WILLIAM FAULKNER - UNA ROSA PARA EMILY
WILLIAM FAULKNER
ESTADOS UNIDOS
WILLIAM FAULKNER 1897-1962 Casi toda su vida transcurrió en Oxford (Mississippi), que es el imaginario condado de Yoknapatawpha, y su capital Jefferson, donde se desarrollan sus más importantes novelas. Durante la primera guerra mundial sirvió en las Fuerzas Aéreas Británicas y fue herido en un accidente. Original innovador del lenguaje narrativo, es el novelista del «profundo Sur» de los Estados Unidos. Premio Nobel de Literatura (1949) y Pulitzer (1954).
CUANDO MURIÓ la señorita Emily Grierson toda la ciudad fue a su entierro: los hombres como con respetuoso afecto a un monumento caído; las mujeres sobre todo por curiosidad, para ver por dentro su casa, que nadie —aparte del viejo criado de la difunta, mezcla de jardinero y cocinero— había visto en los últimos diez años.
La casa era grande y más bien cuadrada, con un revestimiento de madera que en otros tiempos había sido blanco; la adornaban agujas, cúpulas y balcones con volutas, según el pesado estilo de los años setenta. Se hallaba en la que antiguamente fue nuestra calle principal, invadida después por garajes y fábricas de algodón que hicieron caer en el olvido incluso los más ilustres apellidos de sus vecinos. Sólo la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona decadencia entre los camiones algodoneros y las gasolineras... ¡Un adefesio entre adefesios! Y ahora la señorita Emily había ido a reunirse con los dueños de aquellos apellidos ilustres en el soñoliento cementerio de cedros, donde yacían entre las hileras de tumbas anónimas de los soldados de la Unión y la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.
En vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y un deber; algo así como una obligación hereditaria para la ciudad desde aquel día de 1894 en que nuestro alcalde, el coronel Sartoris —autor del bando que prohibía a toda mujer negra salir a la calle sin un delantal—, la dispensó de pagar los impuestos a partir de la fecha en que murió su padre. La señorita Emily, desde luego, jamás habría aceptado una obra de caridad, pero el coronel Sartoris inventó y propagó la historia de que el padre de ella había prestado dinero a la comunidad y que la ciudad, por cuestiones financieras, prefería ese modo de devolvérselo. Sólo un hombre de su generación y su mentalidad podía haber inventado algo semejante, y sólo una mujer podía habérselo creído.
Este convenio motivó cierto descontento cuando la generación siguiente, con ideas más avanzadas, ocupó la alcaldía y el concejo. A principios de año le enviaron una notificación de pago de impuestos. En febrero aún no había llegado su contestación. Entonces le mandaron un oficio pidiéndole que se presentara ante el sheriff en cuanto le fuera posible. Una semana más tarde el alcalde mismo le escribió una carta en la que se ofrecía a visitarla o, si lo prefería, a mandarle su coche; por toda respuesta recibió una nota en la que la señorita Emily le comunicaba que ya no salía nunca. Estaba escrita en una hoja de papel de aspecto anticuado, con caligrafía fina y fluida y tinta desvaída. Incluía también, sin comentario alguno, la notificación de pago de impuestos.
Se convocó una junta extraordinaria de concejales. Una comisión municipal fue a ver a la señorita Emily y llamó a la puerta que ningún visitante había franqueado desde que dejó de dar sus lecciones de pintura en porcelana ocho o diez años atrás. El viejo criado negro los hizo pasar a un oscuro vestíbulo del que partía una escalera, y esta se perdía en una oscuridad aún mayor. Todo olía a polvo y abandono. El negro los condujo a la sala, amueblada con pesados sillones de cuero. Cuando abrió las persianas de una de las ventanas, comprobaron que el cuero estaba agrietado; y cuando tomaron asiento, un polvillo rosado se levantó entre sus piernas y giró perezosamente a la luz del único rayo del sol. Ante la chimenea, sobre un deslucido caballete dorado, veíase un retrato al carbón del padre de la señorita Emily.
Todos se levantaron cuando entró. Era una mujer pequeña y gruesa, vestida de negro. Llevaba al cuello una fina cadena de oro que le caía hasta el talle y se perdía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano, rematado por una deslustrada empuñadura de oro. Su esqueleto era tan menudo que lo que en otra hubiera sido simplemente gordura en ella era obesidad. Tenía un aspecto hinchado, como el de esos cuerpos sumergidos largo tiempo en aguas estancadas, y con la misma palidez. Perdidos entre los mofletes, sus ojos parecían dos trocitos de carbón hundidos en una masa de harina, e iban vagando de rostro en rostro mientras los recién llegados le comunicaban el objeto de su visita.
No les invitó a sentarse. Permaneció plantada bajo el dintel, escuchando impasible las palabras del portavoz hasta que este, azarado, no supo cómo continuar. Entonces los visitantes pudieron percibir claramente el tictac del invisible reloj que pendía de la cadena de oro.
—Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson —dijo la señorita Emily con voz cortante y fría—. El coronel Sartoris me lo dijo. Tal vez alguno de ustedes pueda acercarse al registro del ayuntamiento para comprobarlo por sí mismo...
—Ya lo hemos hecho. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No recibió usted una notificación firmada por el sheriff?
—Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizá él crea que es el sheriff. Yo no tengo por qué pagar impuestos en Jefferson.
—Pero no hay nada en los libros que lo demuestre, entiéndalo. Tenemos que atenernos a...
—Hablen ustedes con el coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.
—Pero, señorita Emily...
—Vean al coronel Sartoris. —El coronel había muerto hacía casi diez años—. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson... ¡Tobías! —Apareció el negro—Acompaña a estos caballeros.
Así los derrotó en toda la línea, del mismo modo que treinta años atrás había derrotado a los padres de sus visitantes en el asunto del olor. Ocurrió a los dos años de la muerte de su padre y poco después de que su novio —el hombre que pensábamos se casaría con ella— la dejara. Tras la muerte de su padre salía muy poco, y desde que la abandonó su novio apenas se la veía. Varias mujeres que tuvieron el valor de ir a visitarla no fueron recibidas, y la única señal de vida que parecía haber en aquella casa era el negro, a la sazón joven, que salía y entraba con la cesta de la compra.
—¡Como si un hombre, cualquier hombre, pudiera tener limpia una cocina y una casa! —murmuraban las mujeres.
Así pues, a nadie sorprendió que surgiera el mal olor. Fue otro de los lazos de unión entre el mundo vulgar y los altos y poderosos Grierson.
Una vecina se quejó al alcalde, el juez Stevens, que contaba ochenta años de edad.
—Pero ¿qué quiere que haga yo, señora?
—¿Qué? Mandarle un aviso —dijo la mujer—. ¿Acaso no existe una ley?
—Estoy seguro de que no será necesario —respondió el juez Stevens—. Probablemente ese negro suyo ha matado una rata o una culebra en el jardín. Ya hablaré yo con él.
Al día siguiente recibió dos nuevas quejas, una de ellas de un hombre que acudió a él con este tímido ruego:
—Señor juez, es necesario que pongamos remedio a esto. Nada me disgusta más que molestar a la señorita Emily, pero tenemos que hacer algo.
Aquella noche hubo junta de concejales: tres ancianos y un joven de la nueva generación.
—La cosa parece sencilla —dijo este último—. Mandémosle un aviso para que haga limpiar la finca. Podemos darle un plazo, y si no lo hace...
—¡Por Dios! —saltó el juez Stevens—. ¿Se atrevería usted a acusar a una mujer de oler mal, y en su misma cara?
La noche siguiente, de madrugada, cuatro hombres cruzaron sigilosamente el jardín de la señorita Emily y merodearon en torno de la casa como si fueran ladrones, husmeando en los basamentos de ladrillo y por los huecos del sótano. Uno de ellos llevaba un saco al hombro e iba esparciendo cal con movimientos de sembrador. Forzaron la puerta del sótano y rociaron el interior, así como todos los cobertizos. Guando cruzaban de nuevo el césped para marcharse, vieron que una ventana, antes a oscuras, estaba iluminada. En el marco se recortaba la silueta de la señorita Emily, erguido el torso e inmóvil como una estatua. Se deslizaron silenciosamente hasta llegar a la acera, donde se perdieron entre la sombra de los algarrobos. Al cabo de un par de semanas el mal olor desapareció.
Y fue entonces cuando empezó a darnos verdadera pena la señorita Emily. El pueblo recordaba cómo la anciana señora Wyatt, su tía-abuela, se había vuelto completamente loca, y pensaba que los Grierson no eran en realidad tan importantes como ellos creían. Ningún joven era aceptable para la señorita Emily y su progenitor. Ya llevábamos mucho tiempo pensando en ellos como si fueran un cuadro: la señorita Emily vestida de blanco al fondo, con su esbelta figura, y en primer plano la silueta de su padre, con las piernas separadas, dándole la espalda y esgrimiendo una fusta, enmarcados ambos por la puerta principal abierta de par en par.
Al cumplir los treinta años seguía soltera. No puede decirse que esto nos alegrara, pero en cierto modo nos sentíamos vengados; aun con aquellos antecedentes de locura en la familia, la señorita Emily no habría rechazado todas sus oportunidades si estas se hubieran presentado realmente.
Al morir su padre, corrió la voz de que sólo le había dejado la casa, y hasta cierto punto la gente se alegró. Al fin iban a poder compadecer a la señorita Emily. Sola y pobre, se convirtió de pronto en un ser de carne y hueso; ahora también ella sabría lo que pueden significar unos céntimos de más o de menos.
Como es costumbre, al día siguiente de la muerte del señor Grierson todas las damas fueron a visitarla a su casa para darle el pésame y ver si necesitaba algo. Vestida como siempre, la señorita Emily las recibió en la puerta sin rastro alguno de dolor. Les aseguró que su padre no había muerto. Tres días seguidos repitió lo mismo, a los pastores que fueron a visitarla y a los médicos que trataban de persuadirla para que se procediese a la inhumación del cadáver. Cuando ya estaban a punto de recurrir a la ley y a la fuerza, la señorita Emily cedió y se pudo dar rápida sepultura al muerto.
No pensamos que estuviera loca. ¿Qué otra cosa podía hacer? Recordamos a todos los pretendientes que había ahuyentado su padre, y comprendimos que ahora que nada le quedaba era muy humano que se aferrase a quien la había desposeído.
ESTUVO enferma mucho tiempo, y cuando volvimos a verla se había cortado el pelo. Esto la hacía parecer más joven, le prestaba cierto parecido con esos ángeles de las vidrieras de las iglesias.
El pueblo acababa de ultimar la contrata para pavimentar las aceras, y las obras se iniciaron el verano que siguió a la muerte del señor Grierson. La firma constructora se presentó con negros, muías, maquinaria y un capataz yanqui llamado Homer Barron, un tipo fuerte, moreno y activo, de voz estentórea y ojos más claros que su rostro. Los chiquillos le seguían en grupo para oírle maldecir a los negros, y los negros cantaban al mismo compás con que levantaban y dejaban caer los picos. Barron no tardó en conocer a todo el mundo, y siempre que se oían las risotadas de un grupo de hombres en cualquier punto de la plaza, era seguro que él andaba por allí. Poco después empezamos a verle en compañía de la señorita Emily, paseando las tardes de domingo en el calesín de ruedas amarillas tirado por la pareja de bayos de la caballeriza de alquiler.
Al principio nos alegramos de que la señorita Emily hubiera encontrado una persona que le interesaba. Pero las mujeres decían: «Una Grierson, por supuesto, no se va a tomar en serio a un hombre del Norte, y mucho menos tratándose de un jornalero.» Otros convecinos de más edad afirmaban que ni siquiera el dolor podía hacer que una verdadera dama se olvidara del noblesse oblige, aunque ellos no lo expresaban con estas palabras. Decían simplemente: «¡Pobre Emily! Convendría que su familia viniera a ocuparse de ella.» La señorita Emily tenía parientes en Alabama; pero hacía años que su padre se había peleado con ellos a causa de la herencia de la vieja señora Wyatt, la chiflada, y las familias no se trataban ya. Ni siquiera se habían hecho representar en el entierro.
Y en cuanto los viejos empezaron a decir «¡Pobre Emily!» se extendió el cotilleo. «¿Creéis que de veras...?», preguntaban. «¡Claro que sí! ¿Qué otra cosa si no...?» Así hablaban a sus espaldas. Los domingos, el roce de la seda y el raso tras las persianas echadas para impedir la entrada del sol de la tarde se confundía con el leve y rápido golpear de cascos de la pareja de caballos: «¡Pobre Emily!»
Llevaba la cabeza muy erguida, aun cuando nosotros creíamos que había caído. Diríase que exigía más que nunca la aceptación de su dignidad como la última de los Grierson, y que aquel detalle subrayaba su impenetrabilidad. Igual que cuando compró el veneno, el arsénico. Ocurrió un año después de que empezaran a decir «¡Pobre Emily!», mientras la visitaban las dos primas.
—Quiero un veneno —le dijo al dueño de la droguería.
Había rebasado ya los treinta; era una mujer menuda, más delgada de lo normal en ella, con ojos negros, fríos y altaneros, en una cara cuya carne se tensaba en las sienes y alrededor de los ojos, como imaginamos debe ser la de un torrero.
—Quiero un veneno —dijo.
—Sí, señorita Emily. ¿De qué clase? Para las ratas y otros bichos por el estilo, supongo. ¿Me permite que le recomien...?
—Deme lo mejor que tenga. No me importa de qué clase.
El droguero le nombró varios.
—Pueden matar hasta a un elefante. Pero lo que usted necesita es...
—Arsénico —le interrumpió la señorita Emily—. ¿No es un buen veneno?
—Esto... ¿el arsénico? Sí, señorita, pero le convendría más bien...
—Deme arsénico.
El droguero la miró. Y ella le devolvió la mirada, muy erguida, con el rostro como una bandera tirante.
—Claro que sí. Desde luego —respondió el droguero—, ya que es eso lo que quiere. Pero la ley exige que me diga para qué va a usarlo.
La señorita Emily se limitó a mirarlo de hito en hito, ligeramente echada atrás la cabeza, hasta que el hombre apartó por fin los ojos, entró en la trastienda y envolvió el arsénico. El recadero, un muchacho negro, le entregó el paquete; el droguero no se dejó ver. Cuando la señorita Emily llegó a casa y lo desenvolvió, encontró una caja con una calavera y unas tibias cruzadas. Debajo decía: «Para las ratas».
«Esa mujer va a matarse», dijimos todos al día siguiente. Y añadimos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla pasear con Homer Barron, dijimos: «Acabará casándose con él.» Y después: «Quizá consiga convencerlo», ya que el mismo Homer andaba contando que él no era partidario del matrimonio; le gustaba alternar con los hombres, y era sabido que se pasaba mucho tiempo bebiendo con los jóvenes en el Club Elk. Luego dijimos: «¡Pobre Emily!», al verlos cruzar, a través de las rendijas de las persianas, los domingos por la tarde en el llamativo calesín; la señorita Emily iba con la cabeza muy alta y Homer Barron con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, sosteniendo las riendas y el látigo con manos enfundadas en guantes amarillos.
Algunas mujeres no tardaron en decir que todo aquello era una vergüenza para el pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no quisieron intervenir, pero ellas consiguieron por fin convencer al pastor baptista —la familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopaliana— para que fuera a verla. El pastor no contó una palabra de lo ocurrido durante la entrevista, pero se negó a repetirla. Al domingo siguiente se les vio pasear de nuevo en el calesín, y el lunes la esposa del pastor escribió una carta a los parientes de la señorita Emily en Alabama.
Volvió, pues, a tener parientes bajo su techo, y nosotros nos limitamos a aguardar los acontecimientos. De momento no ocurrió nada. Después tuvimos la certeza de que iban a casarse. Nos enteramos de que la señorita Emily había estado en la joyería y había encargado un juego de aseo para hombre, en plata, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días después supimos que había comprado un juego completo de ropa de hombre, incluido un camisón de dormir. «Están casados», nos dijimos entonces. Y nos alegramos sinceramente, pues las dos primas eran todavía más Grierson que la señorita Emily.
De manera que no nos sorprendimos cuando Homer Barron se fue. Las aceras estaban terminadas desde hacía algún tiempo. Nos defraudó un poco que no diera una fiesta de despedida, pero pensamos que se había marchado a preparar la ida de la señorita Emily, o bien que lo había hecho para darle la oportunidad de deshacerse de sus primas (contra las que a la sazón nos sentíamos confabulados en una especie de intriga, como si fuéramos aliados de la señorita Emily). En efecto, una semana más tarde se habían ido. Y, como todos habíamos previsto, Homer Barron volvió a los tres días. Una vecina vio cómo el criado negro lo hacía entrar al anochecer por la puerta de la cocina.
Pero ya nadie volvió a ver a Barron. Ni tampoco, durante cierto tiempo, a la señorita Emily. El negro salía y entraba con la cesta de la compra; la puerta principal, sin embargo, seguía cerrada. De cuando en cuando distinguíamos fugazmente a la señorita Emily enmarcada en una ventana, tal como la vieran aquella noche los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses no salió a la calle. Y entonces comprendimos que también aquello era de esperar, como si la condición de su padre, que tantas veces frustrara su vida de mujer, hubiese sido demasiado violenta y furiosa como para morir.
Cuando volvimos a verla, había engordado y sus cabellos se estaban tornando grises. En el curso de los años fue encaneciendo más y más, hasta que su pelo adquirió una tonalidad gris acero. Este recio color —similar al del cabello de un hombre activo— se mantuvo hasta el día de su muerte, a los setenta y cuatro años.
A partir de entonces la puerta principal de su casa permaneció cerrada, con excepción de un período de seis o siete años —frisaba ella los cuarenta— en que se puso a dar lecciones de pintura en porcelana. Preparó un estudio en una de las habitaciones de abajo, y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos del coronel Sartoris, con el mismo espíritu y la misma regularidad con que se las mandaba a la iglesia los domingos, provistas de su moneda de veinticinco centavos para la bandeja de la colecta. Por entonces ya la habían eximido del pago de impuestos.
Pero la generación siguiente renovó el espíritu de la ciudad, y las alumnas fueron creciendo y abandonando las lecciones y no enviaron a sus hijas a la señorita Emily con aburridos pinceles, cajas de colores e ilustraciones recortadas de las revistas femeninas. Al despedirse la última discípula se cerró definitivamente la puerta principal. Cuando el pueblo obtuvo las ventajas de la entrega postal gratuita, la señorita Emily fue la única que se negó a que colocaran en su puerta los números metálicos y a que le instalaran un buzón.
A medida que transcurrían los días, los meses y los años, veíamos como el negro, en su diario ir y venir con la cesta de la compra, iba encaneciendo y encorvándose. Cada diciembre mandábamos una notificación de impuestos a la señorita Emily, notificación que nos era devuelta por la oficina de Correos una semana después, sin que nadie la hubiera reclamado. A veces la veíamos en una de las ventanas inferiores —debía de haber cerrado el piso superior— como el torso tallado de un ídolo en su nicho; era imposible saber si nos estaba mirando o no. Así pasó de una generación a otra, inolvidable, impenetrable, impasible y perversa.
Y así murió. Cayó enferma en la casa polvorienta y sombría, sólo con aquel negro decrépito para cuidarla. No sabíamos que estuviese enferma. Hacía tiempo que habíamos renunciado a sonsacarle al negro; no hablaba con nadie, tal vez ni siquiera con ella, pues la voz se le había tornado áspera y herrumbrosa, como por falta de uso.
La señorita Emily murió en una de las habitaciones del piso bajo, en una pesada cama de nogal provista de cortina, con la cabeza apoyada en una vieja almohada amarillenta que no se había soleado en años.
EL NEGRO abrió la puerta principal y dejó entrar a las mujeres, con sus cuchicheos sibilantes y sus miradas furtivas y curiosas. Luego desapareció. Atravesó la casa y salió por la parte trasera, y ya nadie volvió a verlo.
Las dos primas acudieron inmediatamente. El entierro se celebró el segundo día, y todo el pueblo fue a ver a la señorita Emily bajo un montón de flores compradas por suscripción, con el retrato al carbón de su padre sumido en honda meditación encima del ataúd, y las macabras señoras secreteando, y los más viejos del lugar, vestidos algunos con sus uniformes de la Confederación recién cepillados, hablando de la señorita Emily en el porche y en el jardín como si hubiera sido una contemporánea suya, convencidos de que algún día habían bailado con ella y de que acaso la habían cortejado, trastornando la matemática progresión del tiempo, como es habitual en los ancianos, para quienes todo lo pasado no es un camino que va estrechándose cada vez más, sino una enorme pradera a la que nunca llega el invierno y que únicamente está separada de ellos por el estrecho gollete de los diez últimos años.
Sabíamos que en el piso de arriba había una habitación que nadie había pisado en cuarenta años y que sería preciso forzar. Antes, sin embargo, esperamos a que la señorita Emily hubiera recibido cristiana sepultura.
La fuerza empleada en derribar la puerta pareció llenar toda la alcoba de un finísimo polvo. Se diría que de aquel cuarto, decorado y amueblado como para una fiesta nupcial, emanaba un aire de tumba, acre y penetrante; esta atmósfera se desprendía de las cortinas
de color rosa desvaído, y de las luces con pantallas rosa, y del tocador, y de la colección de fino cristal, y de los objetos de aseo de hombre, la plata de cuya parte posterior estaba tan sucia que era imposible leer las iniciales. Sobre el tocador había un cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al levantar el cuello, quedó en el polvo una pálida media luna. El traje aparecía cuidadosamente doblado sobre una silla, y debajo estaban los zapatos y los calcetines.
El hombre yacía en la cama.
Nos quedamos largo rato contemplando aquel gesto profundo y descarnado que parecía reír. Según nos pareció, el cuerpo había estado un tiempo en la posición de quien abraza, pero luego el dilatado sueño, ese sueño que es más duradero que el amor y que incluso a las muecas del amor domina, lo había traicionado. Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, había llegado a confundirse con la cama en que yacía; y la delgadísima capa de polvo, paciente y eterno, cubría su cuerpo y la almohada vecina.
Entonces vimos sobre esta segunda almohada la huella del peso de una cabeza. Uno de los presentes levantó algo de ella. Nos inclinamos hacia delante, sin dejar de respirar ese acre polvillo invisible, y distinguimos un largo mechón de cabellos de color gris acerado.