MAXIMO GORKI - EL RUISEÑOR

MAXIMO GORKI

RUSIA

MAXIMO GORKI 1868-1936 En la Rusia zarista se consideraba peligroso que los hijos de las clases inferiores recibieran educación, de modo que a Máximo Gorki, hijo de un tapicero y nieto de un remero del Volga, le fue denegado el acceso a la universidad de Kazán. Estudió por su cuenta, y poco después de cumplir los treinta años ya era conocido como escritor. En sus numerosas obras se erigió en portavoz de la Revolución rusa.

El vapor de ruedas procedente de Kazán navegaba rumbo a Kozlovka.

Hacía fresco y el Volga estaba tranquilo. Caía la tarde. Una neblina de color lila comenzaba a envolver la orilla montuosa del río, mientras la margen opuesta casi se perdía en el horizonte, pues las llanas praderías de la ribera estaban inundadas. A intervalos, verdes isletas de árboles medio sumergidos se elevaban por encima del agua. El aire denso y húmedo, saturado de la fragancia del lozano follaje, amortiguaba el ruido que hacían las paletas de las ruedas. El vapor dejaba atrás una ancha estela espumosa, y al hendir el agua formaba ondas que se alejaban hacia ambas márgenes. El incendio del ocaso se extinguía paulatinamente a proa del barco, mientras la noche lo alcanzaba por la popa. Acá y allá, en el cielo crepuscular, algunas estrellas comenzaban a titilar tenuemente.

En la cubierta superior, un grupo de pasajeros de primera clase había quedado reducido a un mutismo casi total bajo el influjo del melancólico anochecer que se extendía sobre el río. Eran cuatro pasajeros los que allí estaban sentados: un anciano alto y cargado de espaldas, con un sombrero flexible de ala ancha que ensombrecía todo su rostro, incluyendo la barba; a su lado una joven muy arrebujada en un chal gris contemplaba soñadoramente con sus azules ojos la ondulada y boscosa orilla. No lejos de ellos, en el mismo banco, hallábase otra pareja: un caballero enjuto de aspecto adusto, con un gabán gris, y una señora frescachona y bien formada, de facciones regulares y grandes ojos oscuros. El caballero, que se retorcía nerviosamente la puntiaguda y bien cuidada barba, se inclinaba ligeramente hacia delante y parecía convulso. La señora, en cambio, estaba recostada contra el respaldo del banco y permanecía inmóvil como una estatua. En cuanto al anciano, agarrado el bastón con ambas manos y descansando la barbilla sobre ellas, se encorvaba hacia delante mirando fijamente la cubierta.

Todos guardaban silencio. El vapor trepidó al aumentar su velocidad. Abajo, en alguna parte del barco, oíase un impertinente estruendo de platos, de pisadas y de risas; y desde la popa se elevaba un canto apagado, casi un suspiro, perdido con frecuencia entre todos aquellos ruidos que se fundían en una suave y monótona oleada de sonidos broncos y truncados.

—Hace fresquillo, ¿eh?... ¿No sería mejor que bajásemos a nuestros camarotes? —propuso el anciano, levantando la cabeza.

Entretanto, procedente de algún lugar bastante lejano, llegó un extraño y ronco silbido que parecía un suspiro anhelante, largo tiempo reprimido, exhalado por un pecho pequeño pero potente y en extremo apasionado.

Los pasajeros alzaron la cabeza.

—¡Un ruiseñor! —exclamó el anciano riendo.

—Un poco tempranero, ¿verdad?

—Quedémonos a escucharle, papá... —propuso la joven.

—Como quieras. Tú puedes quedarte, y ellos tampoco tienen inconveniente —repuso levantándose—, pero yo me voy. Después de todo, los ruiseñores no son mi... —El anciano dejó la frase sin terminar y volvió a sentarse.

El trino del ruiseñor, sonoro, jubiloso, conmovedor, resonaba y vibraba a través del aire. Las notas fluían con tanta rapidez, con tal ímpetu, que parecía como si el pájaro temiera no tener tiempo para decir todo lo que quería expresar con su canto. Sus gorjeos, nerviosamente trémulos, se interrumpían de pronto con roncos sonidos suspirantes que hablaban de un corazón vehemente y apasionado. Una vez más el febril pizzicato se esparcía por el aire, desvaneciéndose de repente para dar paso a una melodía en tono menor, interrumpida luego por un chasquido, como si el cantante hiciese sonar los labios satisfecho de su propia canción.

Todo calló en el barco. Todos los sonidos, excepto el monótono y sordo golpear de las paletas, se habían desvanecido.

El canto fluía y se adueñaba del río y de los pasajeros, que lo escuchaban en silencio. La joven sonreía soñadoramente; el semblante de la señora casada perdió algo de su seriedad y rigor. El anciano suspiró y dijo:

—¡He aquí la caprichosa y fantástica sabiduría de la naturaleza! Un ave pequeña e inútil se halla dotada de tan increíble riqueza de inflexiones... en cambio la vaca, aunque es un animal muy útil, sólo es capaz de emitir un único y desagradable mugido. Tanto en nuestra vida como en la naturaleza, a los seres humanos nos parece útil lo que es feo y tosco, mientras que lo bello y deleitable, lo que afecta al alma, nos parece inútil.

—No hables, papá... ¡No me dejas oír! —dijo la hija acremente.

El padre sonrió con escepticismo y refunfuñó de nuevo:

—No obstante, estarás de acuerdo conmigo en que no estaría mal del todo que las vacas cantasen como los ruiseñores, ¿eh?

—¡Cállate, papá! —imploró la hija.

—Bueno... bueno... ¡Me callaré! Pero también se ha callado ese rapsoda del amor... ¿Te has saciado ya? ¿Podemos bajar a los camarotes?

—Quedémonos aquí un rato más... —dijo la señora casada despacio y en voz baja.

El ruiseñor seguía cantando. Pero su canto era ahora más débil y mortecino... El sol se había puesto ya, y las aguas del Volga, oscurecidas, parecían sólidas y compactas. La luna empezaba a elevarse, y la orilla montuosa proyectaba negras sombras sobre la tranquila superficie del agua. Veíase el resplandor de una fogata en la cañada de un cerro, y la franja carmesí del fuego reflejado centelleaba trémula sobre el río. Reinaba una paz maravillosa...

El canto del ruiseñor cesó...

Un MARINERO apareció en la cubierta superior.

Durante un momento permaneció titubeante, sin saber qué hacer; luego se quitó la gorra de cuero, miró a los pasajeros, se acercó resueltamente a ellos y preguntó con bastante embarazo:

—¿No les gustaría oír al ruiseñor?

—¿Qué es lo que dice? —inquirió el anciano remilgadamente y torciendo el gesto.

—Oír al ruiseñor... si lo desean. Hay aquí un chico... que silba como un ruiseñor auténtico... ¡Es la pura verdad! —explicó el marinero, retrocediendo ante la penetrante mirada del anciano.

—Tráigalo... —dijo secamente la señora casada.

El caballero que estaba a su lado comenzó a moverse nervioso en el banco.

—¿Es necesario, Nina? —preguntó, frunciendo el ceño con gesto agrio.

La joven miraba al marinero de hito en hito con los ojos muy abiertos.

—¿Quieren ustedes que se lo traiga? —volvió a preguntar el marinero.

—Sí, claro; ya se lo he dicho —replicó la señora con aspereza.

—¡Vendrá él solito! —aclaró el marinero, y dicho esto desapareció.

—¡A saber qué será esto! —comentó el anciano enarcando las cejas—. Un muchacho que silba como un ruiseñor auténtico... Ya le hemos oído, creyendo que era un ruiseñor de verdad, y al escucharle uno de nosotros empezó a filosofar... ¡Qué pájaro tan raro! —Y meneó la cabeza reprobadoramente, sintiéndose turbado por aquel raro pájaro.

Un niño de unos catorce años apareció en cubierta.

Llevaba una chaqueta, pantalones estrechos y una gorra nueva de visera, ligeramente ladeada. Su cara pecosa, su oscilante manera de andar, sus dedos cortos y gruesos y su pelo rubio descolorido por el sol pregonaban bien a las claras que era Un campesino. Se acercó al grupo, se quitó la gorra de visera, saludó con una reverencia, movió la cabeza y permaneció descubierto y. silencioso, manoseando la visera como si tratase de enderezarla... Los pasajeros le escrutaban también en silencio. En los ojos de la joven había una expresión de perplejidad. Los ojos grises del chico pasaron con descaro de un rostro a otro.

—¿Quieren ustedes que silbe? —preguntó.

—¿Eras tú quien silbaba hace un momento como un ruiseñor? —inquirió a su vez el anciano.

—Sí, era yo. El mozo del bar me pidió...

—¿Es eso todo lo que haces? ¿Silbar?

—Eso mismo... Subo a bordo del vapor y me voy hasta Kazán... Y luego hago el viaje de vuelta...

—Bueno, entonces vamos a oírte silbar. Empieza, por favor.

—Yo no quiero oírlo —dijo la joven en voz baja.

El chico la miró perplejo.

—¿Quién te enseñó a silbar? —le preguntó la señora casada con ronca voz de contralto.

—Bueno, aprendí yo mismo... Yo era zagal... Soy de por aquí —dijo, señalando vagamente con la mano hacia la orilla del río—, de una aldea... Cuidaba el rebaño y me pasaba el día escuchando a toda clase de pájaros... Así que empecé a silbar yo a los pájaros... y, bueno, fui aprendiendo poco a poco... Sé silbar como un verderón... y también como el petirrojo... Pero no es tan bonito como el ruiseñor.

Y me doy tal maña imitando al ruiseñor que hasta engaño a los cazadores. Me escondo entre los matorrales y ¡a silbar como un descosido! Exactamente igual que un pájaro de verdad, ¡palabra!

Mientras hablaba, la cara del muchacho resplandecía con el orgullo consciente de su maestría y la vanidad de un artista.

—Cuando llegué a hacerlo tan bien —prosiguió el chico— hubo gente en la aldea que me dijo: «Sigue, Misha, no te detengas. Sigue silbando... Puedes gustar a los señores que viajan en el vapor. Tal vez llegues a ser algo». De modo que continué... Luego empecé a tomar estos vapores... No está mal, gano bastante. A veces me dan tanto dinero que se me encandilan los ojos. Para los señores el dinero no es problema. —Se interrumpió al darse cuenta de que había hablado demasiado, y luego preguntó tímidamente—: ¿Quieren que silbe ahora?

Durante unos segundos reinó el silencio, hasta que la señora casada ordenó secamente:

—¡Silba!

El muchacho arrojó la gorra a sus pies, se llevó los dedos a la boca y arqueó la garganta... Por alguna razón estaba sonriente, pero se tomó bastante tiempo antes de empezar. Primero se sacó los dedos de la boca, se enjugó los labios, resopló e hizo todo género de muecas.

Al fin volvió a resonar aquel silbido que semejaba un suspiro anhelante. Se elevó y se desvaneció poco a poco. Y luego, de pronto, el puro y cadencioso trino del ruiseñor rasgó triunfalmente el aire. La joven se estremeció y suspiró con tristeza... La señora casada sonreía malhumorada y displicente; su compañero se encorvó y gesticuló con nerviosismo, y el anciano contemplaba gravemente y con mucha atención la cara del muchacho, encendida e hinchada a causa del esfuerzo; sin embargo sus ojos, muy abiertos, permanecían empañados e inexpresivos y no le iluminaban en ningún aspecto. El «ruiseñor» crepitó, gorjeó y, palpitando, se detuvo un instante y luego reanudó su canto, clamando... y suspirando con nostalgia. La imitación era notablemente perfecta.

—Papá, dile... que se calle —pidió la joven en voz queda. Súbitamente se puso en pie, muy pálida y con lágrimas en los ojos, y se alejó.

—¡Basta! —dijo su padre, e hizo un ademán con la mano.

El «ruiseñor» interrumpió su canto, se frotó los labios con la mano, recogió la gorra de visera y se la tendió. Se oyó el crujir de papel...

—¡Se lo agradezco humildemente! —dijo el muchacho, y desapareció presuroso escaleras abajo.

La señora le siguió con la vista y sonrió irónicamente. Su acompañante refunfuñó algo para sus adentros y se levantó el cuello del abrigo... La noche se hizo más intensa. Ahora el agua parecía negra. Las orillas del río se perdían en la oscuridad. Pero las estrellas centelleaban ya en el cielo y, lo mismo que antes, el agua se revolvía monótonamente bajo las ruedas del vapor.

—¡Un artista! —exclamó el anciano, cambiando de postura—. Otra víctima del público... Sí, así es... El público se traga todo cuanto le proporciona placer: levantador de pesos de circo y el virtuoso del violín. Y se siente halagado cuando advierte que un hombre está dispuesto a todo con tal de atraer su atención...

Mas al parecer los otros no le escuchaban, pues nadie respondió.

—Si no hubiese venido ese marinero —prosiguió después de una pausa— estaríamos convencidos de que habíamos oído a un ave celebrada por los poetas y no a un estropajoso mozalbete aldeano, un simulador. ¡Oh... sí! Enterarse de la verdad no es un placer muy grande... cuando la ilusión es más bella.

—Vámonos —dijo la señora, y se levantó.

Todos se pusieron en pie y se encaminaron a sus camarotes.

—Probablemente Lena estará llorando en este momento. Es una chica tan nerviosa... —comentó el anciano—. Pero no importa... Tiene que irse acostumbrando poco a poco a las insignificantes y tontas jugarretas de la vida... Así le será más fácil enfrentarse con problemas más vastos y más serios... ¿Por qué tiembla usted, Sonia? ¿Tiene frío?

—No, no es nada. No se preocupe —contestó la señora amablemente.

Su nervioso compañero la miró indiferente con sus ojos descoloridos e irónicamente engurruñados. Luego todos desaparecieron tras la puerta que daba acceso a los camarotes.

La luna, al elevarse, se reflejaba en las oscuras aguas, y sus débiles destellos rielaban sobre la vacilante superficie de las ondas.

Trémulos puntos de luz aparecieron a lo lejos.

Una sensación de tristeza se cernía sobre el río aletargado.

Antología de la novela corta universal
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