W. SOMERSET MAUGHAM - EL SEÑOR SABELOTODO
W. SOMERSET MAUGHAM
GRAN BRETAÑA
W. SOMERSET MAUGHAM 1874-1965 William Somerset Maugham estudió medicina, pero abandonó la profesión cuando sus novelas y cuentos le hicieron mundialmente famoso como autor. Muchas de sus obras se han llevado a la pantalla.
YO ESTABA predispuesto a que Max Kelada me cayese antipático aun antes de conocerle. La guerra acababa de terminar, y el tráfago de pasajeros en los transatlánticos era considerable. Resultaba muy difícil encontrar pasaje y había que conformarse con lo que los agentes se dignasen ofrecerle a uno. Era vana ilusión aspirar a un camarote individual, y me sentí satisfecho de que me dieran uno que sólo tenía dos literas. Pero cuando me dijeron el nombre de mi compañero se me cayó el alma a los pies. Sugería portillas cerradas y una inflexible exclusión del aire de la noche. Ya era bastante desagradable tener que compartir con otro un camarote durante catorce días (yo iba de San Francisco a Yokohama), pero habría contemplado la perspectiva con menos congoja si mi compañero de viaje se hubiese llamado Smith o Brown.
Cuando subí a bordo, el equipaje del señor Kelada ya estaba abajo. No me gustó su aspecto; las maletas tenían demasiados marbetes y el baúl era demasiado grande. Había sacado sus objetos de tocador, y advertí que era cliente del admirable Monsieur Coty, pues sobre la repisa del lavabo vi su perfume, su champú y su brillantina. A los cepillos del señor Kelada, de ébano con su monograma en oro, no les habría venido mal un buen lavado. El señor Kelada no me agradaba lo más mínimo. Me dirigí al salón de fumar, pedí una baraja y me puse a hacer un solitario. Apenas había empezado, cuando se acercó un individuo y me preguntó si acertaba al pensar que mi nombre era fulano de tal.
—Yo soy Kelada —añadió con una sonrisa que mostró una hilera de dientes blanquísimos, y tomó asiento.
—Ah, sí, creo que compartimos un camarote.
—A eso le llamo yo tener suerte. Nunca se sabe con quién le van a meter a uno. Me llevé una alegría cuando supe que era usted inglés. Soy decididamente partidario de que los ingleses nos mantengamos unidos cuando estamos en el extranjero, no sé si me comprende.
Yo parpadeé.
—¿Es usted inglés? —le pregunté, tal vez con poco tacto.
—¡Ya lo creo! No creerá usted que parezco norteamericano, ¿verdad? Soy inglés hasta los tuétanos. —Y para probarlo, el señor Kelada sacó del bolsillo un pasaporte y lo blandió enérgicamente ante mis narices.
El rey Jorge tiene muchos súbditos raros. El señor Kelada era de baja estatura y vigorosa complexión, barbirrapado y de tez morena, con una nariz muy ancha, carnosa y ganchuda, y unos ojos muy grandes, brillantes y acuosos. Su largo cabello negro era suave y crespo. Hablaba con un desparpajo que nada tenía de británico, y con gran exuberancia de ademanes. Yo estaba casi seguro de que un examen más minucioso de aquel pasaporte británico habría revelado que el señor Kelada había nacido bajo un cielo más azul que el habitual en Inglaterra.
—¿Qué quiere usted tomar? —me preguntó.
Le miré dubitativo. Se hallaba vigente la ley seca, y según todas las apariencias en el barco no se despachaba una sola gota de alcohol. Cuando no tengo sed no sé qué me gusta menos, si la gaseosa o la limonada. Pero el señor Kelada me dedicó una sonrisa oriental.
—¿Whisky con soda o un martini seco? ¿Qué prefiere?
De cada uno de los bolsillos traseros del pantalón sacó sendos frascos y los puso ante mí sobre la mesa. Yo opté por el martini, y Kelada llamó al camarero para pedirle hielo y un par de copas.
—Un coctel excelente —dije.
—Bueno, se puede repetir, hay más existencias. Y si tiene usted algún amigo a bordo, puede decirle que conoce a un tipo con un caudal inagotable de bebidas alcohólicas.
El señor Kelada era parlanchín. Habló de Nueva York y de San Francisco. Disertó sobre obras de teatro, películas y política. Se mostró patriótico. La bandera británica es un trozo de tela impresionante, pero cuando es ondeada por un caballero de Alejandría o de Beirut, no puedo menos de sentir que pierde algo de su dignidad. El señor Kelada era confianzudo. No quiero darme tono, pero estimo que lo correcto es que un desconocido anteponga señor a mi apellido cuando se dirige a mí. El señor Kelada, sin duda para que yo me sintiese a mis anchas, prescindió de esa formalidad. No me caía simpático el señor Kelada. Yo había puesto a un lado las cartas cuando se sentó, pero ahora, juzgando que para ser la primera vez que nos veíamos nuestra conversación ya había durado bastante, reanudé el solitario.
—El tres sobre el cuatro —dijo el señor Kelada.
Cuando se está haciendo un solitario no hay nada más exasperante que alguien le diga a uno dónde debe poner la carta que acaba de volver antes de darle tiempo a pensarlo por sí mismo.
—Va a salir, va a salir —gritó—. El diez sobre la sota.
Terminé el solitario lleno de ira y de odio. Entonces el señor Kelada cogió la baraja.
—¿Le gustan los juegos de manos?
—No, los aborrezco —respondí.
—Bueno, le voy a enseñar sólo este.
Me enseñó tres. Entonces dije que iba a bajar al comedor para conseguir puesto en una mesa.
—Oh, eso ya está arreglado. He reservado un sitio para usted. Pensé que como estamos en el mismo camarote, también podemos sentarnos en la misma mesa.
No me caía simpático el señor Kelada.
No solamente compartía con él el mismo camarote y comíamos tres veces al día en la misma mesa, sino que no me era posible pasear por la cubierta sin que se pegase a mí. No había manera de quitárselo de encima, pues ni por un momento se le ocurría pensar que pudiera resultar molesto. No dudaba de que nuestra alegría al vernos era recíproca. Podría uno lanzarle escaleras abajo de un puntapié y darle con la puerta en las narices sin que ni siquiera le rozase la sospecha de que no era un visitante grato. Era tan sociable que a los tres días conocía a todo el mundo a bordo. Lo manejaba todo. Llevaba la batuta en los juegos de lotería y en las subastas. Hacía colectas a fin de recaudar dinero para premios de los concursos deportivos. Organizó partidos de golf y de lanzamiento de tejo, así como un concierto y un baile de disfraces. Estaba en todas partes a todas horas. Era sin duda el hombre más odiado del barco. Le llamábamos el señor Sabelotodo, incluso en su propia cara. El lo tomaba como un cumplido. Pero cuando resultaba más inaguantable era a las horas de las comidas. Entonces, durante casi una hora, nos tenía a su merced. Se mostraba campechano, alegre, locuaz y discutidor. Todo lo sabía mejor que nadie, y constituía una afrenta para su presuntuosa vanidad que alguien no estuviese de acuerdo con él. Nunca abandonaba un tema de conversación, por baladí que fuese, hasta que uno no coincidiera con su modo de pensar. Nunca se le pasó por la imaginación la posibilidad de que pudiera estar equivocado. Estaba en el secreto de todo. Comíamos en la mesa del médico. El señor Kelada ciertamente habría pontificado a sus anchas, pues el médico era perezoso y yo me mostraba frío e indiferente, de no ser por un sujeto llamado Ramsay, que también se sentaba a la misma mesa. Era tan dogmático como el señor Kelada, y le causaba un amargo resentimiento la exagerada autosuficiencia del levantino. Las discusiones que sostenían eran mordaces e interminables.
Ramsay pertenecía al servicio consular norteamericano y estaba destinado en Kobe. Era un individuo grande y grueso del Medio Oeste —con una gordura fofa bajo una piel tirante— que desbordaba sus ropas confeccionadas. Regresaba a incorporarse a su puesto después de un viaje relámpago a Nueva York, adonde fue a buscar a su mujer, que había pasado un año en la patria. La señora Ramsay era una linda mujercita, de modales afables y dotada de sentido del humor. La carrera consular está muy mal pagada y ella vestía siempre con gran sencillez; pero sabía llevar la ropa y lograba producir una impresión de discreta elegancia. Yo no le habría prestado especial atención si no fuera porque poseía una cualidad que quizá sea bastante corriente en las mujeres, pero que hoy en día no es nada evidente en su comportamiento. No era posible mirarla sin sentirse impresionado por su modestia. Relucía en ella como una flor en un ojal.
Una noche, durante la cena, la conversación derivó por casualidad al tema de las perlas. Se había hablado mucho en los periódicos acerca de las perlas cultivadas que estaban produciendo los hábiles japoneses, y el médico comentó que esto haría bajar inevitablemente el precio de las auténticas. Añadió que las cultivadas eran ya muy buenas y pronto serían perfectas. El señor Kelada, como de costumbre, se abalanzó sobre el nuevo tema. Nos informó de todo lo que había que saber en materia de perlas. No creo que Ramsay supiese nada en absoluto acerca del tema, pero no pudo resistir la tentación de medir sus fuerzas con el levantino, y a los cinco minutos nos. encontrábamos en medio de una acalorada discusión. Yo había visto en otras ocasiones al señor Kelada vehemente y locuaz, pero nunca tan locuaz y vehemente como ahora. Por fin, algo que dijo Ramsay debió de enojarle, pues descargó un puñetazo sobre la mesa y gritó:
—¡Caramba! Creo que sé de lo que estoy hablando. Precisamente voy al Japón para estudiar ese asunto de las perlas cultivadas. Pertenezco al ramo, y cualquier experto le confirmará que lo que yo digo sobre las perlas es el evangelio. Conozco las mejores perlas del mundo, y lo que yo no sepa de perlas es que no vale la pena saberse.
Esto era nuevo para nosotros, pues el señor Kelada, a pesar de su locuacidad, nunca había dicho a nadie a qué se dedicaba. Sólo sabíamos vagamente que iba al Japón en una misión comercial. Miró en torno de la mesa con expresión de triunfo.
—Nunca serán capaces de lograr una perla cultivada que un experto como yo no pueda distinguir de un vistazo. —Señaló el collar que llevaba la señora Ramsay y añadió—: Créame, señora Ramsay, ese collar que usted lleva nunca valdrá un centavo menos de lo que ahora vale.
La señora Ramsay, con su habitual modestia, se sonrojó ligeramente e introdujo el collar dentro de su vestido. Ramsay se inclinó hacia adelante. Nos lanzó a todos una mirada con ojos en los que revoloteaba una sonrisa.
—¿Verdad que es bonito el collar de mi mujer?
—Me llamó la atención en seguida —repuso el señor Kelada—. ¡Cáspita!, me dije. ¡Eso son perlas!
—No las compré yo, por supuesto —dijo Ramsay—. Me interesaría saber cuánto cree usted que costó ese collar.
—Oh, dentro del gremio alrededor de quince mil dólares. Pero si fue comprado en la Quinta Avenida, 110 me sorprendería oír que costó unos treinta mil.
Ramsay sonrió torvamente.
—Le sorprenderá oír que mi mujer compró esa sarta de perlas por dieciocho dólares en unos grandes almacenes el día antes de que saliéramos de Nueva York.
El señor Kelada se puso colorado.
—¡No diga tonterías! No sólo es auténtico, sino que para su tamaño es uno de los collares más bellos que he visto en la vida.
—¿Quiere usted apostar? Le apuesto cien dólares a que es una imitación.
—Apostados.
—Oh, Elmer, no se debe apostar cuando se está absolutamente seguro de una cosa —dijo la señora Ramsay en tono dulcemente reprobador, al tiempo que una ligera sonrisa se dibujaba en sus labios.
—¡Cómo que no! Si desperdiciase una oportunidad como esta de ganar dinero tan fácilmente sería un necio de marca mayor.
—Pero ¿cómo probarlo? Es sólo mi palabra contra la del señor Kelada.
—Déjeme examinar el collar, y si las perlas son falsas se lo diré inmediatamente. Puedo permitirme perder cien dólares —dijo el señor Kelada.
—Quítatelo, querida. Deja que el señor lo examine cuanto guste.
La señora Ramsay vaciló un momento. Luego se llevó las manos al broche.
—No puedo abrirlo —dijo—. El señor Kelada tendrá que creer en mi palabra.
Tuve la súbita sospecha de que algo desastroso estaba a punto de suceder, pero no se me ocurrió nada que decir.
Ramsay se levantó de un salto.
—Yo lo abriré.
Tendió el collar al señor Kelada. El levantino sacó una lupa del bolsillo y lo examinó detenidamente. Una sonrisa triunfal se extendió por su rostro terso y atezado. Devolvió el collar. Se disponía a hablar cuando de pronto se fijó en la cara de la señora Ramsay. Estaba tan pálida que parecía iba a desmayarse. Le miraba fijamente, con ojos muy abiertos que reflejaban terror y una súplica desesperada; era tan evidente que me pregunté cómo no lo vería su marido.
El señor Kelada se quedó boquiabierto y enrojeció profundamente. Hizo un esfuerzo casi sobrehumano para recuperar la calma.
—Me equivoqué —dijo al fin—. Es una imitación buenísima, pero tan pronto como lo examiné con la lupa, naturalmente, vi que el collar no es auténtico. Creo que dieciocho dólares es poco más o menos lo que valen esas cuentas.
Sacó su cartera, extrajo un billete de cien dólares y se lo alargó a Ramsay sin pronunciar palabra.
—Tal vez esto le enseñe a no estar tan seguro de sí mismo la próxima vez, amigo —dijo Ramsay mientras cogía el billete.
Noté que al señor Kelada le temblaban las manos.
La historia se difundió por el barco, como siempre ocurre en estos casos, y el señor Kelada tuvo que aguantar muchas burlas aquella noche. ¡Buen chasco se había llevado el señor Sabelotodo! Pero la señora Ramsay se retiró a su camarote con dolor de cabeza.
A la mañana siguiente me levanté y empecé a afeitarme. El señor Kelada, acostado en su cama, fumaba un cigarrillo. De pronto oí un débil roce y vi como empujaban una carta por debajo de la puerta. Abrí esta y me asomé al exterior. No había nadie. Recogí la carta y vi que iba dirigida al señor Kelada. Su nombre estaba escrito con caracteres de imprenta. Le tendí el sobre.
—¿De quién será? —Lo abrió—. ¡Vaya!
No fue una carta lo que sacó del sobre, sino un billete de cien dólares. Me miró y enrojeció de nuevo. Desgarró el sobre en peda- citos y me los dio.
—¿Le importaría arrojarlos por la portilla?
Hice lo que me pedía, y luego le miré sonriente.
—A nadie le gusta que le tomen por un perfecto idiota —dijo.
—¿Eran buenas las perlas?
—Si yo tuviese una linda mujercita no le permitiría pasarse un año en Nueva York mientras yo me quedaba en Kobe —fue su respuesta.
En aquel momento el señor Kelada no me caía del todo antipático. Extendió la mano para alcanzar su cartera y guardó cuidadosamente el billete de cien dólares.