H. G. WELLS - EL HOMBRE QUE OBRABA MILAGROS

H. G. WELLS

GRAN BRETAÑA

H. G. WELLS 1866-1946 Nacido en Bromley (Kent), el sociólogo e historiador Herbert George Wells fue sin duda uno de los autores más prolíficos de los tiempos modernos. Desde muy joven se dedicó al periodismo, y una de sus principales ocupaciones fue la enseñanza de ciencias. Maestro de la novela de fantasía científica, escribió también un tratado de historia que se considera clásico.

ES DUDOSO que el don fuera innato. Por mi parte, pienso que le sobrevino de repente. Lo cierto es que hasta los treinta años fue un escéptico que no creía en los poderes milagrosos. Y aquí, puesto que este es el lugar más indicado, debo hacer constar que era un hombrecillo de cálidos ojos pardos, pelo rojo y tieso, pecas y bigote cuyas guías acostumbraba a retorcer. Su nombre era George McWhirter Fotheringay —en modo alguno el nombre que cabría esperar en una persona capaz de hacer milagros— y trabajaba como escribiente en la compañía Gomshott. Era muy aficionado a discutir dogmatizando. Precisamente el primer atisbo de sus extraordinarios poderes lo tuvo mientras defendía con el mayor convencimiento la imposibilidad de los milagros.

Esta discusión se sostenía en el bar del Long Dragon, y Toddy Beamish le llevaba la contraria con un monótono pero eficaz: «Eso es lo que usted dice» que estaba a punto de acabar con la paciencia del señor Fotheringay.

Además de estos dos, se hallaban presentes un ciclista cubierto de polvo, Cox, el dueño de la posada, y la señorita Maybridge, la respetable y más bien corpulenta camarera del Dragon. La señorita Maybridge estaba de espaldas al señor Fotheringay, lavando unos vasos; los otros le observaban, más o menos divertidos ante la escasa eficacia alcanzada por los dogmáticos argumentos de nuestro personaje. Aguijoneado por la táctica del señor Beamish, el señor Fotheringay decidió hacer un excepcional esfuerzo retórico.

—Veamos, señor Beamish —dijo—. Dejemos bien sentado lo que es un milagro. Es algo contrario al curso de la naturaleza realizado por medio de la voluntad, algo que no podría ocurrir de no ser deseado de una manera muy especial.

—Eso es lo que usted dice —replicó el señor Beamish.

El señor Fotheringay se volvió entonces hacia el ciclista, hasta ese momento silencioso espectador, y recibió su aprobación en forma de un ligero carraspeo y una mirada de reojo al señor Beamish. El posadero no expresó opinión alguna, y el señor Fotheringay, volviéndose de nuevo al señor Beamish, se encontró con la inesperada concesión de que este, aunque no sin reservas, aprobaba su definición de milagro.

—Por ejemplo —prosiguió el señor Fotheringay, sumamente animado—, esto sería un milagro: ese quinqué, según las leyes de la naturaleza, no podría arder boca abajo, ¿no es cierto, Beamish?

—Eso es lo que usted dice —repuso Beamish.

—¿Y usted? —preguntó Fotheringay—. No irá usted a decirme que... ¿eh?

—No —dijo Beamish de mala gana—. No, no podría.

—Muy bien. Entonces pongamos que llega alguien, yo mismo por ejemplo, y se coloca donde yo estoy y concentrando toda su voluntad, como yo mismo podría hacerlo, le dice al quinqué: «Ponte boca abajo sin romperte y sigue ardiendo»... ¡Caramba!

Lo ocurrido justificaba sobradamente que cualquiera profiriese esta exclamación. Lo imposible, lo increíble, se ofreció a los ojos de todos. El quinqué, suspendido en el aire, ardía tranquilamente con la llama apuntando hacia el suelo, firme e indiscutiblemente como cualquier quinqué, como el vulgar y prosaico quinqué del Dragon que fuera momentos antes.

El señor Fotheringay permanecía en pie con el índice extendido y el ceño fruncido como quien espera un destrozo catastrófico. El ciclista, sentado cerca del quinqué, se escabulló y saltó la barra. Todo el mundo dio un salto más o menos grande. La señorita Maybridge se volvió y chilló. Por espacio de unos tres segundos el quinqué permaneció inmóvil. El señor Fotheringay lanzó un débil lamento de congoja.

—Ya no puedo seguir manteniéndolo en el aire —dijo.

Se tambaleó, echándose hacia atrás, y de repente el quinqué, que estaba boca abajo, lanzó un destello, cayó sobre la esquina de la barra, rebotó, se estrelló contra el suelo y se apagó.

Afortunadamente tenía un recipiente de metal, pues de lo contrario todo el local habría sido pasto de las llamas. El señor Cox fue el primero en hablar, y con su comentario, despojado de adornos innecesarios, dio a entender que el señor Fotheringay era un necio. Fotheringay estaba muy lejos de poder discutir, aun tratándose de una afirmación tan importante como aquella. Estaba desmesuradamente sorprendido ante lo que acababa de ocurrir. En lo que a Fotheringay se refiere, la conversación que siguió no. arrojó absolutamente ninguna luz sobre el asunto. Todos apoyaron con vehemencia la opinión del señor Cox. Acusaron a Fotheringay de haber realizado un truco estúpido, presentándolo como un necio destructor de la comodidad y la seguridad. Su mente era presa de un torbellino de perplejidad; él mismo se sentía inclinado a dar la razón a los demás, y no opuso muchos reparos cuando le propusieron que se marchara.

Se fue a casa sonrojado y acalorado, con el cuello del abrigo arrugado, las orejas coloradas y escociéndole los ojos. Miró nerviosamente cada una de las diez farolas de la calle cuando pasó a su lado. Unicamente pudo enfrentarse en serio con lo que recordaba de lo ocurrido cuando se encontró solo en su pequeña habitación de Church Row. Entonces se preguntó: «¿Qué demonios ha ocurrido?»

Se había quitado el abrigo y las botas y estaba sentado sobre la cama con las manos en los bolsillos repitiéndose por decimoséptima vez el fundamento de su defensa: «Yo no quería que aquella maldita cosa se cayese». Entonces comprendió que en el preciso instante en que dictaba sus órdenes había deseado inadvertidamente que sus palabras se cumplieran, y que al ver flotar el quinqué había sentido que, aun sin saber exactamente cómo hacerlo, dependía de él que se mantuviese en el aire. No tenía una mente excesivamente compleja; de lo contrario se habría detenido un momento a meditar sobre aquel «deseado inadvertidamente», puesto que comprende los más abstrusos problemas que plantea la acción voluntaria. Pero la realidad es que la idea le sobrevino de un modo bastante vago.

Y como a partir de ella —debo admitirlo— no pudo seguir un camino lógico, decidió llevar a cabo la prueba de la experimentación.

Aunque tenía la sensación de estar haciendo una tontería, señaló decididamente la vela con el dedo, se concentró y dijo: «¡Levántate!» Su primera sensación se desvaneció inmediatamente. La vela se elevó, se mantuvo en el aire durante un momento vertiginoso y, al contener Fotheringay el aliento, cayó con estrépito sobre el tocador, dejándole como única luz el mortecino resplandor de la mecha.

Durante algún tiempo el señor Fotheringay permaneció sentado en la oscuridad, completamente inmóvil. «Después de todo, ha ocurrido», se dijo. «Y el caso es que no tengo la menor idea de cómo explicarlo.» Suspiró pesadamente y empezó a palparse los bolsillos en busca de fósforos. Al no encontrarlos, se levantó y tanteó a ciegas encima del tocador. «Me gustaría tener un fósforo», dijo. Recurrió al abrigo, también en vano, y entonces se le ocurrió que los milagros podían hacerse incluso con cerillas. Extendió la mano y, con el ceño fruncido, ordenó en medio de la oscuridad: «Que haya un fósforo en esta mano». Sintió que un objeto ligero caía sobre su palma, y sus dedos agarraron una cerilla.

Después de intentar varias veces encenderla sin éxito, se dio cuenta de que era una cerilla de seguridad. La tiró, y entonces se le ocurrió que podía haber deseado que se encendiera. Así lo hizo, e inmediatamente la vio arder en medio del tapete del tocador. Se apresuró a cogerla, pero la cerilla se apagó. El señor Fotheringay se dio cuenta de que sus posibilidades eran mayores de lo que había pensado. Buscó a tientas la vela y la colocó en el candelero. «Vamos, enciéndete», ordenó. La vela empezó a lucir inmediatamente, y en el tapete del tocador vio un pequeño agujero negro del que salía una pizca de humo. Estuvo un rato mirando de la quemadura a la llama y de la llama a la quemadura; luego levantó la vista y se encontró con su propia mirada en el espejo. Permaneció un rato de este modo, comunicándose en silencio consigo mismo.

«¿Qué me dices ahora de los milagros?», preguntó por fin el señor Fotheringay, dirigiéndose a su reflejo.

Las reflexiones posteriores del señor Fotheringay fueron rigurosas, aunque un tanto confusas. Hasta donde se le alcanzaba, se trataba de un caso de simple voluntad. Su primera experiencia le desanimó a realizar nuevos experimentos, de no ser con una precaución extrema. Suspendió en el aire una hoja de papel, hizo que un vaso de agua se tornara rosa y después verde, creó un caracol que volvió a hacer desaparecer milagrosamente y se obsequió con un nuevo cepillo de dientes. Ya avanzada la noche, llegó a la conclusión de que su fuerza de voluntad debía de gozar de unos poderes extraños y penetrantes, hecho del cual ya había tenido algunos indicios, aunque no la certeza absoluta. El miedo y la perplejidad con que acogió su descubrimiento quedaban ahora mitigados por el orgullo que le proporcionaba el saberse un ser singular y porque un vago instinto le decía que esto habría de suponerle algunas ventajas. Se dio cuenta de que el reloj de la iglesia daba la una, y como no se le pasó por la cabeza que pudiera eximirse milagrosamente de sus obligaciones cotidianas en la compañía Gomshott, empezó a desnudarse para meterse en la cama sin mayor dilación. Mientras luchaba por quitarse la camisa, se le ocurrió una brillante idea. «Quiero estar en la cama», dijo, y su deseo se cumplió. «Desvestido», especificó; y al encontrar frías las sábanas, añadió apresuradamente: «Y en mi camisón... no, en un buen camisón de lana. ¡Ah!», exclamó con un placer inmenso. «Y ahora deseo encontrarme cómodamente dormido...»

Se despertó a la hora de costumbre y permaneció pensativo durante todo el desayuno, preguntándose si su experiencia de la noche anterior no habría sido un sueño tan intenso que parecía real. Finalmente decidió reanudar con precaución los experimentos. Por ejemplo, tomó tres huevos para el desayuno; dos que le sirvió su patrona, buenos pero no recién puestos, y un delicioso huevo de ganso puesto, pasado por agua y servido mediante sus extraordinarios poderes. Marchó a toda prisa a la oficina en un estado de excitación considerable que logró disimular, y no volvió a acordarse de la cáscara del tercer huevo hasta que su patrona habló de ello por la noche. No pudo trabajar en todo el día a causa del asombro que le producía la conciencia de sus nuevos poderes, pero esto no le supuso ningún inconveniente, pues acabó milagrosamente su trabajo en los diez últimos minutos.

Conforme transcurría el día, su estado de ánimo pasó del asombro al júbilo, si bien aún le resultaba desagradable recordar las circunstancias de su expulsión del Long Dragon, y sus colegas, a cuyos oídos había llegado una versión mutilada del asunto, le gastaron algunas bromas sobre el particular. Era evidente que debía tener más cuidado al levantar objetos frágiles, pero en otros aspectos su don prometía más y más ventajas conforme le daba vueltas al asunto. Entre otras cosas, se proponía aumentar su propiedad personal mediante discretos actos de creación. Hizo aparecer un par de espléndidos gemelos de diamantes, pero los hizo desaparecer rápidamente cuando Gomshott hijo atravesó el despacho y se acercó a su mesa. Temía que el joven se preguntara cómo habían llegado a sus manos. Comprendía perfectamente que el ejercicio del don requería cuidado y prudencia hasta que consiguiera dominarlo, pero no creía que las dificultades fueran más difíciles de superar que aquellas con las que ya se había enfrentado al aprender a montar en bicicleta. Tal vez fuera esta analogía, unida al presentimiento de que en el Long Dragon no sería bien recibido, lo que le impulsó, después de la cena, a pedalear hasta el camino que quedaba más allá de la fábrica de gas para ensayar algunos milagros en privado.

Posiblemente había en sus intentos cierta falta de originalidad, pues aparte de su fuerza de voluntad, el señor Fotheringay no era un hombre demasiado excepcional. Pensó en el milagro del cayado de Moisés, pero la noche era oscura y poco propicia para controlar adecuadamente a grandes serpientes milagrosas. Recordó entonces la historia de Tannhäuser que había leído en el reverso de un programa de la Filarmónica. Le pareció algo tan atractivo como inofensivo. Clavó su bastón —un hermoso bastón hecho en la India— en el césped que bordeaba el sendero y ordenó a la seca madera que floreciese. El aire se llenó inmediatamente de una fragancia de rosas, y al encender una cerilla pudo comprobar que aquel hermoso milagro se había cumplido. El ruido de unos pasos que se acercaban vino a interrumpir su satisfacción. Temeroso ante la idea de un prematuro descubrimiento de sus poderes, ordenó precipitadamente al bastón: «¡Vuélvete!» Lo que quería decir era «vuelve a tu antiguo estado», pero la interrupción le había puesto demasiado nervioso. El bastón retrocedió a una velocidad considerable, y un instante después la persona que se acercaba dejó escapar un grito de rabia y un improperio:

—¡Eh, imbécil! ¿A quién está usted tirando zarzas? —gritó una voz—. Me ha dado en la espinilla.

—Lo siento, amigo —dijo Fotheringay, y luego, al darse cuenta de lo absurdo de la explicación, empezó a retorcerse nerviosamente el bigote. Entonces vio avanzar a Winch, uno de los tres policías de Immering.

—Conque lo siente, ¿eh? —replicó el policía—. ¡Hombre, pero si es usted, el que rompió el quinqué del Long Dragon!

—No lo hice a propósito —dijo el señor Fotheringay—. Se lo aseguro.

—¿Por qué lo hizo entonces?

—¡Oh, maldita sea!

—Conque maldita sea, ¿eh? ¿Sabe usted que ese bastón hace daño? Vamos, diga, ¿por qué lo hizo?

De momento el señor Fotheringay no supo decir por qué lo había hecho. Su silencio pareció irritar al señor Winch.

—Esta vez ha agredido a la policía, joven. Eso es lo que ha hecho.

—Mire usted, señor Winch —dijo Fotheringay confuso—. Lo siento mucho. El hecho es que...

—¿Qué?

Sólo se le ocurrió decir la verdad.

—Estaba haciendo un milagro —trató de decirlo en un tono natural, pero no lo consiguió.

—¡Haciendo un...! ¡Mire, no diga tonterías! ¡Conque haciendo un milagro! ¡Un milagro! Tiene gracia, de veras. ¿Y usted es el tipo que no cree en los milagros? En realidad no es más que otro de sus tontos juegos de manos, eso es lo que es. Y ahora permítame que le diga...

Pero el señor Fotheringay no oyó lo que iba a decirle el policía. Se dio cuenta de que se había traicionado, de que había pregonado su valioso secreto a los cuatro vientos. Un violento acceso de irritación le impulsó a actuar. Se volvió rápidamente hacia el policía y dijo con rabia:

—Ya está bien. ¡Estoy harto de todo esto! ¡Le voy a enseñar uno de mis tontos juegos de manos! ¡Váyase al infierno! ¡Ahora mismo!

¡Estaba solo!

El señor Fotheringay no hizo más milagros aquella noche; ni siquiera se tomó la molestia de averiguar qué había sido de su florido bastón. Regresó a la ciudad, asustado y silencioso, y se metió en su habitación.

«Dios mío», se dijo, «es un don muy poderoso, extraordinariamente poderoso. En realidad no era mi intención llegar tan lejos... ¿Cómo será el infierno?»

Se sentó en la cama y se quitó las botas. Iluminado por una feliz idea, trasladó al policía a San Francisco, y sin más interferencias en el curso natural de las cosas se acostó y soñó con la ira de Winch.

Al día siguiente el señor Fotheringay se enteró de dos noticias interesantes: alguien había plantado un hermosísimo rosal trepador junto a la pared de la casa del señor Gomshott padre, en el camino de Lullaborough, y se iba a dragar el río hasta el molino de Rawling en busca del agente Winch.

Estuvo todo el día pensativo y abstraído, y no hizo más milagros que ocuparse de algunos detalles relacionados con Winch y acabar puntualmente el trabajo del día, a pesar del enjambre de ideas que le bullía en la cabeza. Su aspecto, extraordinariamente ausente y dócil, llamó la atención de varias personas, y tuvo que soportar sus chanzas. La mayor parte del tiempo estaba pensando en Winch.

El domingo por la tarde fue a la iglesia y, curiosamente, el señor Maydig, que era bastante aficionado a las ciencias ocultas, predicó acerca de «las cosas ilícitas». El señor Fotheringay no iba regularmente a la iglesia, pero su línea de acción dogmático-escéptica, a la que ya he aludido, empezó a tambalearse. El sermón le reveló algunos aspectos insospechados de sus recientes dones, y súbitamente resolvió ir a hablar con el señor Maydig en cuanto acabara el servicio. Una vez tomada esta decisión, se sorprendió a sí mismo preguntándose por qué no lo habría hecho antes.

Al señor Maydig, un hombre flaco y nervioso, de muñecas y cuello larguísimos, le encantó que un joven cuyo desapego por los asuntos religiosos se comentaba en toda la ciudad quisiera hablar con él en privado. Tras unos momentos de espera inevitable, le llevó al estudio de la rectoral, contigua a la iglesia. Una vez allí, invitó a Fotheringay a sentarse cómodamente. El mismo se plantó ante el acogedor fuego de la chimenea —sus piernas dibujaban en la pared opuesta un arco de sombra similar a las del coloso de Rodas— y pidió a su invitado que le explicara el motivo de su visita.

Al principio el señor Fotheringay estaba un poco confuso y encontró cierta dificultad en entrar en materia.

—Señor Maydig, me temo que le costará trabajo creerme... —y así continuó, indeciso, durante algún tiempo.

Por fin se decidió y preguntó al señor Maydig sus opiniones acerca de los milagros. Aún estaba el señor Maydig diciendo «Pues...» en un tono extremadamente circunspecto, cuando el señor Fotheringay le interrumpió de nuevo.

—Supongo que usted no creerá que una persona normal como yo, por ejemplo, pueda poseer un don que le permita hacer milagros por medio de su sola voluntad.

—Es posible —repuso el señor Maydig—. Tal vez sea posible que ocurran cosas así.

—Si me permite que disponga de alguno de los objetos que tiene usted en esta habitación, creo que podré demostrárselo por medio de un experimento —dijo el señor Fotheringay—. Tomemos esa tabaquera que hay encima de la mesa, por ejemplo. Lo que quiero saber es si lo que voy a hacer es o no un milagro. Medio minuto, por favor, señor Maydig. —Frunció el ceño, señaló la tabaquera con el dedo y dijo—: ¡Conviértete en un jarrón de violetas!

La tabaquera hizo lo que se le ordenaba.

El señor Maydig se sobresaltó ante el cambio, y durante un momento permaneció en silencio, mirando alternativamente al taumaturgo y al jarrón. Por fin se decidió a inclinarse sobre la mesa y aspirar el perfume de las violetas; estaban recién cogidas y eran muy hermosas. Luego dirigió de nuevo su mirada a Fotheringay.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó.

El señor Fotheringay se atusó el bigote.

—Me limito a concentrarme... y ya está. ¿Es un milagro, es magia negra o qué es? ¿Qué cree usted que me pasa? Eso es lo que quiero preguntarle.

—Es lo más extraordinario que he visto jamás.

—Y hace una semana yo ignoraba, como usted, que era capaz de hacer cosas como esta que ha visto. Todo sobrevino de repente.

Supongo que se trata de algo extraño relacionado con mi voluntad; esa es la única conclusión a la que he podido llegar.

—¿Es eso lo único? ¿No puede usted hacer otras cosas?

—¡Claro que sí! —exclamó el señor Fotheringay—. Cualquier otra cosa. —Caviló durante un momento y de pronto le vino a la memoria un truco de prestidigitador que había visto en alguna parte—. ¡Ya está! —señaló el jarrón y prosiguió—: Conviértete en una vasija de peces... No, eso no. Conviértete en una pecera de cristal llena de agua con peces dorados dentro. ¡Así está mejor! Ahí lo tiene, señor Maydig.

—Es asombroso. Es increíble. O es usted el más extraordinario... Pero no...

—Puedo convertirlo en cualquier cosa —dijo el señor Fotheringay—. Lo que sea. ¡Ahora verá! Conviértete en paloma, ¿quieres?

Al momento una paloma azul revoloteaba por toda la habitación, obligando al señor Maydig a agachar la cabeza cada vez que se le aproximaba.

—Párate ahí, ¿quieres? —dijo el señor Fotheringay, y la paloma quedó inmóvil en el aire—. Puedo volver a convertirla en un jarrón de flores —añadió, y realizó el milagro después de colocar la paloma sobre la mesa—. Supongo que querrá usted rellenar su pipa dentro de un momento.

Y volvió a convertirlo en la tabaquera. El señor Maydig había seguido todos estos cambios profiriendo exclamaciones para sus adentros. Miró fijamente al señor Fotheringay y, con suma cautela, cogió la tabaquera, la examinó y la volvió a colocar sobre la mesa.

—¡Vaya! —fue lo único que pudo decir para expresar sus sentimientos.

—Ahora, después de lo que ha visto usted, es más fácil explicar el motivo de mi visita —dijo Fotheringay, y pasó a un complicado y exhaustivo relato de sus extrañas experiencias, empezando por el asunto del quinqué del Long Dragon e intercalando constantes alusiones a Winch.

Conforme proseguía su narración, el pasajero orgullo que había provocado la consternación del señor Maydig se desvaneció, para dar paso al Fotheringay vulgar y corriente de todos los días. El señor Maydig le escuchaba atentamente, con la tabaquera en las manos, y su expresión también fue cambiando a medida que transcurría el relato. Entonces, al narrar el señor Fotheringay el milagro del tercer huevo, el pastor le interrumpió alzando una mano temblorosa.

—Es posible —dijo—. Es creíble. Es sorprendente, por supuesto, pero resuelve todos los problemas. El poder de hacer milagros es un don, una cualidad peculiar como el genio o la adivinación del futuro; hasta ahora ha sucedido en muy raras ocasiones y a personas realmente excepcionales. Pero en este caso... Siempre me han fascinado los milagros de Mahoma, de los yoguis, de Madame Blavatsky... ¡Claro! ¡Sí, es simplemente un don! Esto no hace más que confirmar los razonamientos de ese gran pensador —la voz del señor Maydig se hizo más profunda—, el muy honorable duque de Argyll. Nos adentramos aquí en la región de las leyes más recónditas, que superan todas las leyes normales de la naturaleza. Sí, sí, continúe, continúe usted.

El señor Fotheringay pasó a relatar el desdichado caso de Winch, y el pastor, superada ya la intimidación que había observado inicialmente, comenzó a agitar brazos y piernas y a expresar su asombro.

—Esto es lo que más me preocupa —prosiguió el señor Fotheringay—; en esto es en lo que estoy más necesitado de consejo. Desde luego él está en San Francisco, dondequiera que esté ese sitio. Pero comprenderá usted que es un asunto muy embarazoso para ambos, señor Maydig. Como es natural, él no comprenderá lo que le ha ocurrido; sin duda estará enormemente asustado y exasperado y deseando ponerme las manos encima. Seguramente estará tratando de volver una y otra vez. Cuando pienso en ello, cada dos o tres horas, le envío otra vez a San Francisco mediante un milagro, y eso es algo que no comprenderá y que forzosamente debe irritarle; sin olvidar, claro está, que si cada vez que lo hace compra billete, esto va a costarle una fortuna. He hecho lo que he podido por él, pero naturalmente le resultará difícil ponerse en mi lugar. Más tarde pensé que si el infierno es como todos suponemos, sus ropas podían haberse chamuscado antes de que le trasladara. De ser así, imagino que le habrían encerrado nada más llegar a San Francisco, de modo que le deseé un traje nuevo en el instante en que me di cuenta. En todo caso, como ve, estoy metido en un buen lío.

El señor Maydig parecía muy serio.

—Ya veo que está usted en un lío. Ciertamente, es una situación difícil la suya. Cómo lo podría solucionar... —sus palabras se hicieron vagas y poco convincentes—. Sin embargo, dejemos por un instante a Winch y discutamos el aspecto más importante. No creo que se trate de magia negra ni nada parecido. No creo que tenga nada de delictivo, señor Fotheringay, nada en absoluto, a menos que me haya ocultado usted algún hecho. No, son milagros, milagros puros, de primerísima clase, si me permite expresarlo así.

Comenzó a pasear ante la chimenea, gesticulando, mientras el señor Fotheringay se acodaba sobre la mesa con aspecto preocupado.

—No sé cómo voy a resolver lo de Winch —dijo.

—El don de hacer milagros, un don sumamente poderoso al parecer, podrá solucionar el problema de Winch, no se preocupe —le tranquilizó el pastor—. Mi querido señor, es usted un hombre muy importante, un hombre dotado de las más asombrosas posibilidades, como lo prueba lo que acaba de hacer. Y por otra parte, las cosas que usted podría hacer...

—Sí, ya he pensado en una o dos cosas —le interrumpió el señor Fotheringay—. Pero algunas veces las cosas me salen un poco torcidas. ¿Vio usted ese pez? No era el pez indicado, ni tampoco la pecera. Y pensé que sería mejor consultar con alguien.

—Una buena idea —dijo el señor Maydig—, una excelente idea, realmente excelente. —Se detuvo y miró al señor Fotheringay—. Es prácticamente un don ilimitado. Vamos a comprobar la eficacia de sus poderes. Vamos a ver si realmente son... si realmente son lo que parecen.

Así pues, por increíble que parezca, en el estudio de la casita que se hallaba detrás de la Capilla Congregacionista, la noche del domingo 10 de noviembre de 1896, el señor Fotheringay, instigado e inspirado por el señor Maydig, empezó a hacer milagros. Llamo la atención de manera concreta y especial sobre esta fecha al lector. Objetará este —lo más probable es que ya lo haya hecho— que algunos puntos de mi historia son poco plausibles, que si algunas de las cosas aquí descritas hubieran ocurrido realmente, se habrían publicado en todos los periódicos hace un año. Le resultará especialmente difícil aceptar los detalles que siguen, pues entre otras cosas entrañan la conclusión de que el lector debería haber muerto de modo violento e inaudito hace más de un año. Ahora bien, un milagro tiene que consistir forzosamente en algo poco plausible, y de hecho el lector resultó muerto de modo violento e inaudito hace un año. A medida que el relato se vaya desarrollando, este hecho resultará perfectamente claro y verosímil, como todo lector sensato y razonable tendrá que admitir. Pero aún no es llegado el momento de hablar del fin de esta historia, pues apenas si ha pasado de la mitad. En un principio, los milagros realizados por el señor Fotheringay no eran sino modestos milagritos sin importancia: pequeños juegos con la vajilla y los muebles de la sala, tan insignificantes como los milagros de los teósofos, a pesar de lo cual no dejaron de suscitar la reverencia de su colaborador. El habría preferido solucionar inmediatamente el asunto de Winch, pero el señor Maydig no se lo permitió. Mas después de haber realizado una docena de triviales milagros caseros, la conciencia de su poder creció, su imaginación empezó a excitarse y su ambición se desbordó. Su primera empresa de mayor envergadura fue debida al hambre y al descuido de la señora Minchin, el ama de llaves del pastor. La comida que este ofreció a Fotheringay estaba mal cocinada, y no era en modo alguno el refrigerio que se merecían dos laboriosos fabricantes de milagros. Estaban sentados a la mesa, y el señor Maydig estaba disertando largamente, con más tristeza que enojo, sobre los defectos de su ama de llaves, cuando al señor Fotheringay se le ocurrió que aquella era una buena oportunidad.

—¿No cree usted, señor Maydig —dijo—, que sería tomarme demasiadas libertades si...?

—¡Mi querido señor Fotheringay! ¡Por supuesto! ¡Claro que no!

El señor Fotheringay hizo un gesto de asentimiento.

—¿Qué tomamos? —Haciendo gala de una generosidad sin límites y siguiendo las instrucciones del señor Maydig, introdujo un cambio radical en la cena—. En cuanto a mí —dijo echando una ojeada a los platos escogidos por su compañero—, siempre me ha entusiasmado una jarra de cerveza negra y pan tostado con queso, y eso es lo que pediré. No soy muy aficionado al Borgoña.

Dio la orden y su pedido apareció al instante. Durante la cena, que se prolongó bastante, charlaron como iguales —según pudo comprobar el señor Fotheringay con un sentimiento de sorpresa y placer— acerca de todos los milagros que ahora podrían hacer juntos.

—Y a propósito, señor Maydig —dijo Fotheringay—, tal vez pueda serle útil en sus asuntos domésticos.

—¿A qué se refiere? —preguntó el pastor, escanciándose una copa del milagroso Borgoña añejo.

El señor Fotheringay se sirvió de la nada una segunda ración de pan tostado con queso y le hincó el diente.

—Estaba pensando que podría hacer (ñam, ñam) un milagro (ñam, ñam) con la señora Minchin (ñam, ñam): convertirla en una persona mejor.

El señor Maydig posó la copa y dijo dubitativamente:

—Ella... Bueno, no le gusta que nadie se meta en sus asuntos, ¿sabe, señor Fotheringay? Y, además, son más de las once y probablemente ya estará durmiendo. Cree usted, en conjunto...

El señor Fotheringay reflexionó un momento sobre estas objeciones.

—No veo por qué no podría hacerse mientras duerme.

El señor Maydig se opuso a la idea durante algún tiempo, pero al fin claudicó. El señor Fotheringay dio las órdenes pertinentes y los dos caballeros, algo más preocupados quizá, siguieron cenando. El señor Maydig estaba disertando sobre los cambios que esperaba observar al día siguiente en su ama de llaves con un optimismo que incluso a Fotheringay le pareció un tanto forzado y febril, cuando del piso superior, les llegó una serie de ruidos confusos. Intercambiaron una mirada interrogadora, y el pastor abandonó precipitadamente la habitación. El señor Fotheringay le oyó llamar a su ama de llaves y luego subir con cuidado las escaleras.

El pastor volvió al cabo de uno o dos minutos, con paso ligero y cara radiante.

—¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Y conmovedor, muy conmovedor! —Empezó a pasear delante de la chimenea—. Se ha arrepentido. Es conmovedor. Lo he visto todo por la puerta entreabierta. ¡Pobre mujer! ¡Qué cambio tan maravilloso! Se ha levantado. Debe de haberse levantado inmediatamente. Se ha despertado y se ha levantado para romper una botella de coñac que guardaba en el armario. ¡Y además lo ha confesado!... Esto nos ofrece una inmensa gama de posibilidades. Si podemos hacer que una mujer como ella cambie tan milagrosamente...

—Parece que la cosa es ilimitada —convino el señor Fotheringay—. Y en cuanto a Winch...

—Totalmente ilimitada. —Desde la chimenea, el señor Maydig, dejando de lado el problema de Winch, empezó a exponer una serie de proposiciones maravillosas que se le iban ocurriendo a medida que hablaba.

No interesa para esta historia saber en qué consistían dichas proposiciones. Basta decir que fueron imaginadas con espíritu de benevolencia infinita, de esa benevolencia que solía llamarse de sobremesa, y que el problema de Winch siguió sin solucionarse. Tampoco es necesario describir hasta qué punto aquella serie de proposiciones se llevó a la práctica. Se produjeron cambios sorprendentes. De madrugada el señor Fotheringay y el pastor recorrían la fría plaza del mercado bajo la luna tranquila, en una especie de éxtasis taumatúrgico. El señor Maydig se movía y gesticulaba sin cesar, y el señor Fotheringay, pequeño y erizado de excitación, ya no estaba avergonzado de su grandeza. Habían reformado a todos los borrachos del distrito y transformado todos los licores y toda la cerveza en agua; el señor Maydig tuvo que vencer la oposición de Fotheringay sobre este último punto; además, habían mejorado considerablemente los enlaces ferroviarios del lugar, drenado el pantano de Flinder, mejorado la calidad del suelo de One Tree Hill y curado la verruga del vicario. También iban a ocuparse de los pilares del Puente del Mediodía, que se hallaban en malas condiciones.

—Mañana —dijo el señor Maydig con voz entrecortada— el lugar ya no será el mismo. ¡Qué sorprendidos y agradecidos estarán todos!

Y en aquel preciso instante el reloj de la iglesia dio las tres.

—¡Caramba! —exclamó el señor Fotheringay—. ¡Ya son las tres! Debo regresar. Tengo que estar en la oficina a las ocho. Además, la señora Wimms...

—No hemos hecho más que empezar —dijo el señor Maydig, embriagado por la dulce sensación que proporciona el poder ilimitado—. No hemos hecho más que empezar. Piense en todo el bien que estamos haciendo. Cuando la gente se despierte...

—Pero... —empezó a protestar el señor Fotheringay.

El pastor le asió súbitamente del brazo. En sus ojos había un brillo salvaje.

—Mi querido amigo, no hay prisa. Mire —dijo señalando la luna en el cenit—: Josué!

—¿Josué? —inquirió el señor Fotheringay.

—Josué —repitió el pastor—. ¿Por qué no? ¡Deténgala!

El señor Fotheringay contempló la luna.

—Eso es mucho pedir —dijo al cabo de un rato.

—¿Por qué no? —preguntó el señor Maydig—. Por supuesto que la luna no se detiene. Lo que se para es la rotación de la tierra, y el tiempo se detiene. Es algo completamente inofensivo.

—¡Hum! —exclamó el señor Fotheringay—. Bien —suspiró—, lo intentaré. Veamos... —Se abotonó la chaqueta y se dirigió al globo terráqueo, con la mayor confianza de que pudo hacer acopio—: Deja de girar, ¿quieres?

Inmediatamente se encontró volando y dando volteretas en el aire a una velocidad de docenas de kilómetros por minuto. A pesar de las innumerables vueltas que daba por segundo, pensó; en efecto, el pensamiento es portentoso: unas veces es lento y perezoso como un chorro de brea y otras raudo y veloz como la luz. Le bastó un segundo para pensar y desear: «Quiero estar de nuevo en el suelo, sano y salvo. Pase lo que pase, quiero estar en el suelo sano y salvo».

Lo deseó justo a tiempo, pues sus ropas, calentadas por el rápido vuelo, ya empezaban a chamuscarse. Aterrizó violentamente, aunque sin sufrir daño alguno, sobre lo que parecía ser un montón de tierra recién removida. Una enorme masa de metal y mampostería, extraordinariamente parecida a la torre del reloj de la plaza del mercado, cayó muy cerca de donde se encontraba, rebotó por encima de él y estalló como una bomba, deshaciéndose en fragmentos de piedra, ladrillo y mampostería. Una vaca que iba volando como un rayo chocó contra uno de los bloques más grandes y reventó como un huevo. Se produjo un estrépito tan horrísono que los estrépitos más violentos que había oído en su vida le parecieron semejantes al ruido producido por una mota de polvo al caer. A este estruendo siguieron otros cada vez menores. Un viento huracanado barrió cielo y tierra, impidiéndole incluso levantar la cabeza para mirar. Durante algún tiempo quedó tan sorprendido y falto de aliento que ni siquiera sabía dónde estaba ni qué había ocurrido. Su primera reacción fue la de palparse la cabeza para comprobar si todavía conservaba aquel cabello que ondeaba al viento.

«¡Oh, Señor!», exclamó con voz entrecortada, pues el huracán apenas le dejaba hablar. «¡Me he escapado por un pelo! ¿Qué es lo que ha ido mal? Vendavales y truenos cuando hace tan sólo un minuto hacía una noche estupenda. Fue Maydig quien me embarcó en este asunto. ¡Vaya viento! ¡Como siga haciendo el tonto de este modo acabará pasándome algo malo de verdad!... ¿Dónde está Maydig?... ¡Menudo lío se ha organizado!»

Miró a su alrededor en la medida en que se lo permitía su chaqueta, agitada por el viento. El aspecto de las cosas era realmente muy extraño. «Al menos el cielo está como siempre», dijo el señor Fotheringay, «pero eso es lo único que parece normal, y aun así parece que se acerca un terrible huracán. Sin embargo, la luna está allí arriba, como hace un momento, brillante como el sol de mediodía. En cuanto al resto... ¿Dónde está el pueblo? ¿Dónde está... dónde está todo? ¿Y qué demonios ha desencadenado este viento? Yo no lo he ordenado.»

El señor Fotheringay luchó en vano por ponerse de pie, y después de un intento frustrado, permaneció a cuatro patas. Contempló a sotavento el mundo iluminado por la luna, con los faldones de la chaqueta ondeando sobre su cabeza. «Algo anda francamente mal», dijo, «pero sólo Dios sabe lo que puede ser.»

Bajo el blanco resplandor de la luna, a través de la neblina de polvo levantada por el ululante vendaval, no se veía nada salvo masas de tierra que se desplomaban y montones de ruinas. Ni un árbol, ni una casa, ni una forma conocida, sólo un caótico desierto que se desvanecía poco a poco en la oscuridad bajo los torbellinos, los truenos y los relámpagos de una tormenta cuya intensidad aumentaba por segundos. Cerca de él, en aquel lívido resplandor, vio algo que en tiempos podía haber sido un olmo y que ahora, deshecho de la copa a la raíz, no era sino una masa informe de astillas; un poco más allá surgía de aquel enorme revoltijo un montón de retorcidas vigas de hierro que sin duda constituían los restos del viaducto.

Como el lector habrá adivinado, cuando el señor Fotheringay detuvo la rotación de la tierra olvidó mencionar a los insignificantes objetos móviles que existen sobre su superficie. La tierra gira tan de prisa que su superficie en el ecuador se mueve a una velocidad superior a mil quinientos kilómetros por hora, y el señor Maydig, el señor Fotheringay, todas las personas y todas las cosas, habían sido violentamente arrojados hacia adelante a una velocidad de unos catorce kilómetros por segundo, es decir, mucho más violentamente que si hubieran sido disparados por un cañón. Y todo ser humano, toda criatura viviente, toda casa, todo árbol —todo el mundo tal y como lo conocemos, en una palabra—, habían sido zarandeados, aplastados, aniquilados. Eso era todo.

El señor Fotheringay, por supuesto, no tenía plena conciencia de todas estas cosas. Pero sí se daba cuenta de que su milagro había salido mal, y esto le hizo tomar gran aversión a los milagros. Se encontraba ahora en la oscuridad, pues las nubes se habían acumulado y ocultaban la luna, y una espantosa cortina de granizo se precipitó sobre él. Un horrísono fragor de viento y agua se apoderó del cielo y de la tierra, y tapándose los ojos con la mano para protegerlos del polvo y la cellisca, pudo distinguir a la luz de los relámpagos un gran muro de agua que, procedente de barlovento, avanzaba a toda velocidad hacia él.

«¡Maydig!», llamó con voz débil el señor Fotheringay en medio del fragor de los elementos. «¡Aquí, Maydig!»

«¡Detente!», gritó el señor Fotheringay al agua que se le venía encima. «¡Por el amor de Dios, detente!»

«Un momento», rogó el señor Fotheringay a los relámpagos y los truenos. «Parad sólo un momento mientras pongo en orden mis ideas... ¿Y qué voy a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer? ¡Dios mío! ¡Ojalá estuviera aquí Maydig!»

«Ya sé qué hacer», dijo el señor Fotheringay. «Y, por el amor de Dios, que esta vez me salga bien.»

Permaneció a gatas, oponiendo resistencia al viento, concentrándose para que todo le saliera bien.

«¡Ah!», exclamó. «Que no ocurra nada de lo que voy a ordenar hasta que diga ‘¡ya!’... ¡Dios mío! ¿Por qué no se me ocurriría eso antes?»

Elevó su débil voz frente al torbellino, gritando cada vez más en un vano deseo de oír sus propias palabras.

«Bien... ¡Allá va! Recuerda lo que acabo de decir. En primer lugar, cuando se haya cumplido todo lo que tengo que decir quiero perder mi facultad de hacer milagros, quiero que mi voluntad sea igual que la de los demás y que se acaben todos estos peligrosos milagros. No me gustan. Preferiría no poder hacerlos, de veras. Eso es lo primero. Lo segundo es que quiero volver al instante anterior a que se moviera aquel maldito quinqué. Sé que es un trabajo difícil, pero es el último. ¿Lo has entendido? Se acabaron los milagros. Todo igual que antes. Quiero volver a estar en el Long Dragon en el momento en que me disponía a tomarme mi media pinta de cerveza. ¡Sí, eso es!»

Hundió los dedos en la tierra removida, cerró los ojos y dijo: «¡Ya!»

Volvió a reinar una calma absoluta. Se dio cuenta de que estaba de pie. Entonces oyó una voz:

—Eso es lo que usted dice.

Abrió los ojos. Se encontraba en el bar del Long Dragon, discutiendo acerca de los milagros con Toddy Beamish. Tenía la vaga sensación, que se le pasó en seguida, de haber olvidado algo muy importante. Excepto en lo que se refería a la pérdida de sus poderes milagrosos, todo volvía a ser como antes; por tanto, su mente y su memoria eran exactamente iguales que al comienzo de esta historia. Nada sabía, ni sabe ahora, de lo que aquí se ha relatado. Y entre otras cosas, por supuesto, sigue sin creer en los milagros.

—Le digo a usted que los milagros, en el sentido estricto de la palabra, no pueden ocurrir —dijo—, por mucho que usted insista. Y estoy dispuesto a probárselo hasta la saciedad.

—Eso es lo que usted cree —replicó Toddy Beamish—. Demuéstrelo si puede.

—Veamos, señor Beamish —dijo el señor Fotheringay—. Dejemos bien sentado lo que es un milagro. Es algo contrario al curso de la naturaleza realizado por medio de la voluntad...

Antología de la novela corta universal
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