DOROTHY L. SAYERS - SOSPECHA

DOROTHY L. SAYERS

GRAN BRETAÑA

DOROTHY L. SAYERS 1893-1957 Una de las primeras mujeres que se graduaron en Oxford, donde estudió historia medieval. Autora de novelas policiacas y de misterio que gozan de gran popularidad en Inglaterra. En los últimos años de su vida se dedicó a escribir sobre temas religiosos.

A MEDIDA que la atmósfera del vagón se fue haciendo más espesa con el humo del tabaco, el señor Mummery se fue dando cuenta de que el desayuno no le había sentado bien.

Pero el desayuno no podía ser el culpable. Pan integral rico en vitaminas y recomendado por el especialista en salud del Morning Star; bacon frito hasta estar deliciosamente crujiente; huevos en su punto justo; café como solamente la señora Sutton sabía hacerlo. La señora Sutton había sido un verdadero hallazgo, y tenía que dar gracias por ello. Porque Ethel, desde su depresión nerviosa del pasado verano, no estaba capacitada para bregar con las ignorantes chicas que habían entrado y salido en tempestuosa sucesión. Bastaba ahora con muy poco para sacar a la pobre Ethel de sus casillas. El señor Mummery, tratando de olvidar su creciente malestar, tenía la esperanza de que no se tratase de ninguna enfermedad. Aparte de los inconvenientes que pudiera causar en la oficina, Ethel se preocuparía terriblemente, y el señor Mummery daría con gusto su vida anodina e insignificante con tal de ahorrar un momento de inquietud a Ethel.

Como últimamente se había acostumbrado a llevar siempre consigo algunas pastillas digestivas, se metió una en la boca y desplegó el periódico. No parecía haber muchas noticias. En la Cámara de los Comunes se había hecho una interpelación sobre las máquinas de escribir del gobierno; el príncipe de Gales, muy sonriente, había inaugurado una exposición de calzado fabricado en Inglaterra; en el Partido Liberal se había producido una nueva escisión; la policía seguía buscando a una mujer sospechosa de haber envenenado a una familia en Lincoln; dos muchachas habían quedado atrapadas en el incendio de una fábrica; una estrella de cine había obtenido su cuarto divorcio.

El señor Mummery se apeó en la estación de Paragon y tomó un tranvía. Su malestar se estaba convirtiendo en una náusea definida. Por fortuna pudo llegar a su despacho antes de que ocurriese lo peor. Nada más sentarse a su mesa, pálido pero con perfecto dominio de sí mismo, su socio entró impetuosamente.

—Buenos días, señor Mummery —dijo Brookes con voz chillona, y añadió su inevitable—: ¿Hace frío suficiente para usted?

—Sí. Un tiempo demasiado desapacible, quizá.

—Asqueroso, asqueroso —dijo Brookes—. ¿Ha plantado todos sus bulbos?

—No todos —confesó Mummery—. La verdad es que no me he sentido...

—Es una pena —le interrumpió su socio—. Una gran pena. Debía haberlos plantado antes. Yo planté los míos la semana pasada. Mi casita parecerá un cuadro esta primavera. Se trata sólo de un jardín urbano, claro. Usted tiene la suerte de vivir en el campo. Me figuro que le gustará más que Hull, ¿verdad? Aunque aquí disfrutamos de aire puro en las avenidas. ¿Cómo está su esposa?

—Mucho mejor, gracias.

—Me alegro de ello, me alegro mucho. Espero que este invierno la tengamos tan bien como siempre. Ya sabe que no pueden pasarse sin ella en la Sociedad Teatral. Le aseguro que nunca olvidaré su actuación del último año en Romance. Entre ella y el joven Welbeck casi hicieron que el teatro se viniese abajo, ¿verdad? Ayer mismo los Welbeck preguntaron por ella.

—Muchas gracias. Sí, espero que pronto pueda reanudar sus actividades sociales, pero el médico dice que no debe abusar de sus fuerzas. Según él, lo importante es que no tenga preocupaciones. Tiene que tomarlo con calma, no apresurarse ni querer abarcar demasiado.

—Y tiene toda la razón, toda la razón. Las preocupaciones tienen la culpa de todo. ¡Yo dejé de preocuparme hace años y mire cómo estoy! Me siento como un reloj, y eso que ya no volveré a cumplir los cincuenta. Pero, a propósito, usted no parece encontrarse muy bien.

—Un poco de dispepsia —dijo Mummery—. Nada de importancia. Yo lo achaco a un ligero enfriamiento del hígado.

—Eso es lo que es —dijo Brookes aprovechando su oportunidad—. ¿Merece la pena vivir esta vida? Todo depende del hígado. ¡Ja, ja! Bueno, ahora creo que podríamos trabajar un poquito, ¿no? ¿Dónde estará esa escritura de arrendamiento de Ferraby?

El señor Mummery, que no se sentía con ganas de conversación, casi se alegró de esta sugerencia, y durante media hora pudo dedicarse a realizar con tranquilidad el trabajo de un corredor de fincas. Sin embargo, al cabo de un rato el señor Brookes comenzó a hablar nuevamente.

—A propósito —dijo de pronto—. ¿No sabrá su esposa de una buena cocinera?

—Creo que no —contestó Mummery—. Hoy en día no se encuentran con facilidad. Precisamente nosotros, después de mil intentos, acabamos de tomar una muy buena. Pero, ¿por qué me pregunta eso? Me figuro que su vieja cocinera no se habrá despedido, ¿verdad?

—¡Dios mío, no! —rió ruidosamente Brookes—. Haría falta un terremoto para que nos dejase. No. Se trata de los Philipson. La chica se va a casar. Eso es lo malo de las jóvenes. Yo ya he avisado a los Philipson. «Piensen bien en lo que van a hacer», les dije. «Elijan a. alguien a quien conozcan un poco, no vayan a meter en su casa a esa envenenadora, ¿cómo se llama?, ah, sí, Andrews. No querría tener que enviar flores a su entierro, al menos por ahora», les dije. El se echó a reír, pero yo le aseguré que no era cosa de risa. No me explico para qué pagamos a la policía. Ya ha pasado más de un mes y todavía no han sido capaces de echarle el guante. Todo lo que saben decir es que no debe andar muy lejos de estos contornos y que «seguramente estará tratando de colocarse como cocinera». ¡Gomo cocinera! ¿Qué le parece a usted?

—Entonces, ¿usted no cree que se haya suicidado? —preguntó Mummery.

—¡Qué va a suicidarse! —replicó Brookes bruscamente—. No lo crea ni por un momento. El abrigo que apareció en el río fue sólo una pista falsa. Esa clase de personas no se suicidan.

—¿Qué clase?

—Esos maniacos del arsénico. Están demasiado enamorados de su propia piel. Tan astutos como comadrejas, eso es lo que son. Yo me conformaría con que la cogiesen antes de que haga otra prueba con alguien más. Como dije a Philipson...

—Entonces, ¿cree que la señora Andrews es culpable?

—¿Culpable? Claro que sí. Está tan claro como el día. Ella era la que cuidaba de su anciano padre, y este murió repentinamente... dejándole un poco de dinero, claro. Luego entró de ama de llaves de un viejo caballero, y también se muere repentinamente. Y ahora este matrimonio: el marido muere y su esposa enferma gravemente por envenenamiento arsenical. La cocinera huye, y usted me pregunta que si lo hizo ella. No me importaría apostar a que cuando exhumen a su padre y al otro viejo los van a encontrar rebosando arsénico. Ese tipo de persona, en cuanto empieza ya no puede detenerse. Parece que se convierte en hábito.

—Es posible que sea así —dijo Mummery. Cogió el periódico y estudió la fotografía de la mujer desaparecida—. Parece totalmente inofensiva —comentó—. Tiene un aspecto agradable; podría ser una madre de familia.

—Es mala. No hay más que mirar su boca —dijo Brookes, que mantenía la teoría de que el carácter se refleja en la boca—. Yo no me fiaría un pelo de esa mujer.

A medida que el día avanzaba, el señor Mummery se fue encontrando mejor. A la hora de la comida se había sentido bastante nervioso: eligió con sumo cuidado un poco de pescado hervido y natillas y tuvo la precaución de no apresurarse después de comer. Comprobó con satisfacción que el pescado y las natillas no daban guerra a su estómago, y tampoco experimentó el molesto dolor que durante los últimos quince días casi se había hecho habitual. Al final del día se sintió perfectamente optimista. El fantasma de la enfermedad y las facturas del médico dejaron de preocuparle.

Compró un ramo de bronceados crisantemos para llevárselos a Ethel, y cuando se bajó del tren y subió por el camino del jardín de «Mon Abrí» experimentó una sensación de agradable bienestar.

Se sintió un poco defraudado al no encontrar a su mujer en el cuarto de estar. Con el ramo de crisantemos todavía en la mano recorrió rápidamente el pasillo y abrió la puerta de la cocina.

Allí sólo estaba la cocinera, sentada de espaldas a él, y se levantó precipitadamente, casi sobresaltada, al oírle aproximarse.

—Por Dios, señor —dijo—. Me ha dado un buen susto. No le he oído abrir la puerta principal.

—¿Dónde está la señora? Vuelve a sentirse mal, ¿verdad?

—Sí, señor, otra vez le duele un poco la cabeza a la pobrecita. Hice que se echase, y a las cuatro y media le he subido una buena taza de té. Creo que ahora estará durmiendo tranquilamente.

—Vaya por Dios —comentó el señor Mummery.

—Estaba arreglando y cambiando de sitio los muebles del cuarto de estar —explicó la señora Sutton—. «Vamos, señora, no debe usted cansarse», le dije, pero ya sabe usted cómo es. Se pone nerviosa y no aguanta estar sin hacer nada.

—Lo sé —dijo el señor Mummery—. Pero usted no tiene la culpa de nada, señora Sutton; estoy convencido de que nos cuida a los dos admirablemente. Subiré a echarle un vistazo, y si está dormida no la despertaré. Por cierto, ¿qué tenemos para cenar?

—Bueno, había preparado una riquísima empanada de carne con riñones —dijo la señora Sutton con una entonación que sugería que si no era de su gusto podría convertirla en seguida en una calabaza o en una carroza tirada por cuatro caballos.

—¡Oh! —exclamó Mummery—. ¿Hojaldre?... Bueno, yo...

—Lo encontrará muy apetitoso y muy ligero —protestó la cocinera al tiempo que abría la puerta del horno para que el señor Mummery echase una ojeada—. Y lo he hecho con mantequilla, ya que usted dice que la manteca le sienta mal.

—Muchas gracias, muchas gracias —dijo el señor Mummery—. Estoy seguro de que estará deliciosa. Es que últimamente no me he encontrado muy bien y la manteca parece indigestárseme estos días.

—Bueno, no cabe duda que a algunas personas no les sienta bien —concedió la señora Sutton—. No me chocaría que hubiese cogido un poco de frío al hígado. Este tiempo es capaz de enfermar a cualquiera.

Se acercó rápidamente a la mesa y quitó de ella las revistas gráficas que había estado leyendo.

—¿Querrá la señora que le suba la cena a la cama? —sugirió.

Mummery contestó que iría a enterarse, y comenzó a subir de puntillas la escalera. Ethel estaba cómodamente arrebujada bajo el edredón, y en la cama de matrimonio parecía muy pequeña y muy frágil. Al entrar él, se rebulló un poquito y le sonrió.

—¡Hola, cariño! —dijo Mummery.

—¡Hola! ¿Ya estás de vuelta? Debo de haberme quedado dormida. Me sentí cansada y con la cabeza pesada, y la señora Sutton me obligó a meterme en la cama.

—Has estado trabajando demasiado, mi vidita —dijo su marido, cogiéndole la mano y sentándose al borde de la cama.

—Sí, parece que me he portado mal. ¡Qué flores tan preciosas, Harold! ¿Son todas para mí?

—Todas para mi Pulguita —dijo Mummery con ternura—. ¿Y yo no me merezco nada?

La señora Mummery sonrió, y Mummery cobró varias veces su premio.

—Ya está bien, viejo sentimental —dijo ella—. Ahora lárgate, que voy a levantarme.

—Es mejor que te quedes en la cama, preciosa, y dejes que la señora Sutton te suba la cena —dijo su marido.

Ethel protestó, pero su esposo se mantuvo firme. Si no se cuidaba no podría asistir a las reuniones de la Sociedad Teatral, y todos estaban deseando que volviese. Los Welbeck habían estado preguntando por ella y diciendo que sin ella no podían hacer nada.

—¿De verdad? —preguntó Ethel—. Es muy amable por su parte que me echen de menos. Bueno, quizá sea mejor que me quede en la cama. ¿Y cómo ha pasado el día mi maridito?

—No del todo mal, no del todo mal.

—¿Sin dolores de tripa?

—Bueno, solamente un poquito de dolor. Pero ya se me ha pasado por completo. No es nada por lo que mi Pulguita deba preocuparse.

MUMMERY no experimentó ningún síntoma desagradable durante los dos días siguientes. Siguió los consejos del especialista del periódico y comenzó a tomar zumo de naranja: quedó encantado con los resultados. Sin embargo, el jueves por la noche se sintió francamente mal, y Ethel, alarmada, se empeñó en llamar al médico. Este le tomó el pulso, le miró la lengua y pareció no darle importancia al asunto. Le preguntó lo que había comido y se enteró que la cena había consistido en manitas de cerdo y un dulce de leche, y que, antes de irse a la cama, el señor Mummery había tomado un vaso grande de zumo de naranja, siguiendo las instrucciones de su nuevo régimen.

—Ahí tenemos la causa —dijo el doctor Griffiths alegremente—. El zumo de naranja es algo excelente, y también las manitas de cerdo, pero no mezclados. La combinación de cerdo y naranja es extraordinariamente mala para el hígado. Yo no sé la razón, pero es así. Le recetaré algo; aliméntese de purés durante uno o dos días y absténgase del cerdo. Y usted no se preocupe, señora Mummery, está tan sano como una manzana. Usted es la que debe cuidarse. No quiero volver a ver esas ojeras tan negras, ¿entendido? Seguro que ha pasado una mala noche. ¿Toma su tónico con regularidad? Eso está bien. No se alarme por su maridito; pronto le tendremos dando guerra otra vez.

La profecía se cumplió, pero no inmediatamente. Aunque Mummery siguió una dieta limitada a puré de niño, pan y leche y un caldo de extracto de carne cuidadosamente preparado por la señora Sutton y llevado a la cama por Ethel, el viernes aún no se encontraba bien; sólo el sábado por la tarde fue capaz de bajar las escaleras medio tambaleándose. No cabía duda de que había sufrido un serio arrechucho. Sin embargo, le fue posible estudiar algunos documentos que Brookes le había enviado desde la oficina para que los firmase, y también ocuparse de la administración de la casa. Ethel no era mujer de negocios, y Mummery siempre repasaba las cuentas de la casa con ella. Después de haber revisado las facturas del carnicero, del panadero, del lechero y del carbonero, Mummery miró a su esposa interrogativamente.

—¿Algo más, cariño?

—Bueno, me gustaría hablar sobre la señora Sutton. Ya sabes que está a punto de terminar el mes.

—Sí, pero tú estás contenta con ella, ¿no, querida?

—Sí... más bien sí. ¿Tú no? Es una buena cocinera y una viejecita amable y maternal. ¿No crees que hice bien tomándola sobre la marcha, sin preguntar nada?

—Naturalmente que si.

—Pareció algo providencial el que apareciese de pronto, justamente después de que aquella desconsiderada Jane se marchase casi sin avisarnos. Yo estaba totalmente desesperada. Desde luego, era un poco arriesgado tomarla sin referencias, pero claro, si hasta entonces había estado cuidando de una madre viuda y enferma no se podía esperar que alguien diese informes acerca de ella.

—No... claro —dijo Mummery. Cuando entró en la casa él se había sentido un poco preocupado, pero no quiso hacer ningún comentario porque verdaderamente necesitaban a alguien. Y el experimento había resultado tan satisfactorio en la práctica que ya no era cosa de volver sobre el asunto. Una vez había sugerido tímidamente a Ethel que escribiese al pastor de la parroquia de la señora Sutton, pero su esposa le contestó que el pastor no podría informarles sobre su forma de cocinar, y eso era, después de todo, lo que más les interesaba.

El señor Mummery le entregó el dinero del mes.

—A propósito, querida —dijo—, podrías decirle a la señora Sutton que si tiene que leer el periódico de la mañana antes que yo, le quedaría muy agradecido si lo dejase bien doblado después de leerlo.

—Qué cascarrabias eres, querido —dijo su esposa.

Mummery dejó escapar un suspiro. No podía explicarle que a él le gustaba recibir el diario de la mañana flamante, impoluto, como una virgen; las mujeres no comprendían estas cosas.

El domingo por la mañana Mummery se encontró muchísimo mejor, casi como en sus buenos tiempos. Disfrutó leyendo el News of the World mientras desayunaba en la cama, y dedicó especial atención a la sección de sucesos. El señor Mummery gozaba leyendo las noticias sobre asesinatos, pues le producían una agradable excitación, como de vicaria aventura, porque, naturalmente, se trataba de algo muy remoto de la vida cotidiana de los alrededores de Hull.

Comprobó que Brookes estaba en lo cierto: el padre de la señora

Andrews y su anterior patrono habían sido exhumados y, como él predijera, se les había encontrado rebosantes de arsénico.

Se levantó a la hora de comer. Había rosbif con patatas, un soufflé de Yorkshire deliciosamente ligero y tarta de manzana. Después de tres días a dieta de enfermo, resultaba maravilloso poder saborear la crujiente grasa y la carne poco hecha. Comió moderadamente, pero con un placer casi sensual. Ethel, por el contrario, parecía tener poco apetito, si bien es verdad que nunca le había gustado demasiado la carne. Era bastante melindrosa y, además y sin razón alguna, tenía miedo de engordar.

Hacía una tarde estupenda y, a eso de las tres, cuando Mummery comprobó que el rosbif no le daba guerra, pensó que era una buena ocasión para plantar el resto de los bulbos. Se puso su vieja chaqueta de trabajo y se dirigió hacia el pabellón de los tiestos. Cogió una bolsa de tulipanes y un desplantador, y al recordar que llevaba los pantalones nuevos, decidió coger una estera para arrodillarse encima de ella. ¿Cuándo había utilizado aquella estera por última vez? No pudo recordarlo, pero creyó que la había guardado en un rincón, debajo del estante de los tiestos. Se agachó y comenzó a buscarla a tientas entre los tiestos. Sí, allí estaba, pero también había un bote de algo. Lo sacó cuidadosamente y comprobó que se trataba del bote del herbicida.

Mummery miró la etiqueta rosa en la que aparecía impreso en letras bien visibles: HERBICIDA ARSENICAL. VENENO. Mummery observó con cierta excitación que se trataba de la misma marca que había sido asociada con la muerte de la última de las víctimas de la señora Andrews. Casi se alegró. Aquello le daba la sensación de estar relacionado de modo concreto, aunque remoto, con acontecimientos importantes. Luego notó, sorprendido y un poco molesto, que la tapa estaba muy floja.

—¿Cómo habré podido dejarlo así? —murmuró—. No me extrañaría que hubiera perdido toda su fuerza. —Quitó la tapa, miró el interior del bote, que estaba mediado, y volvió a cerrarlo, dándole a la tapa un golpe seco con el mango del desplantador para ajustarla mejor. Después, para no correr riesgos, fue hasta el grifo de la pila y se lavó cuidadosamente las manos.

Cuando volvió de plantar los tulipanes se sintió un poco des concertado al ver que había visita en la sala de estar. Siempre se alegraba de ver a la señora Welbeck y a su hijo, pero habría preferido que le avisasen, y así hubiera podido quitarse la tierra de las uñas. Y no es que la señora Welbeck se fijara en esas cosas; era una mujer tan habladora que sólo prestaba atención a su propia charla. Con gran disgusto por parte de Mummery, en seguida se puso a parlotear sobre el caso del envenenamiento de Lincoln. Mummery pensó que no era tema muy adecuado para la hora del té. Su propio arrechucho estaba lo suficientemente presente en su memoria para sentirse estomagado por aquella conversación sobre síntomas de enfermedades, y además no era muy conveniente para Ethel. Al fin y al cabo, se sospechaba que la envenenadora aún se encontraba por la vecindad, y esto era ya suficiente para desasosegar a una mujer, cualquiera que fuese el estado de sus nervios. Guando miró a Ethel vio que estaba pálida y trémula. Debía conseguir de alguna manera que la señora Welbeck se callase, o volvería a repetirse una de las viejas y horribles escenas de histeria.

Mummery intervino en la conversación bruscamente.

—Señora Welbeck, ¿recuerda lo que hablamos de los esquejes de forsitia? —dijo—. Pues ahora es el momento de plantarlos. Si tiene la bondad de acompañarme al jardín le cortaré algunos.

Vio que entre el joven Welbeck y Ethel se cruzaba una mirada de alivio. Era evidente que el muchacho comprendía la situación y estaba molesto por la falta de tacto de su madre. La señora Welbeck, cortada en seco, se levantó, tragó saliva y se dispuso con solícita prontitud a emprender el nuevo rumbo. Acompañó al señor Mummery al jardín y no dejó de charlar alegremente sobre jardinería mientras él seleccionaba y cortaba los esquejes; luego le felicitó por sus cuidados senderos de grava.

—A mí me es imposible acabar con las malas hierbas —dijo.

Mummery mencionó el herbicida y elogió su eficacia.

—¡Ese veneno! —exclamó la señora Welbeck, mirándole fijamente. Luego se estremeció—. No lo tendría en mi casa ni por un millar de libras —añadió con énfasis.

Mummery sonrió:

—Bueno, nosotros lo guardamos bien apartado de la casa —dijo—. Aunque yo fuese una persona descuidada...

Entonces se interrumpió. El recuerdo del bote mal tapado vino súbitamente a su memoria y fue como si, en lo más profundo de ella, tuviese lugar una reunión de oscuras ideas. Dejó de pensar en ello y se dirigió a la cocina para coger un periódico con que envolver los esquejes.

Desde la ventana del cuarto de estar debían haberles visto acercarse, porque cuando entraron, el joven Welbeck ya estaba de pie y se despedía de Ethel estrechándole la mano. El joven maniobró con tacto para conseguir que su madre se despidiera rápidamente, y Mummery volvió a la cocina para ordenar los periódicos que había sacado del cajón. Sabía que algo le había llamado la atención y quería comprobar lo que había sido. Los fue examinando minuciosamente, uno por uno y hoja por hoja. Efectivamente, no se había equivocado: todos los retratos de la señora Andrews, todos los comentarios y todos los titulares sobre el envenenamiento habían sido cuidadosamente recortados.

Mummery se sentó al lado del fuego. Notaba que necesitaba calor. Parecía como si en su estómago se hubiese formado un nudo helado, un algo que se sentía renuente a analizar. Trató de recordar el aspecto de la señora Andrews tal como había aparecido en los periódicos, pero no tenía una buena memoria visual. Recordaba que había dicho a Brookes que tenía una cara «maternal». Luego trató de recordar el tiempo que había transcurrido desde su desaparición; Casi un mes, había dicho Brookes, y de eso hacía ya una semana. Entonces debía de hacer algo más de un mes. ¡Un mes! Y él acababa de pagar a la señora Sutton el sueldo de un mes.

¡Ethel! fue el primer pensamiento que comenzó a llamar a la puerta de su cerebro. Fuese como fuese, no tenía más remedio que enfrentarse él solo con su monstruosa sospecha. Tenía que evitarle cualquier sobresalto o ansiedad. Y tenía que estar seguro del terreno que pisaba. El despedir a la única cocinera decente que habían tenido, sólo por puro e infundado pánico, sería una imperdonable crueldad para ambas mujeres. Si lo hacía, tendría que hacerlo de una forma arbitraria, absurda: de ningún modo podía comunicar sus temores a Ethel. Pero lo hiciese como lo hiciese, habría complicaciones. Ethel no comprendería nada y él no se atrevería a explicarle sus razones.

Pero, ¿y si por casualidad había algo de cierto en su horrible sospecha? ¿Cómo podía exponer a Ethel al terrible peligro que suponía tener a aquella mujer un momento más en la casa? Se acordó de la familia de Lincoln: el marido muerto y la mujer escapando con vida por milagro. ¿No era cualquier disgusto, cualquier riesgo, mejor que aquello?

Mummery se sintió repentinamente muy solitario y muy cansado. Su enfermedad le había dejado exhausto.

Y aquellas enfermedades, ¿cuándo habían empezado? El primer ataque lo había tenido tres semanas antes. Sí, pero él siempre había padecido de trastornos gástricos. Ataques de bilis. Quizá no tan violentos como el último, pero ataques biliosos al fin y al cabo.

Procuró sobreponerse y entró con paso cansado en el cuarto de estar. Ethel estaba acurrucada en un extremo del diván.

—¿Estás cansada, cariño?

—Sí, un poco.

—Esa mujer te ha dejado exhausta con su parloteo. No debería hablar tanto.

—No —dijo Ethel, levantando pesadamente la cabeza de los almohadones—. Todo lo referente a ese horrible caso... No me gusta que me hablen de esas cosas.

—Claro que no. Sin embargo, es inevitable que cuando una cosa así ocurre en la vecindad las gentes hablen y cotilleen. Sería un gran alivio que atrapasen a esa mujer. No es agradable pensar que...

—No quiero pensar en algo tan odioso. ¡Debe ser un monstruo!

—Horrible. Brookes me decía el otro día...

—No quiero saber lo que te dijo. No quiero oír nada sobre ello. Lo único que quiero es tranquilidad. Quiero tranquilidad.

El señor Mummery reconoció las primeras notas de la histeria.

—Mi Pulguita tendrá tranquilidad. No te preocupes, querida. No volveremos a hablar de cosas tan horrorosas.

No, no debían volver a hablar de horrores.

Ethel se acostó temprano. Los domingos, Mummery esperaba siempre levantado la llegada de la señora Sutton. Ethel no estaba muy conforme con que lo hiciese, pero él le aseguró que ya se encontraba perfectamente. Y era verdad que físicamente estaba bien, pero su mente se sentía débil y confusa. Había decidido hacer un comentario ocasional sobre los periódicos mutilados, aunque sólo fuese para ver qué cara ponía la señora Sutton.

Mientras esperaba se permitió el pequeño lujo .de servirse un whisky con soda. A las diez menos cuarto oyó el familiar ruido de la puerta del jardín y luego unas pisadas sobre la grava que se dirigían hacia la puerta trasera. A continuación, escuchó el clic del pestillo, el golpe de la puerta al cerrarse y el rechinar del cerrojo. Luego reinó el silencio: la señora Sutton estaría quitándose el sombrero. Se acercaba el momento.

Sonaron unos pasos en el pasillo y se abrió la puerta. La señora Sutton, vestida con su limpio traje negro, apareció en el umbral. Sabía que no tendría fuerzas para enfrentarse con ella. Levantó la cabeza y vio una mujer de cara regordeta y ojos velados por unas gafas de gruesos cristales y montura de concha. ¿Existía, quizá, algún signo de dureza en la boca? ¿O era sólo porque le faltaban casi todos los dientes?

—¿Quiere que le sirva algo antes de irme a acostar, señor?

—No, muchas gracias, señora Sutton.

—Espero que se encuentre mejor, señor. —Su repentino interés por su salud casi le resultó siniestro, pero aquellos ojos que se escondían tras las gruesas gafas resultaban inescrutables.

—Estoy perfectamente, muchas gracias.

—La señora no estará enferma, ¿verdad? ¿Quiere que le suba un vaso de leche caliente o cualquier otra cosa?

—No, muchas gracias, no. —Mummery había contestado apresuradamente, y le pareció notar que la señora Sutton se sentía algo desilusionada.

—Está bien, señor. Buenas noches, señor.

—Buenas noches. Por cierto, señora Sutton...

—Diga, señor.

—No, nada —contestó Mummery—. Nada.

A LA MAÑANA SIGUIENTE Mummery abrió el periódico nada más recibirlo. Le habría gustado leer que la envenenadora había sido detenida durante el fin de semana, pero no había ninguna novedad sobre el caso. El presidente de un banco se había volado la tapa de los sesos y todas las noticias estaban dedicadas a hablar de los millones desaparecidos y de los arruinados accionistas. Tanto en el periódico que leía habitualmente como en los demás que compró camino de la oficina, la tragedia del envenenamiento de Lincoln se veía relegada a unas pocas líneas en la última página, y en ellas se informaba que la policía no tenía ninguna pista.

Los días siguientes fueron los más exasperantes que Mummery había pasado en su vida. Nada más levantarse se iba a rondar por la cocina. Esto irritaba a Ethel, pero la señora Sutton no hizo ningún comentario. Se limitaba a mirarle tolerantemente y hasta, según le parecía, ligeramente divertida. Pensándolo bien, todo aquello era ridículo. ¿Para qué servía vigilar el desayuno si tenía que estar todos los días fuera de casa desde las nueve y media hasta las seis?

En la oficina, Brookes le tomaba el pelo por la frecuencia con que telefoneaba a Ethel, pero Mummery no le hacía caso. Le tranquilizaba oír su voz y saber que se encontraba sana y salva.

Como no sucedía nada, el martes siguiente empezó a pensar que se estaba comportando como un imbécil. Aquella noche llegó tarde a casa. Brookes le había convencido para que le acompañase a la despedida de soltero de un amigo. A las once abandonó la fiesta, que seguramente se prolongaría hasta muy tarde. Cuando llegó a su casa, las mujeres ya se habían acostado, pero encontró sobre la mesa una nota de la señora Sutton en la que le decía que había cacao hecho en la cocina y que solamente tenía que calentarlo. Mummery calentó el cacao en el mismo cazo donde lo encontró, y al servírselo vio que había exactamente una taza.

Empezó a tomarlo junto al fogón, pero tan pronto bebió el primer sorbo dejó la taza. ¿Era su imaginación o tenía un sabor raro? Volvió a tomar otro sorbito y lo paladeó. Le pareció que tenía cierto gustillo metálico, desagradable y picante. Lleno de pánico, corrió hacia el fregadero y escupió.

Se quedó pensativo, sin saber qué hacer. Luego, con extraña deliberación y como si sus movimientos le fuesen dictados por alguien, cogió un frasco vacío de la estantería de la despensa, lo lavó bien y echó en él el contenido de la taza. Se metió el frasco en un bolsillo de la chaqueta y se dirigió de puntillas hacia la puerta trasera. No le fue fácil descorrer el cerrojo sin hacer ruido, pero al fin lo logró. Andando aún de puntillas, cruzó el jardín y entró en el pabellón de los tiestos. Se agachó y encendió una cerilla. Sabía exactamente dónde había dejado el bote del herbicida: debajo del estante de los tiestos y muy al fondo. Lo encontró y lo sacó con sumo cuidado. La llama de la cerilla al consumirse le quemó los dedos, pero antes de que pudiera encender otra, su sentido del tacto ya le había informado de lo que quería cerciorarse: la tapa no estaba bien ajustada.

El pánico se apoderó de Mummery y, por un momento, permaneció inmóvil en el pabellón que olía a tierra, con el abrigo todavía puesto, el bote del herbicida en una mano y la caja de cerillas en la otra. Sentía unos deseos irrefrenables de salir corriendo y contar a alguien lo que acababa de descubrir.

Pero se contuvo, volvió a colocar el herbicida en el sitio exacto donde lo había encontrado y se dirigió a la casa. Guando cruzaba el jardín vio que había luz en el dormitorio de la señora Sutton; eso le aterrorizó más que todo lo anterior. ¿Le estaría vigilando? La ventana del cuarto de Ethel estaba a oscuras. Si ella hubiese bebido algo envenenado, habría luces por toda la casa, movimiento, llamadas a los médicos, lo mismo que cuando él había tenido el ataque. Ataque, pensó, era la palabra idónea.

Siempre con la misma precisión y singular presencia de ánimo, volvió a la cocina, fregó los cacharros, hizo una nueva taza de cacao y la dejó en el mismo cazo. Luego se encaminó sin hacer ruido hacia el dormitorio. La voz de Ethel le saludó tan pronto abrió la puerta.

—¡Qué tarde llegas, Harold! ¡Buena pieza estás tú hecho! ¿Te has divertido?

—Así, así. ¿Y tú cómo te encuentras, cariño?

—Perfectamente. ¿Te ha dejado la señora Sutton algo para que lo tomaras caliente? Me dijo que lo haría.

—Sí, pero no tenía sed.

Ethel se echó a reír.

—De modo que ha sido una orgía, ¿verdad?

Mummery no quiso contradecirla. Se desnudó, se metió en la cama y abrazó estrechamente a su esposa como desafiando al mundo a tratar de arrebatársela. A la mañana siguiente comenzaría a actuar. Dio gracias a Dios por no haber llegado demasiado tarde.

Dimthorpe, el farmacéutico, era amigo de Mummery, y se reunían a menudo en la desordenada rebotica para cambiar impresiones sobre sus jardines y las plagas que les afligían. Mummery contó a Dimthorpe con detalle todo lo sucedido y le entregó el frasco con el cacao. Dimthorpe le felicitó por su prudencia e inteligencia.

—Se lo tendré listo esta tarde —dijo—. Y si es lo que usted sospecha, tendremos un caso perfectamente claro y habrá que actuar en consecuencia.

Mummery le dio las gracias, y durante todo el día casi no prestó atención a su trabajo. Pero nadie lo notó, porque el señor Brookes, que se había quedado en la fiesta hasta la madrugada, no estaba en condiciones de darse cuenta de nada. A las cuatro y media dio por terminado su trabajo, alegando que tenía que acudir a una cita.

Dimthorpe le estaba esperando.

—No existe ninguna duda —dijo—. He empleado el test de Marsh, y la cantidad de arsénico es considerable: no me extraña que lo notara. Debe haber unos cuatro o cinco granos de arsénico puro en ese frasco. Mire, este es el tubo de ensayo: usted mismo puede ver el precipitado metálico.

Mummery contempló el pequeño tubo de cristal y la ominosa mancha de color púrpura oscuro.

—¿Quiere que llamemos a la policía? —preguntó el farmacéutico.

—No —dijo Mummery—. No... prefiero ir primero a casa. Dios sabe lo que estará pasando allí, y tengo el tiempo justo para coger el tren.

—Está bien —dijo Dimthorpe—. Yo me encargaré de todo y llamaré desde aquí a la policía.

El tren suburbano no iba todo lo aprisa que el señor Mummery hubiera deseado. El ruido de las ruedas resonaba en su cerebro: Ethel... envenenada... muriéndose... muerta... Ethel... envenenada... muriéndose... muerta. El camino desde la estación hasta su casa lo hizo casi corriendo. A la puerta de su casa había un automóvil. Lo vio desde el extremo de la calle y echó a correr. Ya había sucedido. El médico estaba allí. Era un imbécil, un asesino, por haber dejado las cosas hasta tan tarde.

Guando aún estaba a unos ciento cincuenta metros de su casa, vio abrirse la puerta principal y que por ella salía un hombre acompañado por Ethel. El desconocido subió al coche y se alejó; Ethel volvió a entrar en la casa. ¡Estaba a salvo, a salvo!

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse mientras colgaba el abrigo y el sombrero en el perchero. Su mujer se había recostado en la butaca que estaba cerca de la chimenea y le saludó con cierta sorpresa. En la mesa había un servicio de té.

—¿No llegas muy temprano?

—Sí, hoy había poco trabajo. ¿Ha venido alguien a tomar el té?

—Sí, el joven Welbeck. Vino a tratar de algunas cosas referentes a la Sociedad Teatral. —En su apresurada explicación había cierto tono de entusiasmo.

Mummery se vio asaltado por la duda. ¿Podría un invitado servir de protección? Su cara debió reflejar sus pensamientos, porque Ethel le miró con extrañeza.

—¿Qué te pasa, Harold? Te encuentro raro.

—Cariño —dijo Mummery—, hay algo de lo que tengo que hablarte. —Se sentó a su lado y tomó su mano entre las suyas—. Me temo que es algo desagradable...

—¡Señora! —interrumpió la cocinera desde la puerta—. Usted perdone, señor, pero no sabía que estuviera en casa. ¿Va a tomar el té o retiro el servicio? Y, señora, en la pescadería había un joven que acaba de llegar de Grimsby; dijo que ya han detenido a esa horrible mujer, a esa señora Andrews. Ya era hora, ¿no? Me aterrorizaba el pensar que andaba suelta por ahí, pero al fin la han cogido. Había conseguido un puesto como ama de llaves con dos señoras ancianas. Y le han encontrado ese maldito veneno. La muchacha que la reconoció se ganará la recompensa. Yo siempre he estado vigilando a ver si la localizaba, pero todo este tiempo estuvo en Grimsby.

El señor Mummery se agarró con fuerza al brazo de la butaca. Entonces todo había sido un error. Sentía deseos de gritar o llorar. Quería pedir perdón a esta cándida, amable y excitada mujer. Todo había sido un error.

Pero todavía quedaba el cacao, y Dimthorpe, y el test de Marsh, y los cinco granos de arsénico. Entonces, ¿quién...?

Se volvió a mirar a su esposa y vio en sus ojos algo que nunca había visto antes...

Antología de la novela corta universal
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml