RABINDRANATH TAGORE - MI SEÑOR EL BEBE

RABINDRANATH TAGORE

INDIA

RABINDRANATH TAGORE 1861-1941 Poeta, dramaturgo y novelista, es la más alta figura de la literatura moderna de su país. Lírico de honda espiritualidad, su obra representa la máxima aportación de la cultura moderna hindú a Occidente. Escribió obras en bengalí que él mismo tradujo al inglés. A los sesenta y ocho años se consagró a la pintura. Varios de sus libros fueron traducidos al español por Juan Ramón Jiménez y su esposa, Zenobia. Premio Nobel de Literatura en 1913.

Raicharan tenía doce años cuando entró a servir de criado en la casa de su amo. Pertenecía a la misma casta que su señor y le fue encomendado el cuidado de su hijo menor. Con el paso del tiempo, el muchacho dejó los brazos de Raicharan para ir a la escuela. De la escuela pasó a un colegio universitario, y después ingresó en la carrera judicial. Durante todo este tiempo, hasta que se casó, su único criado fue Raicharan.

Pero cuando entró en la casa la señora, Raicharan se encontró con dos amos en lugar de uno. Todo su antiguo poder pasó a la nueva ama de casa. Esto se vio compensado por un acontecimiento. Anukul tuvo un hijo, y Raicharan, prodigándole cuidados y atenciones, pronto adquirió completo dominio sobre el pequeño. Solía alzarlo en sus brazos, dirigirse a él en una extraña jerga infantil, acercárselo a la cara y alejarlo de nuevo haciéndole muecas.

No tardó el niño en poder gatear y atravesar la puerta. Cuando Raicharan se acercaba para cogerle, gritaba con una risa traviesa y trataba de ponerse a salvo. Raicharan estaba asombrado de la gran destreza y discernimiento que mostraba el niño cuando se veía perseguido. Solía decirle a su señora con un aire de temor reverencial y misterioso:

—Su hijo algún día será juez.

Sucesivamente surgieron nuevos motivos de admiración. Los primeros pinitos del niño fueron para Raicharan un acontecimiento histórico. Cuando el pequeño empezó a llamar a su padre «Ba-ba» y a su madre «Ma-ma» y a Raicharan «Chan-na», el embeleso de este no conoció límites. Le contaba a todo el mundo los progresos del pequeño.

Al cabo de algún tiempo se le pidió a Raicharan que demostrara su habilidad de otra manera. Por ejemplo, tenía que hacer de caballo, sujetando las bridas con los dientes mientras que con los pies hacía cabriolas. También tenía que pelear con el pequeño, y si al final no caía derrotado de espaldas por algún truco de luchador, se armaba un alboroto seguro.

En esa época aproximadamente trasladaron a Anukul a un distrito en las márgenes del río Padma. A su paso por Calcuta, le compró a su hijo una carretilla, un chaleco de satén amarillo, un gorro con adornos dorados y algunos brazaletes y ajorcas de oro. Encargaron a Raicharan que cuidase de las joyas y se las pusiera con gran ceremonial al pequeño siempre que salieran de paseo.

Llegó luego la estación de las lluvias y el agua caía a torrentes día tras día. El río hambriento, como una serpiente descomunal, inundó los bancales, las aldeas, los maizales, y sumergió con su crecida las altas hierbas y las casuarinas silvestres de las arenosas orillas. De cuando en cuando se oía un sordo estruendo al desplomarse algún trozo de las orillas del río. El incesante rugir de la violenta corriente se oía desde muy lejos. Las masas de espuma que transportaba el agua a gran velocidad demostraban la rapidez de la corriente.

Una tarde dejó de llover. Estaba nublado, pero hacía frío y el día estaba claro. El pequeño tirano de Raicharan no quería permanecer encerrado en casa en una tarde tan hermosa. Así pues, su excelencia se encaramó en la carretilla, y Raicharan, entre las varas, tiró de ella lentamente hasta que llegaron a los campos de arroz de las márgenes del río. No había nadie en los arrozales ni barcas a la vista. En la orilla opuesta, el manto de nubes se agrietaba hacia el oeste. El mudo ceremonial de la puesta de sol se mostraba en todo su radiante esplendor. En medio de aquella paz, el niño repentinamente señaló con su dedo frente a él al tiempo que gritó:

—¡Chan-na! ¡Mía qué fores!

Muy cerca, en un bajío de fango, se alzaba un gran kadamba en flor. ¡Dios mío! El niño miraba al árbol con ojos ávidos, y Raicharan sabía muy bien lo que esto significaba. Hacía poco tiempo que con estas mismas flores le había hecho una carretilla de juguete, y el niño se había sentido tan feliz y contento tirando de ella con un cordel que durante todo el día Raicharan no tuvo que hacer de caballo y se vio ascendido de montura a palafrenero.

Pero aquella tarde, a Raicharan no le apetecía meterse hasta las rodillas en el fango para alcanzar las flores, e inmediatamente señaló en dirección opuesta al tiempo que decía:

—¡Mira, pequeño, mira! ¡Mira qué pájaro! —Y con una variada gama de ruidos extraños, empujó la carretilla rápidamente para alejarla del árbol.

Pero un niño predestinado a ser juez rio se deja engañar fácilmente. Además, en ese momento no había nada que le llamase la atención, y no era posible mantener indefinidamente la presencia de un pájaro imaginario.

El pequeño sabía lo que quería y Raicharan, en cambio, no sabía qué hacer.

—Muy bien, pequeño. Yo iré por esas bonitas flores —dijo finalmente—. No te muevas de la carretilla. Ten mucho cuidado de no acercarte al agua.

Mientras decía esto, se remangó las ropas hasta la rodilla y vadeó el rezumante fango en dirección al árbol.

En el momento que Raicharan se alejó, su amito se apresuró a acercarse al agua prohibida. El niño contempló el curso veloz de la corriente que gorgoteaba y salpicaba. Parecía como si las desobedientes olitas blancas y espumosas se fueran alejando de un gigantesco Raicharan con las risas de miles de niños. Al contemplar la travesura de las ondas, la excitación y la impaciencia del pequeño crecían por momentos. Se bajó con presteza de la carretilla y se dirigió vacilante hacia el río. En el trayecto hasta la orilla cogió un palo con el que, inclinado sobre las aguas, pretendió pescar. Las hadas retozonas del río, con sus misteriosas voces, parecían invitarle a compartir sus juegos.

Raicharan había arrancado un manojo de flores y volvía con ellas en el pliegue de sus vestiduras, con el rostro radiante de alegría. Pero al llegar a la carretilla no encontró al pequeño. Miró en todas direcciones pero no pudo ver a nadie. Volvió su mirada a la carretilla, pero allí no había nadie.

En ese momento horrible se le heló la sangre. Todo el universo giró a su alrededor convertido en una niebla oscura. Desde lo hondo de su corazón desgarrado lanzó un grito desesperado: «¡Amo, amo, mi amito!»

Pero no recibió la respuesta esperada: «Chan-na». No le respondió traviesamente ninguna risa infantil; no le acogió ningún grito de alegría. Sólo se oía el sonido de la corriente del río gorgoteando y salpicando igual que antes, como si no supiera nada ni tuviese tiempo de atender a una minucia humana como era la muerte de un niño.

A medida que transcurría la tarde, el ama de Raicharan comenzó a inquietarse y mandó a diversos hombres en su busca. Llevaban linternas, y finalmente llegaron a las orillas del Padma. Allí se encontraron con Raicharan, que cual un vendaval corría enloquecido por los campos de un lado para otro, gritando:

—¡Amo, amo, mi amito!

Cuando por fin lograron llevarse a Raicharan a casa, se postró a los pies de su ama. Le interrogaron y le zarandearon; le preguntaron una y mil veces dónde había dejado al niño, pero él sólo contestaba que no sabía nada.

Aunque todo el mundo llegó a la conclusión de que el Padma se había tragado al pequeño, en el fondo tenían una duda, ya que aquella tarde se había visto en las afueras de la ciudad una banda de gitanos, y algunos sospechaban de ellos. La madre del niño, en medio de su terrible dolor, llegó a más, llegó a pensar que el mismo Raicharan lo hubiese raptado. Le llamó aparte y, con voz suplicante y lastimera, le dijo:

—Raicharan, por favor, devuélveme al niño. Devuélveme a mi pequeño. Toma todo el dinero que quieras, pero devuélveme al niño.

Raicharan se golpeó la frente por toda respuesta. Su ama le ordenó que abandonase la casa.

Anukul intentó convencerla de que su sospecha era completamente injustificada:

—¿Qué motivos tendría para hacerlo? —decía—. ¿Por qué habría de cometer semejante crimen?

La madre le contestaba:

—El niño llevaba adornos de oro, y ¡quién sabe!

Resultó imposible hacerla entrar en razón.

RAICHARAN volvió a su aldea natal. Hasta entonces no había tenido hijos, y no existían muchas esperanzas de que pudiera tenerlos. Pero sucedió que antes de que transcurriese un año su mujer le dio un hijo y murió en el parto.

Al principio, a la vista del bebé, un abrumador resentimiento nació en el corazón de Raicharan. En el fondo, estaba resentido porque creía que el recién nacido había venido a usurpar el puesto de su amito. También llegó a pensar que sería una grave ofensa ser feliz con un hijo suyo después de lo que había pasado con el hijito de su amo. Y de no ser por los cuidados de una hermana suya viuda, que se hizo cargo del niño, este no habría vivido mucho tiempo.

Pero poco a poco Raicharan fue cambiando de actitud. Sucedió algo maravilloso. El pequeño, llegado su momento, comenzó a gatear y a cruzar la puerta con un gesto travieso en la mirada. También demostraba una divertida habilidad para escapar y ponerse a salvo. Su voz, su tono al reírse o al llorar, sus gestos, todo, correspondían a los del pequeño amo. Algunos días, cuando Raicharan le oía llorar, el corazón comenzaba a golpearle con más celeridad en el pecho y le parecía que su antiguo amito estaba llorando en algún lugar del país desconocido de la muerte, porque había perdido a su Chan-na.

Phailna (este fue el nombre que su hermana impuso al pequeño) empezó a hablar muy pronto. Aprendió a decir «Ba-ba» y «Ma-ma» con su media lengua. Al escuchar estos sonidos, el misterio se aclaró súbitamente para Raicharan. El amito no pudo desprenderse del hechizo de su Chan-na y en consecuencia había vuelto a nacer en su propia casa.

Las razones que indicaban lo atinado de esta idea, sin que le cupiese ningún tipo de duda, eran:

1.° El nuevo bebé había nacido al poco tiempo de morir su amo.

2.° Su mujer no había atesorado méritos suficientes como para dar a luz un niño en el otoño de su vida.

3.° El nuevo bebé hacía pinitos y decía «Ba-ba» y «Ma-ma». Tenía todas las señales características de un futuro juez.

Y de pronto, Raicharan recordó la acusación de la madre. «¡Ah!», se dijo con estupefacción, «el corazón de la madre estaba en lo cierto. Sabía que yo le había robado a su hijo.» Una vez llegado a esta conclusión, se sintió lleno de remordimientos por sus negligencias pasadas.

A partir de ese momento, se entregó en cuerpo y alma al niño, convirtiéndose en su devoto sirviente y criándolo como si fuera el hijo de un hombre acaudalado. Compró una carretilla, un chaleco de satén amarillo y un gorro con adornos dorados. Fundió las joyas de su difunta esposa y mandó hacer brazaletes y ajorcas de oro. Se negó a permitir que el niño jugase con los de la vecindad y se convirtió día y noche en su único acompañante. El niño creció y se hizo muchacho. Estaba tan mimado y consentido y le vestían con tanta elegancia que los niños de la aldea le llamaban «Su Señoría» y se reían de él. Al mismo tiempo, los mayores consideraban absolutamente irresponsable la conducta de Raicharan hacia el muchacho.

Llegado el momento de ir el muchacho a la escuela, Raicharan vendió su trozo de tierra, y se fueron a Calcuta. Allí, con grandes dificultades, consiguió emplearse como criado y envió a Phailna a la escuela. No regateó el menor esfuerzo para proporcionarle la mejor educación, las mejores ropas, la mejor alimentación... mientras él vivía con un simple puñado de arroz y en secreto se decía: «¡Ah, mi amito!, ¡mi querido amito! Tanto me querías que has vuelto a vivir en mi casa. Nunca volverás a sufrir a consecuencia de un descuido mío.»

Transcurrieron así doce años. El muchacho sabía leer y escribir correctamente. Era ingenioso, sano y bien parecido. Prestaba gran atención a su apariencia física y era muy meticuloso a la hora de hacerse la raya en el pelo. Sentía cierta inclinación por las cosas extravagantes y refinadas y gastaba el dinero sin miramientos. Nunca llegó a considerar realmente a Raicharan como su padre, ya que aunque su cariño era paternal tenía los modales de un criado. Y además, Raicharan no decía a nadie que él era el padre de Phailna.

En la residencia de estudiantes de la que Phailna era huésped, sus compañeros se reían de los modales campesinos de Raicharan, y tengo que confesar que, a espaldas de su padre, Phailna también se reía. Pero en el fondo los estudiantes querían a aquel cariñoso e inocente anciano, con el que también Phailna estaba encariñado. Mas como ya he dicho anteriormente, lo quería con cierta condescendencia.

Raicharan envejeció, y su amo iba descubriendo falta tras falta en su trabajo. Había pasado mucha hambre a causa de su hijo y, en consecuencia, se encontraba débil físicamente e incapaz de cumplir con sus obligaciones. Olvidaba las cosas y su cabeza era un maremágnum de confusiones. Pero su amo quería un trabajo de auténtico criado y no aceptaba ninguna excusa. El dinero que había llevado Raicharan a la ciudad, fruto de la venta de sus tierras, ya se había agotado. El muchacho estaba constantemente descontento de sus ropas y pidiendo más dinero.

RAICHARAN tomó una decisión y abandonó la casa donde trabajaba como criado. Dejó cierta suma de dinero a Phailna y le dijo:

—Tengo que ir a la aldea para arreglar ciertos asuntos. Volveré pronto.

Partió en el acto con destino a Baraset, donde Anukul ejercía como magistrado. La esposa de Anukul seguía desconsolada. No había tenido ningún otro hijo.

Cierto día, Anukul descansaba después de una larga y fatigosa jornada en los tribunales. Su mujer estaba ocupada en la compra de unas hierbas carísimas que vendía un curandero y que le garantizaban el nacimiento de un hijo. En el patio se oyó una voz de salutación y Anukul salió a ver de quién se trataba. Era Raicharan, y Anukul se emocionó al ver a su antiguo criado. Le hizo innumerables preguntas, y hasta le ofreció que volviese a entrar a su servicio. Raicharan sonrió débilmente y respondió:

—Deseo presentar mis respetos a mi ama.

Anukul entró en la casa con Raicharan, pero la señora no le recibió tan cordialmente como su antiguo amo. Raicharan no prestó atención a este detalle y, cruzando las manos sobre el pecho, dijo:

—No fue el Padma quien se llevó a su hijo. Fui yo.

Anukul exclamó perplejo:

—¡Dios mío! ¡Cómo es posible! ¿Dónde está el muchacho?

—Está conmigo, y lo traeré pasado mañana —respondió Raicharan.

Era domingo, y los tribunales de justicia descansaban. Tanto el marido como la mujer esperaban inquietos, con la mirada puesta en la carretera. Aguardaban la llegada de Raicharan desde las primeras horas de la mañana. A las diez en punto apareció con Phailna de la mano.

La esposa de Anukul, sin hacer una pregunta, abrazó al muchacho y, loca de emoción, unas veces reía y otras lloraba, tocándole, besándole el cabello y la frente y contemplando su rostro con mirada hambrienta, ávida. El muchacho era muy guapo e iba vestido como el hijo de un caballero. Una súbita oleada de emoción llenó hasta el borde el corazón de Anukul. Sin embargo, el magistrado preguntó:

—¿Tienes alguna prueba?

A lo que Raicharan respondió:

—¿Cómo van a existir pruebas de tal acción? Tan sólo Dios sabe que yo robé al muchacho y nadie más en la tierra.

Y al ver la avidez con que su esposa se aferraba al muchacho, se dio cuenta de la fatalidad de pedir pruebas. Sería más cuerdo creer. Además, ¿de dónde iba a sacar el viejo Raicharan a un muchacho como aquel? ¿Y por qué le iba a engañar su fiel criado inútilmente?

—Pero —añadió con voz severa— no podrás permanecer en esta casa.

—¿Dónde podré ir, mi amo? —respondió el criado con voz quebrada y con un gesto de humildad—. Soy viejo y ¿quién querrá a un viejo criado?

—Déjale quedarse. Mi hijo estará encantado y yo le perdono —dijo la señora.

Pero la conciencia de magistrado de Anukul no se lo permitía.

—No —repitió—, no podemos perdonarle lo que ha hecho.

Raicharan se arrodilló, abrazó los pies de su amo y gritó entre lágrimas:

—Amo, déjame quedarme. No fui yo quien lo hizo, fue Dios.

Pero la actitud de Anukul se volvió inquebrantable al ver que Raicharan pretendía justificarse echando la culpa a Dios.

—No, no puedo permitirlo. No me podría volver a fiar de ti. Has cometido una traición repulsiva.

Raicharan se levantó y le respondió:

—No fui yo quien lo hizo.

—¿Quién, entonces?

A lo que respondió Raicharan:

—Fue mi destino.

Pero ningún hombre instruido podría aceptar esa excusa. Y Anukul se mostró inflexible.

Phailna, al ver que era hijo de un acaudalado magistrado y no de Raicharan, se enfadó al principio al pensar que había sido defraudado todo aquel tiempo en los derechos que le correspondían por su nacimiento. Pero al ver la desesperación de Raicharan, le dijo a su padre con generosidad:

—Padre, perdónale. Si no te es posible dejarlo vivir con nosotros, al menos mándale una pensión mensual.

Después de estas palabras, Raicharan no volvió a decir nada. Miró por última vez a su hijo y presentó una vez más sus respetos a sus antiguos amos.

Luego salió y se perdió entre los innumerables hijos de esta tierra.

Al final de mes, Anukul le envió cierta cantidad de dinero a su aldea. Pero el dinero fue devuelto. No había allí nadie que respondiese al nombre de Raicharan.

Antología de la novela corta universal
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