OSCAR WILDE - EL PRÍNCIPE FELIZ

OSCAR WILDE

IRLANDA

OSCAR WILDE 1854-1900 De joven era bien conocido en los círculos literarios de Londres por su ingenio y su excentricidad. Gozaba de algún éxito como poeta y conferenciante, pero no conoció la fama hasta la publicación de la novela El retrato de Dorian Gray. Más tarde fue condenado a dos años de prisión por atentar contra la moral pública. Cuando salió de la cárcel adoptó un nuevo nombre y se trasladó a Francia, donde moriría en París.

MUY POR encima de la ciudad, sobre una elevada columna, alzábase la estatua del Príncipe Feliz. Todo él estaba revestido de finas hojas de oro puro, tenía por ojos dos zafiros refulgentes, y en la empuñadura de su espada relucía un enorme rubí rojo. Era en verdad muy admirado.

«Es hermoso como una veleta», comentó uno de los Concejales, que deseaba adquirir fama de tener gustos artísticos; «sólo que no es tan útil», añadió, temeroso de que la gente pudiera pensar de él que no era hombre práctico cuando en realidad lo era.

«¿Por qué no serás como el Príncipe Feliz?», preguntaba una madre sensata a su hijito, que lloraba pidiendo la luna. «Al Príncipe Feliz jamás se le ocurriría llorar por nada».

«Me alegro de que haya alguien en el mundo que sea completamente feliz», murmuraba un hombre desengañado mientras contemplaba la maravillosa estatua.

«Parece un ángel», decían los Niños del Orfanato cuando salían de la catedral con sus alegres capas de color escarlata y sus limpios delantales blancos.

«¿Cómo lo sabéis», preguntó el Maestro de Matemáticas, «si nunca habéis visto uno?»

«¡Ah!, pero lo hemos visto en nuestros sueños», respondieron los niños; y el Maestro de Matemáticas frunció el ceño con aspecto severo, pues no aprobaba que los niños soñasen.

Una noche voló sobre la ciudad un pequeño Vencejo. Sus amigos se habían ido a Egipto seis semanas antes, pero él había quedado atrás porque estaba enamorado de la más hermosa de las Cañas. La conoció a principios de la primavera, cuando volaba río abajo persiguiendo a una gran falena amarilla, y se sintió tan atraído por su esbelto talle que se detuvo a hablar con ella.

«¿Quieres ser mi novia?», preguntó el Vencejo, a quien gustaba ir al grano en seguida, y la Caña le hizo una profunda reverencia.

Entonces voló en torno de ella, rozando el agua con las alas, rizando la superficie con ondas de plata. Era esta su forma de cortejar, y duró todo el verano.

«Es un noviazgo ridículo», gorjearon los demás Vencejos; «ella no posee dinero, y en cambio tiene demasiados parientes».

Y en verdad el río estaba completamente lleno de Cañas. Luego, cuando llegó el otoño, se fueron todos los Vencejos.

Después de su marcha se sintió muy solo, y empezó a cansarse de su amada.

«No tiene conversación», dijo, «y me temo que es coqueta, pues siempre está flirteando con el viento». Y, efectivamente, en cuanto soplaba el viento la Caña empezaba a hacer las más garbosas reverencias. «Reconozco que es casera», prosiguió, «pero a mí me encanta viajar, y a mi esposa, por consiguiente, también deben gustarle los viajes».

«¿Quieres venir conmigo?», le preguntó finalmente, pero la Caña negó con la cabeza, tan ligada se sentía a su hogar.

«Has estado burlándote de mí», se lamentó. «Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!», y emprendió el vuelo.

Voló durante todo el día, y ya anochecido llegó a la ciudad. «¿Dónde me. hospedaré?», se dijo. «Confio en que la ciudad haya hecho preparativos».

Entonces vio la estatua sobre la alta columna.

«Me hospedaré allí», exclamó; «el lugar está magníficamente situado, y hay aire puro en abundancia».

De modo que se posó justamente entre los pies del Príncipe Feliz.

«Tengo una alcoba dorada», se dijo en voz baja mientras miraba en torno suyo y se disponía a dormir; pero en el preciso momento en que metía la cabeza bajo el ala cayó sobre él una gran gota de agua.

«¡Qué cosa tan curiosa!», exclamó; «no hay una sola nube en el cielo, las estrellas lucen claras y brillantes, y sin embargo está lloviendo. El clima del norte de Europa es verdaderamente horroroso. A la Gaña solía gustarle que lloviera, pero era meramente por egoísmo».

Entonces cayó otra gota.

«¿Para qué sirve una estatua si no es capaz de proteger de la lluvia?», se dijo; «tengo que buscar una buena caperuza de chimenea», y decidió emprender de nuevo el vuelo.

Pero antes de que abriera las alas cayó sobre él una tercera gota, y al mirar hacia arriba, vio... ¡Ah!, ¿qué es lo que vio?

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las doradas mejillas. Su rostro era tan hermoso a la luz de la luna que el pequeño Vencejo sintió una profunda compasión.

«¿Quién eres?», preguntó.

«Soy el Príncipe Feliz».

«¿Y por qué lloras entonces?», inquirió el Vencejo. «Me has puesto hecho uña sopa».

«Guarido yo estaba vivo y tenía un corazón humano», contestó la estatua, «no sabía lo que eran las lágrimas, pues vivía en el palacio de Sans-Souci, donde no se permite entrar a la tristeza. Durante el día jugaba con mis compañeros en los jardines, y por la noche abría el baile en el Gran Salón. El jardín estaba cercado por un muro altísimo, pero tan bello era todo cuanto me rodeaba que nunca sentí deseos de preguntar qué había al otro lado. Mis cortesanos llamábanme el Príncipe Feliz, y verdaderamente lo era, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí. Y ahora que estoy muerto me han instalado aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón es de plomo, no puedo menos de llorar».

«¡Cómo! ¿No es todo él de oro macizo?», se dijo el Vencejo, que era demasiado educado para hacer cualquier observación personal en alta voz.

«Allá lejos», prosiguió la estatua en voz baja y musical, «muy lejos, en una callejuela, hay una pobre casucha. Una de las ventanas está abierta, y a través de ella distingo a una mujer sentada a una mesa. Tiene el rostro flaco y ajado y las manos bastas y coloradas, llenas de pinchazos de aguja, pues es costurera. Está bordando pasionarias en un vestido de raso que ha de lucir la más bella de las doncellas de honor de la Reina en el próximo baile de la corte. En un rincón del cuarto su niñito yace enfermo en la cama. Tiene fiebre y está pidiendo naranjas. Su madre no puede darle sino agua del río, y por eso llora la criatura. Vencejo, Vencejo, Vencejito, ¿no quieres llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal y no puedo moverme».

«Me esperan en Egipto», repuso el Vencejo. «Mis amigos vuelan Nilo arriba y Nilo abajo, y charlan con las grandes flores de loto. Pronto se irán a dormir en la tumba del gran Rey. El Rey está allí en su ataúd pintado, envuelto en lienzos amarillos y embalsamado con especias. Alrededor del cuello lleva una cadena de jade verde pálido, y sus manos son cual hojas secas».

«Vencejo, Vencejo, Vencejito», dijo el Príncipe, «¿no quieres quedarte conmigo una noche y ser mi mensajero? ¡Está tan sediento el niño, y la madre tan triste!»

«Me temo que no me gustan los niños», replicó el Vencejo. «El verano pasado, cuando volaba sobre el río, dos groseros arrapiezos, los hijos del molinero, se pasaban el día tirándome piedras. Nunca me acertaron, claro; nosotros los Vencejos volamos demasiado bien, y además yo desciendo de una familia famosa por su agilidad; pero aun así era una falta de respeto».

Mas el Príncipe Feliz parecía tan triste que el Vencejo sintió lástima.

«Aquí hace mucho frío», dijo, «pero me quedaré contigo esta noche y seré tu mensajero».

«Gracias, Vencejito», dijo el Príncipe.

De suerte que el Vencejo sacó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, se fue volando sobre los tejados de la ciudad.

Pasó junto a la torre de la catedral, donde estaban esculpidos los blancos ángeles de mármol. Pasó junto al palacio y oyó sones de danzas. Una hermosa doncella salió al balcón con su galán, y este le dijo:

«¡Qué maravillosas son las estrellas, y cuán maravilloso es el poder del amor!»

«Confío en que me hagan a tiempo el vestido para el baile de la corte», respondió ella. «He encargado que vaya recamado de pasionarias, pero las costureras son tan perezosas...»

Sobrevoló el río y vio los faroles colgados en los mástiles de los barcos. Sobrevoló el ghetto y vio a los viejos judíos regateando y pesando las monedas en balanzas de cobre. Por fin llegó a la pobre casucha y se asomó al interior. El niño se agitaba febrilmente en la cama, y la madre se había quedado dormida, tan grande era su cansancio. Entró a saltitos y dejó el gran rubí sobre la mesa, junto al dedal de la mujer. Luego revoloteó suavemente en torno a la cama, abanicando con sus alas la frente del niño.

«¡Qué fresco me siento!», dijo el chico. «Debo de estar poniéndome mejor». Y se sumió en un sueño delicioso.

Entonces el Vencejo regresó junto al Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

«Es curioso», observó, «pero ahora me siento muy caliente, a pesar del frío que hace».

«Eso es porque has hecho una buena acción», dijo el Príncipe.

Y el Vencejito se puso a pensar, y no tardó mucho en quedarse dormido. Siempre le ocurría lo mismo cuando pensaba.

Al romper el día voló hacia el río y se dio un baño.

«¡Qué fenómeno tan notable!», comentó el Catedrático de Ornitología cuando pasaba por el puente. «¡Un vencejo en invierno!»

Y escribió una larga carta sobre lo que había visto al periódico local. Todo el mundo habló de ella, pues estaba repleta de palabras que nadie entendía.

«Esta noche me voy a Egipto», dijo el Vencejo, y la perspectiva le puso de buen humor.

Visitó todos los monumentos públicos y descansó un largo rato en la cúspide de la aguja de la iglesia. Dondequiera que iba los Gorriones gorjeaban y se decían unos a otros: «¡Qué forastero tan distinguido!», con lo cual él gozaba mucho.

Cuando salió la luna volvió para despedirse del Príncipe Feliz.

«¿Tienes algún encargo para Egipto?», le preguntó. «Voy a emprender el vuelo».

«Vencejo, Vencejo, Vencejito», dijo el Príncipe, «¿no quieres quedarte conmigo una noche más?»

«Me esperan en Egipto», repuso el Vencejo. «Mañana mis amigos volarán hacia la Segunda Catarata. El hipopótamo se acuesta allí entre los juncos, y el Dios Memnón ocupa un gran trono de granito. Durante toda la noche contempla las estrellas, y cuando sale el lucero del alba lanza un grito de alegría y luego se queda silencioso. A mediodía los rubios leones acuden a la orilla para beber. Sus ojos semejan verdes berilos, y su rugido es más fuerte que el rugido de la catarata».

«Vencejo, Vencejo, Vencejito», dijo el Príncipe, «muy lejos, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre un escritorio cubierto de papeles, y a su lado, en un cubilete, hay un ramillete de violetas marchitas. Tiene el cabello crespo y castaño, los labios rojos como una granada y ojos grandes y soñadores. Está tratando de terminar una obra para el Director del Teatro, pero tiene demasiado frío para seguir escribiendo. No hay fuego en la parrilla, y el hambre le hace desfallecer».

«Me quedaré contigo una noche más», dijo el Vencejo, que en el fondo tenía buen corazón. «¿Quieres que le lleve otro rubí?»

«¡Pobre de mí! Ya no tengo más rubíes», dijo el Príncipe. «Mis ojos son todo lo que me queda. Son unos zafiros muy raros, traídos de la India hace mil años. Arráncame uno y llévaselo al joven. Se lo venderá al joyero, y así podrá comprar leña y terminar su obra».

«Querido Príncipe», repuso el Vencejo, «no puedo hacer lo que me pides», y se echó a llorar.

«Vencejo, Vencejo, Vencejito», dijo el Príncipe, «haz lo que te ordeno».

De suerte que el Vencejo arrancó el ojo al Príncipe y voló hasta la buhardilla del estudiante. No le fue difícil entrar, pues había un agujero en el tejado, y por él se coló como una saeta. El joven tenía la cabeza oculta entre las manos, de modo que no oyó el aleteo del pájaro, y cuando levantó la vista descubrió el hermoso zafiro sobre las mustias violetas.

«Empiezan a estimarme», exclamó. «Esto me lo envía algún admirador entusiasta. Ahora puedo terminar mi obra». Parecía completamente feliz.

Al día siguiente el Vencejo fue volando hasta el puerto. Se posó sobre el mástil de un gran bajel y se puso a contemplar a los marineros que sacaban de la bodega grandes cajas izándolas con cuerdas.

«¡Ahéee... arriba!», gritaban cada vez que subían una caja.

«¡Me voy a Egipto!», gritó el Vencejo, pero nadie le prestó atención, y cuando salió la luna regresó junto al Príncipe Feliz.

«He venido a decirte adiós».

«Vencejo, Vencejo, Vencejito», dijo el Príncipe, «¿no quieres quedarte conmigo una noche más?»

«Ya estamos en invierno», repuso el Vencejo, «y pronto llegará la fría nieve. En Egipto el sol calienta las verdes palmeras, y los cocodrilos, tumbados en el cieno, miran perezosamente en torno suyo. Mis compañeros están construyendo nidos en el Templo de Baalbec, y las tórtolas rosadas y blancas los contemplan y se arrullan. Querido Príncipe, debo dejarte, pero nunca te olvidaré; y la primavera próxima te traeré dos preciosas joyas para reemplazar las que has regalado. El rubí será más rojo que una rosa encarnada y el zafiro será tan azul como el inmenso océano»,

«Ahí abajo en la plaza», dijo el Príncipe Feliz, «hay una pequeña vendedora de fósforos. Se le han caído al arroyo y se han echado a perder. Su padre la pegará si no lleva a casa algún dinero, y por eso llora. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita está descubierta. Arráncame el otro ojo y dáselo; así no la pegará su padre».

«Me quedaré contigo una noche más, pero no puedo arrancarte el ojo. Entonces te quedarías completamente ciego».

«Vencejo, Vencejo, Vencejito», dijo el Príncipe, «haz lo que te ordeno».

De modo que arrancó al Príncipe el otro ojo y descendió como una flecha. Salió del picado al llegar junto a la cerillera y le deslizó la joya en la palma de la mano.

«¡Qué cristal tan bonito!», exclamó gozosa la niña, y echó a correr camino de su casa.

Entonces el Vencejo retornó junto al Príncipe.

«Ahora estás ciego», dijo, «así que me quedaré contigo para siempre».

«No, Vencejito», repuso el pobre Príncipe; «debes irte a Egipto».

«Permaneceré siempre contigo», dijo el Vencejo, y se dispuso a dormir a los pies del Príncipe.

Durante todo el día siguiente estuvo posado sobre el hombro del Príncipe y le contó historias de lo que había visto en tierras remotas. Le habló de los ibis rojos, que forman largas hileras en las márgenes del Nilo y capturan carpas doradas con el pico; de la Esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; de los mercaderes, que caminan lentamente junto a sus camellos y llevan cuentas de ámbar en las manos; del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran trozo de cristal de roca; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y tiene a su servicio veinte sacerdotes que la alimentan con pastelillos de miel; y de los pigmeos que navegan en un lago enorme sobre anchas hojas planas y que están en constante guerra con las mariposas.

«Querido Vencejito», dijo el Príncipe, «me cuentas historias maravillosas, pero más maravilloso que cualquier otra cosa es el sufrimiento de hombres y mujeres. No existe mayor Misterio que la Miseria. Vuela sobre mi ciudad y cuéntame lo que veas».

Así pues, el Vencejo voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos divirtiéndose en sus hermosas mansiones, mientras los mendigos se acurrucaban a sus puertas. Voló entre sombríos callejones, y vio los pálidos rostros de criaturitas hambrientas que miraban con indiferencia las lóbregas calles. Bajo la arcada de un puente dos chiquillos yacían abrazados para darse calor mutuamente. «¡Qué hambre tenemos!», decían, pero el vigilante nocturno les gritó: «No podéis pernoctar ahí», y salieron a vagar sin rumbo bajo la lluvia.

Entonces regresó y contó al Príncipe lo que había visto.

«Estoy cubierto de oro puro», dijo el Príncipe. «Tienes que desprenderlo hoja por hoja y dárselo a mis pobres; los seres humanos creen que el oro puede hacerles felices».

El Vencejo arrancó hoja tras hoja de oro puro, hasta que el Príncipe Feliz se quedó completamente gris y desvaído. Llevó a los pobres hoja tras hoja de oro puro, y los semblantes de los niños se volvían más sonrosados, y reían y jugaban en las calles. «¡Ahora tenemos pan!», gritaban.

Luego llegó la nieve, y después de la nieve el hielo. Las calles parecían cubiertas de plata, tal era su resplandor. Largos carámbanos cual dagas de cristal pendían de los aleros de las casas; todo el mundo iba envuelto en pieles, y los niños llevaban capas de color grana y patinaban sobre el hielo.

Aunque el pobre Vencejito sentía cada vez más frío, no quiso abandonar al Príncipe, pues le tenía un gran cariño. Picoteaba migajas a la puerta de la tahona cuando el panadero no miraba, y trataba de conservar el calor batiendo las alas.

Pero al fin comprendió que iba a morir. Tan sólo tuvo fuerzas para volar una vez más hasta el hombro del Príncipe.

«¡Adiós, querido Príncipe!», susurró. «¿Me permites que te bese la mano?»

«Me alegro de que te vayas por fin a Egipto, Vencejito», contestó el Príncipe; «te has quedado aquí demasiado tiempo. Pero debes besarme en los labios, pues yo te quiero».

«No es a Egipto adonde voy», dijo el Vencejo. «Voy a la Gasa de la Muerte. La Muerte es la hermana del Sueño, ¿no es así?»

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerto a sus pies.

En aquel momento resonó en el interior de la estatua un extraño crujido, como si algo se hubiera roto. La realidad era que el corazón de plomo se había partido en dos. Ciertamente la helada era espantosa.

Al día siguiente, muy de mañana, el Alcalde paseaba por la plaza en compañía de los Concejales. Cuando llegaron a la altura de la columna, levantó la vista hacia la estatua.

«¡Válgame Dios!», dijo. «¡Qué aspecto tan zarrapastroso tiene el Príncipe Feliz!»

«¡Qué zarrapastroso, verdaderamente!», exclamaron los Concejales, que siempre estaban de acuerdo con el Alcalde; y todos subieron a la columna para verlo de cerca.

«El rubí se ha caído de la espada, los ojos han desaparecido, y no queda rastro del oro», dijo el Alcalde. «La verdad es que casi parece un mendigo».

«Casi parece un mendigo», repitieron los Concejales.

«¡Y hay un pájaro muerto a sus pies!», prosiguió el Alcalde. «Debemos publicar un bando prohibiendo que los pájaros vengan a morir aquí».

Y el Secretario del Ayuntamiento tomó nota de la sugerencia.

De modo que derribaron la estatua del Príncipe Feliz. «Como ya no es bella ha dejado de ser útil», declaró el Catedrático de Arte de la Universidad.

Luego fundieron la estatua en un horno, y el Alcalde convocó una sesión de la Corporación Municipal para decidir lo que debía hacerse con el metal.

«Debemos erigir otra estatua, claro está», dijo «y será la mía».

«La mía», repitió cada uno de los Concejales, y empezaron a discutir. La última vez que supe de ellos seguían discutiendo.

«¡Qué cosa tan extraña!», dijo el capataz de la fundición. «Este corazón roto de plomo no se derrite en el horno. Habrá que tirarlo».

De suerte que lo arrojaron a un montón de basura donde también yacía el Vencejo muerto.

«Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad», dijo Dios a uno de sus Angeles; y el Angel le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto.

«Has escogido con acierto», dijo Dios, «pues en mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará por siempre, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz me alabará eternamente».

Antología de la novela corta universal
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