THOMAS H. RADDALL - MACNAIR EL CIEGO

THOMAS H. RADDALL

CANADA

THOMAS H. RADDALL 1903 Nacido en Inglaterra, Raddall vive en Canadá desde que era niño. Ha recibido dos veces el más alto galardón literario que se concede en el país. Ha publicado muchas novelas cortas en distintas revistas, y también ha escrito numerosos guiones para la televisión.

EN SHARDSTOWN ya no se cantan baladas. Tampoco se oyen canciones marineras, porque se han ido los que las cantaban, y las altas hierbas campan en los astilleros, otrora ocultos bajo una capa de astillas y virutas.

Es un pueblo encantado. Allí el polvo amarillento de la calle, la hilera de viviendas prolongándose hacia la bahía amplia y abrigada, capaz de acoger a toda una flota, mientras que ahora sólo una barca de pesca enarbola gallardamente una vela; y allí la pequeña iglesia, y el almacén, y el carcomido muelle de pescadores dormido bajo el sol, todo tan tranquilo que se diría muerto. La mitad de las casas están deshabitadas, con las persianas echadas, olvidadas, descoloridas, y la hierba que invade los senderos de los huertos.

La gente es apacible y silenciosa. Sonríe y desaparece. En la playa, al resguardo de un cobertizo desvencijado, puede verse un anciano sentado en un montón de redes inservibles, echados los pies hacia delante, con sus gastadas botas, fruncido el entrecejo para proteger sus cansados ojos de la claridad resplandeciente del mar, y una expresión soñadora en el semblante.

—¿Una balada? Ahora la gente no canta baladas. ¿Una canción marinera? Ja! ¿Para qué, si no hay velas que halar?

Si se le insiste, prorrumpirá en sonoros juramentos de fuerte sabor marinero, y al fin dirá:

—Bueno, hombre, bueno; pero hace demasiado tiempo. Eso era por los tiempos de MacNair el Ciego.

¿Y quién era MacNair el Ciego?

Antes de que Shardstown quedara encantado, el pueblo era muy parecido al de ahora, pero estaba vivo, con un aroma en el aire de madera recién aserrada, y el son del mazo y de la azuela, y el clac-clac de las macetas de calafate. Se hacían buenos barcos en Shardstown entonces. Los cascos se iban elevando en la playa y sus baupreses llegaban hasta la ensenada. Un cantero y tres familias de toneleros habían montado sus talleres a espaldas de sus casas, y un afanoso velero, provisto de hilo y aguja, trabajaba en cuclillas allí arriba entre mares de lona, en el largo almacén de las velas. El herrero del pueblo construía piezas de hierro para los barcos las tres cuartas partes del año; en invierno herraba bueyes y caballos y construía patines de trineo y picas de gancho para los madereros.

La alta chimenea de hierro del aserradero dejaba elevarse al cielo el humo azul de la madera quemada, y de la mañana a la noche, entre sus paredes de madera gris, se oía el gemido de los tablones hendidos. De cada chimenea brotaba entonces un hilo de humo, y los niños jugaban en la calle polvorienta, mientras las mujeres salían a la puerta de sus cocinas y hacían rechinar los tornos de los pozos. Demasiadas mujeres; porque entonces los hombres se iban a correr mundo en los barcos de vela y el mundo no siempre los devolvía. El mar se llevó muchos, y hubo la carrera del oro hacia California y la carrera del oro hacia Australia; y treinta hombres marcharon a la guerra de Secesión. Todo ello en el plazo de veinte años.

De modo que había muchas mujeres solas en Shardstown. Un tiempo, en la larga calle, llegaron a juntarse seis viudas pared con pared. Tres de ellas volvieron a casarse; pero las otras eran de la familia Bullen y en el pueblo se consideraba que traían mala suerte; sus maridos murieron a los quince meses de su boda, uno arrastrado por una racha de viento cuando estaba encaramado en una verga de gavia; otro arrebatado de cubierta por un golpe de mar, y el tercero apuñalado por un marinero borracho. Los hombres podían hallar esposas menos gafes en un pueblo como Shardstown.

Había una cuarta hermana Bullen, la más joven, pero vivía con el viejo Chris en la granja Bullen, un claro solitario en la ladera, junto al camino de Revesport, a catorce millas de Shardstown. Nellie Bullen andaba en lenguas de la gente. Hacia el año 60 ó 61 se había marchado a trabajar a Revesport; era entonces una muchachita rubia y delgada de 22 años, con la expresión obstinada de los Bullen, y regresó embarazada a fines del 62, y tuvo una criatura. Se desataron las lenguas, cómo no, en este pueblo de tantas mujeres. Pero un domingo, el viejo Chris Bullen vino al pueblo en su calesa, y en la puerta de la iglesia, para que todos lo vieran, clavó el certificado de matrimonio de Nellie Bullen con una fecha que ponía en entredicho los cálculos de los murmuradores.

Después de aquello se olvidó el asunto, y nadie se acordaba ya siquiera del nombre del marido. Nellie Bullen continuó en la granja solitaria, con su hijito, y siguió llamándose por su apellido de soltera. Cosas así no eran infrecuentes en aquellos tiempos, cuando los hombres iban y venían de la mar como visitantes de la luna.

La gente solía cantar baladas, excepto los domingos, cuando llegaba el pastor de Revesport en una calesa y había que cantar himnos. Y los mejores cantores procedían de las goletas y bergantines, los barcos de vela más hermosos del muelle. Hoy dice la gente que los barcos de vela no valían para nada y bien perdidos están; y dicen que las canciones marineras no tenían música ni las baladas poesía. Son ciegos, más ciegos que el Ciego MacNair, que sabía de la belleza de todas estas cosas.

Ah, sí, MacNair el Ciego, que llegó a Shardstown en el otoño de 1872 a bordo de una goleta que traía patatas de la Isla del Príncipe Eduardo. Era un hombre de constitución robusta, de manos y rostro morenos y barba negra rizada, con un cabello largo y negro como la noche. Llevaba en los ojos una venda de seda verde, y en la mano un bastón y un hatillo. Vestía pantalones negros de frisa de los que antaño llamaban de felpa, por cuyos amplios bajos asomaba un par de recias botas pardas de mar; camisa roja de marinero, y encima un viejo y largo abrigo con faldones que pendían arrugados y lacios sobre sus rodillas; pero no tenía sombrero, y la brisa del mar agitaba su negro cabello.

La marea estaba baja, lo cual había hecho descender el barco, y MacNair el Ciego trepó por las jarcias hasta el nivel del muelle; un marinero le echó una mano y le puso de cara a la punta del malecón. De esa manera llegó a Shardstown MacNair el Ciego, acompañado del hueco son de su bastón al golpear las tablas del muelle; la brisa del mar hacía revolotear los faldones de su abrigo, y el largo cabello ondeaba sobre su cabeza; era como un profeta ciego salido de la Biblia.

La gente de Shardstown se sentía cohibida ante los forasteros, y MacNair el Ciego era un hombre de aspecto impresionante, de modo que se mantuvieron a distancia, mirándole subir y bajar por la calle del pueblo sin pronunciar una palabra. Pero los niños adivinaron su bondad y al pasar le gritaron «¡Hola!», y MacNair el Ciego se detuvo en la calzada polvorienta y les preguntó sus nombres con aquella voz suya profunda y reposada. Y al cabo del rato, la mujer de Taggart —Taggart, el de la fragua— llamó a sus hijos para cenar y los vio en cuclillas en torno a MacNair sobre la hierba que crecía al lado del camino.

MacNair estaba cantando a media voz, y su canción era la de «La bella Margarita y el amable Guillermo», una canción triste y al mismo tiempo dulce. Los niños no se movieron hasta que acabó, y la mujer de Taggart salió a la puerta del cercado y se puso también a escuchar. Cuando acabó le dijo:

—¿No querría usted pasar, buen hombre, a tomar un bocado con nosotros?

MacNair se levantó con mucho empaque e hizo una reverencia.

—Gracias, señora, con mil amores.

Acabada la cena, Taggart se sentó con MacNair junto a la estufa de la sala, y mientras la señora Taggart acostaba a los niños, dijo el herrero:

—¿Dónde vive usted, si me permite preguntarlo?

—No tengo casa —repuso MacNair el Ciego—. Lo mismo que los pájaros.

—Pero ya estamos en otoño —dijo Taggart—, y los pájaros se han ido al sur para pasar el invierno.

—¡El sur! —exclamó el ciego—. Hermosa región, el sur, pero triste, y ya he pasado bastantes tristezas. Llevo diez años errante, y de pronto una gran nostalgia me ha empujado de nuevo a mi país. Esta es mi tierra. Hay pájaros que deben pasar el invierno en el norte porque tienen que hacerlo así.

—¡Ah! —exclamó Taggart. Era un hombre alto y enjuto, con la barba roja cuadrada como una pala, y unos ojos benévolos—. ¿Quiere que le prepare una cama en el desván para pasar el invierno?

—Pero hombre —dijo MacNair—, el pájaro de invierno no es un mendigo. El matorral en la linde del prado, las bayas rojas sembradas por el buen Dios en el humilde escaramujo, unas migajas, si se tercia, junto a la puerta de la cocina, y volar a la ventura. Así es el pájaro invernal, y así es MacNair el Ciego.

—Veo que es usted orgulloso, y por eso le respeto —concedió Taggart—. Hay un cuarto de sobra encima de la sala, perfectamente arreglado para predicadores y gente importante.

—¿No tiene usted un pajar en el establo? —preguntó MacNair.

—¿Es sitio ese para una persona? —exclamó la mujer de Taggart, que había entrado en la habitación y estaba de pie junto a la silla de su marido, apoyadas las manos en sus hombros.

—Yo no soy más que media persona —dijo MacNair—, y un establo bastó para el Hijo de Dios.

De MODO que MacNair durmió todas las noches del invierno en el pajar de Taggart, abrigándose con las mantas de la cama que Taggart tenía para sus invitados, y comía lo mismo que los pájaros, un almuerzo aquí, una cena allá; con Fraser el cantero, con Lowrie el patrón de pesca, con Shard el proveedor de efectos navales, y alguna vez que otra con Taggart; pero no con excesiva frecuencia, porque «ya le debo bastante por el pajar», como decía MacNair el Ciego.

Era un huésped bien recibido dondequiera que fuese. Nunca tenía una mancha en la ropa ni despedía su persona el tufo del establo; porque aquel hombre era muy limpio, tan limpio como el regato que baja de la montaña, y comía con tanta pulcritud como si tuviera ojos. Hablaba en gaélico, como todos en Shardstown, y cuando bendecía la mesa antes de comer, se sentía en la casa la presencia de Dios.

Después de las comidas, MacNair el Ciego gustaba de cantar, mientras los hombres fumaban su pipa, las mujeres recogían los platos y los niños se sentaban a sus pies. Tenía una voz fuerte y poderosa y era capaz de rugir a dúo una canción marinera con el más recio de los hombres de mar. Pero lo que más le gustaban eran las baladas; para las baladas recogía la voz a la medida de la habitación; más que cantar, parecía decir la música, y su voz era entonces profunda y triste en las notas graves como los tubos bajos del órgano presbiteriano de Revesport.

Pasaba el día en la fragua de Taggart. La fragua, en invierno, era el casino de Shardstown, sentados los viejos en las banquetas que Taggart había construido para ellos, y recostados o en cuclillas los arrieros, mientras Taggart herraba sus caballerías, bufando los fuelles bajo las brasas rojas. A MacNair le gustaba que se cantasen canciones marineras, y él mismo hacía de solista con su vozarrón, mientras los demás se desgañitaban coreándole. Y cuando atacaban algo realmente animado, como «El marinero borracho», el propio Taggart se les unía, cantando a pleno pulmón, y era de ver lo que disfrutaba, golpeando el hierro al rojo, rang-tang-tang, y haciendo brotar el fuego dorado. Eran tiempos de canciones, y los hombres de Shardstown eran grandes cantantes; pero nunca se habían escuchado canciones como las de aquel invierno en la fragua de Taggart.

Al remate del año se hicieron más intensos los fríos y cayó una nieve excelente para arrastrar los troncos. Los cencerros de los bueyes sonaban por doquier en la trillada pista de trineos que baja del bosque, y crujían los yugos de abedul, los patines chirriaban en la nieve, y los arrieros sonreían contentos haciendo restallar sus pequeños látigos.

En marzo los madereros volvieron de los bosques. Habían acarreado la madera cortada, y ahora un cambio del viento provocaría el deshielo y la fusión de la nieve. Había ya trabajo en los muelles, preparando las goletas para el viaje de primavera a los bajíos y un bergantín de Revesport con carga de duelas de la tonelería de Mc- Laughlan. En la fragua, a la sazón, no cesaban las canciones, porque entre los cantores del bergantín había un negro corpulento y bien parecido, con una voz como tañido de campana, y Johnny Hanigan el Cantor había regresado de Revesport para tomar parte en la pesquería.

El Negro tenía un amplio repertorio de canciones, y Johnny el Cantor era famoso en cuarenta millas a la redonda, y cuando los de Shardstown comenzaron a alardear de MacNair el Ciego, era seguro que algo había de pasar.

Fue el sábado por la mañana; los viejos se sentaron cada uno en su sitio, y los marineros, los madereros, los pescadores, los carpinteros de ribera se acomodaron de pie o en cuclillas donde buenamente pudieron. La fragua de Taggart era espaciosa y sombría, por más que el sol fulgiese en la nieve de fuera, pues las paredes y las altas vigas oscuras estaban ennegrecidas por el humo de un siglo, las angostas ventanas cegadas por el polvo y las grandes puertas dobles cerradas en obsequio a las exangües naturalezas de los viejos ocupantes de las banquetas.

Siempre reinaba allí un olor a hierro caliente, un tufo a caballos, y a bueyes, y a pezuñas socarradas; pero este olor a humanidad y a tabaco pocas veces se había conocido en la fragua, y es que Johnny el Cantor y el Negro habían desafiado a cantar a MacNair el Ciego.

Cuando empezó el cántico, Taggart había colocado ya el buey grande de Donald MacAllan en el herradero, y siguió adelante con su trabajo, pues no era hombre que gustase de mezclar la diversión con el negocio. De modo que obligó al buey a arrodillarse en el hueco del herrador y sujetó con una cuerda ambas patas delanteras a los barrotes de herrar, hacia arriba los cascos, amarrando al animal a proa y popa como si fuera un barco, con una soga en el yugo y una cuerda elevada para la pata trasera derecha. El herrero pasó la ancha faja de lona por debajo del duro y oscuro vientre del animal e introdujo la espiga de madera en la muesca del torno, procediendo a izarlo sobre sus cuartos traseros para herrar los cascos de atrás.

Toda la armazón de madera del tal herradero estaba ya negruzca y pulida por el contacto de las manos de Taggart, de las manos de su padre y de su abuelo que le precedieron. La chimenea quedaba en la parte posterior de la fragua, con su hogar de ladrillo delante, que llegaba a la altura del talle, y el brazo negro de los fuelles, el yunque y el banco de trabajo a la izquierda, junto a la ventana. A la derecha, en el suelo, había una parva de barras largas de hierro y un banco para los trabajos de reparación de carros.

En este espacio se hacinaban los hombres, haciendo resonar el hierro con los movimientos de sus pies; otros estaban sentados en el banco, y el espacio comprendido entre el hogar y las grandes puertas dobles hallábase también ocupado por espectadores, salvo el rincón del herradero donde Taggart se afanaba en su trabajo. En medio estaba MacNair el Ciego, sentado en un taburete de tres patas, barriendo el polvo del piso con los faldones del abrigo y apoyadas sus grandes manos en las rodillas. El Negro, sonriente, tomó asiento en el suelo de tierra y Johnny Hanigan permaneció de pie.

Empezaron con canciones marineras por pura rutina, para animarse cantando los solos por turno y coreando los demás. La primera fue «Reuben Ranzo», y cantaron veinte estrofas sobre el famoso marinero zarrapastroso que navegaba en un ballenero.

Llegó entonces a Johnny Hanigan el turno de cantar su estrofa. Vaciló un momento, lo cual no era de extrañar, porque nadie había escuchado jamás tantas sobre el tema de «Reuben Ranzo»; pero consiguió salir del paso con unos versos torpemente hilvanados que se sacó de la cabeza, mal acompasados y peor rimados.

No existía regla alguna contra ello, ya que un buen coplero puede improvisar un verso nuevo para una vieja tonada, y muchas veces complace así los oídos de quienes le escuchan. Esta es la razón de que haya tan gran número de canciones marineras. Pero era de mal gusto ofrecer una estrofa amañada, y todavía peor si era para vencer a otro. Todo el mundo esperaba que MacNair dijese algo, porque ya no sabía más, pero se limitó a encogerse de hombros y abrir las manos; y el Negro dijo:

—Ya no hay más.

Y la tiza marcó en el tablero de la pared un tanto para Johnny el Cantor.

Entonces MacNair empezó con «Shenandoah», y el Negro cantó la estrofa siguiente, y después siguió Johnny. Es una canción estupenda que debe cantarse despacio, y así lo hicieron; si uno cierra los ojos, puede ver marineros llevando el compás con los pies en torno a un cabrestante, con las curtidas y atezadas manos en las barras, y al cantor encaramado en la serviola, mientras pasa el cable mojado por las olas del mar. MacNair dijo la última, el Negro hizo una mueca y declaró:

—Yo paso.

Y Johnny el Cantor hubo de imitarle.

Luego la emprendieron con «Déjala, Johnny», y «Soplad, chicos, soplad», y «Orillas del Sacramento», y «Derríbale», y «Las botas de Paddy Doyle», y «En la tempestad» y demás canciones marineras conocidas, para llegarse al fin a las menos corrientes. Y cuando salieron a la palestra «Sally Brown», y «Johnny ven a Hilo», y «Regreso a Alabama», y esas interminables canciones arrastradas hasta el mar con las aguas del Mississippi, el gigantesco Negro superó ampliamente a los otros en la puntuación, cantando estrofa tras estrofa cuando los contrincantes ya se habían retirado y se le había adjudicado el tanto, cantando sólo por el placer de cantar, y su voz envolvía la concurrida fragua como en una música de bronce martillado.

De atrás venían los ruidos que hacía Taggart en su trabajo al ajustar las pequeñas herraduras de media luna a las pezuñas del buey, recortar las puntas de los clavos con un movimiento rápido de su afilado martillo de orejas, soltar las ligaduras de las patas, retirar el pasador de la muesca del torno y posar al enorme animal babeante sobre sus patas recién herradas. Pero allí se quedó el buey. Su dueño formaba parte de la muchedumbre de oyentes, olvidado del mundo y del trineo que le esperaba en la colina. Y Taggart se subió al barrote de sujeción del herradero para escuchar mejor, y allí se mantuvo silencioso con una mano apoyada en el yugo del buey.

Todo era insólito: el pacífico y enorme buey en el rincón, y el hombre enjuto de barba roja apoyado en él, y el silencio de los varones allí reunidos, y los cantores qué cantaban en medio: había en ello un no sé qué de exótico, antiguo como el mundo.

Fuera, el sol se acercaba a su cenit, pero nadie en la fragua de Taggart pensaba ni por asomo en comer. La comida es algo que suele hacerse tres veces al día. Canciones como aquellas acaso no volvieran a escucharse en mucho tiempo.

Tornaron entonces a las baladas como se pasa de las faenas domésticas al trabajo verdadero de todos los días. Canciones de mar las canta cualquiera, y el que sabe más estrofas es el que gana la partida. Pero con las baladas pasa como con los himnos; son versos perfectamente trabados que vienen del pretérito, y desgraciado del que se atreva a cambiar aunque sólo sea una palabra. Había en las banquetas oídos viejos y experimentados, y lenguas prontas a desaprobar, y un punto que perder en el tablero de la pared.

Johnny el Cantor se lanzó con «El valiente Jack Donohue»; y cuando acabó, MacNair el Ciego dijo sosegadamente:

—Es una buena balada, y además antigua, pues vino de Australia mucho antes del descubrimiento del oro; pero usted ha confundido en el tercer verso los nombres de los forajidos australianos.

Y los viejos asintieron con la cabeza y aseguraron que era tal como decía el Ciego.

El Negro hizo lo que pudo en el tercer verso, pero los ancianos menearon la cabeza con desaprobación. Después cantó MacNair; y los nombres de Walmsley, Weber y Underwood fueron hallados exactos por los viejos jueces, y la puntuación del Ciego subió en el tablero.

Entonaron después «La fiebre del oro», y «Adiós, damas españolas», y «High Barbaree», y otras baladas marineras antiquísimas, y MacNair el Ciego se mantuvo a la par de Johnny el Cantor, y el Negro conservó su delantera, pero cuando empezaron con «Él tigre y el león», que cuenta una batalla naval de la antigüedad, el Negro perdió un punto con respecto a Johnny el Cantor. Y después vino «A casa, amor mío, a casa», y el Negro cedió un punto en favor de MacNair el Ciego, ya que no conocía estas canciones; y a partir de este momento el Negro hubo de darse por vencido, pese a su voz estupenda y su buen natural.

—¡Nunca había conocido a ningún negro que supiera cantar baladas! —exclamó el Cantor Johnny Hanigan.

—Ni a ningún bravucón —interrumpió MacNair el Ciego, y Johnny el Cantor se echó a reír, pero se notaba que a pesar de la risa no estaba a gusto ni lo iba a estar ya en todo el día.

De modo que el Negro abandonó la partida y Johnny y MacNair siguieron adelante con «La Chesapeake y el Shannon», y después con «La probabilidad en el combate», manteniéndose igualada la puntuación entre uno y otro. MacNair el Ciego cantó «El capitán y la doncella», y Johnny el Cantor siguió con «El joven Johnson», y MacNair, a su vez, entonó «Lord Bateman», y Johnny respondió con «Los bancos de Terranova».

Entonces MacNair el Ciego declaró:

—Ha sido una balada hermosa y bien cantada, y se siente todo el dolor del mar en esa parte que dice:

«Cuando nos salvaron del naufragio más parecíamos espíritus que hombres,

Nos dieron ropa y comida y nos mandaron para nuestra patria.

Pero pocos de la tripulación llegaron a tierra inglesa,

Y al capitán se le congelaron las piernas en los bancos de Terranova.»

Y el anotador apuntó con la tiza un tanto más a favor del Ciego MacNair, ya que Hanigan había dicho «El capitán murió por congelación en los bancos de Terranova», y todo el mundo sabía que la letra no era así. Johnny el Cantor volvió a reírse, pero también su alegría era ficticia.

Seguidamente MacNair el Ciego cantó «El buque Lady Sherbrooke», triste balada de unos irlandeses que naufragaron cuando viajaban rumbo a Quebec. Y Johnny Hanigan cantó «En las riberas de Brandywine», una tonada preciosa, con su historia de amor, y su paisaje, y por protagonista un marinero; un aire muy popular entre los hombres de Shardstown. Pero MacNair, que estaba de un humor melancólico, cantó «La joven Carlota», la balada de la novia que murió congelada, y los pescadores se agitaron con desasosiego, ya que consideraban «La joven Carlota» una canción de mal agüero, una canción gafe, y no querían que se cantase nunca a bordo.

De modo que Johnny el Cantor les hizo recobrar el ánimo con «El irlandés errante», una pieza jovial que hizo a todos golpear con los pies el duro suelo de tierra, y MacNair el Ciego se dio cuenta de que debía guardarse su melancolía para él solo. Así que cantó «Las laderas de Balquhidder».

Esta canción tiene en su música un hechizo semejante al del son de las gaitas que baja por la mañana de los montes lejanos, y a los hombres les alegró que MacNair hubiera conseguido vencer su tristeza. Y Johnny Hanigan, para que no le achicasen con una canción de la vieja Escocia, cantó «El orgullo de Glencoe», magnífica canción que trata del soldado MacDonald y de la moza que le esperaba en su tierra. Pero Johnny ya no gozaba con sus canciones, pues iba detrás en la puntuación y sabía que no podría desbancar con sus coplas a MacNair el Ciego.

Hacía tiempo que había caído la tarde, las cenas se quemaban en los fogones de Shardstown y todas las esposas se asomaban a las puertas tratando de adivinar qué sandeces estaban haciendo sus maridos en la fragua de Taggart. El sol se fue ocultando entre retazos de neblina tras los bosques de poniente, y unos rayos postreros, misteriosos, brillaban en toda la redondez del horizonte. Era señal de nieve; el viento soplaba ahora de levante y traía del mar un remuzo frío que estremecía las jarcias de los barcos y hacía gemir todas las chimeneas del pueblo. Nevaría antes de amanecer.

Johnny el Cantor se sentía derrotado y tenía hambre. Dirigió su mirada al rostro tranquilo de MacNair el Ciego y creyó descubrir en él algo terrible. Vio la cara de un ser capaz de cantar, cantar eternamente, sin que pudiera detenerle siquiera un terremoto. A un ser así no podría vencerlo nunca con sus canciones; pero Johnny Hanigan había hecho un alarde, y eso es algo difícil de tragar cuando se es famoso en cuarenta millas a la redonda.

—¿Puede cantar usted «El marinero ciego»? —preguntó Johnny el Cantor.

—Desde luego —contestó MacNair el Ciego, y lo hizo.

Una estrofa de esta canción dice así:

«Antes de que alcanzásemos el tamborete del palo mayor, brilló un relámpago deslumbrador,

Bien que me acuerdo. Dios, fue mi última visión del sol.

Hecho trizas el mástil de cofa, todo en un fulminante resplandor,

Yo, con otros cuatro marineros, perdí la vista, el rayo nos cegó.»

—Y ¿así perdió usted la vista? —preguntó Johnny Hanigan.

—No —repuso MacNair el Ciego.

—Entonces ¿cómo?

—En la guerra —dijo MacNair el Ciego.

—¿La guerra entre los estados?... ¿La guerra civil?

—Llámela usted como más le guste.

—¿Querría cantarnos «El gaitero de Cumberland»? —preguntó Johnny Hanigan.

—No —respondió MacNair el Ciego.

—Me extraña que usted no la conozca. Es la canción de un valiente.

—Ya, un valiente; un yanqui. Una canción fabulosa.

—Yo hice la guerra con los yanquis —murmuró Johnny Hanigan, y paseó la mirada en derredor, porque la mitad de los allí presentes habían luchado con los ejércitos del Norte en aquella guerra.

—Sin duda —dijo MacNair el Ciego—. La guerra era al otro lado de la frontera y nada teníamos que ver con ella, por decirlo así. Pero todo se nos volvía hablar y más hablar, que si el Norte, que si el Sur, y los hombres pasan de las palabras a los hechos si ponen el corazón en lo que dicen. La guerra ya pasó y se acabó, y todos fueron valientes; pero yo peleé con los del Sur, y no quiero cantar canciones yanquis.

Y entonces todos vieron que Johnny el Cantor se agachaba, y luego se inclinaba hacia delante, y que sus largos dedos se tendían hacia el rostro de MacNair el Ciego.

—¡Dudo que hayas luchado en ninguna guerra y dudo que estés ciego! —exclamó, al tiempo que arrancaba de los ojos de MacNair la venda de seda y toda la fragua se quedaba boquiabierta e inmóvil.

Se hubiera podido tomar a MacNair por una figura de piedra. No movió ni un músculo. Tenía apretados los labios; los párpados, cerrados, blancos como los de una mujer, ya que desde el otoño del 64 no les había dado el sol. Debajo de sus espesas cejas oscuras corría una cicatriz de parte a parte, recta como una regla, derecha como el tajo de una espada.

Johnny el Cantor se quedó mudo, la venda verde entre los dedos.

—Me lo hicieron luchando contra la caballería de Sheridan en el Valle de Virginia —declaró lentamente MacNair—. Una gran batalla que fue la última para mí.

—Lo siento —murmuró Johnny Hanigan.

—No basta con sentirlo —dijo MacNair el Ciego. Entonces se levantó, y ofrecía un aspecto robusto y viril, un aspecto temible, con aquella franja pálida sobre su tez oscura, y la brillante cicatriz, y los blancos ojos cerrados.

—Muchos hombres de Nueva Escocia fueron a esa guerra (dicen que diez mil) y unos lucharon de un lado, otros del otro, según sus opiniones. No es cosa de preguntarse ahora quiénes tuvieron razón, ya que un hombre valiente da valor a su causa, y la sangre tiene el mismo color en el Norte que en el Sur. Pero vistiese el uniforme que vistiese, el neoescocés fue un hombre honrado, y un bravo luchador, y un orgullo para Nueva Escocia. Claro que siempre hay alguna excepción que confirme la regla, y hubo algunos que cruzaron la Bahía de Fundy para hacer su agosto a costa del sufrimiento de otros. En Boston se podían sacar dos o trescientos dólares a los hijos de los ricos para sustituirlos en filas, y una prima de enganche de otros cien al estado. Y era fácil pasarse después a otro estado y alistarse de nuevo con otro nombre por otro puñado de dólares yanquis. Unos cayeron y otros volvieron a casa con su dinero manchado de sangre, aunque no pudieran comprar con ello bastante jabón para borrar de sus manos el olor de Judas. Yo soy ciego de verdad, Johnny Hanigan, pero los ojos del alma ven a través de los ladrillos de la pared. Voy a cantarte una canción yanqui. Es una canción muy buena y alegre, de lo mejor para acompañar la marcha.

Y empezó:

«Acercaos, muchachos, voy a cantaros una canción:

Os niego me escuchéis, no os entretendré demasiado.

Era un buen muchacho que se llamaba Johnny:

Lo juzgaron en Alejandría por los hechos que cantamos.»

Era la canción titulada «El recluta saltarín», que todos los de la fragua conocían, y corearon a MacNair.

«Cantad, cantad conmigo cuando voy de ciudad en ciudad.

Como a todo buen chico me gusta la cerveza;

Como todo buen chico prefiero el buen whisky,

Soy hijo de un tahúr, un errante buscador de miserias.»

Y MacNair el Ciego siguió cantando:

«Oh, saltó a Filadelfia y saltó a Nueva York;

Saltó a la ciudad de Boston y fue la comidilla de todos.

Oh, siguió salta que salta por toda la costa yanqui,

Pero su último salto fue en la ciudad de Baltimore.»

Era una canción para cantar y reír durante la marcha, pero MacNair el Ciego la interpretaba con insólita violencia, como si se tratase de una imprecación.

Johnny Hanigan el Cantor se levantó; el rubor y la palidez alternaban en sus mejillas; una tenue capa de sudor perlaba su rostro alargado e inteligente como si el coro le vertiese encima agua hirviendo.

Y cuando los cantantes atacaron el agudo, vibraron levemente algunas varillas de hierro de la viga de arriba, como si la vieja fragua hubiese cobrado vida para burlarse de Johnny Hanigan.

«Oh, ahora cavaremos la tumba del pobre Johnny, la cavaremos ancha y profunda.

Lo enterraremos en el valle donde duermen los buscadores de recompensas.

Lo meteremos en su ataúd y lo llevaremos a hombros,

Y nos uniremos todos al coro de la canción del saltarín.»

Pero Johnny el Cantor no se quedó hasta el final. Se escabulló de la fragua como una sombra, y nadie volvió a verle nunca en Shardstown.

Dejó abierta una de las puertas grandes, por donde entró en la fragua a raudales la luz del día, que cegó a todos. Se hizo un gran silencio. Una sombra de mujer cruzó por el suelo y se oyó la voz de Nellie Bullen que gritaba:

—¡Señor Taggart! ¡Señor Taggart!

Taggart bajó del herradero y le salió al encuentro a través del grupo de hombres que parpadeaban deslumbrados.

—La yegua ha perdido una herradura, señor Taggart; ¿quiere echarle un vistazo? El camino es una pista de hielo y tengo que estar en casa antes de que empiece a nevar.

Salió Taggart y Nellie Bullen se volvió y le siguió. Y fue precisamente entonces cuando James McCuish dijo:

—Cántenos otra canción, MacNair, antes de marcharnos.

Nellie Bullen se detuvo.

Era una mujer espigada, de ojos grises, con el torso levemente altivo de las Bullen y el cabello recogido en espesos rodetes de suave brillo dorado como madejas de cáñamo recién salidas de la cordelería.

—¿Puede usted cantar «La viuda desolada»? —preguntó James McCuish, que era un insensato.

—Yo no —dijo MacNair el Ciego. Y volvió el rostro hacia la puerta abierta, juntos los pies y ambas manos sobre las costuras del pantalón, como un soldado, o como un reo ante el juez. La fría luz le daba de lleno en la cara.

—¡Cualquier otra canción, entonces!, una canción gaélica... Hoy no ha habido canciones gaélicas.

—Sé una canción —dijo MacNair el Ciego—, pero ya no me queda música en el alma, ni rima para la letra. Así no vale nada.

—Cuéntenos el busilis por lo menos —insistió James McCuish.

—Es una vieja historia, James, tan vieja como la amargura del mundo. Un joven atolondrado, y una esposa moza con mucho genio. Se producen desavenencias y el joven dice cosas que ninguna chica con temperamento puede tolerar. Viene entonces la separación, la joven esposa vuelve a su casa y el joven se marcha a la guerra. Mire si es vieja la canción. Pero en estas canciones antiguas el joven siempre vuelve a casa como un héroe del combate, y encuentra a su esposa que le perdona y le ha sido fiel, y así acaba todo. Pero en mi canción no van las cosas tan bien, porque el hombre vuelve ciego y pobre y no encuentra compañía en hombre, mujer ni perro. ¿Un castigo? Porque al marcharse dijo: «¡Ojalá no te vuelva a ver!». Y así fue, salvo con los ojos del alma.

—Cruel castigo ese, por unas palabras a lo tonto —objetó Lowrie, el patrón de pesca.

—Castigo de Dios —murmuró con acento de reproche el anciano John MacLaughlan.

—Pero ¿cómo acaba la canción? —preguntó Nellie Bullen desde la puerta, y los hombres se echaron hacia atrás, sin saber por qué, hasta que la dejaron sola bajo el haz de luz que caía sobre MacNair, todos los hombres callados en la sombra.

—La canción no acaba. Continúa —exclamó MacNair el Ciego.

—Continúa —dijo ella—. Sólo hay una canción que siempre continúa.

Un revuelo de faldas, y de pronto Nellie Bullen rodeó con sus brazos a MacNair el Ciego y apoyó la resplandeciente cabeza en su hombro, dejando caer el sombrero sobre el polvo del piso.

—¡Ah, Colin, Colin! —exclamó Nellie Bullen.

Rodaban las lágrimas por el rostro del Ciego, extraño y terrible, como agua que brotara de una roca estéril.

—No tengo nada que darte, Nellie.

Ella le besó entonces, y los hombres empezaron a escabullirse de la fragua de Taggart, con una expresión rara en el semblante, como si acabasen de ver un espíritu de ultratumba.

—¿Querrías ofrecer a tu hijo el son de la voz de su padre, Colin?

—Mi hijo.

—¿Quieres cantar para tu mujer la canción que no tiene final?

Ah, sí, fue un gran día de canciones aquel, en la fragua de Taggart, pero hace mucho tiempo, ¿y quién se acuerda hoy de aquello? La vieja granja Bullen, a la que Nellie MacNair llevó a su esposo aquella noche de la gran nevada de marzo, ha desaparecido del camino de Revesport, sin dejar otro rastro que una mella en el verde césped.

Muchos dicen que Shardstown está encantado, y cuentan que en las noches de mayo con luna llena se oye a MacNair el Ciego labrando la ladera batida por los vientos, tras el viejo caballo blanco de Bullen, y cantando la vieja canción gaélica «Mo Run Geal Dileas» («Mi hermosa fiel»). Pero todo esto es un cuento de viejas. ¿Y cómo iban a saber ellas esta canción? Porque en Shardstown sólo recuerdan los ancianos que salen y se sientan al sol, y los ancianos ya no cantan baladas.

Antología de la novela corta universal
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