CARSON McCULLERS - DILEMA DOMESTICO

CARSON McCULLERS

ESTADOS UNIDOS

CARSON McCULLERS 1917-1967 Su apellido de soltera era Smith. Nació en Columbus (Georgia), donde pasó la niñez y los primeros años de adolescencia. Estudió en las universidades de Columbia y Nueva York, y cuando tenía veinte años, se casó con Reeves McCullers. En 1940 publicó su primera novela, que relata las vidas de una serie de tipos sureños de humilde condición social, con la que obtuvo un gran triunfo. No menos clamoroso fue el éxito que logró The member of the wedding, otra novela suya, que ella misma adaptó para el teatro y que se estrenó en Nueva York y más tarde en Londres.

LOS JUEVES Martin Meadows salía de la oficina lo bastante temprano para coger el primer autobús expreso que le llevara a casa. Era la hora en que el resplandor malva del anochecer palidecía en las calles cubiertas de nieve derretida, pero cuando el autobús salía de la estación terminal, las luces de la ciudad iluminaban ya la noche. Los jueves la criada disfrutaba de medio día de asueto, y a Martin le gustaba llegar a casa lo más pronto posible, pues desde hacía un año su mujer no se encontraba... bien. Aquel jueves se sentía muy cansado y, con la esperanza de que ningún viajero de los que utilizaban regularmente la línea le escogiera para charlar, fijó su atención en el periódico hasta que el autobús hubo cruzado el puente de George Washington. Una vez en la carretera 9-W, a Martin siempre le parecía que ya había hecho la mitad del viaje y respiraba profundamente, convencido de que estaba respirando el aire del campo, incluso con tiempo frío, cuando sólo una leve corriente surcaba el aire lleno de humo del autobús. Generalmente, al llegar a este punto se distraía su ánimo y empezaba a pensar con agrado en su hogar. Pero en este último año la cercanía sólo le hacía experimentar cierta tensión, y no sentía impaciencia por llegar al fin de la jornada. Aquella noche Martin mantenía la cara pegada a la ventanilla y contemplaba los yermos campos y las luces solitarias de los caseríos próximos a la carretera. Una luna pálida brillaba sobre la tierra oscura y sobre la nieve tardía y esponjosa que cubría algunas extensiones de terreno; a Martin, aquella noche, la campiña le parecía enorme y en cierto modo desolada. Cogió el sombrero de la red del equipaje y se metió el periódico doblado en el bolsillo del abrigo unos minutos antes de tirar del cordón para que se detuviera el vehículo.

La casita estaba a una manzana de la parada del autobús, cerca del río aunque no en la orilla misma; desde la ventana del cuarto de estar se veía el Hudson al otro lado de la calle y del jardín de enfrente. La casita era moderna, casi demasiado blanca y nueva para la angosta parcela de jardín. En verano la hierba era suave y brillante, y Martin cuidaba esmeradamente un arriate de flores y un espaldar de rosas. Pero durante los meses fríos, con la tierra en barbecho, el jardín estaba yermo y la casita parecía desnuda. Aquella noche estaban encendidas las luces de todas las habitaciones, y Martin aceleró el paso por el sendero. Se detuvo ante los escalones de la entrada para apartar una carretilla que estorbaba el paso.

Los niños se encontraban en el cuarto de estar, tan absortos en sus juegos que al principio no se dieron cuenta de que habían abierto la puerta de entrada. Martin permaneció de pie contemplando a sus hijos, hermosos y saludables. Habían sacado los adornos de Navidad del cajón inferior del escritorio. Andy se las había arreglado para enchufar las luces del árbol navideño, y las bombillas verdes y rojas resplandecían con alborozo intempestivo sobre la alfombra del cuarto de estar. En aquel momento estaba tratando de enjaezar el caballo de madera de Marianne con el flexible de las luces. Marianne, sentada en el suelo, estaba arrancándole las alas a un ángel. Los niños le hicieron un estruendoso recibimiento. Martin levantó a la nena gordita hasta la altura de su hombro y Andy se abalanzó contra las piernas de su padre.

—¡Papá, papá, papaíto!

Martin dejó cuidadosamente a la pequeña en el suelo y balanceó a Andy unas cuantas veces como si fuera un péndulo. Luego recogió el flexible del árbol de Navidad.

—¿Qué hacen aquí todos estos chismes? Ayudadme a guardarlos otra vez en el cajón. No debes jugar con el enchufe de la luz. Recuerda que ya te lo he advertido varias veces. Hablo en serio, Andy.

El arrapiezo, de seis años de edad, asintió con la cabeza y cerró el cajón del escritorio. Martin acarició su rubio y suave cabello, y su mano se detuvo con ternura en la frágil nuca del niño.

—¿No has cenado todavía, pirata?

—Dolía. La tostada estaba muy caliente.

La nenita tropezó en la alfombra y, pasada la primera sorpresa de la caída, empezó a llorar; Martin la levantó y se la llevó en brazos a la cocina.

—Oye, papá —decía Andy—. La tostada...

Emily no se había molestado en poner el mantel para servir la cena a los niños. Había dos platos con los restos de comida y vasos de plata con asa que habían contenido leche. Había también una fuente de tostadas con canela, todas intactas excepto una a la que faltaba un mordisco. Martin olfateó esta última y la mordisqueó cautelosamente. Luego la arrojó al cubo de la basura.

—Uf... puag... ¡qué asco!

Emily había confundido el bote de pimentón con el de canela.

—Pude haberme quemado —dijo Andy—. Bebí agua y corrí afuera y abrí la boca. Marianne no comió una.

—Ninguna —corrigió Martin. Permaneció desvalido, mirando a su alrededor las paredes de la cocina—. Bueno, ¡qué le vamos a hacer! —dijo finalmente—. ¿Dónde está vuestra madre?

—Está arriba, en vuestro cuarto.

Martin dejó a los niños en la cocina y subió a ver a su esposa. Al llegar ante la puerta de la habitación se detuvo un momento para calmar su cólera. Luego entró sin llamar, y una vez dentro cerró la puerta tras él.

Emily estaba sentada en la mecedora junto a la ventana de la habitación, que era muy agradable. Cuando Martin entró, dejó apresuradamente un vaso en el suelo, detrás de la mecedora. Tenía un aspecto azarado y culpable que trató de disimular con una apariencia de vivacidad.

—¡Oh, Martin! ¿Ya estás de vuelta? El tiempo se me ha pasado sin sentir. Precisamente ahora iba a bajar.

Se acercó a él haciendo eses y le besó. El aliento le olía fuertemente a jerez. Como él no le devolviese el beso, Emily retrocedió un paso y dijo con una risita nerviosa:

—¿Qué te pasa que te has quedado ahí plantado como un pasmarote? ¿Te pasa algo?

—¿Que si me pasa algo a mí? —Martin se inclinó sobre la mecedora y recogió el vaso del suelo—. Si tan siquiera te dieses cuenta de lo asqueado que estoy... de lo malo que es esto para todos nosotros.

Emily le contestó con ese tono falso y trivial que ya se había hecho tan familiar para él. En tales ocasiones adoptaba a menudo un ligero y afectado acento inglés, imitando tal vez a alguna actriz a la que admiraba.

—No tengo la más remota idea de lo que quieres decir. A menos que te refieras al vaso que utilizo para tomar un sorbo de jerez. Tomé un dedito nada más... quizá dos. Pero dime, por favor, ¿qué tiene eso de malo? Estoy perfectamente bien. Perfectamente bien.

—Eso salta a la vista.

Emily se dirigió al cuarto de baño andando con cuidadosa gravedad. Abrió el grifo del agua fría y se roció la cara con las manos. Luego se secó con la punta de una toalla de baño. Tenía un rostro joven e inmaculado, de delicadas facciones.

—Precisamente iba a bajar ahora mismo para hacer la cena. —Se tambaleó y tuvo que sujetarse al marco de la puerta para recuperar el equilibrio.

—Yo me ocuparé de la cena. Tú quédate aquí. Yo te la subiré.

—De ninguna manera. ¿Cómo se te ha podido ocurrir una cosa así?

—Por favor —dijo Martin.

—Déjame en paz. Estoy perfectamente. Estaba a punto de bajar...

—Haz lo que te digo.

—Que lo haga tu abuela.

Se dirigió tambaleante hacia la puerta, pero Martin la cogió por el brazo.

—No quiero que los niños te vean en ese estado. Sé razonable.

—¡En ese estado! —Emily se soltó de un tirón. Alzó la voz, indignada—. ¡De modo que porque he tomado esta tarde un par de copas de jerez estás tratando de hacer ver que soy una borracha! ¡En ese estado! ¡Si ni siquiera pruebo el whisky! Lo sabes muy bien. Ni me emborracho con aguardiente en los bares. Ya quisieras tú poder decir otro tanto. Ni siquiera tomo un coctel a la hora de cenar. Sólo una copa de jerez de vez en cuando. ¿Quieres decirme qué tiene eso de malo? ¡En ese estado!

Martin buscó palabras para calmar a su mujer.

—Cenaremos tranquilamente aquí arriba, los dos solos. Pórtate bien.

Emily se sentó en el borde de la cama y él abrió la puerta para salir rápidamente.

—Volveré en un periquete —dijo.

Mientras se atareaba abajo preparando la cena se perdió en conjeturas, haciéndose la habitual pregunta de cómo había surgido aquel problema en su hogar. El mismo había disfrutado siempre con una buena copa. Cuando aún vivían en Alabama tomaban bebidas fuertes o cocteles como la cosa más natural. Durante años habían bebido una o dos copas —incluso hasta tres— antes de cenar, y otra bien generosa a la hora de acostarse. En las noches víspera de fiesta se alegraban y hasta se embriagaban un poco. Pero el alcohol nunca le había parecido un problema, aunque sí un gasto molesto que, al aumentar la familia, apenas podían permitirse. Sólo después de que su empresa le trasladara a Nueva York se dio cuenta Martin de que su mujer estaba bebiendo demasiado, de que empinaba el codo durante el día.

Admitido el conflicto, trató de analizar la fuente del mismo. El traslado de Alabama a Nueva York la había perturbado en cierto modo; acostumbrada a la cálida pereza de una pequeña ciudad sureña, a vivir en el seno de la familia, rodeada de primos y amigos de la infancia, no había logrado adaptarse a las costumbres más estrictas y solitarias de los estados del Norte. Los deberes que le imponían la maternidad y el manejo de la casa le resultaban molestos. En su añoranza de Paris City, no fue capaz de hacer amistades en las afueras de la gran ciudad. Sólo leía revistas y novelas policíacas. Su vida interior era insuficiente sin el artificio del alcohol.

Las revelaciones de incontinencia socavaron insidiosamente el concepto previo que Martin tenía de su mujer. Hubo tiempos de inexplicable malevolencia, tiempos en los que la mecha del alcohol provocó una explosión de cólera indecorosa. Latente en Emily, Martin encontraba una vulgaridad que contradecía su natural sencillez. Mentía acerca de la bebida y le engañaba con insospechadas estratagemas.

Y entonces ocurrió un accidente. Hacía cosa de un año, al volver del trabajo por la tarde, fue recibido con grandes gritos que venían del cuarto de los niños. Encontró a Emily con la pequeña, mojada y desnuda, en brazos. Al sacarla del baño la había dejado caer, y el frágil cráneo de la niña había chocado contra el borde de la mesa, de modo que un hilo de sangre empapaba el finísimo cabello. Emily estaba ebria y sollozaba. Martin, al tiempo que mecía a su hijita herida, tan infinitamente preciada en aquel momento, tuvo una aterradora visión del futuro.

Al día siguiente Marianne ya estaba bien. Emily juró que nunca volvería a probar el alcohol, y durante algunas semanas permaneció sobria, indiferente y deprimida. Luego, gradualmente, empezó a beber, no whisky o ginebra, sino cerveza, jerez o licores exóticos; en una ocasión el marido descubrió una sombrerera llena de botellas vacías de crema de menta. Entonces Martin encontró una doncella de confianza que sabía llevar la casa con gran competencia. Virgie era también de Alabama, y Martin nunca se atrevió a decirle a Emily la tarifa de salarios habitual en Nueva York. Emily bebía ahora a escondidas, antes de que su marido volviera a casa. Generalmente los efectos eran casi imperceptibles: cierta flojera de movimientos o pesadez en los párpados. Los casos de irresponsabilidad, como el de la tostada con pimentón, eran raros, y Martin podía desechar sus preocupaciones cuando Virgie estaba en casa. No obstante, la ansiedad estaba siempre latente, la amenaza de un desastre indefinido no le abandonaba nunca.

—¡Marianne! —llamó Martin, pues el recuerdo de lo sucedido suscitaba en él la necesidad de tranquilizarse.

La nenita, no menos preciada a los ojos de su padre por el hecho de no estar ya contusionada, entró en la cocina con su hermano. Martin continuó preparando la cena. Abrió una lata de sopa y puso dos chuletas en la sartén. Luego se sentó junto a la mesa e hizo cabalgar a Marianne sobre sus rodillas. Andy los observaba hurgándose el diente que tenía suelto desde el principio de la semana.

—¡Andy, el caramelero! —dijo Martin—. ¿Todavía tienes ese bicharraco en la boca? Acércate, deja que papá eche una ojeada.

—Tengo un cordel para arrancármelo. —El chico sacó del bolsillo un hilo enmarañado—. Virgie dice que lo ate al diente y que ate el otro extremo al tirador de la puerta y luego la cierre de golpe.

Martin sacó un pañuelo limpio y palpó cuidadosamente el diente.

—Ese diente saldrá de la boca de mi Andy esta misma noche. Si no, me temo muchísimo que tendremos un árbol dental en la familia.

—¿Un qué?

—Un árbol dental —repitió Martin—. Morderás cualquier cosa y te tragarás ese diente. Y el diente echará raíces en el estómago del pobre Andy y crecerá hasta convertirse en un árbol dental con agudos dientecillos en lugar de hojas.

—No, papi —dijo Andy. Pero sujetó el diente con firmeza entre su sucio pulgarcito y el índice—. No hay ningún árbol así. Nunca vi uno.

—Nunca he visto ninguno —le corrigió su padre.

Martin se puso tenso de repente. Emily bajaba las escaleras. Escuchó su torpe andar, y abrazó con miedo al niño. Guando Emily entró en la cocina, comprendió por sus movimientos y su hosca faz que había vuelto a dar un tiento a la botella del jerez. Ella empezó inmediatamente a abrir de un tirón los cajones y a poner la mesa.

—¡En ese estado! —dijo con lengua estropajosa—. ¡Hablarme a mí así! No creas que lo olvidaré. Recuerdo todas las puercas mentiras que me cuentas. No creas ni por un momento que las olvido.

—¡Emily! —suplicó Martin—. Los niños...

—¡Los niños... sí! No creas que no adivino tus sucias maquinaciones. Estás tratando de predisponer a mis propios hijos contra mí. No creas que no veo ni entiendo.

—¡Emily! Te lo suplico... vete arriba, por favor.

—Sí, para que puedas volver contra mí a mis hijos... a mis propios hijos... —Dos lagrimones resbalaron por sus mejillas—. Tratando de predisponer a mi hijito, a mi Andy, contra su propia madre.

Con la vehemencia del borracho, Emily se arrodilló en el suelo delante del asustado Andy, manteniendo el equilibrio con las manos puestas sobre los hombros del pequeño.

—Escúchame, Andy mío... Tú no irás a hacer caso de las mentiras que te cuenta tu padre, ¿verdad? No creerás lo que te dice, ¿eh? Oye, Andy, ¿qué estaba diciéndote tu padre antes de que yo bajase?

El niño, perplejo, buscaba el rostro de su padre.

—Dímelo; mamá quiere saberlo.

—Me hablaba del árbol dental.

—¿De qué?

El niño volvió a decir las palabras y ella las repitió con increíble terror.

—¡El árbol dental! —Perdió el equilibrio y volvió a sujetarse a los hombros del chico—. No sé de qué estás hablando. Pero escucha, Andy, mamá está perfectamente, ¿no es cierto?

Las lágrimas corrían por su cara, y Andy se echó hacia atrás, pues estaba muy asustado. Agarrándose al borde de la mesa, Emily se puso de pie.

—¡Lo ves! Has predispuesto a mi hijo contra mí.

Marianne se echó a llorar, y Martin la cogió en brazos.

—Eso está bien, puedes quedarte con tu hija. Siempre demostraste predilección por ella desde el principio. No me importa, pero al menos déjame a mi hijito.

Andy se escurrió junto a su padre y le tocó la pierna.

—Papá —gimió.

Martin llevó a los niños hasta el pie de la escalera.

—Andy, sube a Marianne. Papá estará arriba dentro de un momento.

—Pero, ¿y mamá? —preguntó el niño en un susurro.

—Mamá estará bien en seguida. No te preocupes.

Emily sollozaba apoyada en la mesa de la cocina, con la cara sepultada en el antebrazo. Martin llenó un tazón de sopa y lo colocó delante de ella. Sus roncos sollozos le enervaban; la vehemencia de su emoción, con independencia de su origen, hacía vibrar en él una fibra de ternura. Aunque de mala gana, posó la mano sobre la oscura cabellera de Emily.

—Vamos, tómate esa sopa.

Ella alzó la vista hacia él con una expresión implorante y avergonzada en su cara. El hecho de que el niño la rechazara o el con tacto de la mano de Martin habían cambiado el tenor de su talante.

—Ma... Martin —sollozó—. ¡Estoy tan avergonzada!

—Tómate la sopa.

Emily bebió entre suspiros entrecortados. Después de una segunda taza, consintió en que la llevase arriba, a su cuarto. Ahora se mostraba dócil y más reprimida. Martin extendió el camisón de Emily sobre la cama, y estaba a punto de salir de la habitación cuando ella prorrumpió en una nueva tanda de acongojadas lamentaciones.

—Se apartó de mí. Mi Andy me miró y se apartó.

La impaciencia y el cansancio endurecieron la voz de Martin, pero dijo prudentemente:

—Olvidas que Andy es todavía un crío... El no comprende el significado de estas escenas.

—¿Hice una escena? Oh, Martin, ¿hice una escena delante de los niños?

Contra su voluntad, la cara horrorizada de su mujer le conmovía y le divertía al mismo tiempo.

—Olvídalo. Ponte el camisón y acuéstate.

—Mi hijo se apartó de mí. Andy miró a su madre y se apartó. Los niños...

Estaba atrapada en la rítmica congoja del alcohol. Antes de salir de la habitación, Martin dijo:

—Por el amor de Dios, acuéstate. Mañana los niños lo habrán olvidado.

Nada más decirlo se preguntó si sería verdad. ¿Se borraría tan fácilmente la escena de su memoria... o arraigaría en el subconsciente para enconarse en años venideros? Martin no lo sabía, pero esta última posibilidad le angustiaba. Pensó en Emily. Preveía la humillación de la mañana siguiente: los fragmentos de memoria, los relámpagos de lucidez que brotarían de entre la cerrada oscuridad de la vergüenza. Ella llamaría a la oficina de Nueva York dos veces, posiblemente tres o cuatro. Martin imaginó su propia turbación, y se preguntó si los demás sospecharían. Intuía que su secretaria había adivinado su cuita hacía tiempo y que le compadecía. Pasó por un momento de rebelión contra su suerte; odió a su mujer.

Ya en el cuarto de los niños cerró la puerta y por primera vez aquella noche se sintió seguro. Marianne se tiró al suelo, se levantó y llamó: «Papá, mírame». Volvió a dejarse caer, se levantó de nuevo y continuó con su rutina de caídas y llamadas. Andy, sentado en su silla baja, se hurgaba el diente. Martin dejó correr el agua en la bañera, se lavó las manos en el lavabo y llamó al niño.

—Vamos a echar otro vistazo a ese diente —dijo.

Se sentó en el excusado, sujetando a Andy entre las rodillas. El niño abrió la boca y Martin agarró el diente. Un bamboleo, un rápido tirón, y el nacarino diente de leche estaba fuera. La cara de Andy reflejó en rápida sucesión terror, asombro y complacencia. Se enjuagó la boca con agua y escupió en el lavabo.

—¡Mira, papá! Es sangre. ¡Marianne!

A Martin le encantaba bañar a sus hijos, le gustaban indeciblemente los tiernos cuerpos desnudos tan expuestos a la vista en el agua. No era justo por parte de Emily decir que tenía preferencias. Mientras Martin enjabonaba el delicado cuerpecito de su hijo, pensó que era inconcebible un amor más grande. Sin embargo, admitía la diferencia en la calidad de las emociones que sentía por los dos niños. El cariño por su hija era más grave, matizado con una veta de melancolía, una delicadeza que estaba emparentada con el dolor. Los diminutivos cariñosos que aplicaba al niño eran disparates de diaria inspiración; a la niña, en cambio, la llamaba siempre Marianne, y cuando pronunciaba su nombre su voz era una caricia. Martin secó delicadamente el abultado estómago de la pequeña y el lindo plieguecillo genital. Las caras lavadas de los niños estaban radiantes como pétalos de flores, y a ambas las amaba por igual.

—Voy a poner el diente debajo de la almohada. Tendrás que darme una moneda de veinticinco centavos.

—¿Por qué?

—Tú lo sabes, papá. A Johnny le dieron veinticinco centavos por su diente.

—¿Quién se los dio? —preguntó Martin—. Yo creía que el Ratoncito Pérez los dejaba por la noche. Pero en mis tiempos era sólo una moneda de diez centavos.

—Eso es lo que dicen en el jardín de la infancia.

—¿Quién los trae entonces?

—Los padres —dijo Andy—. ¡Tú!

Martin estaba remetiendo las ropas de la cama de Marianne, que ya se había dormido. Conteniendo la respiración, Martin se inclinó sobre ella y le besó la frente, y también la diminuta manita que descansaba con la palma hacia arriba, junto a la cabeza.

—Buenas noches, Andy, hombrecito.

La respuesta fue sólo un soñoliento murmullo. Pasado un minuto, Martin sacó el dinero suelto que tenía y deslizó una moneda de veinticinco centavos bajo la almohada. Antes de irse dejó encendida una lamparilla en el cuarto.

Mientras Martin vagaba por la cocina haciendo su tardía cena, se le ocurrió que los niños no habían mencionado a su madre ni la escena que debía de haberles parecido incomprensible. Absortos en la realidad del momento —el diente, el baño, los veinticinco centavos—, el fluido transitar del tiempo infantil había arrastrado estos ligeros episodios como hojas en la rauda corriente de un somero arroyo, mientras el enigma de los adultos quedaba encallado y olvidado en la orilla. Martin dio gracias por ello al Señor.

Pero su propia ira, reprimida y al acecho, surgió de nuevo. Estaba malgastando su juventud por las extravagancias de una borracha, y hasta su virilidad estaba siendo sutilmente socavada. Y ¿qué sería de los niños dentro de un año o poco más, una vez pasada la inmunidad de la incomprensión? Acodado sobre la mesa, comía los alimentos groseramente, sin saborearlos. Era inútil ocultarse la verdad: pronto circularían chismes por la oficina y por la ciudad; su esposa era una mujer licenciosa, disoluta. Y a él y a sus hijos les aguardaba un porvenir de degradación y lenta ruina.

Martin se apartó de la mesa con rudeza y entró con paso majestuoso y ofendido en el cuarto de estar. Siguió con la vista las líneas de un libro, pero su pensamiento evocaba imágenes lastimosas: vio a sus hijos ahogados en el río, a su mujer exhibiendo su ignominia en la vía pública. A la hora de acostarse, su sorda cólera era como una pesada carga que le oprimía el pecho mientras subía las escaleras arrastrando los pies.

La habitación estaba oscura a excepción del haz de luz que se filtraba por la puerta entornada del cuarto de baño. Martin se desnudó en silencio. Poco a poco, misteriosamente, se operó en él un cambio. Emily dormía, y su apacible respiración resonaba suavemente en el cuarto. Los zapatos de altos tacones con las medias dejadas caer al desgaire le hacían una muda súplica. Su ropa interior estaba tirada en desorden sobre una silla. Martin cogió la faja y el suave sostén de seda y permaneció inmóvil un momento, sosteniendo ambas prendas en las manos. Por primera vez aquella noche contempló a su mujer. Sus ojos se posaron en la linda frente y en el arco de las finas cejas, heredado por Marianne, al igual que la delicada curva de su nariz respingona. A su hijo le había legado los pómulos salientes y la barbilla puntiaguda. El cuerpo de Emily, de busto generoso, era esbelto y ondulante. Mientras Martin observaba el tranquilo sueño de su mujer, el fantasma de la antigua ira se iba esfumando. Todo pensamiento denigrante o de censura se hallaba ahora muy lejos. Martin apagó la luz del cuarto de baño y alzó la ventana. Con mucho cuidado para no despertar a Emily se deslizó en el lecho. A la luz de la luna contempló a su mujer por última vez. Su mano buscó la carne próxima, y el dolor corría parejas con el deseo en la inmensa complejidad del amor.

Antología de la novela corta universal
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