RAMON FERREIRA - JUAN DE DIOS

RAMON FERREIRA

CUBA

RAMON FERREIRA 1921 Cubano, aunque nació en la provincia de Lugo, pues a los ocho años emigró a Cuba con su familia. En 1952 publicó su primer libro, Tiburón y otros cuentos. Luego se interesó por el teatro, estrenando algunas obras. En 1960 vivió en México durante ocho meses y después se trasladó a Puerto Rico. En 1970 publicó un nuevo tomo de cuentos, Los malos olores de este mundo, escritos entre los años 1952 y 1960. Son narraciones producto de experiencias personales, relatadas áspera, acusadoramente, pero en las que a veces campea una ironía rayana en la ternura.

Juan de Dios es el nombre de mi hermano, pero yo le digo Juan porque Dios está en la iglesia y la vieja no quiere a Dios y yo sí quiero a Juan. Juan trabaja en una goleta. No en la que tiene las velas recogidas ni en la que las está izando para irse, sino en la que se puede ver desde aquí anclada al espigón esperando a que sea mañana. Esta noche hay fiesta en el desembarcadero y en cuanto oscurezca encenderán los faroles y cuando suene el cañonazo de las nueve soltarán los voladores.

Juan me conseguirá un volador sin explotar, y con el cabo de un cigarro lo encenderá desde aquí arriba. Juan pronto vendrá a bañarse y a ponerse ropa limpia. Luego bajará a la fiesta a tomar cerveza y se fajará con Tino por seguir diciendo que fue él quien salvó a Juan cuando la goleta embarrancó en el cayo.

Cuando eso pasó salieron varios días en el periódico y los viejos lloraban cada vez que lo leían, y cuando dejaron de llorar se aparecieron en la goleta y volvieron a salir en el periódico.

Ese día hubo fiesta en el billar y estuvieron celebrando hasta que fue de día. Pero eso fue cuando todavía yo era chiquitico y no podía salir de la cama. La vieja me metía en la cama y me abría la ventana que da al mar para que le avisara si llegaba la goleta, y la cerraba con pestillo cuando quería castigarme por arrastrarme por el suelo. Ahora ya soy grande para valerme solo y ya me sirven las camisas viejas de mi hermano. Los pantalones todavía no me sirven porque para eso antes me tienen que crecer también las piernas. La vieja me dijo que las piernas no me van a crecer porque lo que yo tengo no se va a quitar con nada y el viejo amenazó con pegarle si ella no se callaba y Juan los dejó pelear y tiró la puerta y se fue sin decir nada. Ese día me quedé esperando hasta que Juan volvió, y cuando estuvimos solos le pregunté si era verdad lo que la vieja decía y él me dijo que no y me pasó la mano por el pelo.

Luego le volvía a preguntar lo que iban a demorar las piernas en crecer y me dijo que no hablara de eso porque para ser buen marinero sólo se necesitan buenas manos. Juan me enseñó a tirar piedras y desde aquí ya puedo alcanzar las campanas de la iglesia. Y eso que antes sólo llegaba hasta el muro que hay delante y si sigo practicando llegaré adonde llega Juan por encima de los tejados hasta el agua que hace aros alrededor de la goleta. A mí no me gustan los aros ni las carriolas ni los patines ni nada que tenga ruedas y en cuanto pueda caminar dejaré la silla que me trajo el viejo para que no ande por el suelo. Eso estaba bien cuando yo era chiquito y tenía que pasarme el tiempo en la cama. Entonces dormía con Juan y a veces me despertaba y le veía las piernas alumbradas por la luna y me ponía a pensar en el tiempo que les faltaba a las mías para ser iguales. Un día se despertó y me preguntó por qué lloraba, y como yo no pude decir nada me arrinconé donde la luna no llegaba para que no me volviera a preguntar, pero yo lloraba por no tener las piernas como él y no saber decirlo. Al otro día Juan me dijo que yo ya era grande y el viejo me trajo la silla con ruedas donde quieren que esté sentado.

La vieja protestó del gasto y dijo que no me hicieran cuentos porque iba a ser peor cuando no hubiera remedio y que no estaba bien hablarle del mar a un lisiado. Y Juan se encaró a ella y le dijo que me llevaría en la goleta aunque ella no quisiera y la vieja se echó a reír y le dijo que donde yo debía estar era en otro lado y el nombre que le dio al lugar los hizo callarse y se pusieron a mirarme. El viejo se levantó para irse y al llegar a la puerta se volvió gritando y dijo que peor era hablar de lo que sólo Dios sabía. Pero la vieja escupió y sólo pude entender que no le gustaba Dios ni le gustaba nada y que lo que quería era que se acabaran los cuentos y que la dejaran sola. Por eso a mi hermano yo le digo Juan y nunca digo lo de Dios. Ni cuando me lo preguntó la hija del hombre que hizo una casa más arriba de la nuestra el día que bajó a pedirle azúcar a la vieja y se quedó a mi lado viendo cómo Juan se iba por el trillo. Yo sabía que lo estaba mirando porque se hizo una visera con las manos para quitarse el sol de encima. Yo le contesté que se llamaba Juan y nada más para que no lo siguiera mirando como si pensara hacerle algo. Ella dijo Juan qué y se echó a reír, y cuando se alejó corriendo por el trillo quise que se muriera porque tenía los pies sanos y levantaba el polvo igual que yo cuando camino con los palos y mis pies van dejando dos rayas en la tierra. Cuando yo tenga los pies como los tiene Juan me pondré zapatos de dos tonos y bajaré al pueblo y me sentaré en el muro con Juan a hablar mal de las mujeres que andan descalzas para que no las oigan cuando vienen a echarte brujería. Ella cree que no la vi ponerse flores en el pelo y hacerse la que tenía que bajar al pueblo para tropezar con Juan cuando pasaba por su lado. Un día Juan se paró y se volvió para mirar cómo ella estaba dejando que el aire le levantara la ropa y el sol le anduviera entre las piernas. Juan encendió un cigarro y volvió a mirar antes de irse y luego se volvió a parar para mirar de nuevo. Ella pasó por delante de mi ventana y siguió a Juan por el trillo y yo cogí los palos y fui hasta donde empiezan los escalones de tierra que bajan hasta la bahía. Allí me caí porque uno de los palos resbaló, y como no me dolía nada me quedé callado esperando a que alguien pasara y me ayudara. En eso vinieron los muchachos que no quieren jugar conmigo aunque a veces me miran como si fueran a jugar y luego nunca juegan. Uno de ellos se acercó y me preguntó lo que buscaba y yo le dije que un dinero para que luego volvieran a buscar lo que no había. Entonces se acercaron los otros y se pusieron a escarbar hasta que se cansaron y se fueron corriendo y dando gritos. Ahora ella regresó loma arriba y yo miré para otro lado para que no me fuera a preguntar lo que pasaba. Pero a ella no podía engañarla y siempre me ayudaba aunque no quisiera. Se acercó y me tendió las manos y yo me dejé alzar y que me apretara contra las flores que traía en el pelo. Cuando llegábamos a la casa la vieja salió secándose las manos y maldiciendo la hora en que había nacido. Yo empecé a llorar porque ella siempre decía lo mismo cuando me quería meter en la cama y cerrar la ventana que da al mar. Y aunque grité más que otras veces me tiró en la cama y cerró la ventana y le puso el pestillo y se marchó. Me quedé llorando hasta que me cansé porque no importaba lo mucho que llorara, siempre me cansaba sin que la vieja volviera. Y cuando sólo suspiraba oí los pasos que se acercaban hasta el pie de mi ventana. Allí se pararon y yo me incorporé en busca de la rendija entre las tablas, que me dejaba ver aunque la vieja no quisiera. Pero cuando quise ver sólo encontré una estrella donde buscaba. Era tan de noche que no se veía nada y las voces parecían llegar de tan lejos que no se podía entender lo que decían. Sólo podía entender que Juan le pedía algo a ella y que ella decía que no y Juan decía que sí. Luego se callaron y sólo podía oír cómo respiraban y que ella trataba de que la dejara ir y de que Juan no la dejaba. Entonces Juan la dejó y le dijo que se fuera y ella contestó que ahora no quería. De tanto qué quería oír me dolía la cara contra las tablas, y de tanto que estuve así acabé por cansarme y me rendí y me estaba durmiendo cuando las voces empezaron a gritar. Ahora ella lloraba como si Juan le hubiera pegado y yo me estaba alegrando cuando Juan le prometió algo que la calló en seguida. Ni uno más dijo ella y Juan contestó ni uno más. Júralo por Santa Bárbara, que está en el cielo, dijo ella, y Juan le preguntó por qué. Para saber que es verdad, dijo ella, y Juan juró por Santa Bárbara que no lo haría. Entonces ella habló de un camión y del dinero que su padre ganaba, y Juan le contestó que un camión no era una goleta y que una carretera no era el mar. Pero ella dijo que más valía una caja de cerveza que cien pescados en una red y riéndose le empezó a dar besos que sonaban. Por eso no oí cómo la vieja llegó y me dio un empujón y abrió la ventana y se asomó. ¿Qué es lo que pensabas ver?, me preguntó, y yo le dije que nada, y luego de cerrar la ventana otra vez se sentó a mi lado y me dijo que me tenía que dormir, y que tenía que dormirme en seguida para que llegara mañana. Traté de hacerlo y no podía. Por más que quería dormir, la rendija de luz debajo de la puerta no me dejaba. Ni el canturreo de la vieja, que se había sentado en el quicio y esperaba. Hacía rato que el cañonazo de las nueve había sonado y que los fuegos artificiales habían iluminado la bahía, y cuando se caía el viento todavía llegaba el ruido de los que fiesteaban en la plaza. Apreté más los ojos para imaginar la goleta en que me iría con Juan y para ver los peces volando delante de la proa. Pero lo único que podía ver era la raya de luz y cómo la sombra de la vieja iba de un lado al otro y luego volvía y se paraba. Cerré bien los ojos porque la sentí descalza y cómo abría la puerta poco a poco y se quedaba allí vigilando y diciendo shhhhhh a la voz de un hombre a sus espaldas. Era una voz extraña que nunca había oído y que por más que traté no pude ponerle cara. Y al igual que Juan y la otra, ellos también hablaron del mar y de que no podía ser, y cuando él le preguntó lo que podía hacer, la vieja le dijo: tú sabes. Hablaban cada vez más bajito hasta que no se podía entender nada. Y por más que quise ya sólo podía saber que estaban allí por la forma de respirar y por los pasos que se movían sin ir a ningún lado. Traté de encontrar los palos y no los encontré. Y ahora me acordé que se quedaron en el trillo cuando ella me cargó y no me dejó que los cogiera. Por eso me bajé de la cama como hacía cuando no quería que la vieja se enterara. Primero dejé caer una mano y luego la otra, y cuando me pude aguantar. al piso dejé que el cuerpo resbalara. Poco a poco me arrastré hasta la puerta, y cuando llegué la empujé y la abrí hasta que los vi donde se estaban entendiendo a oscuras. El hombre se enderezó mientras la vieja quedó en el suelo, y cuando se quitó el cinto y se volvió hacia la puerta yo di un grito para que no me pegara. La puerta me dio en la cara y me tumbó, y cuando me pude enderezar me arrastré hacia la cama y me agarré para subir antes de que la vieja llegara. Pero por más que traté no pude y por más que cerré los ojos la sentí llegar maldiciendo como hacía siempre que me iba a pegar sin saber por qué lo hacía. No me pegues, le grité, porque me caí de la cama. No me pegues y no diré nada, le volví a gritar cuando vi la mueca que hacía con la boca y cómo alzaba la mano para darme. Pero no me pegó. Dejó caer la mano y hasta trató de entender lo que yo decía.

Y cuando se inclinó a mi lado hasta me pasó la mano por el pelo y me volvió a preguntar como si nada hubiera pasado. Me caí de la cama, le volví a decir, y esta vez se arregló la blusa y sonrió y me dijo que le diera los brazos para alzarme. Luego me acostó y se sentó a mi lado y me dijo que era malo imaginar que eran verdad las cosas que se soñaban y que si me portaba bien hasta podía ir a pescar y nunca más cerraría la ventana. ¿De veras?, le pregunté, y ella contestó: de veras. ¿Y podré ir con Juan?, le volví a preguntar, y ella dijo: veremos. Y cuando se inclinó para arroparme yo cogí la mano, pero ella la soltó y me dijo que era hora de dormir y de olvidar porque mañana sería otro día. Cuando llegaba a la puerta fue que le pregunté, y cuando le pregunté sabía que no debía. Pero sin saber por qué le pregunté por el hombre y que si era alguien conocido o alguien que nunca había estado. Y en vez de irse se quedó parada, y en vez de contestar no contestó. Pero poco a poco volvió hacia la cama y yo empecé a gritar antes de que llegara. A gritar más alto que nunca había gritado para que llegara el viejo o llegara Juan, porque esta vez me iba a pegar hasta que yo olvidara lo que no podía olvidar. Me cogió por los pelos y me alzó y con la otra mano me dio al derecho y al revés llamándome cochino y jurando que nunca me dejaría ir al mar ni a ningún sitio, sino adonde todos sabían que era donde debía. En eso llegó el viejo y me la quitó de encima y de un golpe la tiró por el suelo y le empezó a gritar cosas que no se pueden repetir. Le gritaba y apretaba los puños y cerraba los ojos y escupía. Y parecía como si lo hubieran clavado en el lugar para que no la matara y que todo el tiempo estaba tratando de zafarse. Desde el suelo la vieja lo miraba con la cara que ponía cuando el viejo bebía tanto que al otro día juraba que no sabía lo que hacía. Y aunque ella le enseñaba los golpes y Juan lo amenazaba con matarlo el viejo lloraba igual que lloro yo y pedía perdón y se ponía de rodillas. Juan llegó corriendo a tiempo de aguantarlo y los dos se abrazaron como si fueran a quererse, pero en vez de quererse Juan cogió al viejo por el cuello y lo zarandeó dando tumbos por el cuarto. Entonces fue la vieja la que se levantó y se metió entre los dos y con una mano agarró a Juan y con la otra agarró al viejo y gritando más que todos maldecía y maldecía hasta que no pudo más y se agarró las manos y con los puños cerrados se empezó a golpear en la barriga. Eso fue lo que los apartó, y en vez de mirarme a mí miraban a la vieja, y en vez de llorar empezaron a asustarse y los dos fueron junto a la vieja y la alzaron y primero la abrazó uno y luego la abrazó el otro sin dejar de llorar y sin soltarla. Y así se fueron los tres hablando todos a la vez y prometiendo todos que ella tenía razón y que era la que sabía y que no había más que hablar ni prometer porque la vida es como es y nadie puede cambiarla. Y cuando ella dijo: mañana, los dos dijeron: mañana.

Y otra vez dijo el nombre que antes los hacía callarse y mirarme de un modo especial. Pero esta vez repetí el nombre y lo repetí prometiendo no dormirme hasta no saber qué lugar podía llamarse tan raro. Lo estaba repitiendo cuando Juan regresó y se empezó a desnudar a oscuras. Luego se acostó y yo podía ver su sombra contra las tablas con una mano detrás de la cabeza y con la otra moviendo un cigarro. Estuvo un rato así. El cigarro yendo y viniendo y yo esperando a que dejara de moverse. Al fin la luz roja se quedó quieta, y luego de encenderse y apagarse varias veces dio un salto y salió por la ventana.

Y Juan tosió bajito y se movió y dio la vuelta hacia la pared y en seguida el suspiro que uno da antes de dormirse. Pero yo no iba a dejar que se durmiera sin saber. Y le pregunté:

—Juan.

No me contestó y volvió a suspirar. Yo sabía que estaba despierto, porque cuando te duermes de verdad sólo suspiras una vez. Y le volví a preguntar.

—Juan.

—Déjame dormir.

—¿Qué es un asilo?

—¡Duérmete!

—Es algo malo, ¿verdad?

—No.

—¡Dime lo que es!

—¿Asilo?

—¡Sí! ¡Dime lo que es!

—Asilo es el nombre de la goleta en que irás a pescar conmigo.

Antología de la novela corta universal
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