TRUMAN CAPOTE - POR LOS CAMINOS DEL EDEN
TRUMAN CAPOTE
ESTADOS UNIDOS
TRUMAN CAPOTE 1924 Nacido en Nueva Orleáns, cosmopolita por vocación, los pasatiempos predilectos de Truman Capote son, por este orden, conversar, leer, viajar y, finalmente, escribir. No obstante, es un autor prolífico cuyas obras le han hecho famoso en todo el mundo. A sangre fría, quizá su libro más conocido, es un excelente reportaje sobre un horrible asesinato múltiple en el que Capote crea un estilo personal.
Un sábado de marzo en que la brisa era apacible y las nubes surcaban serenas el cielo, el señor Ivor Belli compró a una florista de Brooklyn un ramillete de narcisos que llevó, primero en el metro y después andando, a un inmenso cementerio de Queens, lugar que no visitaba desde que vio enterrar allí a su esposa el otoño anterior. Su visita de hoy nada tenía que ver con los sentimientos, ya que la señora Belli, con quien estuvo casado veintisiete años, período en el cual trajo al mundo dos hijas, ya crecidas ahora y unidas en matrimonio, fue una mujer de variados dones, la mayor parte desagradables: el señor Ivor Belli no abrigaba el menor propósito de reanudar unas relaciones tan poco reconfortantes ni siquiera en un plano espiritual. No; pero acababa de pasar el crudo invierno y sentía necesidad de un poco de ejercicio, de aire, de un paseo estimulante con tan hermoso tiempo, nuncio ya de la primavera, y no estaría mal, claro, que por añadidura pudiese relatar a sus hijas la excursión a la tumba de su madre, sobre todo si con ello conseguía apaciguar un poco a la mayor, un tanto resentida por la visible adaptación del señor Belli a la vida en soledad, aceptada según ella con demasiada complacencia.
El cementerio no era un grato lugar de esparcimiento, sino un sitio más bien deprimente y macabro: losas y más losas del color de la niebla dilatándose en una planicie desprovista de sombra, entre parches de un césped mezquino. Una visión sin obstáculos del horizonte de Manhattan confería al lugar una belleza de decoración de teatro: surgía erecto allá detrás de las tumbas como una enorme lápida mortuoria en que se honrase a ese vecindario del silencio, a sus ex ciudadanos ya extintos e impersonales. La yuxtaposición del espectáculo hizo sonreír, o más bien reír entre dientes, al señor Belli, de profesión inspector de hacienda, y habituado por tanto a apreciar la ironía más sádica; y sin embargo, Dios fuera loado, sus evocaciones le escalofriaban como a cualquiera, quitaban todo su brío al paso largo y boyante con que recorría los rígidos y empedrados senderos del cementerio. Fue, pues, moderando su marcha hasta que se detuvo por completo. «Tenía que haber llevado a Morty al parque zoológico», pensó. Morty era su nieto, de tres años de edad. Pero sería una ruindad el no seguir ahora, un desagravio mísero. ¿Y por qué desperdiciar un ramo? Esa combinación de espíritu ahorrativo y de virtud le reanimó, y respiraba a pleno pulmón, tras la acelerada marcha, cuando al fin se detuvo a meter los narcisos en un jarrón de piedra puesto sobre una rústica losa gris. Allí, grabado con caligrafía gótica, se decía que
SARAH BELLI
1901-1959
había sido la
AMADA ESPOSA DE IVOR
QUERIDA MADRE DE IVY Y DE REBECCA.
Señor, qué alivio saber que estaba quieta al fin la lengua de aquella mujer. Pero la idea, pese a su aire tranquilizador, y aun hallándose sustentada, como se hallaba, por evocaciones de su nuevo y silencioso apartamento de soltero, no reavivaba aquel sentido de inmortalidad repentinamente captado, aquella alegría de vivir que antes hiciera brotar en él tan hermoso día. Se había puesto en marcha confiando en la bondad del aire, el paseo, el aroma de una nueva primavera. Ahora echaba de menos una bufanda; los rayos del sol eran falsos, sin verdadero calor, y el viento le parecía estaba tornándose bastante desapacible. Dio a los narcisos un sesgo decorativo, lamentando no poder demorar su marchitamiento con una pequeña provisión de agua; abandonó, pues, las flores a su fatal destino y dio la vuelta para marcharse.
Una mujer se interponía en su camino. Aunque había varios visitantes más en el cementerio, no se había dado cuenta antes de su presencia, ni oyó aproximarse a la dama. Esta no se apartó. Miró los narcisos, y luego sus ojos, tras unos lentes con montura de acero, tornaron al señor Belli.
—¿Pariente de usted?
—Mi esposa —repuso él, y suspiró como si tal manifestación audible fuese allí obligatoria.
Ella suspiró también; fue un suspiro extraño, no exento de complacencia.
—Vaya, pues lo siento.
El rostro del señor Belli se distendió.
—Gracias.
—Una pena.
—Sí.
—Confío que no fuese una enfermedad larga. Algo doloroso...
—Nooo —repuso él apoyándose en un pie y después en el otro—. Mientras dormía. —Advirtiendo un silencio insatisfecho, añadió—: Del corazón.
—Ya. Así perdí yo a mi padre. Hace poco. Es como si usted y yo tuviéramos algo en común. Algo... —continuó en un tono alarmantemente plañidero— algo de que hablar.
—...me figuro cómo debe sentirse.
—Por lo menos no sufrieron. Es un consuelo.
La mecha de la paciencia del señor Belli se iba consumiendo. Hasta entonces había mantenido la vista discretamente baja, limitándose, después del primer vistazo, a observar los zapatos de la mujer, que eran de ese tipo recio y funcional que calzan con frecuencia las mujeres de edad y las enfermeras.
—Un gran consuelo —corroboró, procediendo a ejecutar tres operaciones: levantar la vista, tocar el ala de su sombrero y dar un paso hacia delante.
La mujer empero se mantuvo firme en su puesto; parecía como si la hubiesen colocado allí para detenerle.
—¿Podría decirme la hora? Este cacharro de reloj... —anunció, golpeando tímidamente con el dedo la monada que llevaba sujeta a la muñeca—. Me lo regalaron cuando acabé el bachillerato.
Pero ya no marcha tan bien como antes. Se comprende, es bastante viejo. Pero todavía tiene buen aspecto.
El señor Belli se vio obligado a desabrocharse el abrigo y hurgar en busca del reloj de oro que llevaba embutido en un bolsillo del chaleco. Mientras tanto sometió a la mujer a un escrutinio completo. De niña debió de ser rubia, según se desprendía de su color en general: el brillo límpido de su cutis escandinavo, sus mejillas carnosas sonrojadas de salud campesina y el azul de sus ojos cordiales, tan honrados y atractivos pese a las finas gafas de montura de plata que los circundaban; pero el cabello, en la parte que podía descubrirse por debajo de un sombrero pardusco de fieltro, mostraba una mala permanente de matiz inconcreto. Era un poco más alta que el señor Belli, que medía uno setenta con zapatos de alza, y seguramente pesaría más; de todos modos se figuró que no acudía a las básculas con demasiado entusiasmo. Sus manos eran de cocinera y las uñas no sólo estaban desigualmente mordisqueadas, sino además pintadas con un esmalte perla de extraño viso fosforescente. Llevaba un abrigo marrón, sencillo, y un bolso negro corriente. Guando el observador de todos estos elementos los recompuso, descubrió que se articulaban en una persona de aspecto muy decoroso que le complacía mirar; el esmalte de las uñas era desalentador; no obstante se dio cuenta de que allí seguía habiendo alguien en quien se podía confiar. Como confiaba en Esther Jackson, la señorita Jackson, su secretaria. En realidad tal era la persona a quien le recordaba, la señorita Jackson; aunque la comparación no fuera equitativa para esta última, que poseía, como una vez hizo saber a la señora Belli en el curso de una disputa, «elegancia espiritual y elegancia de otra clase». Comoquiera que fuese, la mujer que tenía delante parecía revestida de aquella suerte de benevolencia que tanto apreciaba en su secretaria, la señorita Jackson, Esther (como hacía unos días la llamó distraídamente). Además, calculó que vendrían a tener la misma edad: no mucho menos de los cuarenta.
—Las doce en punto.
—¡No me diga! Pero usted debe estar hambriento —dijo ella, y abriendo su bolso, rebuscó en su interior como si fuese una mochila repleta de provisiones como para organizar un suculento almuerzo en frío. Por último extrajo un puñado de cacahuetes.
—Yo vivo prácticamente de cacahuetes desde que papá... desde que ya no tengo a nadie para quien guisar. Aunque me esté mal, he de decirle que echo de menos mis guisos: papá siempre decía que yo cocinaba mejor que en ningún restaurante visitado por él en su vida. Pero no tiene gracia cocinar para uno mismo, aunque se sepa hacer hojaldre de lo más fino. Vamos. Tome algunos. Están recién tostados.
El señor Belli aceptó; siempre le habían chiflado los cacahuetes y, cuando se sentó a comerlos sobre la tumba de su esposa, su único anhelo era que su amiga tuviese más. Con un gesto de la mano le indicó que se sentase junto a él; le sorprendió que su invitación pareciera confundirla; en efecto, súbitas oleadas de rubor saturaron sus mejillas como si le hubiera propuesto convertir el ataúd de la señora Belli en un lecho de amor.
—En usted tiene pase. Fue su mujer. Pero yo... ¿Le gustará a ella que una extraña se siente en su... en su lugar de descanso?
—Por favor. Está usted invitada. A Sarah no le importa —le dijo, felicitándose de que la difunta no pudiera oír, pues el solo pensamiento de lo que Sarah (la vivaz promotora de escenas, la dinámica descubridora de manchas de carmín y de imprevistos cabellos rubios) diría si lo viese pelando cacahuetes en su tumba con una mujer no totalmente exenta de atractivo le hacía gracia y al mismo tiempo le sobrecogía.
Y entonces, al acomodarse ella con toda compostura en el borde del sepulcro, reparó él por primera vez en su pierna. La pierna izquierda. Tiesa como un garrote con el que se propusiera zancadillear aviesamente a los transeúntes. Al advertir su interés, la mujer se echó a reír y movió la pierna hacia arriba y hacia abajo.
—Un accidente, ¿sabe? Cuando era niña. Me caí de una montaña rusa en Coney. De verdad. Salió en los periódicos. No me maté de milagro. Lo único que no puedo doblar la rodilla. De no ser por eso no se notaría ninguna diferencia. Menos para bailar. ¿Es usted aficionado al baile?
El señor Belli negó con la cabeza; tenía la boca llena de cacahuetes.
—Pues otra cosa más que tenemos en común. Lo del baile. Podría gustarme. Pero no. Y sin embargo me gusta la música.
El señor Belli hizo gestos de aquiescencia.
—Y las flores —añadió ella, tocando el ramillete de narcisos; sus dedos siguieron después en movimiento, y como si estuviera leyendo Braille, recorrió en el mármol la inscripción de su nombre—. Ivor —dijo pronunciándolo bastante mal—. Ivor Belli. Yo me llamo Mary O’Meaghan. Pero me gustaría ser italiana. Mi hermana lo es; bueno, se casó con un italiano. Y hay que ver lo alegre que es: campechano y efusivo, como todos los italianos. Dice que mis spaghetti son los mejores que ha comido. Sobre todo los que hago con salsa marisquera. Tiene usted que probarlos.
El señor Belli había terminado con los cacahuetes y estaba sacudiéndose las cáscaras del regazo.
—Ya tiene usted un cliente. Pero no es italiano. Belli parece un apellido italiano. Pero soy judío.
Frunció ella el entrecejo, no con desaprobación, sino como desalentada misteriosamente ante él.
—Mi familia procede de Rusia; yo nací allí.
Esta última información restableció su entusiasmo, y aun lo aceleró.
—No me importa lo que digan los periódicos. Estoy segura de que los rusos son lo mismo que los demás. Seres humanos. ¿Ha visto en televisión el Ballet Bolshoi? ¿No le hace sentirse orgulloso de ser ruso?
«Qué pesada; pero lo dice con buena intención», pensó él; y guardó silencio.
—Sopa de lombarda (caliente o fría) con crema agria. Hum. Tome —añadió la mujer, aportando una segunda ración de cacahuetes—. Tenía usted hambre, pobrecillo —suspiró—. Cuánto debe echar de menos las comidas de su mujer.
Era verdad, en efecto; y aplicado a su apetito el peso de la conversación le hizo darse cuenta de ello. Sarah preparaba unos platos excelentes: variados, oportunos y muy apetitosos. Evocó días de fiesta con aroma de canela. Tardes con salsas y con vino, manteles almidonados, la plata «buena» y después una siesta. Además, Sarah jamás le pidió que secara un plato (aún le parecía oírla canturrear plácidamente en la cocina); jamás se quejaba de las labores de la casa; y había logrado hacer de la crianza de las dos niñas una serie apacible de acontecimientos íntimos y evocadores; la contribución del señor Belli a su educación fue siempre la de un espectador admirado; si sus hijas le daban toda clase de satisfacciones (Ivy vivía en Bronxville y estaba casada con un cirujano dentista; su hermana era la esposa de A. J. Krakower, el socio más joven del bufete de Finnegan, Loeb y Krakower), a Sarah y sólo a Sarah debía agradecérselo; eran obra suya. Mucho había que decir en favor de Sarah, y le complació sorprenderse en este pensamiento, puesto a evocar no el largo infierno de las horas que gastó su esposa en criticar acerbamente sus costumbres, imaginándole jugador de póquer o perseguidor obseso de mujeres, sino episodios mucho más gratos: Sarah mostrándole los sombreros confeccionados por ella misma, Sarah esparciendo miguitas para los pájaros en los alféizares de las ventanas con nieve: una oleada de visiones que botó al mar el junco de los recuerdos más amargos. De pronto se notó feliz de sentirse apesadumbrado, pesaroso de no haberlo estado antes; pero aunque ahora echaba verdaderamente de menos a Sarah, no pretendía por ello lamentar que su vida en común hubiese terminado, ya que la situación presente, en general, era con mucho preferible. Sin embargo, hubiese deseado traerle, en vez de narcisos, una orquídea, el obsequio de gala que ella siempre salvaba de las fiestas sociales de sus hijas, guardándolo en la nevera hasta que se marchitaba.
«...¿no?», oyó decir, y se preguntó quién hablaba, desconcertado, hasta que reconoció a Mary O’Meaghan, cuya voz había seguido sonando sin oídos que la escucharan: una voz sosegada, medrosa, con un tono sorprendentemente débil, infantil, para venir de persona tan robusta.
—Decía que deben de ser encantadoras, ¿no?
—Vaya —fue la cauta respuesta del señor Belli.
—Es usted modesto. Pero estoy segura de que lo son. Si salen a su padre... ja, ja, ja, no me haga caso, era una broma. Pero, ya en serio, los niños me vuelven loca. Cambiaría un niño cualquiera por el mejor adulto que haya vivido en el mundo. Mi hermana tiene cinco, cuatro niños y una niña. Dot, que es mi hermana, siempre me está pidiendo que vaya a cuidarlos, ahora que tengo tiempo y no he de estar pendiente de papá a cada minuto. Ella y Frank, que es mi cuñado, del que antes le hablé, dicen: Mary, no hay nadie que sepa manejar a los niños como tú. Y lo bien que se pasa. Pero es la mar de fácil; no hay como una taza de cacao calentita y una guerra de almohadas para que los niños se queden dormidos. Ivy —dijo, leyendo en voz alta la austera inscripción de la lápida—. Ivy y Rebecca. Bonitos nombres. Estoy segura de que usted hace todo lo posible. Pero dos muchachitas sin una madre...
—No, no —dijo el señor Belli, cayendo al fin en la cuenta—. Ivy ya es madre. Y Becky está esperando.
El rostro de ella cambió la momentánea expresión de disgusto por un gesto de incredulidad.
—¿Abuelo? ¿Usted?
El señor Belli adolecía de diversas vanidades: por ejemplo, estaba convencido de ser más cuerdo que los demás; se consideraba una brújula andante; sus buenas digestiones y su aptitud para leer cabeza abajo eran otros aspectos en que se cimentaba la satisfacción de su ego. Pero su imagen en el espejo no despertaba en él excesivo entusiasmo; no es que le disgustase su aspecto, pero entonces se daba cuenta de que era más bien del montón. La liquidación de su cabello se había iniciado ya hacía algunas décadas; ahora su cabeza era casi un erial. Si su nariz tenía carácter, su mentón, aun proponiéndoselo con doble empeño, no tenía ninguno. Sus hombros eran anchos; pero también lo era toda su persona. Desde luego era limpio: llevaba los zapatos brillantes; la ropa interior lavada; rasuraba y friccionaba su azulada barba dos veces al día; pero todas estas manipulaciones más destacaban que disimulaban la vulgaridad de su clase media, de su mediana edad. No desdeñó, sin embargo, la lisonja de Mary O’Meaghan; después de todo una alabanza inmerecida suele ser la más halagüeña.
—Pues sí, tengo cincuenta y uno —dijo quitándose cuatro años—. Y no puedo decir que me pesan.
Y así era; acaso porque el viento se había apaciguado, o porque el calor del sol iba haciéndose más auténtico. Fuese cual fuese la razón, volvieron a encenderse sus aspiraciones, de nuevo era inmortal, un hombre con proyección hacia el futuro.
—Cincuenta y uno. Eso no es nada. La flor de la vida. Siempre que se cuide. Un hombre de su edad necesita atenciones. Que se le vigile.
¿Se estaba realmente a salvo, en un cementerio, de las cazadoras de maridos? La pregunta, al cruzar por su cerebro, se detuvo a mitad de camino, en tanto examinaba el rostro agradable y cándido de la mujer, tratando de descubrir superchería en su mirada. Aunque tranquilizado, estimó lo más oportuno recordarle a ella la circunstancia en que se hallaban.
—Su padre ¿está... —el señor Belli accionó torpemente con las manos— por aquí?
—¿Papá? Oh, no. Era muy cabezota; se negó en redondo a que lo enterráramos. Por eso le tenemos en casa. —Una imagen inquietante pasó por la cabeza del señor Belli, sin que acertasen a disiparla del todo las siguientes palabras de ella—: Sus cenizas, claro. Bueno —se encogió de hombros—, así lo quiso él. Entonces me figuro que usted se preguntará por qué estoy aquí. Vivo cerca. Este es un buen sitio para pasear, y las vistas...
Volvieron a contemplar el horizonte; en los remates de algunos edificios flameaban penachos de nubes, y las ventanas relucían de sol como un millón de láminas de mica.
—¡Qué día tan estupendo para un desfile! —exclamó Mary O’Meaghan.
«Es usted una chica muy agradable», pensó el señor Belli, y hasta lo dijo a continuación, y se arrepintió de su imprudencia, ya que naturalmente ella le preguntó por qué.
—Porque... Bueno, es simpático lo que usted ha dicho. Lo del desfile.
—¿Lo ve? ¡Tenemos muchas cosas en común! ¡Yo nunca me pierdo un desfile! —le confesó ella con aire de triunfo—. Las trompetas... Yo también toco la trompeta; solía tocarla cuando estaba en el Sagrado Corazón. Usted dijo antes... —bajó el diapasón como si se acercaran a un tema que exigiese tonos graves—. Usted dijo que le gustaba la música. Yo tengo miles de discos viejos. Centenares. Papá se dedicaba a eso; era su trabajo. Hasta que se retiró. Barnizaba discos en una fábrica. ¿Se acuerda de Helen Morgan? Me chifla, me fascina, créame.
—Válgame Cristo —murmuró él. Ruby Keeler, Jean Harlow: esas fueron pasiones vehementes pero curables; pero Helen Morgan, de palidez albina, un espectro con lentejuelas, brillando trémula tras las candilejas de Ziegfeld... había estado realmente enamorado de ella.
—¿Usted lo cree? ¿Que murió alcoholizada? ¿Por culpa de un gánster?
—Es lo mismo. Era encantadora.
—A veces, cuando estoy sola y harta de todo, me imagino que soy ella. Me figuro que estoy cantando en un cabaret. Es divertido, ¿sabe?
—Sí, lo sé —dijo el señor Belli, cuya fantasía predilecta consistía en imaginar las aventuras que podría correr si fuera invisible.
—Quisiera preguntarle, ¿usted me haría un favor?
—Si puedo, desde luego.
Ella inspiró hondo, retuvo el aire como sumergida bajo una ola de timidez, y al salir a la superficie preguntó:
—¿Querría escuchar cómo la imito? ¿Y decirme su opinión sincera? —Inmediatamente se quitó las gafas: la montura metálica se le clavaba tanto que llevaba su marca permanente impresa en el rostro. Sus ojos, desnudos, húmedos, desamparados, parecían aturdidos por la libertad; los párpados, casi horros de pestañas, se debatían como pájaros liberados de pronto tras un largo cautiverio—. Vamos a ver. Todo es suave y nebuloso. Ahora tendrá usted que echarle imaginación. Suponga que estoy sentada sobre un piano... ¡Caramba!, disculpe, señor Belli...
—Vale. No se preocupe. Usted está sentada sobre un piano.
—Estoy sentada sobre un piano —repitió ella con aire soñador, echando la cabeza atrás en actitud romántica. Succionó las mejillas, entreabrió los labios, y en el mismo instante el señor Belli se mordió los suyos. Fue una visita harto inoportuna la que hizo al rostro rubicundo y rellenito de Mary O’Meaghan la pretensión de ser interesante y seductora; una visita que no tenía por qué haberse hecho en absoluto; estaba equivocada la dirección. Esperó un momento, como escuchando una música que le diese la entrada; después entonó: «¡Nunca me abandones ahora que estás aquí! Aquí debes estar. Parece todo tan hermoso cuando estás conmigo. Todo es tristeza cuando te vas».
Y el señor Belli experimentó una conmoción, porque lo que estaba oyendo era exactamente la voz de Helen Morgan, y aquella voz, con su refinamiento, con su vulnerable dulzura, con sus tiernos trémolos desgranándose desde las notas altas, parecía no una imitación, sino la propia voz de Mary O’Meaghan, la expresión natural de una personalidad oculta. Fue abandonando poco a poco su actitud teatral, y ahora cantaba sentada y erguida, con los ojos muy cerrados: «Te necesito tanto. Cuando me falta el ánimo corro siempre hacia ti. ¡No me dejes nunca!, pues si me dejas, no tendré a quien dirigirme». Tanto ella como el señor Belli se dieron cuenta demasiado tarde de la presencia de un cortejo que acompañaba un féretro: negra oruga de negros circunspectos que contemplaban a la pareja de blancos en la actitud de quien acaba de sorprender in fraganti a un par de salteadores de tumbas borrachos. Sólo uno de los acompañantes del duelo, una muchachita de ojos enjutos, soltó el trapo a reír y no podía parar; su hilaridad, entrecortada de hipos, siguió resonando mucho después de haber desaparecido el séquito tras una esquina lejana.
—Si esa chica fuera mía... —dijo el señor Belli.
—Me siento de lo más avergonzada.
—Pero oiga... ¿Por qué? Ha sido muy hermoso. Usted puede cantar, pues no faltaba más.
—Muchas gracias —dijo ella, y como colocando una barrera contra las lágrimas a punto de brotar, se puso las gafas.
—Créame, me ha conmovido. Me gustaría... me gustaría una repetición.
Era como una niña a quien él hubiera regalado un globo; un globo maravilloso que fue hinchándose e hinchándose hasta arrebatarla por los aires, trasladándola de acá para allá de modo que sólo tocaba la tierra de cuando en cuando. Descendió para decir:
—Aquí ya no. Quizá... —comenzó, y una vez más pareció elevarse y juguetear por el aire— quizá alguna vez quiera usted que le prepare una cena. Lo que se dice una cena rusa. Y oiremos discos.
El pensamiento, la sospecha espectral que antes pasara de puntillas, volvió con pasos más recios: un ente sólido y corpulento del que el señor Belli no podía desembarazarse.
—Muchas gracias, señorita O’Meaghan. Será un verdadero placer —aseguró. Y levantándose, se puso el sombrero y se arregló la chaqueta—. Si está uno sentado mucho tiempo sobre una piedra fría, puede coger algo.
—¿Cuándo?
—Nunca. No debe uno sentarse nunca en una piedra fría.
—Que cuándo vendrá usted a cenar.
La existencia del señor Belli basábase en gran parte en su condición de sagaz inventor de excusas.
—Cuando sea —respondió evasivamente—. Pero no demasiado pronto. Soy inspector de hacienda. Y ya sabe cómo andamos en el mes de marzo. Sí, señor —añadió, echando mano de nuevo a su reloj—, tengo que volver al trajín.
Sin embargo, pensó, no estaba bien que desapareciese por las buenas y la dejara sentada en la tumba de Sarah. Le debía una atención. Aunque sólo fuera por los cacahuetes. Y por otras cosas... Quizá le debiera haberse acordado de las orquídeas de Sarah marchitándose en la nevera. Y de todos modos, era agradable, una de las mujeres más simpáticas que había tratado en su vida. Pensó en tomar por achaque el tiempo, pero el tiempo no ofrecía posibilidades: las nubes eran escasas y el sol lucía esplendoroso.
—Está refrescando —observó, frotándose las manos—. Seguramente va a llover.
—Señor Belli. Tengo que hacerle una pregunta muy personal —dijo ella pronunciando solemnemente cada palabra—. No vaya usted a pensar que invito a cenar a todo el mundo. Mis intenciones son... —sus ojos se movieron inquietos, vaciló su voz, como si la anterior franqueza fuese un disfraz que no podía seguir llevando por más tiempo—. Voy a hacerle una pregunta muy personal. ¿Ha pensado usted en volverse a casar?
El señor Belli emitió unos sonidos entrecortados como los de un aparato de radio cuando se calienta antes de que la voz llegue a oírse con nitidez, y aun entonces sonó como una interferencia:
—Oh, a mi edad. Ni siquiera deseo la compañía de un perro. A mí deme usted televisión. Un trago de cerveza. Póquer una vez a la semana. Diablos. ¿Quién demonios me iba a querer a mí? —dijo, y se acordó con sobresalto de la suegra de Rebecca, la doctora Paulina Krakower, una dentista (retirada) que había participado audazmente en cierta conspiración familiar. ¿Y qué decir de la mejor amiga de Sarah, la tenaz «Brownie» Pollock? Parecerá raro, pero en vida de Sarah él se había aprovechado en ocasiones de la admiración de «Brownie»; después... no tuvo más remedio que decirle que dejara de telefonearle (entonces ella disparó: «Tenía razón Sarah en todo lo que decía. Gordo sinvergüenza, macaco peludo»). Volvió una vez más a su memoria la señorita Jackson. Pese a las sospechas de Sarah, que en realidad no eran sospechas sino absoluta convicción, nada impropio, nada lo que se dice muy impropio, había acontecido entre él y la apacible Esther, cuya distracción principal era el juego de bolos. Pero él había imaginado siempre, convenciéndose de ello en los últimos meses, que si un día le hubiese propuesto salir a tomar algo, o a cenar, o a jugar una partida en cualquier bolera...—. He estado casado —dijo—. Veintisiete años. Toda una vida. Y ya está bien. —Pero aún no había terminado de decirlo cuando advirtió que acababa de tomar una decisión: invitaría a Esther a cenar, la llevaría a jugar a los bolos y le compraría una orquídea, una orquídea morada de lo más fino, con un lacito color lila. ¿Y dónde pasan las parejas su luna de miel en el mes de abril?, se preguntó. ¿O a fines de mayo? ¿En Miami? ¿En las Bermudas? ¡Oh, las Bermudas!—. No, ni pensarlo, casarse otra vez...
Por su gesto de atención, cualquiera hubiese pensado que Mary O’Meaghan estaba escuchando embelesada al señor Belli; pero sus ojos vagaban extraviados como si estuviese en una reunión de sociedad tratando de descubrir desesperadamente un rostro distinto y más prometedor. El color se había borrado de su cara, y con él se esfumó casi todo su salutífero encanto. Tosió.
El tosió también. Se quitó el sombrero y dijo:
—Tía sido un placer conocerla, señorita O’Meaghan.
—Igualmente —respondió ella, y se levantó—. ¿Le importa que vaya con usted hasta la puerta?
Claro que le importaba; lo que él quería era seguir solo su camino, devorando el agridulce maná de aquel tiempo radiante, primaveral y festivo; quedarse a solas con sus muchos pensamientos sobre Esther, su ánimo esperanzador, placentero, gozoso de vivir.
—Será un placer —aseguró, acomodando su paso largo al más lento de ella y al ligero contoneo a que le obligaba la rigidez de su pierna.
—Pues parecía una idea bastante razonable —arguyó ella—. Y si no, ahí está la vieja Annie Austin: la prueba viviente. No sé de nadie que haya tenido una idea mejor. Todo el mundo me decía lo mismo: cásate. Desde el día que murió papá, mi hermana y todo el mundo no hacen más que decir: pobre Mary, ¿qué va a ser de ella? Una chica que no sabe escribir a máquina. Ni taquigrafía. Y además con lo de la pierna; no puede ni servir una mesa. ¿Qué le sucede a una chica (una mujer talludita) que no sabe nada y no ha hecho nada en su vida? Salvo guisar y cuidar de su padre. Todo se les volvía: Mary, tienes que casarte.
—Claro. ¿Por qué no? Una persona tan estupenda como usted; ya lo creo que debía casarse. Usted haría muy feliz a cualquiera.
—Desde luego, ¿pero a quién? —extendió los brazos, señalando con una mano Manhattan, el país, el mundo entero—. Por buscar no ha quedado; no soy de las que se tumban a la bartola. Pero honradamente, con franqueza, ¿cómo se encuentra un marido? Cuando una no es demasiado bonita; o baila fatal. Cuando una es... vamos, corriente. Como yo.
—No, no, de ninguna manera —musitó el señor Belli—. Nada de corriente. ¿No podría usted sacar partido de sus habilidades? ¿De su voz?
Ella se detuvo, abriendo y cerrando repetidas veces su bolso.
—No se burle, por favor. Es mi vida lo que está en juego. —E insistió—: Yo soy corriente. Como la vieja Annie Austin. Y ella fue quien me dijo que el mejor sitio para encontrar marido (un hombre formal y hogareño) son las esquelas de defunción.
Para ser un hombre que se consideraba una brújula humana, el señor Belli estaba pasando por la angustiosa experiencia de haberse extraviado; al fin distinguió con alivio las puertas del cementerio, a una distancia de cien metros.
—¿Ah, sí? ¿Dice eso? ¿La vieja Annie Austin?
—Sí. Y es una mujer muy práctica, da de comer a seis personas con $58,75 a la semana: comidas, ropa, todo. Y de la manera que lo expuso parecía de lo más lógico. Porque las necrológicas están llenas de viudos. Va uno al entierro y busca la forma de presentarse, de simpatizar. O al cementerio: se viene aquí un día que haga bueno, o al de Woodlawn, y siempre hay viudos paseando. Añoran la vida hogareña y acaso desean volverse a casar.
Cuando el señor Belli se dio cuenta de que aquella mujer hablaba con toda seriedad se sintió aterrado, pero no menos divertido: y soltó el trapo a reír; se metió las manos en los bolsillos y echó atrás la cabeza. Ella le acompañó en la risa; soltó una carcajada que le devolvió el color y, ya en plan de chacota, la arrimó contra él en sus vaivenes.
—Yo también... —dijo colgándosele del brazo— yo también tengo sentido del humor. —Pero fue un momento fugaz; de pronto, con tono solemne, declaró—: Así conoció Annie a sus maridos. A los dos: al señor Cruikshank y después al señor Austin. Así que debe ser una idea práctica. ¿No cree usted?
—Oh, ya lo creo.
Ella se encogió de hombros.
—Pero ahora no ha funcionado bien del todo. Nosotros, por ejemplo. Parece que teníamos tantas cosas en común...
—El día menos pensado... —dijo él, acelerando el paso—. Con otro más dispuesto...
—No lo sé. He conocido a gente estupenda. Pero siempre acaba igual. Vamos... —dijo, y en este punto se interrumpió, pues un nuevo peregrino que en ese momento franqueaba las puertas del cementerio acababa de llamar su atención: un hombrecillo vivaracho que iba silbando tan contento y caminaba con exuberante energía. El señor Belli lo vio también, reparó en la banda negra que llevaba cosida en la manga del abrigo de mezclilla verde y comentó:
—Buena suerte, señorita O’Meaghan. Gracias por los cacahuetes.