SAKI - LA VENTANA ABIERTA
SAKI (H. H. MUNRO)
GRAN BRETAÑA
SAKI (H. H. Munro) 1870-1916 Pocos escritores igualan a H. H. Munro (conocido universalmente bajo el seudónimo de «Saki») como maestro no sólo del humor, sino también de lo macabro. Nació en Birmania y estudió en colegios ingleses. Aprendió el oficio de escritor como periodista, y fue corresponsal extranjero en Rusia y Francia. Su brillante carrera quedó trágicamente interrumpida cuando cayó en el campo de batalla durante la Gran Guerra.
MI TÍA está al llegar, señor Nuttel —aseguró una jovencita de quince años con aire de gran seguridad—; mientras tanto no le queda más remedio que aguantarme.
Framton Nuttel se esforzó en buscar las palabras adecuadas a la ocasión, propias para halagar a la sobrina sin olvidarse de la tía que estaba a punto de llegar. En su fuero interno sentíase cada vez más escéptico respecto a que tales visitas de cumplido a una serie de personas totalmente desconocidas contribuyesen gran cosa a la cura de nervios que allí le había conducido.
—Me figuro lo que va a pasar —le había dicho su hermana cuando inició los preparativos para su emigración hacia la paz de los campos—. Te enterrarás allí, sin cruzar una palabra con nadie, y tus nervios quedarán más abatidos que antes. Voy a darte cartas de presentación para todos los conocidos. Por lo que puedo recordar, había algunas personas encantadoras.
Framton se preguntaba si la señora Sappleton, para quien llevaba una de dichas cartas de presentación, sería de las que se contaban en ese grupo encantador.
—¿Conoce a mucha gente de por aquí? —preguntó la sobrina cuando consideró suficiente su compenetración silenciosa.
—Ni a un alma —repuso Framton—. Mi hermana vivió aquí, en la rectoría, ¿sabe?, hace unos cuatro años, y me ha dado cartas de presentación para algunos vecinos.
En estas últimas palabras se advertía un tono de evidente pesar.
—Entonces, ¿apenas sabe usted nada sobre mi tía? —continuó impertérrita la jovencita.
—Sólo su nombre y dirección —hubo de admitir el visitante. No sabía siquiera si la señora Sappleton era casada o viuda. Algo indefinible parecía sugerir la presencia de varones en la casa.
—Hoy hace tres años que ocurrió la gran tragedia —dijo la muchacha—. Sería poco después de marcharse su hermana.
—¿Tragedia? —se sorprendió Framton, como si las tragedias pareciesen fuera de lugar en tan pacífico villorio.
—Le habrá extrañado que tengamos la ventana de par en par en una tarde de octubre —siguió la sobrina, señalando una amplia ventana de doble hoja que daba al césped del jardín.
—Hace bastante calor para esta época del año —concedió Framton—, pero ¿qué tiene que ver la ventana con la tragedia?
—Un día, hoy hace exactamente tres años, su esposo y sus dos hermanos menores salieron por ese ventanal. Iban de caza, y no volvieron más. Al cruzar el pantano, camino de su puesto favorito para tirar a las becadas, los engulló a los tres un cenagal traicionero. Fue aquel verano tan lluvioso, ¿se acuerda? Terrenos que otros años eran firmes se reblandecieron de pronto sin previo aviso. No encontraron sus cuerpos. Eso fue lo más horrible de todo.
En este punto la voz de la chiquilla pareció perder su aplomo y vaciló con una inflexión más humana.
—Pobre tía, sigue creyendo que volverán algún día, con el perrito de aguas de pelaje castaño que pereció con ellos, y que entrarán en casa por la ventana, como tenían por costumbre. Por eso la ventana permanece abierta todas las tardes, hasta que anochece. Pobre tiíta, cuántas veces me ha asegurado que ya vienen, su marido con el impermeable blanco al brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando aquello de «Bertie, ¿por qué saltas?», como solía, para darle la lata, porque ella le tenía dicho que esa canción le atacaba a los nervios. ¿Sabe?, a veces, en tardes serenas y tranquilas como esta, tengo la vaga sensación de que van a entrar todos por el ventanal.
Se interrumpió con un leve estremecimiento. Fue un alivio para Framton el ver a la tía irrumpir en la estancia deshaciéndose en disculpas por haber tardado tanto.
—Espero que Vera le habrá entretenido —dijo.
—Ha estado muy simpática —afirmó Framton.
—Supongo que no le molestará que esté abierta la ventana —continuó la señora Sappleton con tono vivaz—; mi marido y mis hermanos andan de caza, y a la vuelta siempre entran por ahí. Hoy fueron a los pantanos, a tirar a las becadas, y me van a poner perdidas las alfombras. Pero los hombres son así, ¿no le parece?
Siguió parloteando animadamente sobre la caza, sobre la escasez de aves y las perspectivas que se presentaban para el pato en la temporada de invierno. A Framton le resultaba todo ello verdaderamente insoportable. Hizo esfuerzos desesperados, con éxito muy relativo, para llevar la conversación a un terrero menos morboso; se daba perfecta cuenta de que su anfitriona sólo le prestaba una pizca de atención, y de que sus miradas, pendientes de la ventana abierta y del césped que se extendía al otro lado, le ignoraban a él por completo. También había sido una coincidencia desafortunada el haber hecho la visita en tan trágico aniversario.
—Los médicos han convenido en recomendarme un completo descanso, huir de toda excitación mental y evitar toda clase de ejercicio físico violento —declaró Framton, creído como estaba, lo mismo que otros muchos, de que tanto a extraños como a conocidos ocasionales les interesa una barbaridad hasta el más mínimo detalle de las enfermedades y achaques del prójimo, de sus causas y de su curación—. Por lo que se refiere a la dieta, ya no andan tan de acuerdo —continuó.
—¿No? —dijo la señora Sappleton con una voz que apenas acertó a disimular apresuradamente un bostezo. De pronto se iluminó su rostro en una atención expectante; pero no por lo que Framton decía.
—¡Por fin, ya están aquí! —exclamó—. Precisamente a tiempo para la merienda. ¡Y no vienen de barro hasta las orejas, como me temía!
Framton se estremeció un tanto y miró a la sobrina con un gesto que quería ser de piadosa comprensión. La muchacha, inmóvil, miraba por la ventana abierta con una expresión de horror en los ojos. Presa de un temor a lo desconocido que le puso los pelos de punta, Framton se revolvió en su asiento y miró en la misma dirección.
A la luz mortecina del crepúsculo tres figuras avanzaban por el césped en dirección a la ventana; los tres traían escopetas, y uno venía además cargado con un impermeable blanco echado sobre los hombros. Los seguía de cerca, con andar cansino, un perro de aguas color castaño. Se acercaron en silencio a la casa, y entonces se oyó una voz bronca, juvenil, que cantaba: «Vamos, Bertie, ¿por qué saltas?»
Framton cogió despavorido su bastón y su sombrero, y sin apenas darse cuenta, en su precipitada fuga, de dónde ponía los pies, traspuso la puerta del vestíbulo, el paseo enarenado y el portón de la verja. Un ciclista que venía de camino tuvo que abalanzarse contra el seto de la cuneta para evitar una inminente colisión.
—Aquí estamos, querida —exclamó el portador del capote blanco entrando por la ventana—, con bastante barro, pero ya está casi seco. ¿Quién era ese que huía como alma que lleva el diablo?
—El hombre más estrafalario que puedas imaginarte, un tal señor Nuttel —explicó la señora Sappleton—; no hace más que hablar de sus enfermedades y se esfuma sin decir adiós ni disculparse en cuanto os ha sentido llegar. Ni que hubiera visto un fantasma.
—Ha debido de ser el perro —dijo la sobrina con la mayor tranquilidad—. Me ha dicho que le horrorizaban. En una ocasión se vio atacado por una banda de perros parias que le persiguieron hasta un cementerio en un lugar de orillas del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién abierta, con todos aquellos chuchos gruñendo, enseñando los dientes y echando espuma por la boca a un palmo de su cabeza. Así cualquiera pierde la serenidad.
Estas historias improvisadas eran la especialidad de la niña.