F. SCOTT FITZGERALD - REGRESO A BABILONIA

F. SCOTT FITZGERALD

ESTADOS UNIDOS

F. SCOTT FITZGERALD 1896-1940 Se ha afirmado que Scott Fitzgerald, con sus relatos de la juventud alocada, fue el creador de la llamada Era del Jazz, ese mundo desenfrenado y hedonista que tan magistralmente supo describir en El gran Gatsby. Nacido en St. Paul, Minnesota, y muerto en Hollywood, Fitzgerald llegó a convertirse en una leyenda en su época.

Y QUÉ ES del señor Campbell? —preguntó Charlie.

—Se marchó a Suiza. El señor Campbell está enfermo, señor Wales.

—Lo lamento. ¿Y George Hardt? —insistió Charlie.

—Regresó a América, tenía trabajo. De todos modos, su amigo el señor Schaeffer se encuentra en París.

Sólo un nombre conocido de la larga lista de año y medio antes. Charlie garrapateó una dirección en su agenda y arrancó la página.

—Si ve usted al señor Schaeffer, dele esto —explicó—. Es la dirección de mi cuñado. Todavía no me he instalado en un hotel.

En realidad no le contrariaba mucho encontrar París tan vacío. Pero la tranquilidad del bar del Ritz se le antojaba extraña y hasta de mal agüero. Ya no era una cafetería americana; se sentía en el local como de visita, no como si fuese de su propiedad. Lo había reabsorbido Francia.

Charlie preguntó por el camarero jefe, Paul, que en los últimos días del alza del mercado se había presentado a trabajar en su propio automóvil, construido especialmente para él. Pero Paul ese día estaba en su casa de campo, y era Alix quien le informaba.

—No, no me eches más —dijo Charlie—. No bebo mucho estos días.

Alix le felicitó:

—Pues hace un par de años bebía de lo lindo.

—Ahora pienso mantenerme firme —le aseguró Charlie—. Va para año y medio que apenas pruebo nada de alcohol.

—¿Cómo van las cosas por Estados Unidos?

—Hace meses que no pongo allí los pies. Tengo negocios en Praga; represento a un par de firmas. Allí nadie sabe nada de mí.

Alix sonrió.

—¿Se acuerda de la cena de despedida de soltero de George Hardt? —dijo Charlie—. A propósito, ¿qué ha sido de Claude Fessenden?

Alix bajó la voz a un tono confidencial:

—Está en París; pero ya no viene por aquí. Paul no se lo permite. Tenía una cuenta de treinta mil francos de bebidas, almuerzos y cenas de más de un año. Y cuando al final Paul le dijo que tenía que pagar, le dio un cheque falso. —Alix meneó la cabeza tristemente—. No lo comprendo, un tipo tan elegante. Ahora está totalmente abotagado por el alcohol.

Charlie se sentía como asfixiado en el local. Pidió los dados y se jugó la copa con Alix.

—¿Mucho tiempo por aquí, señor Wales?

—Estaré unos cuatro o cinco días para ver a mi hija.

—¡Oh! ¿Tiene usted una hija?

Afuera, los anuncios luminosos rojo ígneo, azul etéreo, verde espectral, brillaban neblinosos a través de la lluvia tranquila. Ya estaba avanzada la tarde y las calles aparecían muy animadas. Tomó un taxi en la esquina del bulevar de Capuchinos.

Indicó al chófer que tirase para la avenida de la Opera, aunque no estaba en su camino. Pero deseaba contemplar el tinte melancólico de la soberbia fachada e imaginar que las bocinas de los coches eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban cerrando la cancela de hierro ante la librería de Brentano, y ya había gente cenando tras el pequeño seto recortado y burgués de Duval. Nunca había comido en un restaurante verdaderamente económico en París. Y por alguna extraña razón lo lamentó ahora.

Cruzaron el Sena, y Charlie experimentó de pronto el aura provinciana de la orilla izquierda. He echado a perder esta ciudad para mí, pensó. Yo no me daba cuenta, pero iban pasando los días uno tras otro, y transcurrieron dos años al fin, y todo pasó, y yo también.

Contaba treinta y cinco años, y su aspecto aún era atractivo. Un surco profundo entre los ojos atemperaba la expresividad irlandesa de su rostro. Al llamar al timbre de su cuñado, en la calle Palatine, el surco pareció ahondarse hasta contraer sus cejas; notó una sensación de espasmo en el vientre. Detrás de la doncella que abrió la puerta, divisó una niña encantadora de nueve años que chilló: «¡Papá!», y corrió hacia él, y se arrojó, debatiéndose como un pez, entre sus brazos. La chiquilla le hizo volver la cabeza tirando de una oreja, y juntó la mejilla con la de su padre.

—Pequeña mía —dijo él.

—¡Oh, papá, papá, papá, papá, papi, papi!

La niña le llevó al salón, donde esperaba toda la familia: un niño y una niña de la edad de su hija, su cuñada y su esposo. Saludó a Marion modulando escrupulosamente la voz para evitar todo entusiasmo fingido, a la vez que cualquier inflexión de desagrado, pero la respuesta de ella fue más franca, en su tibieza, pese a disimular la expresión de inalterable desconfianza volviendo la mirada hacia la niña. Los dos hombres se estrecharon amistosamente la mano, y la de Lincoln Peters se apoyó por un instante en el hombro de Charlie.

La habitación era cálida y acogedora, al estilo norteamericano. Los tres niños se movían a sus anchas en ella, jugando por entre las mamparas amarillas que daban paso a otras habitaciones; la animación de las seis se manifestaba en los vivos chasquidos del fuego y los rumores de actividad de la cocina. Pero Charlie no se relajaba; estaba que no le cabía el corazón en el pecho, y no le inspiraba confianza nadie más que su hija, que de cuando en cuando se le acercaba con la muñeca que le había traído en brazos.

—De perlas, lo que se dice de perlas —contestó a una pregunta de Lincoln—. Hay allí infinidad de negocios totalmente parados, pero a nosotros cada vez nos va mejor. El mes que viene traigo a mi hermana de América para que atienda la casa. Ya sabes, los checos...

Su alarde tenía una finalidad concreta, pero a poco, apreciando un asomo de impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema.

—Son muy agradables estos niños tuyos, tan educados, de tan buenos modales.

—También Honoria nos parece a nosotros una niña estupenda.

Marion Peters volvió de la cocina. Era una mujer alta, de ojos inquietos, que en tiempos poseyó esa lozana belleza peculiar de las jóvenes norteamericanas. Charlie nunca se había mostrado sensible a tales encantos, y no dejaba de experimentar sorpresa cuando la gente hablaba de lo hermosa que había sido. Siempre hubo una antipatía instintiva entre los dos.

Ella preguntó:

—Bueno, ¿cómo encuentras a Honoria?

—De maravilla. Me asombra lo que ha crecido en diez meses. Tienen los tres muy buen aspecto.

—Hace un año que no pisa aquí un médico. ¿Cómo te sientes de nuevo en París?

—Resulta sorprendente ver por aquí tan pocos americanos.

—Yo estoy encantada —afirmó Marion con vehemencia—. Ahora puedes ir a una tienda sin que te tomen por millonaria. Nosotros lo hemos sentido, claro, como todo el mundo, pero en general es mucho mejor.

—Sin embargo, mientras duró fue estupendo —afirmó Charlie—. Eramos una especie de príncipes, infalibles casi, aureolados de una magia especial. Esta tarde en el bar del Ritz... —al darse cuenta de su error, vaciló— no encontré ni a un solo conocido.

Ella le miró con suspicacia.

—¿No estás ya harto de los bares?

—Sólo estuve allí un minuto. Tomo una copita por las tardes, y nada más.

—Pues a ver si no pasas de ahí —dijo Marion.

En la frialdad con que hablaba se traslucía su desagrado, pero Charlie se limitó a sonreír; sus proyectos eran mucho más amplios. La misma agresividad de ella le confería una ventaja, y él sabía lo bastante como para poder esperar. Así que como no ignoraban lo que le había traído a París, aguardó que iniciasen ellos la discusión.

Durante la cena no le fue posible decidir si Honoria se parecía más a él o a su madre. Suerte tendría si no sacaba los rasgos temperamentales de ambos que les llevaron a la catástrofe. Se sintió arrebatado por un imperativo afán protector. Creía saber muy bien lo que tenía que hacer por ella. Su fe en el carácter era firme, y estaba dispuesto a dar un salto atrás de toda una generación y volver a creer en el carácter como elemento de valor eterno. Todo lo demás es efímero.

Se marchó poco después de la cena, pero no se dirigió a casa. Tenía curiosidad por ver París de noche con una visión más depurada que la de otros días. Se fue dando un paseo hacia Montmartre, calle Pigalle arriba hasta la plaza Blanche. Había cesado la lluvia y se veía gente con traje de noche, apeándose de los taxis a la entrada de los cabarets. Pasó junto a una puerta iluminada de la que salía música, y se detuvo embargado por un sentimiento evocador. Era Bricktop, donde había dilapidado tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más allá encontró otro viejo y conocido refugio, e incautamente se asomó al interior. Inmediatamente una orquesta impaciente rompió a tocar, un par de bailarinas profesionales empezaron a mover los pies, y el encargado del local se precipitó sobre él, gritando:

—¡Dentro de poco el local estará lleno, señor!

Pero él se retiró rápidamente.

Tiene uno que estar muy borracho para meterse en un sitio así, pensó.

Zelli estaba cerrado, y oscuros los hoteles baratos, desapacibles y siniestros que le rodean. Las grandes fauces del Café del Cielo y del Café del Infierno seguían abiertas, y hasta devoraron, delante de sus ojos, el parvo pasaje de un autobús turístico: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana. Estos últimos le echaron una mirada recelosa. Para bien poco, pues, habían quedado la industria y el ingenio de Montmartre. Todos sus recursos de vicio y desenfreno se hallaban reducidos a un grado completamente pueril, y entonces descubrió, de repente, el significado de la palabra «disiparse»: disiparse en el aire sutil; anonadarse.

Recordaba los billetes de mil francos ofrecidos a una orquesta por interpretar una sola pieza; los billetes de cien francos arrojados a un portero por llamar un taxi.

Pero se habían dado por algo. Se habían dado, aun las sumas más locamente derrochadas, como ofrenda a un destino que le vedara evocar las cosas más dignas de recordarse, las que ahora no podía desterrar de la memoria: su hija separada de su lado, su esposa enterrada en Vermont.

SE DESPERTÓ en un espléndido día otoñal. Había desaparecido la depresión de la víspera, y miraba con agrado a los transeúntes que llenaban las calles. A mediodía se vio sentado con Honoria en Le Grand Vatel.

—¿Y la verdura? ¿No debes tomar algo de verdura?

—Bueno, sí.

—¿No preferirías dos clases de verdura?

—Normalmente sólo tomo una en la comida.

El camarero fingía una desmedida afición por los niños:

—Qu’elle est mignonne la petite? Elle parle exactement comme une française.

—¿Y de postre? ¿Esperamos a ver?

El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expectación.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Primero ir a una tienda de juguetes a comprarte todo lo que quieras. Después iremos al espectáculo del Empire.

Ella vaciló:

—Conforme con ir al teatro, pero no a la tienda de juguetes.

—¿Por qué no?

—Bueno, ya me has traído la muñeca. —La llevaba consigo—. Ya tengo un montón de cosas. Y ya no somos ricos, ¿verdad?

—Nunca lo fuimos. Pero hoy vas a tener todo lo que desees.

—Perfectamente —convino ella resignada.

Cuando estaban su madre y una nodriza francesa, él se mostraba más inclinado al rigor; ahora se sentía más liberal, proclive a una nueva tolerancia; tenía que ser padre y madre a un tiempo, y no cortar ningún medio posible de comunicación.

—Tengo ganas de conocerte —afirmó él con seriedad—. Permíteme que me presente primero. Me llamo Charlie J. Wales, de Praga.

—¡Caramba, papá! —estalló la niña en una carcajada.

—¿Y usted quién es, por favor? —persistió.

La niña aceptó su papel inmediatamente:

—Honoria Wales, calle Palatine, París.

—¿Casada o soltera?

—No, casada no. Soltera.

El señaló la muñeca.

—Pero observo que tiene usted una niña, señora.

Ella la estrechó contra su pecho y explicó rápidamente:

—Sí, estuve casada; pero ya no. Mi marido ha muerto.

El insistió sin dar tregua:

—¿Y cómo se llama la niña?

—Simone. Igual que mi mejor amiga de la escuela.

—Me complace mucho que te vaya tan estupendamente en el colegio.

—Este mes estoy la tercera —alardeó—. Elsie —se refería a su prima— está la dieciocho, y Richard de los últimos.

—Tú quieres a Richard y a Elsie, ¿verdad?

—Ya lo creo que sí. A él le quiero mucho, y a ella también.

Cautelosamente y como sin darle importancia, preguntó:

—¿Y a quién quieres más, a la tía Marion o al tío Lincoln?

—Al tío Lincoln, me parece.

Cada vez se sentía más penetrado de la presencia de la niña. Cuando llegaron, un murmullo de «...adorable, adorable» siguió sus pasos, y ahora los ocupantes de la mesa inmediata no le quitaban ojo, contemplándola como si fuese algo no más consciente que una flor.

—¿Por qué no vivo contigo? —preguntó la niña de repente—. ¿Porque ha muerto mamá?

—Tienes que seguir aquí y aprender más francés. A papá le hubiera sido muy difícil cuidarte tan bien como lo hacen aquí.

—Yo ya no necesito tanto que me cuiden, la verdad. Todo lo hago sola.

Al salir del restaurante, un hombre y una mujer les saludaron inesperadamente.

—¡Vaya, el amigo Wales!

—Qué tal, Lorraine... Dunc.

Súbitos espectros del pasado: Duncan Schaeffer, un compañero de instituto. Lorraine Quarrles, pálida y encantadora rubita de treinta años; una de las muchas personas que contribuyeron a que los meses se le hicieran días en los tiempos pródigos de tres años antes.

—Mi esposo no ha podido venir este año —dijo ella—. Estamos en las últimas. Así que me pasa doscientos al mes, y me ha dicho que haga lo que me dé la gana... ¿Es esta tu hija?

—¿Y si volvemos y nos sentamos? —preguntó Duncan.

—No puedo. —Le venía de perlas tener una excusa. Aún acusaba, como siempre, la atracción provocativa y apasionada de Lorraine, pero su moral ahora era diferente.

—¿Y si cenáramos juntos? —preguntó ella.

—Estoy comprometido. Dame tu dirección y te llamaré.

—Charlie, creo que ya no bebes —dijo ella—. Tiéntale, Dunc, a ver si es verdad.

Charlie señaló a Honoria con la cabeza. Los dos se rieron.

—¿Dónde te hospedas? —inquirió Duncan con tono escéptico.

Vaciló, poco dispuesto a revelar el nombre de su hotel.

—No estoy instalado todavía. Será mejor que te llame yo. Vamos a ver las variedades del Empire.

—¡Hombre! Eso sí que me gusta —afirmó Lorraine—. Tengo ganas de ver pasayos, y acróbatas e ilusionistas. Eso es lo que vamos a hacer, Dunc.

—Pero primero tenemos que resolver un asunto —dijo Charlie—. Seguramente os veremos allí.

—Perfectamente, so esnob... Adiós, nena preciosa.

—Adiós —saludó Honoria con toda corrección.

Un encuentro bastante inoportuno. Ellos le admiraban porque era activo, porque era serio; y querían verle porque ahora era más fuerte que ellos, porque necesitaban el sostén de su fortaleza.

En el Empire, Honoria se negó a sentarse sobre el abrigo doblado de su padre. Mostraba ya el orgullo de una persona con sus principios propios e inalienables, y a Charlie cada vez le acuciaba más el deseo de infundirle algo suyo antes de que la niña cristalizara definitivamente. Era imposible conocerla a fondo en un tiempo tan breve.

En el descanso, encontraron a Duncan y Lorraine en el foyer, donde estaba tocando la banda.

—¿Una copa?

—Muy bien, pero no en la barra. La tomaremos en una mesa.

—El padre perfecto.

Mientras escuchaba distraídamente a Lorraine, Charlie observaba los ojos de Honoria, ausentes de la mesa, y los siguió anhelante por todo el salón, preguntándose qué verían. Sus miradas coincidieron y ella sonrió.

—Me ha gustado la limonada —dijo la niña.

Volviendo más tarde para casa en un taxi, Charlie atrajo hacia sí a su hija hasta que la cabeza de la chiquilla descansó en su pecho.

—Pobre hijita mía, ¿sigues acordándote de tu madre?

—Sí, a veces —contestó ella vagamente.

—No quiero que la olvides. ¿Tienes alguna foto de ella?

—Sí, creo que sí. De todos modos, tía Marion la tiene.

—Ella te quería mucho.

—Yo también la quería.

Guardaron silencio unos momentos.

—Papá, yo quiero ir a vivir contigo —dijo ella súbitamente.

El corazón le dio un brinco en el pecho; había deseado que todo sucediera así.

—¿Es que no eres totalmente feliz?

—Sí, pero yo te quiero más que nadie. Y tú me quieres más que nadie, ¿verdad?, ahora que ha muerto mamá...

—Desde luego que sí; pero no siempre me querrás así, hija mía. Crecerás, y conocerás a un chico de tu edad, te casarás con él y olvidarás que tuviste padre.

—Sí, es verdad —afirmó ella tranquilamente.

Charlie no entró en la casa. Volvería luego, a las nueve, y quería mantenerse despejado y lúcido para lo que tenía que decir.

—Cuando estés arriba te asomas a esa ventana.

—Muy bien. Adiós, papá, papá, papá, papá.

Esperó en la calle oscura hasta que apareció ella, cálida y resplandeciente, en la alta ventana, y con los dedos lanzó sus besos hacia la noche.

LE ESPERABAN. Marion, sentada tras el servicio de café, con un decoroso vestido negro que sugería vagamente el luto. Lincoln, paseando por el cuarto con la fogosidad de quien ya ha discutido previamente. Charlie entró en materia casi enseguida:

—Supongo que sabréis por qué he venido en realidad a París.

Marion jugueteó con su collar y frunció el entrecejo.

—Me muero de ganas de tener casa —prosiguió—. Y más todavía de que Honoria me acompañe en ella. Os agradezco que os hicierais cargo de la niña en nombre de su madre, pero las circunstancias han cambiado para mí radicalmente. —Vaciló, continuando después en tono más perentorio—: Quiero pediros que consideréis de nuevo el asunto. Sería tonto negar que hace tres años observaba un comportamiento lamentable...

Marion le miró con ojos glaciales.

—... pero todo aquello pasó. Como os he dicho, llevo más de un año sin tomar más de una copa al día, y esa copa la tomo a propósito para que la idea del alcohol no adquiera proporciones desmesuradas en mi imaginación. ¿Comprendéis la idea?

—No —declaró Marion sucintamente.

—Es una especie de truco. Mantiene las cosas en sus justos límites.

—Ya entiendo —dijo Lincoln—. No quieres admitir que te sigue tentando.

—Algo así. A veces lo olvido y no bebo. Pero me esfuerzo por tomar esa copa. De todos modos, en mi posición no puedo permitirme la bebida. La gente a quien represento está más que satisfecha con mi actuación, y voy a traer a mi hermana de Burlington para que me atienda la casa. Claro, estoy rabiando por tener también a Honoria conmigo. Ya sabéis que ni siquiera cuando su madre y yo no nos llevábamos demasiado bien dejamos nunca que nuestras cosas pudiesen afectar a Honoria. Sé que ella me tiene afecta y yo me considero capaz de ocuparme de ella y... bueno, vosotros diréis. ¿Qué os parece?

Sabía lo que se le venía encima. El vapuleo duraría una hora, dos, pero si adoptaba la actitud inocente del pecador convertido, quizás al final se saliera con la suya.

Procura contenerte, se dijo. Tú no pretendes justificarte. Lo que quieres es a Honoria.

Lincoln fue el primero en hablar:

—No hemos dejado de dar vueltas a este asunto desde que recibimos tu carta el mes pasado. Honoria es una niña encantadora y estamos muy contentos de tenerla con nosotros; pero ese no es el problema, claro...

—¿Cuánto tiempo vas a seguir sin beber, Charlie? —interrumpió Marion.

—Esto es definitivo, espero.

—¿Y quién puede estar seguro de una cosa así?

—Ya sabes que yo nunca había bebido demasiado hasta que abandoné los negocios y me vine aquí sin tener nada que hacer. Después Helen y yo empezamos a...

—No metas a Helen en esto, por favor.

Charlie la miró torvamente; nunca había sabido con certeza hasta qué punto llegaba el afecto mutuo de las dos hermanas.

—Lo de la bebida duró sólo año y medio o cosa así; desde que llegué aquí hasta que me hundí del todo.

—Fue bastante tiempo —dijo ella—. Y yo me debo por completo a Helen. Me esfuerzo por adivinar lo que habría querido ella que yo hiciese. Francamente, desde la noche en que hiciste aquello dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.

—Sí.

—Antes de morir me pidió que cuidase de Honoria. Si no hubieras estado entonces en un sanatorio, las cosas hubiesen sido de otra manera.

No supo qué contestar.

—En mi vida podré olvidar aquella mañana en que Helen llamó a mi puerta, calada hasta los huesos y tiritando, para decirme que no la habías dejado entrar en casa.

Charlie se agarró a los brazos del sillón. Estaba dispuesto a embarcarse en una larga discusión y explicación, pero no dijo más que:

—La noche en que yo le cerré la puerta...

Porque ella le interrumpió tajante:

—No tengo el menor deseo de volver sobre el asunto.

Tras un momento de silencio dijo Lincoln:

—Nos estamos apartando de la cuestión. Tú deseas que Marion renuncie a su tutela legal y te entregue a Honoria. Creo que para ella lo principal es saber si tiene o no confianza en ti.

—No se lo reprocho a Marion —explicó Charlie lentamente—, pero creo que puede tener entera confianza en mí. Hasta hace tres años yo era hombre de antecedentes irreprochables. Desde luego entra dentro de las posibilidades humanas que en algún momento pueda uno errar. Pero si seguimos dejando pasar el tiempo, yo perderé la oportunidad de vivir con Honoria, ahora que todavía es niña, y de tener un hogar. —Meneó la cabeza—. La perderé por completo, ¿no comprendes?

—Sí, lo comprendo —dijo Lincoln.

—¿Por qué no pensaste antes en todo eso? —preguntó Marion.

—Cuando yo consentí en la tutela estaba totalmente derrumbado y los negocios me habían dejado en la ruina. Sabía que había obrado mal, y acepté todo lo que me proponían. Pero ahora es distinto. Voy tirando. Pero si me porto estupendamente, hombre, maldita sea...

Marion le interrumpió:

—No admito expresiones de mal gusto.

El la miró asombrado. Con cada observación se hacía más evidente su hostilidad. Había hecho un muro de todos sus temores frente a la vida, y ese muro era el que ahora interponía entre los dos. Charlie, cada vez más alarmado, consideraba la posibilidad de tener que dejar a Honoria en aquella atmósfera de rencor contra él. Pero supo refrenarse, y no llegó a traslucirse su cólera; había avanzado un paso, ya que Lincoln advirtió lo absurdo del veto de Marion y le preguntó desde cuándo le molestaba lo de «maldita sea».

—Otra cosa —continuó Charlie—: Ahora estoy en condiciones de ofrecerle ciertas ventajas. Voy a contratar en Praga una institutriz francesa. Acabo de alquilar un nuevo apartamento...

Calló, dándose cuenta de que estaba metiendo la pata. No podía esperarse que ellos aceptasen con ecuanimidad el hecho de que sus ingresos hubieran vuelto a ser el doble que los de ellos.

—Supongo que podrás darle más lujos que nosotros —dijo Marion—. Cuando tú te dedicabas a tirar el dinero, nosotros teníamos que mirar hasta el último franco... Es de suponer que vuelvas a las andadas.

—¡Quia! —aseguró él—. Ya he aprendido. Trabajé de firme diez años seguidos, ya sabéis, hasta que tuve suerte en la bolsa, como tantos otros. Me pareció entonces que no tenía por qué seguir trabajando, de modo que lo dejé. No volverá a suceder.

Siguió un largo silencio. Todos tenían los nervios en tensión, y, por primera vez en un año, Charlie sintió necesidad de una copa. Ahora estaba seguro de una cosa: Lincoln Peters deseaba que la niña se fuera con su padre.

Marion de pronto se estremeció; en parte comprendía que Charlie pisaba terreno firme, y con su propio sentir de madre, reconocía lo natural de su deseo; pero había vivido mucho tiempo con un prejuicio fundado en la extraña sensación de que su hermana no era feliz, prejuicio que, en la conmoción de una noche terrible, se trocó en aversión hacia él.

—¡No puedo evitar el pensarlo! —exclamó de repente—. Hasta qué punto fuiste responsable de la muerte de Helen, no lo sé. Habrás de responder ante tu conciencia.

Fue como una descarga eléctrica de alta tensión; por un momento casi se levantó angustiado, con el eco de un son inarticulado en la garganta. Se contuvo un momento, otro momento más...

—Olvídalo —dijo Lincoln con desasosiego—. Yo nunca he creído que fueras tú responsable.

—Helen murió del corazón —afirmó Charlie como en un marasmo.

—Sí, del corazón —recalcó Marion como si la frase tuviese otro significado para ella.

Después, en la calma que siguió a su arrebato, la mujer le observó con más desapasionamiento y reconoció que de algún modo Charlie se había hecho el amo de la situación. Volviendo la mirada a su esposo, no encontró en él apoyo alguno, y sin pensarlo más, como si fuera cosa sin importancia, se dio por vencida.

—¡Haz lo que quieras! —gritó levantándose como por resorte—. Hija tuya es. No soy yo quién para oponerme. Creo que si fuera hija mía hubiese preferido verla... —logró dominarse—. Decididlo vosotros. Yo no puedo hacer nada.

Salió como un cohete de la habitación; al rato dijo Lincoln:

—Ha sido un día muy duro para ella. Ya sabes lo convencida que está de que... —su tono era casi de disculpa—. Cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza...

—Desde luego.

—Todo irá bien. Creo que ella se da cuenta de que ahora puedes ocuparte de la niña, de modo que no podemos oponernos a tus deseos ni a los de Honoria.

—Muchas gracias, Lincoln.

—Voy a ver cómo se encuentra.

—Yo también me voy.

Guando salió a la calle todavía temblaba, pero un paseo por la orilla del río le sosegó, y cuando cruzó el Sena no cabía en sí de júbilo. Pero de regreso en su cuarto no le fue posible dormir. La imagen de Helen le obsesionaba. Helen, a quien tanto había querido hasta que neciamente comenzó a deteriorarse y hacerse jirones el amor que antes les uniera. En aquella terrible noche de febrero que Marion recordaba tan a lo vivo, una pelea sorda se había prolongado varias horas. Ya tuvieron una escena en el Florida, y entonces él trató de llevársela a casa, y Helen besó al joven Webb, que estaba en una mesa... y los comentarios que hizo luego, histérica. Cuando volvió a casa, él solo, cerró la puerta con llave, ciego de ira. ¿Cómo iba a saber que una hora después llegaría ella sola, que habría una borrasca de nieve, y que andaría por la calle, con sus zapatitos de raso, demasiado aturdida para buscar un taxi? Luego vino la segunda parte, el librarse por un milagro de la pulmonía, y todas las horribles consecuencias. Se «reconciliaron», pero fue el principio del fin, y Marion, suponiendo que aquella sería una de las muchas escenas del martirio de su hermana, jamás olvidó.

Con todos estos recuerdos volvió a sentir a Helen más cerca, y en esa luz blanca y suave que se desliza entre el duermevela y las primeras luces del amanecer, se encontró hablando con ella de nuevo. Le dijo Helen que tenía toda la razón en lo de Honoria, y que era su deseo que la niña estuviese con él. Dijo que se alegraba de que se encontrase bien, y de que le fueran bien los negocios. Dijo otras muchas cosas —todas muy propicias—, pero estaba sentada en un columpio con su vestido blanco, y se columpiaba cada vez más aprisa, de forma que al final no pudo oír con claridad lo que decía.

CUANDO DESPERTÓ se sentía feliz. Se habían abierto de nuevo las puertas del mundo. Hizo planes, perspectivas, previsiones, para Honoria y para sí mismo, pero de pronto se sintió triste, al recordar todos los planes que Helen y él hicieron siempre. Ella no había contado con la muerte. Pero lo que importaba era el presente: tener trabajo y un ser querido a quien amar. Aunque no demasiado, porque sabía el daño que un padre puede hacer a una hija, o una madre a un hijo, con un exceso de vinculación y de cariño: luego, en el mundo, la criatura buscaría en su cónyuge la misma ternura ciega, y si no la encontraba, como era probable, se revolvería contra el amor y la vida.

Era otro día resplandeciente, tonificante. Llamó a Lincoln Peters al banco donde trabajaba y le preguntó si podría llevarse a Honoria cuando volviese a Praga. Lincoln convino en que no había razón alguna para demorarlo. Había otra cosa: la tutela legal. Marion deseaba conservarla algún tiempo. El sentir ella que seguía siendo árbitro de la situación un año más suavizaría las cosas. Charlie se mostró de acuerdo; lo único que quería era la niña: la niña visible y tangible.

Almorzó con Lincoln Peters en Griffons, esforzándose por contener su entusiasmo.

—No hay nada como un hijo propio —dijo Lincoln—. Pero comprende tú también los sentimientos de Marion.

Charlie declaró:

—Marion olvida todo lo que trabajé durante siete años. Sólo se acuerda de una noche.

—Otra cosa. —Lincoln vaciló—. Mientras Helen y tú recorríais Europa derrochando el dinero, nosotros nos limitábamos a ir tirando. Creo que Marion veía en ello una especie de injusticia... Al final tú no trabajabas siquiera, y te hacías cada vez más rico.

—Se fue todo tan aprisa como vino —dijo Charlie.

—Sí, la mayor parte del dinero se quedó en manos de los saxos y los maitres de hotel... Vamos, que se acabó la juerga definitivamente. Lo decía sólo por explicar lo que piensa Marion de todos aquellos años locos. Si vienes por casa sobre las seis, ultimaremos los detalles.

De vuelta en el hotel, Charlie encontró una nota remitida desde el bar del Ritz, donde había dejado su dirección con el propósito de localizar a una persona determinada.

Querido Charlie:

Te comportaste de un modo tan raro cuando te vimos el otro día que me pregunto si hice algo que pudiera ofenderte. Si fue así, lo haría sin darme cuenta, La verdad es que he pensado muchísimo en ti el año pasado, y siempre tuve el presentimiento de que si venía aquí te vería. Lo pasamos fenómeno aquella primavera loca, como la noche en que robamos tú y yo el triciclo del carnicero. Todos están hechos unos viejos, de cierto tiempo a esta parte, pero yo no me siento ni pizca de vieja. ¿Podríamos vernos en recuerdo de los viejos tiempos?

En estos momentos tengo una resaca infame, pero esta tarde me encontraré mejor, y te esperaré a las cinco en la bombonería que hay junto al Ritz.

Con todo afecto,

Lorraine

Su primer sentimiento fue de horror al recordar aquello: que él, ya un hombre maduro, hubiese robado un triciclo y pedaleado con Lorraine por toda la Étoile en horas de la madrugada. Era como una pesadilla. El no dejar a Helen entrar en casa era un acto que no admitía parangón con ningún otro de su vida, pero el incidente del triciclo no fue sino uno de tantos. ¿Cuántas semanas o meses de disipación habían sido precisos para llegar a tal estado de completa irresponsabilidad?

Trató de rememorar cómo conoció entonces a Lorraine, tan atractiva; Helen no se sintió con ello muy feliz, pero no dijo nada. La víspera, en el restaurante, Lorraine le había parecido trivial, borrosa, gastada. Decididamente, no tenía la menor intención de volver a verla. Era un alivio, por el contrario, pensar en Honoria; pensar en los domingos que iba a pasar con ella, y en que podría darle los buenos días, por las mañanas, y saber que se encontraba allí, en casa, por las noches, respirando en la oscuridad.

A las cinco tomó un taxi y llevó regalos a todos los Peters: una seductora muñeca de trapo, una caja de soldados romanos, flores para Marion y grandes pañuelos de hilo para Lincoln.

Cuando llegó al apartamento se dio cuenta de que Marion había aceptado ya lo inevitable. Ahora le saludó como a la oveja negra de la familia, más que como a un extraño amenazador. Ya le habían dicho a Honoria que se iba con su padre, y Charlie se alegró de ver el tacto con que la niña disimulaba su desbordante felicidad. Sólo al oído le confió lo feliz que se sentía, y le preguntó que cuándo antes de escabullirse con los demás niños.

Marion y él se quedaron solos un momento en la habitación, y en un impulso Charlie tuvo la osadía de decir:

—Los disgustos familiares son mala cosa. No se ajustan a norma alguna. No son como los dolores o como las heridas; son más bien como grietas en la piel que no pueden cicatrizar por falta de sustancias orgánicas. Quisiera que nos llevásemos mejor tú y yo.

—Algunas cosas son difíciles de olvidar —repuso ella—. Es cuestión de confianza. —No había nada que responder a eso, y por último la mujer se limitó a preguntar—: ¿Cuándo piensas llevártela?

—En cuanto tenga una institutriz. Pasado mañana seguramente.

—Antes del sábado no. Tengo que dejar arregladas sus cosas.

Charlie se mostró de acuerdo. Entró Lincoln en la sala y le ofreció una copa.

—Tomaré mi whisky de todos los días —dijo.

Aquello era cálido, acogedor; era un hogar; seres humanos al calor de una lumbre. Los niños se sentían seguros e importantes; la madre y el padre eran serios, estaban al tanto. Tenían cosas que hacer por los niños. Cosas más importantes que la visita de él a la casa. Una cucharada de medicina importaba más, a fin de cuentas, que la tirantez de relaciones entre Marion y él. No es que fueran rústicos o adocenados, pero estaban muy apegados a la vida común y a sus circunstancias. Se preguntó si no podría hacer algo por liberar a Lincoln de la rutina del banco.

Sonó un prolongado repique del timbre de la puerta; la criada para todo cruzó el salón y salió por el pasillo. Se abrió la puerta por fin, tras un nuevo y prolongado timbrazo, y a poco se oyeron voces, acogidas con indecible asombro por los tres que estaban en el salón. Marion se levantó. La sirvienta se acercaba por el corredor, seguida de cerca por las voces, que un instante después se personificaban en Duncan Schaeffer y Lorraine Quarrles.

Estaban alegres, bulliciosos; estallaban en risas ruidosas. Charlie se quedó atónito un momento, incapaz de comprender cómo habrían podido averiguar la dirección de los Peters.

—¡Aaah! —exclamó Duncan, amonestando picaramente a Charlie con un dedo.

Ambos dejaron escapar otra cascada de risas. Impaciente y perplejo, Charlie les estrechó rápidamente la mano y les presentó a Lincoln y a Marion. Marion les saludó con la cabeza, ahorrando palabras. Dio un paso atrás, hacia la chimenea; su hija se arrimó a su lado, y Marion le pasó un brazo por los hombros.

Con creciente disgusto por la intromisión, Charlie esperó a que se explicaran. Después de concentrarse un poco, Duncan puntualizó:

—Hemos venido para invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que debe acabar de una vez el misterioso asunto de tu dirección.

Charlie se acercó más a ellos, como obligándolos a retroceder por el pasillo.

—Lo siento, pero no me es posible. Decidme dónde vais a estar y yo os telefonearé dentro de media hora.

Sus palabras no surtieron efecto. Lorraine se sentó de golpe en el brazo del sillón, y mirando a Richard gritó:

—¡Huy, qué niño tan guapo! Ven aquí, rico.

Richard echó una ojeada a su madre, pero no se movió. Con un perceptible encogimiento de hombros, Lorraine se volvió hacia Charlie.

—Vamos a cenar —dijo con voz estropajosa de borracha—. Seguro que a tus primos no les importará. Te vemos tan poco... O con tanta etiqueta...

—No puedo —se disculpó Charlie bruscamente—. Id a cenar vosotros y yo os llamaré por teléfono.

La voz de la mujer se hizo de pronto desagradable:

—Está bien. Pero no me he olvidado de una vez que aporreaste mi puerta a las cuatro de la madrugada. Y yo fui lo bastante generosa como para ofrecerte encima una copa. Vamos, Dunc.

Con desesperante lentitud, la expresión estúpida, iracunda, y el paso vacilante, se marcharon por el pasillo.

—Buenas noches —dijo Charlie.

—¡Buenas noches! —recalcó Lorraine, melodramática.

Cuando volvió al salón, Marion no se había movido, pero ahora tenía abrazado a su hijo con el otro brazo.

—¡Qué atropello! —estalló Charlie—. ¡Esto es una verdadera ofensa!

Ninguno de los Peters respondió. Charlie se desplomó en una butaca, tomó su vaso, volvió a dejarlo y explicó:

—Unos tipos a los que hace más de dos años que no veo, y tienen la desfachatez increíble...

Se interrumpió. Marion exhaló una interjección breve, furibunda, se apartó de él con vivo desplante y salió airada de la habitación.

—Niños, ya podéis ir a cenar —ordenó Lincoln, y cuando se fueron, dijo a Charlie—: Esta clase de gente pone a Marion verdaderamente enferma.

—Yo no les dije que viniesen aquí. Habrán sacado vuestra dirección a alguien. Ellos, a sabiendas...

—Bien, esto no arregla las cosas, precisamente. Perdóname un minuto.

Charlie quedó solo, sentado en el sillón como sobre ascuas. En la habitación contigua oía cenar a los niños, hablando con monosílabos, ya olvidados de la escena que se había desarrollado entre los mayores. Escuchó el murmullo de una conversación que procedía de un cuarto más alejado, y llevado del pánico hizo un movimiento instintivo, como para apartarse donde no pudiera llegar a sus oídos.

Al cabo de un rato volvió Lincoln.

—Mira, Charlie. Creo que será mejor dejar la cena para otra ocasión. Marion está indispuesta.

—¿Está enfadada conmigo?

—Algo por el estilo —repuso con cierta rudeza.

—¿Quieres decir que ha cambiado de opinión acerca de Honoria?

—En estos momentos tiene muy exacerbados los ánimos. No lo sé. Llámame al banco mañana.

—Quisiera que le explicases que ni por lo más remoto me figuraba que esa gente pudiera presentarse aquí. Estoy tan disgustado como tú.

—Ahora no podría explicarle nada.

Charlie se levantó. Tomó su abrigo y su sombrero y salió por el pasillo. Abrió luego la puerta del comedor y dijo con voz extraña:

—Buenas noches, pequeños.

Honoria se levantó y dio la vuelta a la mesa para abrazarle y besarle.

—Buenas noches, cariñito mío —dijo él con tono maquinal, y después, tratando de hacer más tierna su voz, como en un intento conciliatorio—: Buenas noches, hijos.

Charlie se fue derecho al bar del Ritz con el furibundo propósito de encontrar a Lorraine y a Duncan, pero no estaban allí, y en cualquier caso, pensó, ya no podía hacer nada. No había tocado la copa que le ofrecieron en casa de los Peters, y ahora pidió un whisky con soda. Paul se le acercó a saludarle.

—Esto ha dado un cambio tremendo —dijo con tristeza—. Venimos a hacer la mitad del negocio que antes. He sabido de muchos que volvieron a los Estados Unidos y lo perdieron todo, si no en el primer golpe, en el segundo. Su amigo George Hardt perdió hasta el último centavo, según me han dicho. ¿Volvió usted a los Estados Unidos?

—No, tengo negocios en Praga.

—Oí decir que perdió usted mucho en la depresión.

Ceñudo, él confesó:

—En efecto, pero perdí todo lo que más quería en los buenos tiempos.

Volvió a él el recuerdo de aquellos días como una pesadilla: las gentes que conocieron de paso en sus viajes; gentes incapaces de hacer una suma ni de decir una frase coherente. El infeliz con quien Helen se avino a bailar en la fiesta del barco, y que la insultó a cuatro pasos de la mesa; las mujeres y las chicas a quien sacaban por fuerza de los lugares públicos, chillando como histéricas, víctimas de la bebida o de las drogas...

...Los maridos que dejaban a sus mujeres en la calle, con toda la nieve, porque la nieve del veintinueve no era de verdad. Si no querías que fuera nieve, bastaba con pagar.

Se dirigió al teléfono y llamó a Lincoln.

—Te llamo porque no puedo quitármelo de la cabeza. ¿Ha dicho Marion algo definitivo?

—Marion está enferma —respondió brevemente Lincoln—. Ya sé que todo eso, al fin y al cabo, no es culpa tuya, pero tampoco puedo consentir que cause a Marion un trastorno. Me temo que vamos a tener que dejarlo por unos seis meses; no puedo exponerme a que caiga de nuevo en este estado.

—Comprendo.

—Lo siento, Charlie.

Volvió a su mesa. Su vaso de whisky estaba vacío, pero negó con la cabeza cuando Alix lo señaló con un gesto interrogante. No le quedaba más que hacer sino enviarle a Honoria algunas cosas; al día siguiente le mandaría un montón de regalos. Reflexionó con bastante amargura que al fin y al cabo era cuestión de dinero, sólo de dinero... y había dado dinero a tanta gente...

—No, ya no más —dijo a otro camarero—. ¿Qué le debo?

Algún día volvería; no podrían hacérselo expiar eternamente. Pero él quería a su hija, y aparte de eso ninguna otra consideración tenía mayor importancia. Ya no era joven para alimentar un mundo de bellos pensamientos y ensueños. Estaba absolutamente seguro de que Helen hubiese querido que no estuviera tan solo.

Antología de la novela corta universal
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