COLETTE - NANA BOUILLOUX
COLETTE
FRANCIA
COLETTE 1873-1954 Sidonie Gabrielle Claudine Colette, cuyas novelas cortas figuran entre las mejores de la literatura francesa, nació en el pueblo de St.-Sauveur-en-Puisaye. Empezó a escribir novelas a instancias de su primer maridó, quien, en calidad de «mentor» literario, las publicó bajo su propio nombre. Es autora, entre otras obras, de Chéri y Gigi.
NANA BOUILLOUX era tan bonita que las demás niñas nos dábamos cuenta perfectamente. No es muy corriente que unas niñas reconozcan la belleza en una de ellas y le rindan homenaje. Pero la incontestable Nana Bouilloux nos desarmaba. Cuando mi madre se la encontraba en la calle, la paraba y se inclinaba sobre ella, como hacía con su rosa azafranada, con su cactus de flor color púrpura, con la mariposa del pino, dormida confiadamente en la corteza áspera. Tocaba el pelo rizado, dorado como la castaña a medio madurar, la mejilla transparente y rosa de Nana Bouilloux, contemplaba sus pestañas desmesuradas sobre la húmeda y vasta pupila oscura, los dientes que brillaban bajo un labio sin igual, y dejaba que la niña se alejara, siguiéndola con la mirada y suspirando:
—¡Es prodigioso!...
Pasaron algunos años y los atractivos de Nana Bouilloux fueron en aumento. Algunas fechas quedaron grabadas en nuestra memoria, llenándonos de admiración: una distribución de premios en que Nana Bouilloux, recitando tímidamente en voz muy baja una fábula ininteligible, resplandeció bajo sus lágrimas como un melocotón bajo un aguacero... La primera comunión de Nana Bouilloux escandalizó a mucha gente: después de vísperas, la niña fue a beber una copa con su padre, el chiquichaque, al café del Comercio, y al anochecer bailó, femenina ya y coqueta, balanceándose con sus zapatos blancos, en el baile público.
Al día siguiente, en la escuela, con cierto orgullo, al cual ya nos tenía acostumbradas, nos advirtió que iba a colocarse de aprendiza.
—¡Ah!... ¿Con quién?
—Con la señora Adolphe.
—¡Ah!... ¿Y vas a ganar dinero en seguida?
—No, sólo tengo trece años; ganaré dinero al año que viene.
Nana Bouilloux nos dejó sin efusión, y las demás la dejamos ir fríamente. Ya su belleza la aislaba y no tenía amigas en la escuela, donde por otra parte aprendía muy poco. Los domingos y los jueves, en lugar de jugar con nosotras, los dedicaba a una familia «mal vista», a unas primas de dieciocho años de todos conocidas por su comportamiento descarado y a unos hermanos aprendices de carpinteros de carretas, que «llevaban corbata» a los catorce años y fumaban, con la hermana del brazo, entre el «tiro parisino» de la feria y la alegre taberna de la viuda Pimelle, donde había toda clase de bebidas.
Desde el día siguiente por la mañana, vi a Nana Bouilloux, cuando ella subía hacia el taller de costura y yo bajaba hacia la escuela. Llena de estupor y de admiración envidiosa, me quedé plantada en la calle de las Soeurs, viendo alejarse a Nana Bouilloux. Había cambiado su guardapolvo negro, su vestido corto de niña por una falda larga y un corpiño de satén rosa de tablas. Un delantal de muaré negro adornaba la parte delantera de la falda, y sus cabellos, revueltos antes, disciplinados ahora, retorcidos formando un «ocho», se adaptaban estrechamente a la forma nueva y encantadora de una cabeza redonda, imperiosa, que ya sólo tenía de infantil su lozanía y su impudencia, no mesurada todavía, de pequeña pueblerina desvergonzada.
En el curso superior se murmuró de lo lindo aquella mañana.
—¡He visto a Nana Bouilloux! ¡De largo, hija mía, se ha vestido de largo! ¡Y lleva moño! ¡Y de la falda le colgaba un par de tijeras!
Al mediodía, volví a casa, jadeante, con prisas de gritar:
—¡Mamá, he visto a Nana Bouilloux! ¡Pasaba por delante de casa! ¡De largo, mamá, se ha vestido de largo! ¡Y lleva moño! ¡Y tacones altos, y un par de...!
—Come, Minet-Chéri, come, se te va a enfriar la chuleta.
—¡Y un delantal, mamá, un delantal muy bonito de muaré, parecía de seda!... ¿No podría yo...?
—No, Minet-Chéri, tú no puedes.
—Pero si Nana Bouilloux puede...
—Sí, ella puede e incluso debe llevar, a los trece años, moño, delantal corto, falda larga; es el uniforme de todas las Nanas Bouilloux del mundo, a los trece años, desgraciadamente.
—Pero si...
—Sí, tú quisieras un uniforme completo de Nana Bouilloux. Se compone de todo lo que has visto y de algo más: una carta escondida en el bolsillo del delantal, un enamorado que huele a vino y a un puro de perra gorda; dos enamorados, tres enamorados... y un poco más tarde... muchas lágrimas... un niño enclenque y escondido, que la ballena del corsé aplastó durante meses... Eso es, Minet-Chéri, el uniforme completo de las Nanas Bouilloux. ¿Lo quieres?
—No, mamá... Sólo quería probar si el moño...
Mi madre meneaba la cabeza con una gravedad maliciosa.
—¡Eso no! No puedes llevar moño sin delantal, delantal sin carta, carta sin zapatos de tacón ni zapatos sin... ¡lo demás! ¡Elige!
Mi ambición se cansó rápidamente. La radiante Nana Bouilloux no fue más que una transeúnte cotidiana, que yo apenas miraba. Con la cabeza descubierta en invierno y en verano, cambiaba cada semana el color vivo de sus blusas. Cuando hacía mucho frío, apretaba sobre sus frágiles y elegantes hombros una pañoleta inútil. Derecha, deslumbrante como una rosa de espinas, las pestañas caídas sobre las mejillas o dejando al descubierto unos ojos húmedos y sombríos, cada día merecía más reinar sobre multitudes, ser contemplada, adornada, cargada de joyas. Los rizos domados de su pelo castaño se revelaban, sin embargo, en pequeñas ondas que atraían la luz, en vapor dorado sobre la nuca y cerca de las orejas. Tenía siempre un aire vagamente ofendido, las ventanillas de la nariz cortas y aterciopeladas que hacían pensar en una cierva.
Cumplió quince años, dieciséis años, y yo también. Salvo que reía mucho los domingos del brazo de sus primas y de sus hermanos, para enseñar los dientes, Nana Bouilloux se comportaba bastante bien.
—¡Para ser una Nana Bouilloux, Dios mío, no hay nada que decir! —reconocía la voz pública.
Cumplió diecisiete años, dieciocho años, un cutis como un fruto resguardado del viento, unos ojos que hacían bajar la vista, una manera de andar aprendida no se sabía dónde. Se puso a frecuentar las kermeses de las ferias y las fiestas, a bailar furiosamente, a pasearse a horas tardías por el camino de ronda, con un brazo de hombre alrededor de la cintura. Siempre maligna, pero risueña, empujaba al atrevimiento a los que se hubieran contentado con amarla.
Una noche de San Juan, estaba bailando en el tablado instalado en la plaza del Grand-Jeu, bajo la triste luz y el olor de las lámparas de petróleo. Las botas de tachuelas levantaban el polvo de la plaza, entre las maderas del tablado. Todos los muchachos bailaban con el sombrero puesto, como debe ser. Rubias jovencitas se volvían moradas en sus corpiños ceñidos, las morenas, quemadas por el sol de los campos, parecían negras. En un grupo de obreras desdeñosas, Nana Bouilloux, con un traje veraniego de florecitas, estaba bebiendo limonada con vino tinto cuando los parisienses entraron en el baile.
Dos parisienses de esos que se ven en el campo por el verano, amigos del señor de un castillo de los alrededores, que se estaban aburriendo; dos parisienses vestidos uno de sarga blanca y el otro de seda, que venían a burlarse, un momento, de una fiesta de San Juan pueblerina... Al ver a Nana Bouilloux, dejaron de reír y se sentaron en la cantina para verla más de cerca. A media voz, cambiaron unas palabras que ella fingía no oír. Pues su altivez de beldad le prohibía volver los ojos hacia ellos y soltar la carcajada como sus amigas. Nana Bouilloux oyó decir: «Cisne entre ocas... ¡Un Greuze!4 Es un crimen dejar enterrarse aquí a esta maravilla...» Cuando el parisiense de sarga blanca invitó a Nana Bouilloux a bailar un vals, ella se levantó sin extrañeza alguna y bailó en silencio, muy seria; sus pestañas, más bellas que una mirada, tocaban a veces los pelitos de unos mostachos rubios.
Cuando terminó el vals, los parisienses se fueron y Nana Bouilloux se sentó en la cantina, abanicándose. El chico de Leriche fue a buscarla, y también Houette, e incluso Honce, el farmacéutico, y Possy, el ebanista, algo canoso ya, pero que bailaba muy bien. A todos, Nana Bouilloux contestó: «Muchas gracias, estoy cansada», y se marchó del baile a las diez y media.
Después de esto, nada le pasó a Nana Bouilloux. Los parisienses no volvieron, ni aquellos ni otros. Houette, Honce, el chico de Leriche, los viajantes de comercio con cadena de oro en la barriga, los soldados de permiso y los amanuenses del escribano subieron en vano por nuestra calle escarpada, a las horas en que bajaba la obrera bien peinada, pasando tiesa con una ligera inclinación de cabeza. También la esperaron en los bailes, donde ella bebía limonada con un aire distinguido y contestaba a todos: «Muchas gracias, no bailo, estoy cansada». Ofendidos, todos se burlaban unos días después: «¡Tiene un cansancio de treinta y seis semanas, sí!» Y empezaron a espiarle la cintura... Pero nada le pasó a Nana Bouilloux, ni eso ni otra cosa. Nana Bouilloux esperaba, simplemente. Esperaba invadida por una fe orgullosa, consciente de lo que le debía un azar que la había equipado demasiado bien. ¿Esperaba... a aquel parisiense de sarga blanca? No. Esperaba al forastero, al raptor. La orgullosa espera la hizo pura, silenciosa, y desdeñó, con una sonrisita asombrada, a Honce, que quiso elevarla al rango de farmacéutica legítima, y al primer pasante del escribano. Sin desanimarse y recogiendo de una vez lo que había prodigado otras veces —risas, miradas, pelusilla luminosa de su mejilla, corto labio infantil y rojo, pecho apenas dividido por una sombra azul— a los paletos, esperaba su reino y al príncipe que no tenía nombre.
Años después, cuando pasé por mi pueblo natal, no vi la sombra de aquella que me rehusó con tanta ternura lo que ella llamaba «el uniforme de las Nanas Bouilloux». Pero cuando el automóvil que me llevaba subía despacio —no lo bastante despacio, nunca lo bastante despacio— por una calle donde ya no tengo ningún motivo de pararme, una mujer se apartó para evitar la rueda del coche. Una mujer delgada, bien peinada, con el pelo en forma de casco a la moda de otros tiempos, con unas tijeras de costurera colgando de una cadena de acero sobre su delantal negro. De ojos grandes y vengativos, boca apretada que debía callar horas y horas, con las mejillas y sienes amarillentas de las que trabajan a la luz de una lámpara; una mujer de cuarenta y cinco a... No, no; una mujer de treinta y ocho años, una mujer de mi edad, exactamente de mi edad, no había duda... En cuanto el coche le dejó paso, Nana Bouilloux bajó por la calle, erguida, indiferente, después de que una ojeada, áspera y ansiosa le hubo revelado que el coche se alejaba, sin su raptor tanto tiempo esperado.