W. SOMERSET MAUGHAM - EL PUESTO REMOTO

W. SOMERSET MAUGHAM

GRAN BRETAÑA

W. SOMERSET MAUGHAM 1874-1965 William Somerset Maugham estudió medicina, pero abandonó la profesión cuando sus novelas y cuentos le hicieron mundialmente famoso como autor. Muchas de sus obras se han llevado a la pantalla.

EL NUEVO ayudante llegó por la tarde. Cuando comunicaron al Residente, señor Warburton, que el prao estaba cerca, se puso su salacot y bajó hasta el embarcadero. La guardia, formada por ocho soldaditos dayak, se cuadró a su paso. Observó con satisfacción su porte marcial, sus impecables uniformes y sus relucientes fusiles. Indudablemente le enaltecían. Desde el embarcadero contempló la curva del río que la lancha no tardaría en doblar. Tenía un aspecto muy elegante con sus inmaculados shorts blancos y sus zapatos del mismo color. Sostenía bajo el brazo un bastón de Malaca de puño de oro que le había regalado el sultán de Perak.

Esperaba al nuevo ayudante con una mezcla de sentimientos encontrados. El distrito daba más trabajo del que un solo hombre podía realizar debidamente, y durante sus periódicas visitas de inspección al territorio que tenía a su cargo resultaba impropio dejar el puesto en manos de un empleado indígena; pero hacía tanto tiempo que era allí el único hombre blanco que no podía enfrentarse sin recelos con la llegada de otro. Se había acostumbrado a la soledad. Durante la guerra no había visto un rostro inglés por espacio de tres años; y en una ocasión, cuando le dieron instrucciones de alojar a un funcionario forestal, le sobrecogió tal pánico que poco antes de su llegada, tras haber preparado todo para su recibimiento, escribió una nota diciéndole que se veía obligado a partir río arriba y permaneció ausente hasta que un mensajero le informó de que su huésped se había marchado.

Por fin apareció el prao en la anchurosa recta del río. Lo tripulaban presidiarios dayak que cumplían diversas condenas, y en el embarcadero esperaban dos carceleros para llevarlos de nuevo a la prisión. Eran mozos robustos, conocedores del río, y remaban con vigorosas paladas. Cuando la lancha llegó al costado del embarcadero, un hombre salió de debajo del toldo de hojas de nipa y saltó a la orilla. La guardia presentó armas.

—Por fin hemos llegado. ¡Vive Dios que tengo un agarrotamiento de todos los diablos! Le he traído el correo.

Hablaba con exuberante jovialidad. El señor Warburton le tendió cortésmente la mano.

—El señor Cooper, supongo.

—El mismo. ¿Es que esperaba a otra persona?

La pregunta pretendía ser graciosa, pero el Residente no sonrió.

—Me llamo Warburton. Le enseñaré a usted su vivienda. No se preocupe por el equipaje, se lo llevarán.

Precedió a Cooper por la estrecha vereda, y ambos entraron en un recinto cercado donde se alzaba un pequeño bungalow.

—He procurado que lo hicieran lo más habitable posible, pero tenga en cuenta que nadie ha vivido aquí desde hace años.

Estaba construido sobre estacas. Consistía en una larga estancia que daba a una amplia galería, y en la parte de atrás, a ambos lados de un pasillo, había dos dormitorios.

—Con esto me arreglaré perfectamente —dijo Cooper.

—Me figuro que querrá usted tomar un baño y mudarse. Me encantara que venga a cenar conmigo esta noche. ¿Le parece bien a las ocho?

—Cualquier hora me viene bien.

El Residente le dirigió una sonrisa cortés, aunque ligeramente desconcertado, y se retiró. Regresó al fuerte donde tenía su morada. La impresión que Alien Cooper le causara no fue muy favorable, pero él se tenía por hombre recto y sabía que era injusto juzgar a una persona tras un encuentro tan breve. Cooper aparentaba unos treinta años. Era un tipo alto y delgado, de cara pálida en la que no había ni una mancha de color. Era un rostro de una sola tonalidad.

Tenía una nariz ancha y ganchuda y ojos castaños. Al entrar en el bungalow se había quitado el salacot y se lo había arrojado a un sirviente. El señor Warburton notó el contraste, un tanto singular, entre su ancho cráneo, cubierto de cortos cabellos castaños, y su barbilla pequeña y débil. Vestía pantalones cortos y camisa de color caqui, pero estaban raídos y sucios, y su maltratado salacot no había sido limpiado desde hacía días. El señor Warburton se dijo que aquel joven había pasado una semana en un barco de cabotaje y las últimas cuarenta y ocho horas tumbado en el fondo de un prao.

«Ya veremos qué aspecto tiene cuando venga a cenar», pensó.

Entró en su habitación, donde todas las cosas estaban dispuestas tan primorosamente como si tuviera un ayuda de cámara británico, se desvistió y, bajando los escalones que conducían al cuarto de baño, se lavó con agua fría. La única concesión que hacía al clima consistía en ponerse un smoking blanco; por lo demás, con una camisa almidonada de cuello de pajarita, calcetines de seda y zapatos de charol, vestía con la misma etiqueta que si fuera a cenar a su club en el Pall Mall. Como solícito anfitrión, entró en el comedor para ver si la mesa estaba debidamente puesta. Sus criados la habían adornado con orquídeas, y la vajilla de plata relucía alegremente. Las servilletas, dobladas con esmero, revelaban el cuidado en los menores detalles. Las velas, en candeleros de plata, difundían una luz suave. Warburton sonrió aprobadoramente y volvió al salón a esperar a su invitado, que no tardó en llegar. Cooper llevaba los pantalones cortos y la camisa de color caqui, así como la chaqueta andrajosa con que había desembarcado. La sonrisa de bienvenida del señor Warburton se desvaneció.

—¡Cáspita! Se ha puesto usted de tiros largos —dijo Cooper—. No sabía que iba a hacer eso. Y yo que por poco vengo con un sarong.

—No tiene ninguna importancia. Supongo que sus sirvientes estarán muy atareados.

—No necesitaba haberse vestido por mi causa, ¿sabe?

—No lo hice por eso. Siempre me visto para cenar.

—¿Hasta cuando está solo?

—Especialmente cuando estoy solo —replicó Warburton, y le lanzó una gélida mirada.

Captó un destello divertido en los ojos de Cooper y enrojeció de cólera. El señor Warburton era un hombre irascible; podía uno adivinarlo por su rostro colorado de facciones belicosas y su cabello rojizo, que empezaba a encanecer. Sus ojos azules, normalmente fríos y observadores, podían inflamarse en un súbito rapto de cólera; pero era un hombre de mundo y un hombre justo, al menos así lo creía. Tenía que hacer lo posible por llevarse bien con aquel individuo.

—Cuando vivía en Londres frecuentaba círculos en los que habría resultado tan extravagante no vestirse todas las noches para la cena como no tomar un baño cada mañana, y cuando vine a Borneo no encontré razón alguna para interrumpir tan buena costumbre. Pasé tres años, durante la guerra, sin ver a un hombre blanco, pero nunca dejé de vestirme de etiqueta en una sola ocasión siempre que me encontrase lo suficientemente bien para sentarme a cenar. Usted no lleva mucho tiempo en este país; créame, no hay mejor manera de conservar la propia estimación. Cuando un hombre blanco cede lo más mínimo a los influjos que le rodean no tarda en perder el respeto de sí mismo, y cuando pierde el respeto de sí mismo puede usted estar completamente seguro de que pronto los nativos también dejarán de respetarle.

—Bueno, si espera usted que yo me ponga una camisa almidonada y un cuello de pajarita con este calor, me temo que se va a llevar una decepción.

—Cuando cene usted en su bungalow se vestirá, por supuesto, como lo estime oportuno, pero cuando me proporcione el placer de cenar conmigo, tal vez llegue a la conclusión de que lo correcto es llevar la ropa que se acostumbra en la sociedad civilizada.

Entraron dos mozos malayos, con sarongs, songkoks y elegantes chaquetillas blancas de botones de bronce; uno traía pahits de ginebra, y el otro una bandeja con platillos de aceitunas y anchoas. Después del aperitivo pasaron al comedor. Warburton se envanecía de tener el mejor cocinero de Borneo, un chino, y se esforzaba por regalarse con los manjares más exquisitos pese a las difíciles circunstancias. Desplegaba la mayor inventiva a la hora de aprovechar los elementos con que contaba.

—¿Quiere usted echar un vistazo al menú? —preguntó, y se lo alargó a Cooper.

Estaba escrito en francés y los platos tenían nombres rimbombantes. Dos mozos de comedor servían la mesa. En rincones opuestos de la habitación, otros dos criados agitaban inmensos abanicos para remover el sofocante aire. La comida era regia y el champaña excelente,

—¿Come usted así todos los días? —preguntó Cooper.

Warburton lanzó al menú una ojeada indiferente.

—No he notado que la cena sea distinta de lo corriente —dijo—. Yo como muy poco, pero procuro que todas las noches me sirvan una cena decorosa. Eso mantiene entrenado al cocinero y constituye una buena disciplina para los criados.

La conversación languidecía. Warburton se mostraba esmeradamente cortés, y es posible que encontrara un placer malicioso en los apuros que de este modo hacía pasar a su compañero. Cooper no había estado más que unos pocos meses en Sembulu, y las preguntas del señor Warburton acerca de amigos suyos en Kuala Solor pronto se agotaron.

—A propósito —dijo Warburton—, ¿conoció usted a un joven- cito que se apellida Hennerley? Creo que llegó recientemente de Inglaterra.

—Oh, sí, está en la policía. Es un vanidoso inaguantable.

—Nunca habría sospechado que fuera así. Su tío, lord Barraclough, es amigo mío. Precisamente el otro día recibí una carta de lady Barraclough en la que me pide que me interese por él.

—Ya había oído que estaba emparentado con algún personaje. Supongo que por eso consiguió el empleo. Estuvo en Eton y en Oxford, y no hace más que pregonarlo a los cuatro vientos.

—Me deja asombrado —dijo Warburton—. Toda su familia se ha educado en Eton y en Oxford desde hace un par de siglos. Hubiera creído que lo tomaría como una cosa perfectamente natural.

—A mí me parece un pedante insoportable.

—¿Dónde se educó usted?

—Nací en Barbados. Me eduqué allí.

—Ah, comprendo —el señor Warburton se las arregló para dar un tono tan insolente a su breve respuesta que Cooper se sonrojó. Por un momento guardó silencio—. He recibido dos o tres cartas de Kuala Solor —prosiguió Warburton—, y tenía la impresión de que el joven Hennerley era muy popular. Me dicen que es un excelente deportista.

—Oh, sí; es muy popular. Es justamente el tipo de individuo que caería bien en Kuala Solor. Personalmente no tengo muy buena opinión de los grandes deportistas. ¿Qué importancia tiene al fin y al cabo que un hombre sepa jugar al golf y al tenis mejor que otros? ¿Y a quién le importa que pueda hacer setenta y cinco carambolas de una tacada? En Inglaterra atribuyen demasiada importancia a esas cosas.

—¿Usted cree? Yo tenía la impresión de que el deportista de primera no había desmerecido en la guerra de cualquier otra persona.

—Ya que menciona la guerra, ese es un tema sobre el que puedo hablar con conocimiento de causa. Estuve en el mismo regimiento que Hennerley y puedo decirle que los soldados no lo soportaban.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque yo era uno de ellos.

—Ah, no sirvió usted como oficial.

—¿Qué oportunidad iba yo a tener de lograr un nombramiento de oficial? Era lo que llamaban un colonial. No había ido a un colegio de pago y no tenía influencia. No pasé de soldado raso.

Cooper frunció el ceño. Parecía costarle trabajo dominarse para no prorrumpir en una violenta invectiva. El señor Warburton le observó con sus ojillos azules entornados e hizo su composición de lugar. Cambiando de conversación, empezó a hablar a Cooper del trabajo que debía realizar, y cuando dieron las diez en el reloj de pared se levantó.

—Bueno, no le retengo más. Supongo que estará cansado del viaje.

Se estrecharon la mano.

—Oiga, a propósito —dijo Cooper—. ¿Podría usted encontrarme un criado? El que tenía me dejó plantado cuando salí de Kuala Solor. Subió mis cosas a bordo y luego desapareció. No me enteré de que se había ido hasta que estábamos ya en el mar.

—Preguntaré a mi criado principal. Seguro que él sabrá de alguien.

—Estupendo. Dígale que me mande al mozo, y si me gusta su aspecto lo tomaré.

Había luna, de modo que no fue necesaria la linterna. Cooper regresó a su bungalow.

«¿Por qué diablos me habrán enviado un tipo como este?», meditó el señor Warburton. «Si esta es la clase de hombres que van a formar ahora no sé adonde iremos a parar.»

Salió a dar un paseo por el jardín. El fuerte estaba construido en la cima de un altozano, y el jardín descendía hasta el borde del río; en la orilla había una glorieta, y hacia allí solía dirigir sus pasos después de la cena para fumar un puro. Y a menudo, desde el río que fluía un poco más abajo, oíase la voz de algún malayo demasiado tímido para atreverse a hablar a la luz del día; y el aire llevaba blandamente hasta sus oídos una queja o una denuncia, le susurraba un fragmento de información o una sugerencia provechosa que de otro modo jamás habría llegado a su conocimiento. Se dejó caer pesadamente sobre una tumbona de rejilla. ¡Cooper! Un envidioso, un tipo mal educado, engreído, dogmático y hueco. Pero la irritación del señor Warburton sucumbió a la irresistible y silenciosa hermosura de la noche. Las fragantes flores de un árbol que crecía a la entrada de la glorieta perfumaban el aire, y las luciérnagas, centelleando tenuemente, volaban con su vuelo lento y plateado. La luna trazaba en el anchuroso río una senda para los ingrávidos pies de la amada de Siva, y en la orilla opuesta se recortaba delicadamente contra el cielo la silueta de una hilera de palmeras. La paz se introdujo furtivamente en el alma del señor Warburton.

Era un ser extravagante y había hecho una carrera singular. A los veintiún años heredó una fortuna considerable, cien mil libras, y cuando dejó la universidad de Oxford se lanzó a la alegre vida que aquellos tiempos (Warburton era ahora un hombre de cincuenta y cuatro años) brindaban a un joven de buena familia.

Tenía un piso en la calle Mount, un cabriolé de pescante trasero, que era la última moda, y un pabellón de caza en Warwickshire. Frecuentaba todos los lugares donde se reunía la gente de buen tono. Era guapo, divertido y generoso, una figura conocida en la sociedad londinense en los primeros años de la última década del siglo pasado, cuando esa sociedad aún no había perdido su carácter exclusivo ni su esplendor. La guerra de los bóers, que la conmovió, era imprevisible por aquel entonces; en cuanto a la Gran Guerra, que la destruyó, sólo la profetizaban algunos pesimistas. No era cosa desagradable ser un joven rico en aquellos días, y la repisa de la chimenea de Warburton estaba atestada de invitaciones para una fiesta tras otra. Warburton las exhibía con complacencia. Pues el señor Warburton era un esnob. Pero no un esnob tímido, un poco avergonzado de que le impresionasen los que Creía superiores a él, ni un esnob que aspirase a intimar con las personas que hubieran adquirido celebridad en la política o notoriedad en las artes, ni el esnob deslumbrado por los ricos; era el esnob por antonomasia, desnudo, genuino, enamorado de la aristocracia. Aunque susceptible y de genio vivo, hubiera preferido que una persona de calidad le tratase con arrogancia a que le adulase un plebeyo. Su nombre ocupaba un puesto insignificante en la Guía de la Nobleza de Burke, y era asombroso observar la ingeniosidad que desplegaba para mencionar su distante parentesco con la aristocrática familia a que pertenecía; en cambio jamás decía una palabra del honrado fabricante de Liverpool de quien, por mediación de su madre, una tal señorita Gubbins, había heredado su fortuna. Lo que constituía el terror de su vida de elegante petimetre era que en Cowes, tal vez, o en Ascot, cuando estaba con una duquesa o incluso con un príncipe de sangre real, se le acercase alguno de estos parientes y le saludara familiarmente.

Su defecto era demasiado obvio para no hacerse pronto notorio, mas la extravagancia del mismo le salvaba de ser meramente despreciable. Los grandes a quienes adoraba se reían de él, aunque en el fondo les parecía muy natural su admiración. El pobre Warburton, por supuesto, era un terrible esnob, pero al fin y al cabo era un buen muchacho. Siempre estaba dispuesto a avalar un pagaré suscrito por algún aristócrata sin dinero, y si se hallaba uno en un aprieto siempre se podía contar con él para recibir un préstamo de cien libras. Daba buenas comidas. Jugaba muy mal al whist, pero no le importaba la cuantía de las pérdidas si la compañía era selecta. Tenía la desgracia de ser jugador, un jugador desafortunado, pero era buen perdedor, y no se podía menos de admirar la flema con que perdía quinientas libras de una sentada. Su pasión por las cartas, casi tan fuerte como su pasión por los títulos nobiliarios, fue la causa de su ruina. Llevaba una vida dispendiosa y sus pérdidas en el juego eran formidables. Empezó a jugar desenfrenadamente, primero en las carreras de caballos y luego a la Bolsa. Cierta simplicidad característica de su modo de ser hizo que los desaprensivos encontraran en él una víctima candorosa. Ignoro si se daría cuenta de que sus elegantes amistades se reían de él a sus espaldas, pero creo que un oscuro instinto le decía que no podía permitirse el lujo de dejar de ser manirroto. Cayó, pues, en manos de usureros, y a los treinta y cuatro años estaba completamente arruinado.

Hallábase demasiado imbuido del espíritu de clase para vacilar en la elección de su próximo paso. Cuando un hombre de su medio social había derrochado su fortuna se marchaba a las colonias. Nadie oyó lamentarse al señor Warburton. No se quejó de que un amigo aristócrata le hubiese aconsejado una especulación desastrosa, no apremió a ninguno de sus deudores para que le devolviesen el dinero, pagó sus deudas (¡si tan siquiera se hubiese dado cuenta de que este último rasgo era inspirado por la despreciable sangre del fabricante de Liverpool que corría por sus venas!), no pidió ayuda a nadie, y, aunque no había dado golpe en su vida, buscó un medio de subsistir. Siguió mostrándose jovial, despreocupado y lleno de humor. No quería molestar a nadie con el relato de su infortunio. Warburton era un esnob, pero también era un caballero.

El único favor que pidió a uno de sus encopetados amigos en cuya compañía había vivido diariamente durante años fue una recomendación. La persona opulenta y competente que era en aquella época sultán de Borneo lo tomó a su servicio. La noche antes de zarpar cenó por última vez en su club.

—He oído que se va usted, Warburton —le dijo el anciano duque de Hereford.

—Sí, me marcho a Borneo.

—¡Santo Dios! ¿Qué se le ha perdido allí?

—Oh, estoy arruinado.

—¿De veras? Lo siento. Bueno, cuando vuelva no deje de avisarme. Espero que se divierta.

—Oh, sí. Hay mucha caza, ¿sabe?

El duque le saludó con una inclinación de cabeza y se alejó. Pocas horas más tarde Warburton veía alejarse entre la bruma la costa de Inglaterra. Dejaba atrás todo lo que para él hacía que valiera la pena vivir.

Desde entonces habían transcurrido veinte años. Warburton seguía manteniendo una copiosa correspondencia con varias damas encopetadas, y sus cartas eran divertidas y chispeantes. No había perdido su amor por las personas de noble cuna, y leía con atención las noticias del Times (que recibía con seis semanas de retraso) acerca de sus idas y venidas. Recorría la sección dedicada a nacimientos, óbitos y bodas, y siempre tenía a punto la correspondiente carta de felicitación o de condolencia. Las revistas ilustradas también le mantenían informado, y en sus periódicas visitas a Inglaterra podía reanudar los hilos de la amistad como si nunca se hubiesen roto y estaba enterado de todo lo referente a cualquier nuevo personaje que pudiese haber surgido en el medio social. Su interés por el mundo de moda era tan vivo como cuando él mismo figuraba en sociedad. Aún seguía pareciéndole la única cosa que tenía importancia.

Pero, insensiblemente, otro interés fue introduciéndose en su vida. La posición que ocupaba halagaba su vanidad; ya no era el adulador que imploraba las sonrisas de los grandes, sino el amo cuya palabra dicta la ley. Se sentía halagado por la guardia de soldados dayak que presentaban armas a su paso. Le agradaba presidir los juicios para juzgar a sus semejantes. Complacíase en arbitrar las querellas entre jefes rivales. Cuando, en tiempos pasados, los cazadores de cabezas se mostraban belicosos, emprendía expediciones de castigo, estremeciéndose de orgullo por su propia conducta. Era demasiado vanidoso para no hacer gala de un valor impávido, y se contaba una bonita historia sobre su Sangre fría al arriesgarse, sin acompañamiento, a penetrar en una aldea fortificada y exigir la rendición de un sanguinario pirata. Se convirtió en un experto administrador. Era estricto, justo y honrado.

Y poco a poco cobró un profundo amor a los malayos. Se interesaba por su carácter y sus costumbres. Nunca se cansaba de escuchar su conversación. Admiraba sus virtudes, y perdonaba sus vicios con una sonrisa y un encogimiento de hombros.

—En otro tiempo —solía decir— fui amigo íntimo de algunos de los más ilustres caballeros de Inglaterra, pero nunca he conocido caballeros más selectos que algunos malayos bien nacidos a los que me siento orgulloso de llamar amigos míos.

Le gustaban su cortesía y sus modales distinguidos, su delicadeza y sus repentinos arrebatos de pasión. Conocía por instinto el modo adecuado de tratarlos. Sentía por ellos un sincero afecto. Pero nunca olvidó que era un caballero inglés y no podía sufrir al hombre blanco que adoptaba las costumbres indígenas. El no cedía. No imitaba a muchos hombres blancos que vivían con una mujer nativa como si fuera su esposa, pues un enredo de esta naturaleza, aunque consagrado por la costumbre, le parecía no solamente escandaloso sino falto de dignidad, De un hombre a quien Albert Edward, príncipe de Gales, había tuteado difícilmente podía esperarse que tuviese una relación amorosa con alguna nativa. Y cuando regresaba a Borneo de una de sus visitas a Inglaterra, sentía ahora algo muy semejante al alivio. Sus amigos, al igual que él, ya no eran jóvenes, y había una nueva generación que lo consideraba como un viejo pesado. Le parecía que la Inglaterra de hoy había perdido mucho de lo que él amara en la Inglaterra de su juventud. Pero Borneo no había cambiado. Para él era ahora su patria. Tenía el propósito de permanecer en el servicio el mayor tiempo posible, y en lo más profundo abrigaba la esperanza de morir antes de verse obligado a pedir el retiro. En su testamento expresaba el deseo de que, dondequiera que falleciese, se llevase su cadáver a Sembulu y se le enterrase entre la gente que amaba, al arrullo de la mansa corriente del río.

Pero ocultaba estas emociones a la vista de los demás; y nadie, al ver a este hombre apuesto, fornido, bien plantado, con su enérgico rostro afeitado y su cabello entrecano, habría imaginado que abrigaba tan profundo sentimiento.

Sabía cómo debía realizarse el trabajo del puesto, y en los días siguientes mantuvo una vigilancia suspicaz sobre su ayudante. No tardó en darse cuenta de que era concienzudo y competente. El único defecto que le encontró fue que trataba con rudeza a los nativos.

—Los malayos son tímidos y muy sensibles —le dijo—. Creo que usted mismo comprobará que obtiene mejores resultados si procura ser siempre cortés, paciente y benévolo.

Cooper lanzó una corta y áspera risotada.

—Nací en Barbados y estuve en Africa durante la guerra. No creo que haya mucho que no sepa acerca de los negros.

—Yo no sé nada —dijo Warburton con acritud—. Pero no estábamos hablando de los negros; estábamos hablando de los malayos.

—¿Es que no son negros?

—Es usted muy ignorante —replicó Warburton.

No dijo más.

El primer domingo después de la llegada de Cooper le invitó a cenar. Lo hizo todo muy ceremoniosamente, y aunque el día anterior habían estado juntos en la oficina y luego, a las seis de la tarde, en la galería del fuerte, donde tomaron ginebra con bitter, envió al bungalow una amable esquela con uno de sus criados. Cooper, si bien de mala gana, se presentó vestido de etiqueta, y Warburton, aunque satisfecho de que se hubiera respetado su deseo, observó con desprecio que el smoking del joven estaba mal cortado y que la camisa no le sentaba bien. Pero el señor Warburton estaba de buen talante aquella noche.

—A propósito —le dijo al estrecharle la mano—, he hablado con mi criado principal para que le busque un mozo y me ha recomendado a su sobrino. Le he visto y me parece un muchacho inteligente y dispuesto. ¿Quiere usted verle?

—Bueno, no hay inconveniente.

—Está esperando.

El señor Warburton llamó a su criado y le dijo que mandase venir a su sobrino. Al cabo de un momento se presentó un joven alto y delgado de unos veinte años. Tenía grandes ojos oscuros y un perfil casi perfecto. Estaba muy pulcro con su sarong, una chaquetilla blanca y un fez de terciopelo color ciruela sin borla. Respondía al nombre de Abas. Warburton lo miró con aire aprobador, y sus modales se dulcificaron sin que él mismo se diera cuenta mientras le hablaba con fluidez en lengua malaya. Propendía a ser sarcástico con los blancos, pero con los malayos mostraba una mezcla afortunada de condescendencia y amabilidad. Representaba allí al sultán. Sabía perfectamente cómo conservar su propia dignidad y al mismo tiempo hacer que un indígena se sintiese a sus anchas.

—¿Le servirá? —preguntó Warburton volviéndose hacia Cooper.

—Sí, supongo que no será más bribón que cualquiera de los demás.

El señor Warburton informó al muchacho de que estaba colocado y le despidió con un gesto.

—Ha tenido usted suerte al conseguir un criado como ese —le dijo a Cooper—. Es de muy buena familia. Vinieron de Malaca hace cerca de un siglo.

—Me tiene sin cuidado que el sirviente que me lustra los zapatos y me trae una bebida cuando me apetece tenga o no sangre azul en las venas. Todo lo que pido es que haga lo que le ordene y esté ojo avizor para servirme.

El señor Warburton frunció los labios, pero no replicó.

Entraron en el comedor. La cena fue exquisita y el vino excelente. Pronto se hicieron sentir sus efectos, y conversaron no sólo sin acrimonia, sino incluso amigablemente. A Warburton le gustaba regalarse, y el domingo por la noche había adquirido la costumbre de regalarse aún más de lo corriente. Empezó a pensar que era injusto con Cooper. Por supuesto que no era un caballero, pero eso no era culpa suya. Conociéndole más a fondo, tal vez fuera buena persona. Sus defectos eran, quizá, defectos de educación. Y en el trabajo no podía ser mejor: rápido, concienzudo y cabal. Cuando llegaron a los postres, el señor Warburton se sentía favorablemente dispuesto hacia toda la humanidad.

—Este es su primer domingo aquí y voy a ofrecerle una copa de un oporto extraordinario. Sólo me quedan unas dos docenas de botellas, y las guardo como oro en paño para las grandes ocasiones.

Dio instrucciones al criado, que no tardó en volver con la botella. Warburton vigilaba al mozo mientras este la abría.

—Este oporto me lo proporcionó mi viejo amigo Charles Hollington. Lo tenía desde hacía cuarenta años, y yo también lo he guardado unos cuantos. Su bodega tenía fama de ser la mejor de Inglaterra.

—¿Es un comerciante en vinos?

—No exactamente —sonrió Warburton—. Me estoy refiriendo a lord Hollington de Castle Reagh. Es uno de los más ricos pares de Inglaterra. Muy antiguo amigo mío. Estuve en Eton con su hermano.

Era esta una oportunidad a la que el señor Warburton nunca podía resistirse, y contó una pequeña anécdota cuya única sal parecía consistir en que conocía a un conde. El oporto era, desde luego, muy bueno; tomó una copa y luego la segunda. Perdió todo recato. Hacía meses que no hablaba con un hombre blanco. Empezó a contar historias en las que aparecía alternando con los grandes. Al escucharle hubiérase pensado que hubo una época en que los ministerios se formaban y las orientaciones políticas se decidían siguiendo las recomendaciones que él susurraba al oído de una duquesa o dejaba caer en una cena para que fueran recogidas con gratitud por el consejero personal del soberano. Revivió los pasados días en Ascot, Goodwood y Cowes. Otra copa de oporto. Y revivió las fiestas que se celebraban en determinadas mansiones de Yorkshire y de Escocia, a las que asistía todos los años.

—Tenía por aquel entonces un sirviente llamado Foreman, el mejor ayuda de cámara que tuve en mi vida, y ¿por qué creerá usted que se despidió? Como usted sabe, en el comedor de la servidumbre las doncellas de las señoras y los ayudas de cámara de los caballeros se sientan a la mesa en el mismo orden de precedencia que sus amos. Un buen día me dijo que estaba harto de asistir a reuniones en las que yo era invariablemente el único plebeyo. Esto significaba que siempre tenía que sentarse en el extremo de la mesa y que los mejores bocados desaparecían antes de que la fuente llegase hasta él. Cuando le conté la historia al anciano duque de Hereford, rugió: «Vive Dios que si yo fuera rey de Inglaterra le haría a usted vizconde sólo para dar una oportunidad a su criado». «Quédese usted con él, duque», dije yo. «Es el mejor ayuda de cámara que he tenido». «Bien, Warburton», repuso él, «si es lo bastante bueno para usted, también lo es para mí. Puede enviármelo.»

Después pasó a hablar de Montecarlo, donde una noche Warburton y el gran duque Fiodor, jugando en sociedad, hicieron saltar la banca. Y luego le tocó el turno a Marienbad; en Marienbad el señor Warburton jugó al bacará con Eduardo VII.

—Entonces, naturalmente, sólo era príncipe de Gales. Recuerdo que me dijo: «Si pides con cinco, George, perderás hasta la camisa». Tenía razón; no creo que jamás dijera mayor verdad en su vida. Era un hombre maravilloso. Yo siempre he sostenido que fue el mejor diplomático de Europa. Pero yo no era más que un joven necio en aquellos tiempos y no tuve la sensatez de seguir su consejo. Si lo hubiera hecho, si no hubiera pedido con cinco, probablemente no estaría aquí ahora.

Cooper le observaba. Los ojos castaños, hundidos en sus cuencas, eran duros y altaneros, y en sus labios bailaba una sonrisa burlona. Había oído hablar mucho del señor Warburton en Kuala Solor. No era mala persona, y su distrito funcionaba con regularidad y precisión, decían, pero ¡vive Dios, qué esnob! Se reían de él bonachonamente, pues era imposible sentir antipatía por un hombre tan generoso y tan amable. Cooper había oído ya la historia del príncipe de Gales y del bacará. Pero Cooper le escuchaba sin indulgencia. Desde el principio le había exasperado el modo de ser del Residente. Cooper era muy sensible y se retorcía bajo los corteses sarcasmos del señor Warburton. Este tenía el arte de acoger cualquier observación que desaprobaba con un silencio abrumador. Cooper había vivido poco en Inglaterra y sentía una peculiar aversión por todo lo inglés, en especial por las personas educadas en colegios de pago, porque siempre temía que lo fueran a tratar con aires de superioridad. Y temía tanto que otros se diesen tono con él que, a fin de evitarlo, se daba tales ínfulas que todos le tomaban por un vanidoso insufrible.

—Bueno, en todo caso la guerra ha hecho algo bueno por nosotros —dijo al fin—. Acabó con el poder de la aristocracia. La guerra de los bóers lo inició, y la de 1914 lo remató.

—Las grandes familias de Inglaterra están condenadas a muerte —dijo Warburton con la complacencia melancólica de un emigrado francés que añorase la corte de Luis XV—. Ya no pueden permitirse el lujo de vivir en sus espléndidos palacios, y su principesca hospitalidad no será pronto más que un recuerdo.

—Y a mi parecer les está muy bien empleado.

—Mi pobre Cooper, ¿qué puede usted saber de la gloria de Grecia y de la grandeza de Roma?

Warburton hizo un amplio ademán. Por un instante, sus ojos se volvieron soñadores con aquella visión del pasado.

—Bueno, créame, estamos hartos de toda esa podredumbre. Lo que necesitamos es un gobierno de gente capacitada que promueva la prosperidad. Yo nací en una colonia de la Corona, y he pasado prácticamente toda mi vida en las colonias. Me importan un bledo los lores. Lo malo de Inglaterra es el esnobismo. Si hay algo que no puedo tragar es un esnob.

¡Un esnob! El rostro del señor Warburton se amorató y sus ojos llamearon de ira. Era aquella una palabra que le había perseguido toda su vida. Las grandes damas de cuyo trato había disfrutado en su juventud no solían considerar indigno el aprecio que él les mostraba, pero hasta las grandes damas están en ocasiones de mal humor, y más de una vez la terrible palabra había sido arrojada con sarcasmo al rostro del señor Warburton. El sabía, no podía dejar de saberlo, que había gentes abominables que le tildaban de esnob. ¡Qué injusticia! Si para él no había defecto tan detestable como el esnobismo. Después de todo, a él le gustaba mezclarse con personas de su misma clase, sólo en su compañía se sentía a gusto. ¿Cómo, en nombre del cielo, podía decir nadie que aquello era esnobismo? Cada oveja con su pareja.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted. Un esnob es un hombre que admira o desprecia a otro porque su rango social es más alto que el suyo. Es el defecto más común de la clase media inglesa.

Vio una llamita burlona en los ojos de Cooper, quien alzó la mano para ocultar la ancha sonrisa que apareció en sus labios, con lo que sólo consiguió llamar más la atención sobre ella. Las manos de Warburton temblaban ligeramente.

Probablemente Cooper no se dio cuenta de la grave ofensa que había inferido a su jefe. Era extraño que un hombre sensible como él fuera tan impasible a los sentimientos de los demás.

Su trabajo les obligaba a verse unos minutos varias veces al día, y siempre se reunían a la seis en la galería de Warburton para tomar un trago. Era esta una antigua costumbre del país que el señor Warburton no habría quebrantado por nada del mundo. Pero jamás comían juntos. Cooper lo hacía en su bungalow y Warburton en el fuerte. Después de las horas de oficina paseaban hasta el anochecer, pero cada uno por su lado. Había pocos caminos en esta comarca, donde la selva rodeaba muy de cerca las plantaciones de la aldea, y cuando el señor Warburton vislumbraba a su ayudante caminando despreocupadamente a grandes trancos, daba un rodeo para eludir su encuentro. Cooper, con sus malos modales, sus ínfulas de estar en posesión de la verdad y su intolerancia, le irritó desde el principio, pero cuando el ayudante llevaba dos meses en el puesto surgió un incidente que convirtió la antipatía del Residente en odio acerbo.

El señor Warburton tuvo que salir a recorrer el interior en una visita de inspección y dejó a Cooper encargado del puesto con entera confianza, ya que había llegado a la conclusión de que era un sujeto competente. Lo único que no le gustaba era su falta de indulgencia. Era, sin duda, honrado, justo e industrioso, pero no sentía simpatía por los indígenas. A Warburton le divertía amargamente observar cómo este hombre, que se creía igual a cualquier otro, consideraba a tantos hombres inferiores a él. Era inflexible y poco comprensivo con el modo de ser de los nativos; y además era bravucón. Warburton no tardó en darse cuenta de que los malayos le aborrecían y le temían. No podía decir que esto le desagradase, pues no le habría complacido mucho que su ayudante gozase de una popularidad que pudiera rivalizar con la suya. Warburton, después de hacer minuciosamente los preparativos, emprendió su expedición, y a las tres semanas estaba de vuelta.

Entretanto había llegado el correo. Cooper salió a recibir a su jefe, y juntos entraron en la sala de este. Lo primero que llamó la atención a Warburton al entrar fue un gran rimero de periódicos abiertos; se volvió hacia uno de los criados que habían quedado en el puesto y le preguntó con severidad qué significaba aquello. Cooper se apresuró a explicarlo.

—Quería enterarme de todo lo referente al crimen de Wolverhampton, así que tomé prestados sus Times. Los he vuelto a traer. Sabía que a usted no le importaría.

El señor Warburton, pálido como la cera, replicó:

—Pues sí que me importa. Me importa mucho.

—Lo siento —dijo Cooper sin perder la calma—. La verdad es, sencillamente, que no podía esperar hasta que usted volviese.

—Me extraña que no haya abierto también mis cartas.

Cooper sonrió impasible, lo que exasperó aún más a su jefe.

—No es lo mismo, en absoluto. Después de todo, ¿cómo iba a imaginar que le parecería mal que echase una ojeada a sus periódicos? No contienen nada confidencial.

—Me opongo a que alguien lea mis periódicos antes que yo. —Se acercó al rimero, en el que había unos treinta ejemplares—. Me parece sumamente impertinente por su parte. Están todos revueltos.

—Podemos ordenarlos fácilmente —dijo Cooper, acercándose a la mesa.

Warburton gritó:

—No los toque.

—¡Oiga, es una niñería hacer una escena por una cosa tan insignificante!

—¿Cómo se atreve a hablarme así?

—Oh, váyase al infierno —dijo Cooper, y salió echando chispas de la sala.

El señor Warburton, que temblaba de indignación, se quedó contemplando sus periódicos. Aquellas manos encallecidas y brutales habían dado al traste con su mayor placer en la vida. Cuando llega el correo, la mayor parte de las personas que viven en lugares remotos abren con impaciencia las envolturas de los periódicos y cogen el de fecha más reciente para echar una ojeada a las últimas noticias de la patria. Pero Warburton procedía de otro modo. Su agente de prensa tenía instrucciones de escribir en las fajas la fecha del periódico que contenían, y cuando llegaba el abultado paquete Warburton miraba estas fechas y las numeraba con un lápiz azul. Su criado principal tenía orden de poner cada mañana el periódico correspondiente, sobre la mesa de la galería, juntamente con la taza matinal de té, y Warburton se complacía en romper la faja y leer el diario de la mañana entre sorbo y sorbo. Con esto se hacía la ilusión de vivir en su país. Todos los lunes por la mañana leía el Times del lunes de seis semanas atrás y lo mismo hacía los demás días. El domingo leía The Observer. Al igual que su costumbre de vestirse de etiqueta para cenar, era algo que le ligaba a la civilización. Y lo que más le enorgullecía era que por muy emocionantes que fuesen las noticias jamás había cedido a la tentación de abrir un periódico antes de la fecha correspondiente. Durante la guerra la ansiedad había llegado a límites casi intolerables, y cuando leía que había empezado una ofensiva padecía la más terrible angustia; una angustia que podría haberse ahorrado sin más que recurrir al sencillo expediente de abrir un diario de fecha posterior que permanecía esperándole sobre un estante. Había sido la prueba más dura a que se había sometido nunca, pero la superó victoriosamente. Y aquel necio chabacano había forzado aquellos paquetes cuidadosamente cerrados sólo porque quería enterarse de si una horrible mujer había asesinado a su abominable marido.

El señor Warburton llamó a un criado y le ordenó que trajese fajas de papel. Dobló los periódicos lo mejor que pudo, los envolvió en sendas fajas y numeró estas. Pero fue una melancólica tarea.

—Jamás le perdonaré —decía—. Jamás.

Su criado preferido, por supuesto, le había acompañado en la expedición; nunca viajaba sin él, porque sabía perfectamente cómo le gustaban las cosas, y Warburton no era el tipo de viajero de la selva que está dispuesto a prescindir de sus comodidades. Pero en el lapso de tiempo transcurrido desde su llegada estuvo chismorreando en los alojamientos de la servidumbre. Allí se enteró de que Cooper había tenido dificultades con sus criados y que todos, excepto el joven Abas, le habían abandonado. También Abas deseaba irse, pero su tío le había colocado allí siguiendo instrucciones del Residente y temía marcharse sin permiso de aquel.

—Le dije que había hecho bien, tuan —comentó el criado—. Pero está a disgusto. Dice que no es una buena casa y que quiere saber si puede irse como han hecho los demás.

—No, debe quedarse. El tuan necesita sirvientes. ¿Se ha reemplazado a los que se fueron?

—No, tuan, nadie quiere ir.

Warburton frunció el ceño. Cooper era un necio insolente, pero ocupaba un cargo oficial y debía tener la servidumbre adecuada. Era indecoroso que su casa no estuviese debidamente atendida.

—¿Dónde están los mozos que se marcharon?

—Están en el kampong, tuan.

—Vete a verlos esta noche y diles que confío en que vuelvan mañana al amanecer a casa de tuan Cooper.

—Dicen que no quieren ir, tuan.

—¿Y si yo se lo ordeno?

El criado llevaba quince años con Warburton y conocía todas las entonaciones de la voz de su amo. No le tenía miedo, pues habían sufrido muchas penalidades juntos; una vez, en la selva, el Residente le había salvado la vida, y en otra ocasión, cuando volcó su piragua en un rabión, el Residente se habría ahogado de no ser por él; pero sabía perfectamente cuándo había que obedecer al señor Warburton sin rechistar.

—Iré al kampong —dijo.

Warburton esperaba que su subordinado aprovecharía la primera oportunidad para disculparse por su grosería, pero Cooper, como todo hombre mal educado, era incapaz de excusarse, y cuando a la mañana siguiente se encontraron en la oficina no mencionó el incidente. Como la ausencia de Warburton había durado tres semanas, fue preciso que celebrasen una entrevista bastante prolongada. Al final de la misma Warburton le despidió.

—Creo que eso es todo, gracias. —Cooper dio media vuelta para irse, pero Warburton le retuvo—. Tengo entendido que tuvo usted problemas con sus sirvientes.

Cooper lanzó una desagradable risotada.

—Trataron de chantajearme. Tuvieron la desfachatez de marcharse, todos excepto ese inepto de Abas... sabe muy bien lo que le conviene, pero yo me limité a esperar sin decir nada. Todos han vuelto al redil.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Esta mañana volvieron todos a sus puestos, hasta el cocinero chino. Allí estaban como si tal cosa; cualquiera diría que eran ellos los amos del lugar. Supongo que llegaron a la conclusión de que yo no era tan tonto como parecía.

—De ningún modo. Volvieron por orden expresa mía.

Cooper se ruborizó ligeramente.

—Le agradecería que no se mezclase en mis asuntos particulares.

—No son sus asuntos particulares. Cuando sus sirvientes se marchan se pone usted en ridículo. Es usted perfectamente libre de hacer el tonto, pero yo no puedo permitir que le pongan en ridículo. Es indecoroso que su casa no esté atendida por el personal adecuado. Tan pronto como me enteré de que sus criados le habían dejado envié a decirles que volvieran a sus puestos al amanecer. Eso es todo.

Warburton hizo una inclinación de cabeza para indicar que la entrevista había tocado a su fin, pero Cooper no se dio por enterado.

—¿Sabe usted lo que hice? Los llamé y despedí a toda la pandilla. Les di diez minutos para abandonar el recinto.

Warburton se encogió de hombros.

—¿Qué le hace pensar que puede encontrar otros?

—Ya le he encargado a mi escribiente que se ocupe de eso.

Warburton reflexionó un momento.

—Creo que se está comportando tontamente. Debería usted recordar en el futuro que un buen amo hace un buen sirviente.

—¿Hay alguna otra cosa que quiera usted enseñarme?

—Me gustaría enseñarle buenos modales, pero sería una tarea muy ardua y no dispongo de tiempo para malgastarlo. Me ocuparé de conseguirle criados.

—Por favor, no se tome usted ninguna molestia por mi causa. Me basto yo solo para encontrarlos.

El señor Warburton sonrió agriamente. Tenía la sospecha de que Cooper sentía por él la misma aversión que él sentía por Cooper, y sabía que nada hay más irritante que verse obligado a aceptar favores de un hombre al que se detesta.

—Permítame decirle que ahora sus probabilidades de encontrar sirvientes malayos o chinos son las mismas que tiene de encontrar un mayordomo inglés o un cocinero francés. Nadie irá a servir a su casa si no es por orden mía. ¿Quiere usted que la dé?

—No.

—Como guste. Buenos días.

Warburton observó el desarrollo de los acontecimientos con acerba complacencia. El escribiente de Cooper fue incapaz de persuadir a malayos, dayaks o chinos a que entraran en la casa de semejante amo. Abas, el muchacho que le seguía siendo fiel, sólo sabía cocinar manjares indígenas, y a Cooper, que nada tenía de gastrónomo, el sempiterno plato de arroz se le atragantaba en el gaznate. Tampoco tenía aguador, y con el calor que hacía necesitaba bañarse varias veces al día. Renegaba de Abas, pero Abas le oponía una hosca resistencia y únicamente hacía lo que quería. Era irritante saber que el muchacho seguía con él sólo porque el Residente había hecho hincapié en ello. Así transcurrieron dos semanas, hasta que cierta mañana se encontró en su casa a los mismos criados que despidiera anteriormente. Le acometió un violento arrebato de furia, pero la experiencia le había enseñado un poco de sensatez y en esta ocasión no dijo palabra y les permitió quedarse. Se tragó la humillación, mas el violento desprecio que sentía por la idiosincrasia del señor Warburton se transformó en un huraño rencor; el Residente, con este malicioso golpe, le había convertido en el hazmerreír de todos los indígenas.

Los dos hombres dejaron de hablarse. Rompieron la costumbre consagrada por el tiempo de compartir un trago —pese a la antipatía personal que pudiera existir— con cualquier hombre blanco que se hallase en el puesto a las seis de la tarde. Cada uno vivía en su propia casa como si el otro no existiera. Ahora que Cooper había cogido el ritmo del trabajo, no tenían que tratarse mucho en la oficina. Warburton se valía de su ordenanza para enviar cualquier recado que tuviese que dar a su ayudante, y las órdenes se las comunicaba oficialmente por escrito. Se veían constantemente, esto era inevitable, pero no intercambiaban ni media docena de palabras a la semana. El hecho de que no pudiesen evitar encontrarse les exasperaba. Rumiaban su antagonismo, y durante su paseo cotidiano Warburton sólo pensaba en lo mucho que detestaba a su ayudante.

Y lo más terrible era que muy bien podrían continuar así, mortalmente enemistados, hasta que Warburton se fuera con permiso. La cosa podía durar tres años. No tenía motivos para quejarse a la oficina central; Cooper hacía muy bien su trabajo, y en aquella época resultaba difícil encontrar hombres competentes. Cierto que llegaban hasta él vagas quejas e insinuaciones de que los nativos encontraban a Cooper muy riguroso. Indudablemente reinaba entre ellos un sentimiento de descontento. Pero cuando Warburton estudiaba algún caso particular, todo cuanto podía decir era que Cooper se había mostrado severo allí donde la indulgencia no habría estado fuera de lugar, y que había sido insensible allí donde el propio Warburton habría sido comprensivo. No había hecho nada por lo que se le pudiera llamar a capítulo. Pero Warburton le vigilaba. El odio a menudo hace perspicaz al hombre, y él abrigaba la sospecha de que Cooper estaba utilizando a los nativos sin miramientos, aunque manteniéndose dentro de la ley, porque comprendía que de este modo podía exasperar a su jefe. Un día tal vez llegase demasiado lejos. Nadie sabía mejor que Warburton el estado de irritación en que el calor incesante puede poner a un hombre y lo difícil que es conservar el dominio de sí mismo después de una noche de insomnio. Sonrió para sus adentros. Tarde o temprano Cooper caería en sus manos.

Cuando al fin se presentó la oportunidad, el señor Warburton rió estruendosamente. Cooper estaba encargado de los presos; hacían caminos, construían barracas, remaban cuando era necesario enviar un prao río arriba o río abajo, mantenían limpio el pueblo o bien realizaban otros trabajos útiles. Si se portaban bien incluso se les colocaba a veces como criados en alguna casa. Cooper les hacía dura la labor. Le gustaba verles trabajar. Se complacía en inventar tareas para ellos; y como los presos pronto se dieron cuenta de que estaban haciendo cosas inútiles, empezaron a trabajar de mala gana. El los castigó prolongándoles la jornada de trabajo, lo cual era contrario a los reglamentos, y tan pronto como se llamó la atención sobre ello al Residente, este dio órdenes de que se restableciese la antigua jornada de trabajo sin trasladar el asunto a su subordinado. Cuando Cooper salió a dar su paseo habitual se sorprendió al ver que los reclusos regresaban a la cárcel, pues él había dado instrucciones de que no suspendieran la labor hasta el anochecer. Preguntó al guardián por qué les había permitido interrumpir el trabajo, y este le dijo que era orden del Residente.

Pálido de rabia se dirigió a grandes zancadas hacia el fuerte. Warburton, con sus inmaculados shorts blancos, su pulido salacot y un bastón en la mano, seguido por sus perros, estaba a punto de salir a dar su paseo vespertino. Había visto marchar a Cooper y sabía que había tomado el camino que bordeaba el río. Cooper subió a saltos los escalones y se plantó ante el Residente.

—Quiero saber qué diablos se propone al revocar mi orden de que los reclusos trabajen hasta las seis —estalló fuera de sí.

El señor Warburton abrió desmesuradamente sus fríos ojos azules, fingiendo una gran sorpresa.

—¿Ha perdido el juicio? ¿Acaso es usted tan ignorante que no sabe que no es ese el modo de dirigirse a un superior?

—¡Oh, váyase al infierno! Los presos son cosa mía y no tiene usted derecho a inmiscuirse. Ocúpese de sus asuntos y yo me ocuparé de los míos. Quiero saber por qué demonio me ha puesto usted en ridículo. Todo el mundo en el poblado se enterará de que ha revocado mi orden.

Warburton se mantuvo muy sereno.

—No tenía usted atribuciones para dar esa orden. La revoqué porque era dura y tiránica. Créame, yo no le he puesto en ridículo ni la mitad de lo que se ha puesto usted mismo.

—Te caí antipático desde el momento en que llegué. Usted ha hecho todo lo que ha podido para hacerme imposible seguir en este puesto porque no soy un cobista. Me ha dado una puñalada trapera porque no he sabido adularle.

Cooper, farfullando de rabia, estaba a punto de perder los estribos, y los ojos de Warburton se volvieron de pronto más fríos y más penetrantes.

—Se equivoca. Pensé que era usted un patán, pero estaba plenamente satisfecho de su forma de trabajar.

—Es usted un esnob, un maldito esnob. Me consideró un patán porque no me eduqué en Eton. Ya me dijeron en Kuala Solor lo que podía esperarse de usted. ¿Acaso no sabe que es el hazmerreír de todo el país? A duras penas pude contenerme para no soltar la carcajada cuando me contó su famosa historia sobre el príncipe de Gales. Dios mío, tenía usted que haberlos oído reír en el club cuando la contaron. Le aseguro que es preferible ser un patán como yo que un esnob como usted.

Esto hirió en lo vivo al señor Warburton.

—Si no sale de mi casa inmediatamente le echaré a patadas —gritó.

Cooper se acercó un poco más a él, hasta que sus caras casi se rozaban.

—¡Atrévase a tocarme! ¡Ande, atrévase! —dijo—. ¡Le juro que me gustaría que me pegase! ¿Quiere que se lo repita? Esnob, esnob.

Cooper era un joven robusto y musculoso, siete centímetros más alto que Warburton. Este era grueso y tenía cincuenta y cuatro años. Su puño se disparó contra Cooper, quien le agarró del brazo y le hizo retroceder.

—No sea imbécil. Recuerde que no soy un caballero. Sé valerme de las manos.

Y lanzando una especie de bufido, con una amplia sonrisa que abarcaba su pálida y afilada cara, bajó de un salto los escalones de la galería. Con el corazón golpeándole furiosamente las costillas, el señor Warburton, agotado por la rabia, se dejó caer en una silla. Sentía comezón por todo el cuerpo como si tuviera salpullido. Durante un momento terrible creyó que iba a echarse a llorar. Pero de pronto se dio cuenta de que su criado principal estaba en la galería y recobró instintivamente el dominio de sí mismo. El mozo se acercó y le preparó un whisky con soda. Sin pronunciar palabra, Warburton lo cogió y vació el vaso.

—¿Qué querías decirme? —preguntó al fin, tratando de esbozar una sonrisa forzada.

—Tuan, el ayudante de tuan es un hombre malo. Abas insiste en dejarlo.

—Que espere un poco. Escribiré a Kuala Solor pidiendo que trasladen a tuan Cooper a otro sitio.

—Tuan Cooper no es bueno con los malayos.

—Puedes irte.

El criado se retiró en silencio. Warburton se quedó a solas con sus pensamientos. Veía el club en Kuala Solor, los hombres sentados en torno a la mesa junto a la ventana, con sus trajes de franela, cuando la oscuridad les hacía regresar del golf y del tenis, bebiendo whisky y pahits de ginebra y riendo a mandíbula batiente mientras comentaban la famosa anécdota del príncipe de Gales y el propio Warburton en Marienbad. La vergüenza y la aflicción le abochornaban. ¡Un esnob! Todos le tenían por un esnob. Y él siempre los había considerado como unos buenos chicos, siempre había sido lo bastante caballero para pasar por alto el hecho de que ellos ocupasen posiciones muy secundarias. Ahora los odiaba. Pero el odio que sentía por ellos no era nada en comparación con lo que aborrecía a Cooper. Y si hubieran llegado a las manos Cooper podía haberle zurrado. Lágrimas de humillación corrían por su gruesa y roja faz. Permaneció sentado durante un par de horas, fumando cigarrillo tras cigarrillo y deseando morir.

Por fin volvió el criado y le preguntó si se vestiría para cenar.

¡Naturalmente! Siempre se vestía para cenar. Se levantó pesadamente de la silla y se puso la camisa almidonada y el cuello de pajarita. Sentóse a la mesa primorosamente adornada, y como de costumbre le sirvieron dos mozos, mientras otros dos agitaban sus grandes abanicos. En el bungalow, a doscientos metros de distancia, Cooper, descalzo y vestido tan sólo con un sarong y un baju, estaba comiendo una vianda inmunda, mientras leía probablemente una novela policiaca. Después de la cena, Warburton se puso a escribir una carta. El sultán estaba ausente, pero la carta, privada y confidencial, iba dirigida a su delegado. Cooper hacía muy bien su trabajo, decía, pero el hecho era que no podía aguantarle. Cada vez se llevaban peor, y estimaría como un gran favor que Cooper fuera trasladado a otro puesto.

Envió la carta a la mañana siguiente por un mensajero especial. La respuesta llegó dos semanas más tarde con el correo del mes. Era una esquela privada y decía así:

Querido Warburton:

No quiero contestar su carta oficialmente, de modo que le escribo estas líneas a título particular. Desde luego que si usted insiste elevaré el asunto a conocimiento del Sultán, pero creo que sería mucho más juicioso olvidarlo. Sé que Cooper es un diamante en bruto, pero es persona muy capaz y lo pasó muy mal en la guerra, por lo que pienso debe dársele una oportunidad. Me parece que es usted demasiado propenso a conceder importancia al rango social. Debe tener presente que los tiempos han cambiado. Es una gran cosa, por supuesto, que un hombre sea un caballero, pero es mejor que sea competente y laborioso. Creo que con un poco de tolerancia por su parte acabará por llevarse muy bien con Cooper.

Cordialmente suyo,

Richard Temple

El señor Warburton dejó caer la carta. Era fácil leer entre líneas, Dick Temple, a quien conocía desde hacía veinte años, Dick Temple, que pertenecía a una familia bastante buena, lo consideraba un esnob y por eso no acogía favorablemente su petición. Warburton se sintió de pronto hastiado de la vida. El mundo del que él formaba parte había desaparecido, y el futuro estaba en manos de una generación más mezquina. Cooper representaba esta generación, y él odiaba a Cooper con toda su alma. Cuando alargó la mano para llenar su vaso se adelantó el criado.

—No sabía que estuvieras ahí.

El sirviente recogió la carta con membrete oficial. Ah, por eso estaba esperando.

—¿Se marcha tuan Cooper, tuan?

—No.

—Habrá una desgracia.

Por un momento las palabras nada le dijeron, tan grande era su apatía. Pero sólo por un momento. De repente se incorporó en su asiento y miró al criado con interés.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Tuan Cooper no se porta bien con Abas.

Warburton se encogió de hombros. Era lógico que un hombre como Cooper no supiese tratar a los criados. Warburton conocía el paño: tan pronto se mostraría chabacanamente confianzudo como rudo y desconsiderado con ellos.

—Dile a Abas que vuelva a casa de su familia.

—Tuan Cooper le retiene el salario para que no pueda escaparse. No le paga desde hace tres meses. Yo le digo que tenga paciencia, pero él está furioso y no quiere atender a razones. Si el tuan sigue abusando de él habrá una desgracia.

—Has hecho bien en decírmelo.

¡El muy necio! ¿Tan mal conocía a los malayos que creía poder ofenderles impunemente? Le estaría muy bien empleado que le clavasen un cris en la espalda. Un cris. Por un instante, el corazón del señor Warburton pareció detenerse. No tenía más que dejar que los acontecimientos siguieran su curso y un buen día se vería libre de Cooper. Sonrió débilmente cuando la frase, una inactividad magistral, cruzó por su cerebro. Y ahora los latidos de su corazón se aceleraron un poco, pues vio al hombre que odiaba tendido de bruces en un sendero de la selva con un puñal clavado en la espalda. Un final apropiado para el patán y el bravucón. Warburton suspiró. Era su deber prevenirle, y por supuesto lo haría. Escribió una breve y ceremoniosa nota a Cooper pidiéndole que fuese a verle inmediatamente.

Diez minutos más tarde Cooper se hallaba ante él. No se habían hablado desde el día en que Warburton estuvo a punto de golpearle. Ahora ni siquiera le invitó a sentarse.

—¿Quería usted verme? —preguntó Cooper.

Estaba desaliñado y no demasiado limpio. Tenía la cara y las manos cubiertas de pequeñas ronchas rojas producidas por las picaduras de los mosquitos, y se había rascado hasta hacer brotar la sangre. Su alargado y flaco rostro tenía un aspecto huraño.

—He oído que vuelve a tener problemas con sus sirvientes. Abas, el sobrino de mi criado principal, se queja de que le ha retenido usted el sueldo desde hace tres meses. Considero este proceder de lo más arbitrario. El muchacho quiere dejarle, y desde luego no le censuro. Me veo obligado a insistir en que le pague lo que le debe.

—Pero yo no quiero que se vaya. Si le retengo el sueldo es en prenda de su buena conducta.

—No conoce usted el carácter de los malayos. Son muy sensibles a los agravios y al ridículo. Son apasionados y vengativos. Creo mi deber advertirle que si empuja a ese muchacho más allá de cierto límite corre usted un gran peligro.

Cooper lanzó una risita despectiva.

—¿Qué cree usted que hará?

—Creo que le matará.

—¿Qué más le daría a usted?

—Oh, me daría igual —repuso Warburton con una débil risa—. Lo soportaría con la mayor entereza. Pero me siento en el deber, un deber oficial, de advertírselo.

—¿Cree que tengo miedo de un negro asqueroso?

—Eso es algo que me tiene sin cuidado.

—Bueno, por si le interesa, le diré que sé cuidarme; ese mozo, Abas, es un puerco, un pícaro ladrón, y si intenta hacerme alguna jugarreta, juro que le retorceré el pescuezo.

—Eso es todo lo que quería decirle —concluyó Warburton—. Buenas tardes.

Le despidió con una ligera inclinación de cabeza. Cooper se sonrojó, sin saber por un instante qué hacer ni qué decir. Luego giró sobre sus talones y, tropezando, salió de la habitación. El señor Warburton lo vio alejarse con una helada sonrisa en los labios. Había cumplido con su deber. Pero ¿qué habría pensado si hubiera sabido que cuando Cooper volvió a su bungalow, tan silencioso y tan inhospitalario, se arrojó sobre la cama, sintiendo intensamente su amarga soledad, y perdió de repente todo dominio de sí mismo? Dolorosos sollozos desgarraron su pecho y tristes lágrimas corrieron por sus mejillas.

Después de este incidente, Warburton rara vez vio a Cooper, y nunca le habló. Leía el Times todas las mañanas, despachaba su trabajo en la oficina, hacía ejercicio, se vestía de etiqueta por la noche, cenaba y se sentaba junto al río fumando un puro. Si por casualidad se tropezaba con Cooper fingía no verlo. Cada uno, aunque consciente en todo momento de la propincuidad, actuaba como si el otro no existiese. El paso del tiempo no contribuía a mitigar su animosidad. Se vigilaban mutuamente y cada cual estaba al tanto de lo que el otro hacía. Aunque Warburton había sido muy aficionado a la caza en su juventud, con la edad fue tomando aversión a matar a los animales salvajes, pero los domingos y días de fiesta Cooper salía con su escopeta. Si cobraba alguna pieza era un triunfo que obtenía sobre el señor Warburton; en caso contrario, Warburton se encogía de hombros y reía entre dientes. ¡Estos patanes presumiendo de deportistas!

La Navidad fue una época mala para ambos; cenaron solos, cada cual en su vivienda, y se emborracharon deliberadamente. Eran los únicos hombres blancos en trescientos kilómetros a la redonda y vivían a un grito de distancia uno de otro. A principios de año Cooper contrajo unas fiebres, y cuando Warburton le vio de nuevo quedó sorprendido al comprobar lo mucho que había adelgazado. Parecía agotado y enfermo. La soledad, tanto más inhumana por cuanto que no obedecía a una necesidad, le irritaba. Y lo mismo le sucedía a Warburton, que a menudo no podía conciliar el sueño y se pasaba la noche despierto, tendido en la cama, rumiando sus amargos pensamientos. Cooper se había dado a la bebida y sin duda el momento, decisivo estaba próximo, pero en su trato con los nativos tenía buen cuidado de no hacer nada que pudiera exponerle a una reprimenda de su jefe. Libraban una batalla torva y silenciosa. Era una prueba de resistencia. Transcurrían los meses y ninguno daba muestras de flaqueza. Era como si habitasen el reino de la noche eterna, y sus almas estaban oprimidas por el convencimiento de que nunca amanecería para ellos. Parecía como si sus vidas fueran a continuar para siempre en la opaca y espantosa monotonía del odio.

Y cuando al fin ocurrió lo inevitable, sorprendió al señor Warburton con todo el dramatismo de lo inesperado. Cooper acusó a Abas de haberle robado alguna ropa, y cuando el muchacho negó el latrocinio lo Cogió por el cogote y de un puntapié lo mandó rodando por los escalones del bungalow. El mozo pidió que le pagase lo que le debía, y Cooper le lanzó a la cara todos los insultos que conocía. Le amenazó con entregarle a la policía si no se había marchado del recinto antes de una hora. A la mañana siguiente Abas le abordó fuera del fuerte cuando Cooper se dirigía a la oficina y volvió a exigir su salario. Cooper le dio un puñetazo en la cara. El muchacho cayó al suelo y se levantó sangrando por la nariz.

Cooper siguió su camino y se puso a trabajar. Pero no podía concentrarse. El golpe había calmado su irritación, y ahora se daba cuenta de que había ido demasiado lejos. Estaba preocupado. Se sentía enfermo, desgraciado y falto de ánimo. En el despacho contiguo se hallaba el señor Warburton, y sintió el impulso de ir a contarle lo que había hecho; hizo ademán de levantarse de la silla, pero sabía con qué glacial desprecio escucharía su jefe el relato. Veía su arrogante sonrisa paternal. Por un momento le desasosegó el temor de lo que Abas pudiera hacer. Desde luego, Warburton le había avisado. Suspiró. ¡Qué necio había sido! Pero se encogió de hombros con impaciencia. Le daba igual. Al fin y al cabo, ¿qué alicientes tenía para él la vida? Todo era culpa de Warburton; si no le hubiera irritado, nada de esto habría sucedido. Warburton había hecho de su vida un infierno desde el principio. El muy esnob. Pero eran todos iguales: y todo porque él era un colonial. Resultaba vergonzoso que no le hubiesen nombrado oficial durante la guerra; él era tan capaz como cualquier otro. Eran todos una partida de indecentes esnobs. Y no estaba dispuesto a ceder ahora. Por supuesto que Warburton se enteraría de lo ocurrido, el viejo diablo lo sabía todo. No tenía miedo. No tenía miedo de ningún malayo de Borneo, y Warburton podía irse al infierno.

No se equivocaba al pensar que Warburton se enteraría de lo sucedido. Su criado se lo dijo cuando se sentó a almorzar.

—¿Dónde está ahora tu sobrino?

—No lo sé, tuan. Se ha ido.

Warburton guardó silencio. Por lo general solía dormir un rato después del almuerzo, pero hoy se encontraba muy despierto. Sus ojos buscaron involuntariamente el bungalow donde ahora descansaba Cooper.

¡El muy idiota! Durante un momento Warburton estuvo indeciso. ¿Se daba cuenta aquel hombre del peligro que corría? Su deber era mandar a buscarle. Pero siempre que había intentado razonar con Cooper, este le había insultado. Una ira furiosa invadió súbitamente a Warburton; apretó los puños, y las venas de las sienes se le hincharon. Había advertido a tiempo a aquel patán. Que cargase ahora con lo que se le venía encima. No era asunto suyo, y si algo ocurría no sería por su culpa. Pero tal vez en Kuala Solor se arrepentirían de no haber seguido su consejo de trasladar a Cooper a otro puesto.

Aquella noche estaba extrañamente inquieto. Después de cenar paseó de un extremo a otro de la galería. Cuando el criado se disponía a retirarse a su dormitorio, Warburton le preguntó si sabía algo de Abas.

—No, tuan. Quizá haya ido a la aldea del hermano de su madre.

El señor Warburton le lanzó una mirada penetrante, pero el sirviente tenía la vista fija en el suelo y sus ojos no se encontraron. El Residente bajó hacia el río y se sentó en la glorieta, pero no logró sosegarse. El río fluía siniestramente silencioso. Era como una gran serpiente que se deslizara con tardos movimientos hacia el mar. Por encima del agua, los árboles de la selva parecían cargados de una expectación amenazadora. No cantaba ningún pájaro, ni soplaba brisa que hiciera temblar las hojas de las casias. En torno de él, todo parecía como a la expectativa de que sucediese algo.

Cruzó el jardín en dirección al camino. Desde allí veía perfectamente el bungalow de Cooper. Había luz en su salón, y por encima del camino le llegaron los compases de una música sincopada. Era el gramófono de Cooper. El señor Warburton se estremeció; nunca había logrado vencer su instintiva antipatía por aquel instrumento. De no ser por eso habría seguido adelante para hablar con Cooper. Dio media vuelta y regresó a su casa. Leyó hasta muy tarde y al fin se quedó dormido. Pero no durmió mucho tiempo; tuvo terribles pesadillas, y le despertó un grito que creyó oír. Naturalmente todo había sido un sueño, pues ningún grito —procedente del bungalow por ejemplo— podía oírse en su habitación. Permaneció despierto hasta el amanecer. Entonces oyó pasos apresurados y ruido de voces. Su criado principal irrumpió en el dormitorio sin su fez, y al señor Warburton se le paralizó el corazón.

—Tuan, tuan.

Warburton saltó del lecho.

—Voy en seguida.

Se calzó las zapatillas y, vistiendo el sarong y la chaqueta del pijama, cruzó el recinto del fuerte y entró en el de Cooper. Este yacía en la cama con la boca abierta y un cris clavado en el corazón. Le habían matado mientras dormía. El señor Warburton se sobresaltó, pero no porque no hubiese esperado encontrarse con semejante cuadro, sino porque de repente sintió en su interior una ardiente sensación de júbilo. Era como si le hubieran quitado de encima una pesada carga.

Cooper estaba completamente frío. Warburton extrajo el cris de la herida; lo habían clavado con tal violencia que tuvo que hacer un esfuerzo para sacarlo. Al examinarlo lo reconoció. Era un cris que unas semanas antes le ofreciera un comerciante y sabía que Cooper lo había comprado.

—¿Dónde está Abas? —preguntó severamente.

—Abas está en la aldea del hermano de su madre.

El sargento de la policía indígena estaba a los pies de la cama.

—Vaya a la aldea con dos hombres y deténgale.

El señor Warburton tomó las medidas que eran necesarias de inmediato. Con rostro inflexible dictó órdenes. Sus palabras fueron concisas y perentorias. Luego volvió al fuerte, se afeitó, tomó un baño y, después de vestirse, entró en el comedor. Al lado de su cubierto le esperaba el Times, envuelto en su faja. Se sirvió un poco de fruta. El primer mozo le escanció el té mientras el segundo le ponía delante un plato de huevos. El señor Warburton desayunó con apetito. El criado principal no se retiró.

—¿Qué quieres? —preguntó Warburton.

—Tuan, Abas, mi sobrino, estuvo toda la noche en casa del hermano de su madre. Puede probarlo. Su tío jurará que no salió del kampong.

El señor Warburton se volvió hacia él con el ceño fruncido.

—Abas mató a tuan Cooper. Lo sabes tan bien como yo. Es preciso que se haga justicia.

—Tuan, no irá usted a hacer que lo ahorquen, ¿verdad?

El señor Warburton dudó un momento, y aunque su voz seguía siendo seca e inflexible, se produjo un cambio en la expresión de sus ojos. Fue como una llama vacilante que el malayo percibió rápidamente y a la que sus propios ojos respondieron con una relampagueante mirada de comprensión y acatamiento.

—La provocación fue muy grande. Condenaré a Abas a una pena de cárcel. —El señor Warburton hizo una pausa mientras se servía mermelada—. Cuando haya cumplido parte de la condena le tomaré como mozo de comedor. Tú podrás instruirle en sus obligaciones. Estoy convencido de que en casa de tuan Cooper ha adquirido malos hábitos.

—¿Debe entregarse Abas voluntariamente, tuan?

—Es lo mejor que puede hacer.

El criado se retiró. El señor Warburton cogió su Times y rasgó limpiamente la faja. Le gustaba desdoblar sus páginas gruesas y crujientes. La mañana, pura y fresca, era deliciosa, y durante un momento su mirada vagó por el jardín con un brillo benévolo. Su espíritu se había liberado de una pesada carga. Pasó a las columnas del periódico que daban cuenta de los nacimientos, bodas y defunciones. Era siempre lo primero que leía. Un nombre le llamó la atención. Lady Ormskirk había tenido un hijo al fin. ¡Caramba, qué contenta debía de estar la duquesa viuda! Por el próximo correo tendría que enviarle unas líneas dándole la enhorabuena.

Abas sería un magnífico criado.

¡Ese necio de Cooper!

Antología de la novela corta universal
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