BERTOLT BRECHT - EL CIRCULO DE TIZA

BERTOLT BRECHT

ALEMANIA

BERTOLT BRECHT 1898-1956 Figura cimera del teatro del siglo xx, Bertolt Brecht nació en Augsburgo. Estudió ciencias y medicina, pero no tardó en descubrir que su verdadera vocación era la de dramaturgo. En 1948 creó en Alemania Oriental su propia compañía, el Berliner Ensemble. Escribió también muchos relatos y varios libros de poemas.

EN TIEMPOS de la guerra de los Treinta Años había un protestante suizo llamado Zingli que poseía una gran tenería y un almacén de curtidos en la ciudad libre de Augsburgo, a orillas del Lech. Estaba casado con una augsburguesa que le había dado un hijo. Guando los católicos iniciaron su avance sobre la ciudad, sus amigos le aconsejaron que huyese inmediatamente, pero bien porque le retenía su reducida familia o porque no quería abandonar la tenería, el caso es que no se marchó a tiempo.

Ocurrió, pues, que todavía se hallaba en la ciudad cuando la tomaron por asalto las tropas imperiales, y cuando estas empezaron a saquearla por la tarde, el curtidor se escondió en un foso del patio donde guardaba los tintes. Su esposa debía haberse marchado con el niño a casa de sus parientes en las afueras de la ciudad, pero se entretuvo demasiado empaquetando sus cosas —vestidos, joyas y ropas de cama—, y de pronto vio desde una ventana del primer piso cómo un pelotón de soldados imperiales irrumpía en el patio. Atenazada por el miedo, abandonó todo y salió corriendo por la puerta trasera de la finca.

El niño también quedó en la casa. Yacía en su cuna, en el gran zaguán, jugando con una pelota de madera que colgaba de una larga cuerda sujeta al techo.

Sólo quedó en la casa una criada joven. Estaba ocupada en la cocina con las cacerolas de cobre cuando oyó ruido procedente de la calle. Se abalanzó hacia la ventana y vio cómo desde el primer piso de la casa de enfrente los soldados arrojaban a la calle toda clase de despojos. Fue corriendo al zaguán, y se disponía a sacar de la cuna al niño cuando oyó un fuerte golpeteo contra la puerta principal, que era de roble. Presa del pánico, huyó escaleras arriba.

Irrumpió en el zaguán una turbamulta de soldados borrachos que lo destrozaron todo. Sabían que aquella era la casa de un protestante. Fue un verdadero milagro que en el registro y el saqueo no descubrieran a Ana, la criada. Por fin se marchó el pelotón, y Ana salió del armario en que se había ocultado. Inmediatamente fue en busca del niño, que se encontraba sano y salvo en su cuna. Lo cogió apresuradamente y salió al patio con todo género de precauciones. Entretanto había anochecido, pero el resplandor rojizo de una casa que ardía en las inmediaciones iluminaba el patio, y Ana descubrió horrorizada el cadáver de su amo. Los soldados lo habían sacado de su escondite y lo habían matado a palos.

Entonces comprendió el peligro que correría si la descubrían en la calle con el hijo del protestante. Apesadumbrada, lo volvió a dejar en la cuna, le dio un poco de leche, lo meció hasta que se quedó dormido y se puso en camino hacia el barrio donde vivía su hermana casada. Hacia las diez de la noche, acompañada por su cuñado, se abría paso entre la turbamulta de soldados que celebraban la victoria. Iban camino de las afueras, en busca de la señora Zingli, la madre de la criatura. Llamaron a la puerta de una casa de imponente aspecto, y al cabo de algún tiempo se abrió una rendija. Un anciano de corta estatura, el tío de la señora Zingli, asomó la cabeza. Ana, casi sin aliento, le dijo que el señor Zingli había muerto, pero que el niño se hallaba sano y salvo en la casa. El anciano la miró fríamente con sus ojos saltones y repuso que su sobrina ya no se encontraba allí; añadió que él mismo no quería saber nada de aquel bastardo protestante y, sin más, cerró la puerta. Mientras se alejaban de allí, el cuñado de Ana vio que en una ventana se movía una cortina, y llegó a la conclusión de que la señora Zingli estaba en aquella casa. Al parecer no le avergonzaba repudiar a su hijo.

Durante algún tiempo Ana y su cuñado caminaron juntos sin pronunciar palabra. Luego la muchacha le dijo que se proponía volver a la tenería y recoger al niño. El cuñado, un hombre respetable y tranquilo, la escuchó horrorizado y trató de disuadirla de tan peligroso proyecto. ¿Qué tenía ella que ver con esa gente? Ni siquiera la habían tratado con consideración.

Ana le escuchó sin interrumpirle y luego le prometió que no cometería ninguna imprudencia. No obstante, tenía que volver rápidamente a la tenería para ver si el niño necesitaba algo. Y quería ir sola.

Al fin se salió con la suya. En medio del destrozado zaguán el niño dormía plácidamente en la cuna. Ana, agotada, se sentó a su lado y lo contempló. No se atrevía a encender una luz, pero la casa cercana todavía estaba ardiendo y a su resplandor veía perfectamente a la criatura. Tenía un diminuto lunar en el cuello.

Y así pasó una hora, observando cómo respiraba y se chupaba la manecita, cuando comprendió que había permanecido allí demasiado tiempo y había visto demasiado para poder marcharse sin aquel niño. Se levantó pesadamente, y con movimientos lentos lo envolvió en el cobertor de hilo, lo cogió en brazos y salió del patio, mirando temerosa a su alrededor, como una persona que tuviera la conciencia sucia, como una ladrona.

Tras largas deliberaciones con su hermana y su cuñado, dos semanas más tarde llevó al niño al campo, al pueblo de Grossaitingen, donde su hermano mayor cultivaba unas tierras. La granja pertenecía a su mujer, él era simplemente el consorte. Habían acordado que quizá fuera preferible decirle únicamente al hermano quién era la criatura, pues ninguno de ellos conocía a la joven campesina y no sabían cómo acogería a tan peligroso huésped.

Ana llegó al pueblo hacia el mediodía. Su hermano, la mujer de este y la servidumbre estaban comiendo. El recibimiento que le dispensaron no fue malo, pero bastó que echara un vistazo a su nueva cuñada para que Ana se sintiera impelida a presentar a la criaturita como su propio hijo. Sólo cuando hubo contado que su marido trabajaba en un molino situado en un pueblo lejano y que allí aguardaba a madre e hijo en un par de semanas se mostró más abierta la campesina, y el niño fue debidamente admirado.

Aquella tarde acompañó a su hermano al bosque a recoger leña. Mientras descansaban sentados en unos tocones, Ana le contó toda la verdad. Pudo comprobar que él no se sentía muy tranquilo. Su posición en la granja todavía no era segura, y alabó calurosamente a Ana por haber ocultado el secreto a su mujer. Era evidente que no confiaba en que su esposa mostrara una actitud liberal respecto al pequeño protestante. Así pues, insistió en que se mantuviese el engaño.

A la larga, sin embargo, esto no resultó sencillo.

Ana ayudaba en la recolección, y en los ratos libres cuidaba de «su» hijo, corriendo del sembrado a la casa mientras los demás descansaban. El niño medró, e incluso se puso gordo; reía cada vez que veía a Ana, y hacía grandes esfuerzos por levantar la cabeza. Pero llegó el invierno, y la cuñada empezó a interesarse por el paradero del marido de Ana.

Nada impedía a la joven quedarse en la granja, pues podía desempeñar distintas tareas. Lo malo era que los vecinos hacían cábalas sobre el padre del niño y se preguntaban por qué no venía nunca a verlo. Si Ana no podía presentar al padre de su hijo, la granja pronto sería objeto de chismorreo.

Cierto domingo por la mañana el campesino enganchó el caballo al carro y pidió a Ana que le acompañara a recoger un ternero en un pueblo vecino. Mientras recorrían el desigual camino, le comunicó que había buscado y encontrado un marido para ella. Se trataba de un bracero desahuciado que apenas pudo levantar la cabeza de la mugrienta sábana cuando ambos entraron en su mísera choza.

Estaba dispuesto a casarse con Ana. A la cabecera de la cama se hallaba su madre, una anciana de piel amarillenta, que sería recompensada por el servicio que su hijo iba a prestar a Ana.

Todo quedó arreglado en diez minutos, y Ana y su hermano siguieron su camino y compraron el ternero. La boda se celebró a finales de aquella misma semana. Mientras el cura susurraba el ritual, el enfermo no posó ni una sola vez sus vidriosos ojos en Ana, cuyo hermano no dudaba que en pocos días tendrían el certificado de defunción. Entonces podrían decir que el marido de Ana, el padre de la criatura, había muerto por el camino en un pueblo cercano a Augsburgo, y a nadie extrañaría que la viuda se quedara en casa de su hermano.

Ana volvió contenta de su extraña boda, en la que no hubo ni repique de campanas ni banda de música, ni madrina ni invitados. A modo de ágape engulló en el comedor un trozo de pan con una lonja de tocino, y luego, en compañía de su hermano, se dirigió al arca donde dormía el niño, que al fin tenía un nombre. Remetió las ropas de la cama y sonrió a su hermano.

El certificado de defunción, sin embargo, no acababa de llegar. Ni la semana siguiente ni la otra recibieron comunicación alguna de la anciana. Ana había dicho a los de la granja que su esposo se encontraba en camino, y cuando le preguntaban qué era lo que le retrasaba ahora, explicaba que sin duda la espesa capa de nieve dificultaba el viaje. Pasaron otras tres semanas, hasta que al fin su hermano, presa de gran preocupación, decidió acercarse al pueblo.

Regresó ya muy entrada la noche. Ana, que aún estaba levantada, corrió a la puerta cuando oyó el traqueteo de las ruedas del carro en el patio. Vio que su hermano desenganchaba lentamente el caballo, y el corazón le dio un vuelco.

El campesino traía malas noticias. Cuando entró en la choza encontró al desahuciado cenando a la mesa, en mangas de camisa y masticando a dos carrillos. Se había recuperado totalmente.

Prosiguió su relato sin mirar a Ana a la cara. El bracero —que, a propósito, se llamaba Otterer— y su madre parecían igualmente sorprendidos por el curso de los acontecimientos, y todavía no habían decidido lo que debían hacer. Otterer no le había causado una impresión desagradable. Habló poco, pero en una ocasión pidió a su madre que se callara cuando esta empezó a lamentarse de que ahora tenía que pechar con una mujer indeseada y el hijo de un extraño. Durante la conversación no dejó de comer cachazudamente su plato de queso, y seguía comiendo cuando el campesino se marchó.

Durante los días siguientes Ana, como es de suponer, anduvo muy preocupada. En los ratos que le dejaban libres las labores de la casa enseñaba a andar al niño. Cuando este soltaba la rueca e iba hacia ella con paso vacilante y los brazos extendidos al frente, Ana reprimía un sollozo, lo abrazaba y lo retenía con fuerza. Una vez preguntó a su hermano: «¿Cómo es él?» Sólo lo había visto en el lecho mortuorio y al anochecer a la débil luz de una vela. Ahora supo que su marido era un cincuentón ajado por el duro bregar, cosa que a nadie podía sorprender tratándose de un bracero.

Poco después tuvo ocasión de verle. Un vendedor ambulante le comunicó con gran despliegue de misterio que «cierto conocido» deseaba verla tal y tal día, a tal y tal hora, cerca de tal y tal pueblo, en el punto donde partía el camino a Landsberg. Así se encontraron los cónyuges en el campo nevado, a mitad de camino de sus respectivos pueblos, como los antiguos caudillos entre sus huestes.

El hombre no fue del agrado de Ana. Tenía unos dientecillos grises, y la miraba de arriba abajo a pesar de que estaba envuelta en una piel de cordero y no había mucho que ver. Luego empleó las palabras «sacramento del matrimonio». Ella le comunicó brevemente que tenía que meditar el asunto, y añadió que hiciera saber a su cuñada —por medio de algún comerciante o matarife que fuera a pasar por Grossaitingen— que él, su marido, había enfermado durante el camino pero ya no tardaría en llegar.

Otterer asintió a su modo tranquilo. Le sacaba más de una cabeza, y Ana comprobó con exasperación que mientras hablaba no apartaba la vista del lado izquierdo de su cuello.

El mensaje, sin embargo, no llegó, y Ana estuvo dándole vueltas a la idea de marcharse de la granja con el niño y buscar empleo más hacia el sur, en Kempten o en Sonthofen. Sólo la retuvieron la inseguridad de los caminos, de la que tanto se hablaba, y el hecho de que el invierno estaba en pleno apogeo.

La estancia en la granja, sin embargo, se hacía cada vez más difícil. A la hora de comer su cuñada le hacía preguntas suspicaces acerca de su marido en presencia de toda la servidumbre. Cierto día, mirando a la criatura con fingida compasión, exclamó en voz alta: «¡Pobre gusanillo!», y Ana decidió marcharse a pesar de todo; pero entonces ocurrió que el niño se puso enfermo.

Yacía intranquilo en el arca, con el rostro encendido y los ojos empañados, y Ana, entre angustiada y esperanzada, se pasaba noches enteras velándolo. Una mañana, cuando empezaba a recuperarse y volvía a sonreír, llamaron a la puerta: era Otterer.

En la estancia sólo se encontraban Ana y el niño, de modo que no se vio obligada a fingir, cosa que por otra parte, dado el susto que se llevó, le habría resultado imposible. Durante un buen rato permanecieron ambos en silencio, hasta que al fin Otterer dijo que él ya había meditado el asunto y había venido a llevársela. Volvió a mencionar el sacramento del matrimonio.

Ana se enfureció. En voz baja aunque firme repuso que no tenía intención de vivir con él, que sólo se había casado por el niño, y únicamente quería que les diese su nombre.

Cuando Ana habló del niño, Otterer se limitó a echar una mirada fugaz en dirección al arca, donde balbucía el pequeño, pero no hizo ademán de acercarse. Esto aumentó el antagonismo que la muchacha ya sentía hacia él.

El hombre hizo unos cuantos comentarios: debía volver a considerar la cuestión; en su casa no abundaba la comida, pero su madre podía dormir en la cocina. Entonces entró la cuñada de Ana, lo saludó con curiosidad y lo invitó a comer. Sentado ya a la mesa, saludó al campesino con una negligente sacudida de cabeza que tanto podía significar que lo conocía como que no. Las preguntas de la campesina las contestó con monosílabos, sin levantar la vista del plato. Afirmó que había encontrado empleo en Mering y que Ana podía ir a vivir con él. Sin embargo, no volvió a decir que esta medida debía adoptarse inmediatamente.

Por la tarde eludió la compañía del campesino y se puso a cortar leña detrás de la casa, aunque nadie le había pedido que lo hiciera. Después de la cena, en la que una vez más apenas pronunció palabra, la cuñada de Ana metió en su alcoba un grueso edredón que debía servir de cama a Otterer, pero entonces este se levantó desmañadamente y dijo en un murmullo que debía marcharse aquella misma noche. Antes de su partida se acercó al arca y miró al niño con ojos ausentes, pero no lo tocó ni le dijo nada.

Por la noche Ana se sintió enferma y se vio sumida en una fiebre que se prolongó varias semanas. La mayor parte del tiempo yacía en una apatía total, y sólo un par de veces, cuando cedió la fiebre hacia el mediodía, se arrastró hasta el arca y remetió la manta.

Durante la cuarta semana de su enfermedad, Otterer llegó a la granja con un carro para recoger a Ana y al niño. La muchacha ni siquiera trató de protestar.

Tardó mucho en recuperar las fuerzas, cosa que a nadie debe extrañar, pues en casa del bracero la sopa era poco más que agua. Pero una mañana, al ver lo sucio que tenían al niño, Ana se levantó resueltamente.

La criatura la recibió con su simpática sonrisa, heredada, según había recalcado más de una vez su hermano, de Ana. Había crecido bastante, y gateaba con increíble rapidez por la estancia, manoteando el suelo y emitiendo breves grititos cuando caía de cara. La joven recobró la confianza en sí misma después de lavarlo en una tina de madera.

A los pocos días, como era de esperar, ya no podía soportar la vida en la choza. Envolvió al niño en unas mantas, se metió en el bolsillo un pan y un poco de queso y huyó de allí.

Se proponía llegar a Sonthofen, pero no le fue posible recorrer mucho camino. Todavía sentía gran debilidad en las piernas; la nieve derretida enfangaba la carretera, y a consecuencia de la guerra los aldeanos se habían vuelto sumamente desconfiados y tacaños. Al tercer día de caminata se dislocó un pie en un bache. Tras interminables horas en que vivió aterrorizada por la suerte del niño, la recogieron y la llevaron a una granja, donde tuvo que acostarse en el establo. La criatura se puso a gatear por entre las patas del ganado, y se echaba a reír cada vez que ella gritaba atemorizada. Por fin se vio obligada a revelar a aquellas gentes el nombre de su marido, quien pasó a recogerla y la llevó de nuevo a Mering.

A partir de entonces aceptó su suerte y ya no volvió a intentar huir. Trabajaba con denuedo. Era difícil arrancarle algo al pequeño sembrado y administrar los menguados ingresos. Sin embargo, el hombre no la trataba mal, y el pequeño comía hasta hartarse. También venía de cuando en cuando su hermano y le traía alguna cosa, y en cierta ocasión incluso pudo hacer que tiñeran de rojo una chaquetita del niño. Esto, pensó, le iría muy bien al hijo de un tintorero.

Con el tiempo aceptó de buen grado su situación, y la educación del niño le proporcionó grandes alegrías. Así pasaron varios años.

Pero un día fue al pueblo a buscar arrope, y cuando volvió el niño ya no estaba en la choza. Su marido le comunicó que una mujer elegantemente vestida había llegado en un carruaje y se lo había llevado. Dominada por el terror, tuvo que apoyarse en la pared para no caer, y aquella misma tarde, llevando tan sólo un hatillo con comida, se puso en camino para Augsburgo.

Nada más llegar a la ciudad imperial se dirigió a la tenería. No la dejaron entrar y le fue imposible ver al niño.

Su hermana y su cuñado trataron de consolarla, pero fue en vano. Corrió a ver a las autoridades y, fuera de sí, gritó que la habían robado su hijo. Incluso dio a entender que los raptores eran protestantes. Entonces supo que ahora corrían otros tiempos, y que entre católicos y protestantes se había firmado la paz.

Poco habría conseguido de no ser por un extraordinario golpe de suerte. Su causa fue encomendada a un juez que era un hombre excepcional.

Se trataba del juez Ignaz Dollinger, célebre en toda Suabia por su rudeza y erudición. El príncipe elector de Baviera, con quien había tenido que solventar una disputa legal actuando en nombre de la ciudad libre, le había calificado de «ese destripaterrones latino», pero el pueblo llano había compuesto una larga balada ensalzándolo.

Acompañada de su hermana y su cuñado, Ana se presentó ante él. El viejo juez, de baja estatura pero extraordinariamente corpulento, estaba sentado entre montones de pergaminos en una sala diminuta y desnuda y sólo la escuchó un breve instante. Luego escribió algo en una hoja de papel y refunfuñó:

—¡Colócate allí enfrente, y date prisa! —y con su mano pequeña y rechoncha le señaló un lugar de la estancia en el que caía un rayo de luz a través de la estrecha ventana. Estuvo contemplando detenidamente su rostro durante unos minutos y luego, soltando un gruñido, le indicó con un gesto de la mano que se retirara.

Al día siguiente envió un ujier a buscarla, y todavía no había traspuesto Ana el umbral cuando le gritó:

—¿Por qué no me dijiste que andas detrás de una tenería y de una propiedad bastante considerable?

Ana repuso pertinazmente que lo único que le interesaba era el niño.

—Quítate de la cabeza la idea de que vas a poder quedarte con la tenería —gritó el juez—. Si el niño es realmente tuyo, la propiedad pasa a los parientes de Zingli.

Ana asintió con la cabeza, sin mirarle, y dijo:

—El no necesita la tenería.

—¿Es tuyo? —rugió el juez.

—Sí —repuso Ana en voz baja—. Si tan sólo pudiera conservarlo hasta que sepa todas las palabras... Hasta ahora únicamente sabe siete.

El juez tosió y ordenó los pergaminos que tenía sobre la mesa. Luego, algo más tranquilo pero todavía con tono irritado, dijo:

—Tú quieres quedarte con el arrapiezo, y esa arpía que lleva cinco faldas de seda también lo quiere. Pero lo que él necesita es su verdadera madre.

—Sí —repuso Ana mirando al juez.

—Ahora lárgate —refunfuñó su interlocutor—. El sábado celebro juicio.

Aquel sábado la calle principal y la plaza a la que daban el ayuntamiento y la torre de Perlach estaban atestadas de gente que quería asistir al proceso en el que se iba a dilucidar la suerte del niño protestante. El singular caso había despertado desde el primer momento gran expectación, y tanto en las casas como en las tabernas se discutía acerca de cuál era la verdadera madre y cuál la falsa. Además, el juez Dollinger era célebre en toda la comarca por sus procedimientos populares y sus comentarios mordaces y refranes. Muchos eran los que preferían sus juicios a los charlatanes y las ferias.

Así pues, ante el ayuntamiento se agolpaban no sólo innumerables augsburgueses, sino también muchos campesinos de los alrededores. El viernes era día de mercado, y habían pernoctado en la ciudad en espera del juicio.

La sala en que actuaba el juez Dollinger se denominaba Sala Dorada. Era famosa por ser la única de sus dimensiones en toda Alemania que no tenía columnas; el techo colgaba mediante cadenas de las vigas del tejado.

El juez Dollinger, una pequeña bola de carne, estaba sentado ante una puerta de hierro cerrada, en una de las paredes más largas de la sala. Una cuerda vulgar y corriente mantenía a raya al público. Pero el juez se sentaba en el suelo y no tenía ante sí una mesa. Había adoptado esta decisión hacía unos años, pues concedía gran importancia a la teatralidad.

Dentro del recinto acordonado se encontraba la señora Zingli con sus padres, los parientes suizos del difunto señor Zingli, que habían venido expresamente al juicio —dos hombres elegantemente vestidos, de aspecto digno, que parecían comerciantes acomodados— y Ana Otterer con su hermana. Junto a la señora Zingli veíase un aya con el niño.

Todos, litigantes y testigos, estaban de pie. El juez Dollinger solía decir que los juicios se abreviaban si los participantes tenían que permanecer así. Pero quizá lo hacía únicamente para que le taparan a la vista del público, de modo que los curiosos sólo podían verle poniéndose de puntillas y estirando el cuello.

Nada más comenzar el proceso se produjo un incidente. Cuando Ana vio al niño, emitió un grito y dio unos pasos hacia él, y el pequeño, que estaba deseando ir a su encuentro, se debatió en los brazos del aya y se puso a gritar. El juez ordenó que lo sacaran de la sala.

Luego llamó a la señora Zingli. Esta se adelantó con gran revuelo de faldas y relató —llevándose de cuando en cuando un pañuelito a los ojos— cómo los soldados imperiales le habían arrebatado el niño durante el saqueo. Aquella misma noche la criada se había presentado en casa de su padre para decir que el pequeño todavía estaba en la tenería, esperando probablemente que su servicio sería recompensado. Sin embargo, una cocinera de su padre, a la que enviaron a la curtiduría para recoger al niño, no lo encontró allí, y ella suponía que esta persona (señaló a Ana) se había apoderado del niño para conseguir dinero de un modo u otro. Sin duda habría presentado tarde o temprano alguna exigencia de esta índole si no se lo hubieran quitado antes.

El juez Dollinger llamó a los dos parientes del señor Zingli. Quería saber si a la sazón habían preguntado por la suerte del señor Zingli y lo que les había contestado la mujer de este.

Declararon ambos que la señora Zingli les envió recado de que su marido había sido muerto y que había confiado el niño a una criada que lo cuidaría bien. Hablaron de ella con palabras muy poco amables, cosa nada extraña por otra parte, pues la propiedad pasaría a sus manos si la señora Zingli perdía la causa.

Después de esta declaración el juez se dirigió de nuevo a la señora Zingli. Le preguntó si cuando se produjo el asalto no había perdido la cabeza, abandonando al niño.

La señora Zingli le miró con sus pálidos ojos azules, como asombrada, y repuso en tono dolido que ella no había abandonado a su hijo.

El juez Dollinger carraspeó e inquirió con visible interés si ella creía que ninguna madre sería capaz de abandonar a su hijo.

Sí, lo creía, fue la firme respuesta.

¿Creía entonces, prosiguió el juez, que una madre que lo hiciera a pesar de todo merecía que se le azotara el trasero, sin tener en cuenta el número de faldas que pudiera llevar?

La señora Zingli no contestó, y el juez llamó entonces a la antigua sirvienta Ana. Esta se adelantó rápidamente y repitió en voz baja lo que ya había dicho en el sumario. Hablaba, empero, como si estuviera escuchando al mismo tiempo, y de cuando en cuando miraba fugazmente hacia la gran puerta por la que habían sacado al niño, como si temiese que todavía estuviera chillando.

Declaró que, si bien había ido aquella noche en busca de la señora Zingli, no había vuelto después a la curtiduría, por temor a las tropas imperiales y porque estaba preocupada por su propio hijo ilegítimo, que había dejado en casa de unas buenas gentes del vecino pueblo de Lechhausen.

El viejo Dollinger la interrumpió con rudeza y dijo mordazmente que por lo menos una persona en la ciudad había sentido algo así como miedo. Le alegraba oírlo, pues demostraba que por lo menos había habido una persona que conservó algo de sentido común. La testigo había obrado mal al preocuparse únicamente por su propio hijo; ahora bien, la sangre tira mucho, según se dice, y una verdadera madre sería capaz de robar por su hijo; esto, sin embargo, estaba prohibido por la ley, pues la propiedad es la propiedad, y el que roba también miente, y la mentira está asimismo prohibida por la ley. Y a continuación soltó uno de sus rudos y doctos discursos sobre la infamia de quienes engañaban a la corte hasta que la cara se les tornaba azul, y después de una breve digresión sobre los campesinos que aguaban la leche de vacas inocentes y sobre el ayuntamiento de la ciudad, cuyos impuestos de mercado eran abusivos —temas que nada tenían que ver con el juicio—, anunció que el interrogatorio de los testigos había terminado sin resultado positivo.

Luego hizo una breve pausa y dio muestras de estar desconcertado, mirando en torno suyo como si esperara que alguno de los presentes le aconsejase sobre el modo de llegar a una conclusión.

La gente se miraba estupefacta, y más de uno estiró el cuello para echar un vistazo al desvalido juez. Pero en la sala reinaba un silencio absoluto; el único ruido que se oía era el de la multitud en la calle.

Entonces, con un suspiro, el juez prosiguió:

—No se ha podido establecer quién es la verdadera madre. El niño es digno de lástima. Todos hemos oído decir que los padres a menudo eluden su obligación y no quieren ser los padres, los muy canallas, pero aquí resulta que son dos madres las que reclaman un niño. El tribunal ha escuchado sus declaraciones como se merecen, a saber, cinco minutos cumplidos cada una, y ha llegado al convencimiento de que ambas mienten descaradamente. Sin embargo, como ya dijimos, hay que tener en cuenta al niño, que necesita una madre. Así pues, es preciso, dejando a un lado meras charlatanerías, averiguar quién es su verdadera madre.

Y con tono irritado llamó al ujier y le ordenó que trajera una tiza.

El ujier salió y volvió con la tiza.

—Traza con la tiza, ahí en el suelo, un círculo en el que quepan tres personas de pie —le indicó el juez.

El ujier se arrodilló y dibujó el círculo con la tiza según se le había pedido.

El juez ordenó:

—Ahora trae al niño.

Cuando trajeron al pequeño, empezó de nuevo a berrear y trató de ir con Ana. El viejo Dollinger, sin hacer caso del griterío, se limitó a hablar en voz más alta.

—La prueba que ahora se va a realizar —anunció— la encontré en un viejo libro, y se considera que es muy útil. La sencilla idea básica de la prueba del círculo de tiza estriba en que se reconocerá a la verdadera madre por su amor hacia el niño. Así pues, es preciso poner a prueba la fuerza de este amor. Ujier, coloca al niño en ese círculo de tiza.

El ujier tomó al niño, que seguía gimoteando, de la mano del aya y lo llevó al círculo. El juez se dirigió a la señora Zingli y a Ana:

—Colocaos también vosotras en el círculo de tiza, coged cada una al niño de una mano, y cuando yo diga «ya» tratad de sacarlo del círculo. Aquella de vosotras cuyo cariño sea mayor tirará también con mayor fuerza, y para ella será la criatura.

En la sala se produjo algún revuelo. Los espectadores se pusieron de puntillas y empezaron a discutir con los que tenían delante.

Cuando ambas mujeres entraron en el círculo de tiza y cada una cogió una mano del niño, sin embargo se hizo un silencio de muerte. También la criatura había enmudecido, como si adivinara lo que estaba en juego. Volvió su carita surcada de lágrimas hacia Ana. Entonces el juez dio la orden:

—¡Ya!

Y de un violento tirón sacó la señora Zingli al niño del círculo de tiza. Desconcertada, sin poder dar crédito a sus ojos, Ana lo siguió con la vista. Por temor de que pudiese sufrir algún daño si le tiraban de ambos bracitos al mismo tiempo en direcciones opuestas, lo había soltado inmediatamente.

El viejo Dollinger se levantó.

—Y así sabemos —dijo levantando la voz— quién es la verdadera madre. Quitadle el niño a esa bruja. Sería capaz de reducirlo a trizas a sangre fría.

Luego, haciendo una inclinación de cabeza a Ana, salió rápidamente de la sala para ir a tomar su desayuno.

Y en las semanas siguientes los campesinos de la comarca, que eran bastante despabilados, contaban que el juez, al adjudicar el niño a la mujer de Mering, le había hecho un guiño con los ojos.

Antología de la novela corta universal
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