el tejado al luchar los pájaros por un hueco donde posarse.

«Tienen raciocinio», pensó. «Saben que es difícil entrar aquí. Probarán en otra parte. No perderán el tiempo con nosotros».

La cena transcurrió sin incidentes, y luego, cuando estaban recogiendo, oyeron un nuevo sonido, como de zumbido, un sonido que todos conocían y entendían.

Su esposa alzó la vista hacia él, con el rostro iluminado.

—Son aviones —dijo—. Han enviado aviones para combatir a los pájaros. Es lo que yo dije que debían hacer desde el principio. Acabarán con esos bicharracos. ¿No ha sido un cañonazo? ¿No oyes el estampido de cañones?

Quizá fuera un cañoneo mar adentro. Nat no podía asegurarlo. Las grandes piezas navales podían causar cierto estrago entre las gaviotas en mar abierta, pero ahora estas aves se hallaban en tierra.

Y la artillería no podía bombardear la costa debido a la existencia de poblaciones.

—Es estupendo oír los aviones, ¿verdad? —añadió su mujer.

Y Jill, contagiada de su entusiasmo, se puso a dar brincos con Johnny.

—Los aviones alcanzarán a los pájaros. Los aviones los matarán.

En aquel momento oyeron un choque a unos tres kilómetros de distancia, seguido de otro y luego de un tercero. El zumbido se hizo más lejano, hasta perderse mar adentro.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó su esposa—. ¿Están bombardeando a los pájaros?

—No lo sé —respondió Nat—, pero no creo.

No quería decirle que el ruido que habían oído era el de aviones al estrellarse. Era una iniciativa por parte de las autoridades enviar fuerzas de reconocimiento, de eso no le cabía duda, pero deberían haber sabido que se trataba de una misión suicida. En la lucha contra unos pájaros que se abalanzaban sobre hélices y fuselajes los aviones estaban condenados de antemano. Supuso que la táctica se estaba ensayando en todo el país, pero ¡a qué precio! Alguien debía de haber perdido la cabeza en las altas esferas.

—¿Adonde han ido los aviones, papá? —preguntó Jill.

—Han vuelto a su base. Vamos, ya es hora de acostarse.

Aquello mantuvo ocupada a su mujer, desnudando a los niños delante del fuego, cuidando de las camas y de otros pequeños detalles. Entretanto él hizo un nuevo recorrido de la casa para asegurarse de que ningún refuerzo se había aflojado. No volvió a oírse el zumbido de los aviones, y tampoco el fuego de los cañones navales. «Eso es derrochar vidas y esfuerzos», se dijo Nat. «De ese modo no podemos destruir suficiente número de aves. El precio es demasiado alto. Queda el gas. Quizá utilicen gas mostaza. Si es así nos lo advertirán antes, por supuesto. Una cosa es segura, y es que los mejores cerebros del país estarán ocupados con el problema esta noche».

Aquel pensamiento le tranquilizó. Imaginó una reunión de científicos, naturalistas, técnicos y todos esos fenómenos dedicados a la investigación secreta; en esos momentos estarían estudiando el caso. No era tarea para el gobierno ni para los jefes del Estado Mayor; estos se limitarían a cumplir las órdenes de los hombres de ciencia.

«Tendrán que ser implacables», pensó. «Donde el problema sea más grave tendrán que arriesgar más vidas si usan gas. Quedará contaminado el ganado, y también el suelo. Con tal de que no todos se dejen llevar por el pánico... Ahí está lo peor, en la gente que se aterroriza, que pierde la cabeza. La B.B.C. tenía razón al advertirnos».

Arriba, en los dormitorios, todo estaba en calma. Ya no se oían arañazos ni golpes en las ventanas. Un paréntesis en la batalla. Las fuerzas se reagrupaban. ¿No era así como lo expresaban en los partes de guerra? No obstante, el viento seguía sin remitir. Lo oía rugir en las chimeneas. Y también el mar rompiendo en la costa. De pronto se acordó de la marea, que para entonces estaría cambiando. Quizá la pausa en la lucha se debiera a la marea. Había alguna ley que los pájaros obedecían, y todo estaba relacionado con el viento del este y la marea.

Consultó su reloj. Casi las ocho. La pleamar debió de ser una hora antes. Eso explicaba la tregua: las aves atacaban con la marea alta. Quizá no fuera así en el interior del país, pero sí en la costa, según todos los indicios. Calculó el límite de tiempo. Tenían por delante seis horas libres de ataque. Cuando cambiara de nuevo la marea, alrededor de la una y veinte de la madrugada, los pájaros volverían...

Había dos cosas que podía hacer. La primera era descansar, con su mujer y sus hijos, y que todos procuraran dormir hasta primeras horas de la mañana. La segunda era salir a ver cómo les iba en la granja, a ver si allí todavía funcionaba el teléfono para poder recibir noticias desde la centralita.

Llamó en voz baja a su mujer, que acababa de acostar a los niños. Ella subió hasta la mitad de la escalera y Nat le susurró algo.

—No irás —repuso inmediatamente su esposa—. No te vas a marchar dejándome sola con los niños. No podría soportarlo, Nat.

Su voz se alzó histéricamente, y Nat la tranquilizó:

—Está bien, está bien. Esperaré hasta la mañana. Entonces podremos escuchar el noticiario de las siete. Pero luego, cuando vuelva a bajar la marea, trataré de llegar a la granja. Quizá nos proporcionen pan y patatas, y también leche.

Su mente volvía a estar ocupada, anticipándose a cualquier contingencia. Esa tarde no habrían ordeñado, naturalmente. Las vacas estarían junto a la cancela, esperando en el patio, y la familia dentro de casa, con las ventanas entabladas, lo mismo que ellos. Es decir, si habían tenido tiempo para tomar precauciones. Pensó en el granjero Trigg sonriéndole desde el automóvil. Aquella tarde no habría habido partida de caza, desde luego.

Los niños dormían. Su mujer, vestida aún, estaba sentada en su colchón. Le miró con ojos que delataban su nerviosismo.

—¿Qué vas a hacer? —susurró.

Nat hizo un gesto pidiendo silencio. Furtivamente, sin hacer ruido, abrió la puerta trasera y miró al exterior.

Estaba oscuro como boca de lobo. El viento soplaba con más fuerza que nunca, en ráfagas continuas y heladoras, procedente del mar. Hurgó con el pie en el escalón de la puerta. Estaba lleno de pájaros. Por todas partes había aves muertas: bajo las ventanas, junto a los muros. Estos eran los suicidas, los que se lanzaron en picado, los que se rompieron el cuello. Dondequiera que mirara veía pájaros muertos. No había rastro de los vivos. Estos habían volado mar adentro al cambiar la marea. Las gaviotas estarían ahora meciéndose sobre las olas, igual que por la mañana.

A lo lejos, en la colina donde viera el tractor dos días antes, ardía algo. Uno de los aviones estrellados: el fuego, avivado por el viento, había incendiado un almiar.

Contempló los restos de los pájaros, y se le ocurrió que si los apilaba en los antepechos de las ventanas constituirían una protección más para el próximo ataque. No muy resistente, quizá, pero mejor que nada. Los pájaros vivos tendrían que desgarrar, picotear y apartar los cuerpos antes de que pudieran conseguir un punto de apoyo en los antepechos para atacar los cristales. Se puso a trabajar en la oscuridad. Era extraño; le repugnaba tocarlos. Los pájaros, aún calientes, estaban ensangrentados. La sangre apelmazaba sus plumas. Sintió que se le revolvía el estómago, pero continuó con su tarea. Advirtió preocupado que todos los cristales de las ventanas estaban rotos. Sólo las tablas habían impedido que las aves entraran. Rellenó los huecos entre los vidrios con los ensangrentados cuerpos de los pájaros.

Cuando hubo terminado volvió a la casa. Reforzó la puerta de la cocina con una barricada. Se quitó las vendas, pegajosas de la sangre de las aves, no de sus propias cortaduras, y se puso apósitos nuevos.

Su mujer le había preparado una taza de cacao, y se la bebió con avidez. Estaba muy cansado.

—Está bien. —Sonrió—. No te preocupes. Saldremos de esta.

Se tumbó en el colchón y cerró los ojos. Se quedó dormido inmediatamente. Soñó intranquilo, porque en sus sueños irrumpía la sospecha de algo olvidado. Alguna tarea desatendida, algo que debería haber hecho. Alguna precaución que conocía bien pero que no había tomado. No podía identificarla claramente en sus sueños. Estaba relacionada de algún modo con el avión incendiado y el almiar de la colina. Siguió durmiendo, sin embargo. Fue su esposa, sacudiéndolo por un hombro, quien por fin le despertó.

—Han empezado —sollozó—; han empezado hace cosa de una hora. No puedo escucharlo sola por más tiempo. También hay algo que huele mal, a quemado.

Entonces lo recordó. Había olvidado avivar el fuego. Estaba en rescoldos, casi apagado. Se levantó rápidamente y encendió la lámpara. Había comenzado el martilleo en las ventanas y en las puertas, pero no era eso lo que le preocupaba ahora. Era el olor a plumas socarradas. El tufo llenaba la cocina. Comprendió en seguida de qué se trataba. Los pájaros bajaban por la chimenea, deslizándose por el tiro de la cocina.

Cogió papel y astillas y los echó en las ascuas; luego trajo una lata de petróleo.

—Retírate —le gritó a su mujer—. Tenemos que arriesgarnos.

Vertió petróleo sobre el fuego. Las llamas subieron por el tubo, y cayeron a la lumbre los cuerpos chamuscados y ennegrecidos de los pájaros.

Los niños se despertaron y empezaron a llorar.

—¿Qué es eso? —preguntó Jill—. ¿Qué ha pasado?

Nat no tenía tiempo para contestar. Estaba sacando los cuerpos de la chimenea, desparramándolos por el suelo. Aún rugían las llamas, pero tenía que correr el riesgo de que la chimenea se incendiara. El fuego espantaría a los pájaros vivos del extremo del tubo. Sin embargo la junta inferior, bloqueada por los humeantes e impotentes cuerpos de los pájaros alcanzados por las llamas, constituía un problema. Apenas prestaba atención al ataque contra las ventanas y la puerta: que se rompieran las alas y el pico y murieran en su intento de forzar la entrada en la casa. No lo conseguirían. Daba gracias a Dios por contar con una de las casas antiguas, de ventanas pequeñas y muros resistentes. No como las nuevas viviendas protegidas. Que el cielo les ayudara en esas casas, allá en lo alto del sendero.

—Dejad de llorar —pidió a los niños—. No hay nada que temer. Dejad de llorar.

Siguió sacando de la chimenea los humeantes cuerpos a medida que caían al fuego.

«Esto los espantará», se dijo. «El tiro y las llamas juntos. Estamos seguros, con tal de que no se prenda la chimenea. Deberían ahorcarme por esto. Todo ha sido culpa mía. Como última cosa, debería haber avivado el fuego. Sabía que había olvidado algo».

Por encima del ruido de los pájaros en las tablas de las ventanas llegó de pronto el familiar tañido del reloj de la cocina. Las tres de la madrugada. Aún faltaban algo más de cuatro horas. No estaba seguro del momento exacto de la marea alta. Calculó que no cambiaría mucho antes de las siete y media o las ocho menos veinte.

—Enciende el infiernillo —le dijo a su mujer—. Haz un poco de té para nosotros y cacao para los niños. No tiene objeto estar cruzados de brazos.

Ese era el sistema. Mantenerla ocupada, y también a los niños. Moverse, comer, beber; la actividad siempre resultaba aconsejable.

Aguardó junto al fuego. Las llamas se estaban extinguiendo. Pero ya no caían más cuerpos ennegrecidos por la chimenea. Metió el atizador tubo arriba todo lo que pudo y no halló nada. El tiro estaba despejado. Nat se enjugó la frente.

—Vamos, Jill —dijo—, tráeme más astillas. Tendremos un buen fuego en un periquete.

La niña, sin embargo, no se le acercó. Miraba fijamente el montón de pájaros chamuscados.

—No pienses en ellos —le aconsejó su padre—. Los pondremos en el pasillo cuando tenga el fuego en marcha.

El peligro de la chimenea estaba superado. Aquello no podía repetirse si se mantenía el fuego día y noche.

«Mañana tendré que ir a la granja por más combustible», pensó. «Con este no hay ni para empezar. Ya me las arreglaré. Puedo hacer todo eso con la bajamar. Traeré lo que necesitamos cuando cambie la marea. Sólo tenemos que adaptarnos, eso es todo».

Bebieron el té y el cacao y comieron rebanadas de pan con extracto de carne. Nat advirtió que sólo quedaba media hogaza. No importaba, ya se las arreglarían.

—Estaos quietos —dijo el pequeño Johnny, señalando las ventanas con su cuchara—. Estaos quietos, viejos pajarracos.

—¡Bien dicho! —Nat sonrió—. No queremos viejos mendigos. ¿Verdad? Ya hemos tenido bastantes.

Empezaron a lanzar vítores cuando oyeron el choque de los pájaros suicidas.

—Allá va otro, papá —gritó Jill—. Está muerto.

—¡Está muerto! —repitió Nat—. Ese bribón ya no volverá a darnos la lata.

Así era como había que afrontar la situación, con ese estado de ánimo. Si lograban mantenerlo hasta las siete, cuando dieran el primer boletín de noticias, no les habría ido demasiado mal.

—Echaremos un pitillo —dijo a su esposa—. Un poco de humo disipará el olor a plumas quemadas.

—Sólo quedan dos en el paquete. Pensaba comprarte más en la cooperativa.

—Fumaré uno y guardaré el otro para un día lluvioso.

No tenía objeto acostar a los niños. No podrían dormir mientras continuaran los arañazos y picotazos en las ventanas. Nat se sentó, con un brazo alrededor de su mujer y el otro en torno a Jill. Johnny descansaba en el regazo de su madre, y las mantas estaban amontonadas a su lado en el colchón.

—Debo confesar que siento admiración por los mendigos —dijo Nat—. Son perseverantes. Lo lógico es que ya se hubieran cansado del juego, pero nada de eso.

Resultaba difícil mantener esa admiración. Los golpes no cesaban, y Nat captó una nueva nota áspera, como si un pájaro de pico más afilado que los anteriores hubiera venido a relevar a sus compañeros. Se esforzó en recordar los nombres de aves; trató de imaginar qué especies serían las idóneas para esta tarea particular. No se trataba del picoteo de un pájaro carpintero, ligero y frecuente. Esto parecía más grave, porque si se prolongaba mucho la madera acabaría por saltar, como ya había ocurrido con los cristales. Entonces se acordó de los gavilanes. ¿Acaso habían relevado estos a las gaviotas? ¿Habría ratoneros en los antepechos, empleando tanto las garras como el pico? Gavilanes, ratoneros, cernícalos, halcones... Había olvidado las aves de presa. Había olvidado la enorme fuerza de sus garras. Faltaban tres horas, y mientras esperaban tendrían que soportar el ruido de la madera astillada, rajada por aquellas garras.

Nat miró a su alrededor para ver qué muebles podía desarmar a fin de reforzar la puerta. La ventana estaba segura gracias al aparador, pero tenía sus dudas respecto a la puerta. Subió por la escalera, pero cuando llegó al descansillo se detuvo y escuchó. En el suelo de la alcoba de los niños se apreciaba una sucesión de golpes suaves. Los pájaros habían logrado entrar... Aplicó la oreja a la puerta. No había posibilidad de error. Oía el roce de las alas y los golpecitos producidos por las aves al inspeccionar el piso. El otro dormitorio aún se hallaba libre. Entró y comenzó a sacar los muebles a fin de apilarlos en el remate de la escalera, por si cedía la puerta de la alcoba de los niños. Era tan sólo una medida de precaución. Quizá no resultara necesaria.

—¿Qué haces ahí arriba, Nat? Baja —llamó su esposa.

—No tardaré —gritó él—. Sólo estoy poniendo todo en orden.

No quería que ella fuera; no quería que oyera el restregar de las patas en el dormitorio de los niños, el roce de aquellas alas en la puerta.

A las cinco y media Nat propuso que desayunaran —tocino entreverado y pan frito—, aunque sólo fuera para disipar el creciente pánico que leía en los ojos de su mujer y calmar a los mohínos niños. Ella no sabía nada acerca de los pájaros del piso superior. Afortunadamente, la alcoba no quedaba sobre la cocina. De haber sido así, su esposa no habría dejado de oír el ruido de las aves picoteando el entarimado. Y el absurdo e insensato choque de los pájaros suicidas, que entraban volando en el dormitorio y se estrellaban de cabeza contra las paredes. Conocía bien a las gaviotas argénteas, no tenían seso. Los gaviones eran distintos, sabían lo que estaban haciendo.

Y también los ratoneros, los gavilanes...

De pronto se dio cuenta de que estaba mirando el reloj, observando las manecillas que con tan desesperante lentitud giraban sobre la esfera. Si su teoría no era correcta, si el ataque no cesaba al cambiar la marea, sabía que estaban derrotados. No podían seguir todo el largo día sin aire, sin descanso, sin más combustible, sin... Voló su pensamiento. No ignoraba cuántas cosas necesitaban para resistir el asedio. No estaban preparados. Quizá, después de todo, se estuviera más seguro en las ciudades. Si consiguiera hacer llegar un mensaje a su primo por el teléfono de la granja... sólo un corto viaje por tren tierra adentro... tal vez pudieran alquilar un coche... eso sería más rápido: alquilar un automóvil entre las mareas...

La voz de su esposa, llamándole, ahuyentó el súbito y desesperado deseo de dormir.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres ahora? —preguntó bruscamente.

—La radio. He estado pendiente de la hora. Son casi las siete.

—No toques el mando —dijo Nat, impaciente por primera vez—. Ya está puesta en el Servicio Interior. Transmitirán por esa emisora.

Esperaron. El reloj de la cocina dio las siete. No hubo sonido alguno. Ni sintonía ni música. Aguardaron hasta las siete y cuarto y cambiaron al programa ligero. El resultado fue el mismo. No hubo boletín de noticias.

—Habremos oído mal —dijo Nat—. Seguramente no transmitirán hasta las ocho.

Dejaron el aparato encendido, y Nat se preguntó hasta cuándo duraría la batería. Generalmente la mandaban recargar cuando su esposa iba de compras a la ciudad. Si fallaba la batería, no podrían escuchar las instrucciones.

—Está amaneciendo —susurró ella—. No lo veo, pero lo siento.

Y los pájaros ya no martillan tan fuerte.

Tenía razón. El ruido áspero, de desgarro, se debilitaba por momentos. Y también los roces, los empujones para ocupar un sitio en el escalón, en los antepechos. Estaba cambiando la marea. A las ocho ya no se oía nada. Sólo el viento. Los niños, arrullados al fin por el silencio, se quedaron dormidos. A las ocho y media Nat apagó la radio.

—¿Qué haces? Vamos a perdernos las noticias —dijo su mujer.

—No habrá noticias —contestó Nat—. Hemos de depender de nosotros mismos.

Fue a la puerta y retiró lentamente los obstáculos. Corrió los cerrojos, apartó con el pie los cuerpos del escalón y respiró el aire frío. Tenía seis horas por delante, y sabía que no debía desperdiciar sus energías, sino reservarlas para las cosas importantes. Alimentos, luz y combustible: estas eran las cosas necesarias. Si lograba obtenerlas en medida suficiente, podrían resistir otra noche.

Salió al jardín y vio los pájaros vivos. Las gaviotas se habían ido a mecerse sobre las olas, como hicieran antes; buscaban comida y descanso antes de volver al ataque. Las aves terrestres, sin embargo, esperaban y observaban. Nat las vio en los setos, en el suelo, apiñadas en los árboles; fila tras fila, inmóviles, sin hacer nada.

Avanzó hasta el extremo del pequeño jardín. Los pájaros no se movieron. Seguían vigilándolo.

«Tengo que conseguir comida», se dijo Nat. «Tengo que ir a la granja a buscar comida».

Volvió a la casa. Inspeccionó las ventanas y las puertas. Subió al piso alto y abrió la habitación de los niños. Estaba vacía, con excepción de los pájaros muertos que yacían en el suelo. Los vivos estaban fuera, en el jardín, en los campos. Bajó de nuevo y dijo:

—Voy a ir a la granja.

Su esposa se asió a él. Había visto a los pájaros vivos por la puerta abierta.

—Llévanos contigo —suplicó—. No podemos permanecer aquí solos. Preferiría morir a quedarme sola aquí.

—Vamos pues —dijo Nat tras reflexionar un momento—. Traed cestos, y el cochecito de Johnny. Podemos cargarlo.

Se vistieron para protegerse del cortante viento, y se pusieron guantes y bufandas. Su esposa instaló a Johnny en el cochecito. Nat cogió a Jill de la mano.

—Los pájaros —lloriqueó la niña—. Están todos ahí, en los campos.

—No nos harán daño —dijo su padre—. A la luz del día no.

Echaron a andar a través del campo, hacia el portillo, y las aves no se movieron. Esperaban, con la cabeza vuelta en dirección al viento.

CUANDO llegaron al recodo de la granja, Nat se detuvo y dijo a su esposa que esperara con los niños al abrigo del seto.

—Pero quiero ver a la señora Trigg —protestó ella—. Hay muchas cosas que nos pueden prestar si fueron ayer al mercado; no sólo pan y...

—Esperad aquí —interrumpió Nat—. Volveré en seguida.

Las vacas mugían, moviéndose inquietas en el patio; Nat vio en la cerca una abertura por la que se habían abierto paso las ovejas para vagar libremente por el jardín de la parte delantera. No salía humo por las chimeneas. Tuvo un presentimiento. No quería que su esposa o los niños fueran a la granja.

—No protestéis, por favor —añadió—. Haced lo que os he dicho.

Su esposa se retiró con el cochecito al amparo del seto, protegiéndose del viento junto con los niños.

Nat continuó solo hasta la granja. Se abrió paso por entre el rebaño de mugientes vacas, que iban de un lado para otro, desasosegadas, con las ubres repletas. Vio el automóvil al lado de la cancela; Trigg no lo había encerrado en el garaje. Las ventanas de la casa estaban rotas. Había muchas gaviotas muertas en el patio y alrededor del edificio. Los pájaros vivos estaban posados, completamente inmóviles, en el tejado de la casa y en el grupo de árboles que se alzaba detrás, observándole con atención.

El cuerpo de Jim yacía en el patio... lo que quedaba de él. Cuando las aves hubieron terminado su labor, las vacas lo habían pisoteado. Tenía una escopeta a su lado. La puerta de la casa estaba asegurada con cerrojo, pero resultó fácil alzar una de las ventanas destrozadas y colarse en la casa. El cadáver de Trigg se hallaba junto al teléfono. Seguramente trataba de comunicar con la centralita cuando le atacaron los pájaros. El receptor colgaba suelto, y el aparato estaba medio arrancado de la pared. No había rastro de la señora Trigg. Estaría arriba. ¿Serviría de algo subir? Nat sintió náuseas; imaginaba lo que iba a encontrar.

«Gracias a Dios», se dijo, «que no había niños».

Tuvo que hacer acopio de valor para subir por la escalera, pero a medio camino dio la vuelta y emprendió el descenso. Había visto las piernas de la mujer asomando por la puerta del dormitorio. A su lado yacían los cuerpos de varios gaviones, y un paraguas roto.

«De nada sirve tratar de hacer algo», pensó Nat. «Sólo me quedan cinco horas, menos quizá. Los Trigg lo comprenderían. Debo cargar con lo que encuentre».

Volvió a paso vivo junto a su mujer y sus hijos.

—Voy a cargar el coche —dijo—. Traeré carbón y petróleo para el infiernillo. Lo llevaremos a casa y volveremos para cargarlo de nuevo.

—¿Y qué hay de los Trigg? —preguntó su esposa.

—Deben de haber ido a casa de unos amigos.

—¿Quieres que vaya a ayudarte?

—No; está todo hecho un lío. Hay vacas y ovejas por todas partes. Espera, voy a buscar el coche. Podéis sentaros dentro.

Torpemente, sacó el coche del patio y lo dejó en el camino. Desde allí, su mujer y sus hijos no podían ver el cadáver de Jim.

—Quedaos aquí —dijo—. No os preocupéis del cochecito; podemos recogerlo más tarde. Voy a cargar el automóvil.

Su mujer no dejaba de mirarle a los ojos. Sabía lo que había ocurrido, pensó Nat, pues de otro modo se habría ofrecido a ayudarle a buscar el pan y los comestibles.

Hicieron tres viajes antes de que se sintiera satisfecho de contar con todo lo que necesitaban. Resultaba sorprendente, ahora que lo pensaba, la cantidad de cosas que se precisaban. Casi lo más importante de todo era la tablazón para las ventanas. Anduvo de un lado para otro buscando madera. Quería renovar las tablas en todas las ventanas de su casa. Velas, petróleo, clavos, alimentos enlatados; la lista era interminable. Aparte de todo esto, ordeñó tres vacas. Las demás, pobres animales, tendrían que seguir mugiendo.

En el viaje final condujo el coche a la parada del autobús, se apeó y entró en la cabina telefónica. Estuvo unos minutos tratando de conseguir la señal, pero en vano. La línea no funcionaba. Subió a una loma y oteó la campiña; ni rastro de vida, salvo los pájaros que aguardaban vigilantes. Algunos de ellos dormían; Nat veía los picos embutidos entre las plumas.

«Lo normal es que estuvieran comiendo», se dijo, «y no posados sin hacer nada».

Entonces recordó. Estaban hartos. Habían comido de sobra durante la noche. Por eso no se movían ahora...

No salía humo de las chimeneas de las casas protegidas. Pensó en los niños que habían corrido a través del campo la tarde anterior.

«¡Qué negligencia la mía! Debería habérmelos llevado a casa».

Alzó el rostro hacia el cielo, un cielo incoloro y grisáceo. Los desnudos árboles de la campiña parecían combados y ennegrecidos por el viento del este. El frío no afectaba a los pájaros vivos que aguardaban a la intemperie.

«Es ahora cuando debían atacarlos», pensó Nat. «Imposible fallar el blanco. Deben de estar inmóviles en todo el país. ¿Por qué no despegan inmediatamente nuestros aviones y los rocían de gas mostaza? ¿Qué están haciendo nuestros muchachos? Deben saberlo; deben estarlo viendo con sus propios ojos».

Volvió al coche y se puso al volante.

—Pasa rápidamente por esa segunda cancela —le dijo en voz queda su mujer—. El cartero está tendido allí, y no quiero que Jill lo vea.

Aceleró. El pequeño Morris avanzó dando sacudidas por el camino. Los niños chillaban y reían.

—Arriba-abajo, arriba-abajo —gritó el pequeño Johnny.

Llegaron a la casa a la una menos cuarto. Sólo quedaba una hora.

—Mejor será que tome una comida fría —dijo Nat—. Calienta algo para ti y para los niños, un poco de esa sopa. Yo no tengo tiempo para comer ahora. Antes debo descargar esto.

Metió todo en la casa. Ya lo ordenarían después. Así tendrían algo que hacer durante las largas horas que se avecinaban. Primero debía ocuparse de las ventanas y las puertas.

Recorrió metódicamente la casa, inspeccionando cada ventana, cada puerta. Subió también al tejado, y clavó tablas en todas las chimeneas excepto la de la cocina. El frío era tan intenso que apenas podía resistirlo, pero había que hacerlo. De vez en cuando miraba al cielo en busca de aviones. No vio ninguno. Mientras trabajaba maldijo la ineficacia de las autoridades.

«Siempre pasa lo mismo», musitó, «siempre nos fallan. Confusión y más confusión desde el comienzo. No hay un plan, ni una verdadera organización. Y nosotros, los de aquí, no somos nada. Sí, eso es. La gente del interior tiene prioridad. Allí estarán empleando gases, sin duda, y todos los aviones. No nos queda más remedio que esperar y aceptar lo que venga».

Cuando terminó de tapar la chimenea del dormitorio, interrumpió el trabajo, y miró hacia el mar. Algo se movía a lo lejos. Algo gris y blanco entre los cachones.

«La vieja armada nunca nos falla», se dijo. «Vienen canal abajo; están entrando en la bahía».

Esperó, entornando los ojos, llorosos a causa del viento, oteando el mar. Estaba equivocado. No eran buques. La armada no se encontraba allí. Eran las gaviotas levantando el vuelo. También las nutridas bandadas de los campos, con las plumas en desorden, se alzaban en formación hacia el cielo.

La marea había vuelto a cambiar.

Nat bajó por la escalera de mano y entró en la cocina. La familia estaba comiendo. Eran poco más de las dos. Echó el cerrojo a la puerta, afianzó la barricada y encendió la lámpara.

—Es de noche —dijo el pequeño Johnny.

Su mujer había vuelto a poner la radio, pero no emitía sonido alguno.

—He estado buscando y buscando —dijo—; emisoras extranjeras y todo eso. No hay nada.

—Quizá ellos tengan el mismo problema —señaló Nat—; quizá suceda lo mismo en toda Europa.

Su esposa llenó un plato de la sopa de los Trigg, le cortó una rebanada de pan de idéntica procedencia y la untó con manteca.

Comieron en silencio. Un poco de manteca resbaló por la barbilla del pequeño Johnny y cayó en la mesa.

—Esos modales, Johnny —le dijo Jill—. A ver cuándo aprendes a limpiarte la boca.

Comenzó el golpeteo en las ventanas, en la puerta. Los roces, los restregones, los empujones para conquistar un puesto en los antepechos. El primer choque de las gaviotas suicidas contra el escalón.

—¿No va a hacer nada Norteamérica? —preguntó su mujer—. Siempre han sido aliados nuestros, ¿no es cierto? Harán algo, ¿verdad?

Nat no contestó. Las tablas de las ventanas y de las chimeneas estaban bien afianzadas.

La casa estaba llena de provisiones, de combustible, de todo lo que necesitaban para los próximos días. Cuando terminara de comer guardaría las cosas, las apilaría, todo quedaría ordenado y al alcance de la mano. Su mujer le ayudaría, y también los niños, que trabajarían hasta quedar agotados entre ese momento y las nueve menos cuarto, cuando bajara la marea; luego los arroparía en sus colchones para que durmieran profundamente hasta las tres de la mañana.

Se le había ocurrido una nueva idea para las ventanas: clavar alambre de espino en la cara externa de las tablas. Había traído un gran rollo de la granja. Lo malo era que tendría que realizar esta tarea en la oscuridad, aprovechando la pausa entre las nueve y las tres. Lástima que no hubiera pensado en ello antes. Lo más importante, sin embargo, era que su mujer y los niños durmieran.

Los pájaros más pequeños se hallaban ahora en la ventana. Reconoció el ligero golpear de sus picos y el tenue roce de sus alas. Los gavilanes hicieron caso omiso de las ventanas. Se concentraron en el ataque a la puerta. Al escuchar el sonido que hacía la madera al romperse, Nat se preguntó cuántos millones de años de memoria estaban almacenados en aquellos pequeños cerebros, detrás de los punzantes picos, de los penetrantes ojos... una memoria que ahora les dotaba del instinto para destruir al género humano con toda la infalible precisión de una máquina.

—Fumaré ese último cigarrillo —dijo a su esposa—. Estúpido de mí; fue lo único que olvidé traer de la granja.

Cogió el pitillo y encendió la silenciosa radio. Arrojó al fuego el paquete vacío y lo contempló mientras ardía.

Antología de la novela corta universal
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