D. H. LAWRENCE - EL CABALLO DE MADERA

D. H. LAWRENCE

GRAN BRETAÑA

D. H. LAWRENCE ¡885-1930 David Herbert Lawrence era hijo de un minero y de una maestra de escuela a quien adoraba. Junto con sus cuatro hermanos, se crió en un ambiente de pobreza, brutalidad y desenfreno en la bebida. Debilitado por la enfermedad y perseguido por la mala fortuna, pasó gran parte de su vida vagando por Europa, Australia y América, siempre en busca de la salud y de un lugar ideal donde vivir. Hoy en día su posición como escritor de primera magnitud está asegurada.

ERA UNA mujer bellísima que empezó con todas las ventajas, pero no tuvo suerte. Se casó enamorada, y el amor se convirtió en polvo. Tenía unos hijos preciosos, y sin embargo pensaba que se los habían impuesto y no era capaz de quererlos. Ellos la miraban fríamente, como si la censurasen. Y ella sentía apremiantemente que debía encubrir alguna culpa en el fondo de su ser, pero no sabía qué era lo que debía ocultar. Cuando los niños estaban presentes siempre sentía endurecérsele el corazón. Esto la atribulaba, y a su manera se mostraba de lo más cariñosa y solícita con sus hijos, como si los quisiera de veras. Sólo ella sabía que en lo más íntimo de su corazón había un empedernido rinconcillo totalmente incapaz de sentir amor por nadie. Todo el mundo decía: «Es tan buena madre. Adora a sus hijos». Unicamente ella y sus propios retoños sabían que no era así. Lo leían mutuamente en sus ojos.

Eran un chico y dos niñitas. Vivían en una cómoda casa, con jardín, tenían criados discretos y se sentían superiores a todos en la vecindad. Aunque vivían con lujo, percibíase una ansiedad constante en aquella casa. Nunca había bastante dinero. La madre disfrutaba de una pequeña renta, y también el padre, pero estos ingresos no eran ni con mucho suficientes para mantener el tren de vida que llevaban. El padre trabajaba en una oficina de la ciudad. Pero aunque tenía buenas perspectivas, estas nunca cuajaban en realidades. Constantemente imperaba la agobiante sensación de la falta de dinero, aunque seguían viviendo a lo grande.

Al fin la madre se dijo: «Veré si yo puedo hacer algo». Sin embargo, no sabía por dónde empezar. Se devanaba los sesos intentando esto y lo otro, pero no encontraba nada satisfactorio. El fracaso trazó profundos surcos en su cara. Los niños crecían y tendrían que ir al colegio. Hacía falta más dinero, hacía falta más dinero. El padre, cuyos gustos eran muy refinados y dispendiosos, parecía incapaz de llegar a hacer algo que valiera la pena. Y la madre, que tenía gran confianza en sí misma, no lograba mayores éxitos, si bien sus gustos eran igualmente costosos.

Y de este modo, como un fantasma, llegó a rondar la casa la nefanda frase: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!» Los niños la oían constantemente, aunque nadie la pronunciaba en voz alta. La oían en Navidades, cuando su cuarto se llenaba de magníficos y caros juguetes. Detrás del reluciente y moderno caballo de madera, detrás de la bonita casa de muñecas, una voz empezaba a susurrar: «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!» Y los niños interrumpían por un momento sus juegos para escuchar. Y se miraban a los ojos para saber si lo habían oído todos. Y cada uno veía en los ojos de los otros dos que también ellos lo habían oído. «¡Hace falta más dinero! ¡Hace falta más dinero!»

Brotaba murmurando de los muelles del caballo que aún se balanceaba, y hasta el caballo, inclinada su cabeza de madera, lo oía. La muñeca grande, sentada con sus coloradas mejillas y su bobalicona sonrisa en su nuevo cochecillo, lo oía con toda claridad, y parecía sonreír aún más afectadamente a causa de ello. El cachorrillo que sustituía al oso de peluche parecía tonto de remate precisamente porque también había oído el secreto cuchicheo por toda la casa: «¡Hace falta más dinero!»

Y sin embargo nadie lo decía nunca en voz alta. El susurro estaba en todas partes, y por eso nadie lo pronunciaba. Del mismo modo que nadie dice: «¡Estamos respirando!» a pesar de que se respira todo el tiempo.

—Madre —preguntó un día Paul—, ¿por qué no tenemos nosotros coche? ¿Por qué utilizamos siempre el del tío, o un taxi?

—Porque somos los miembros pobres de la familia —dijo la madre.

—Pero ¿por qué, madre?

—Bueno... me figuro —contestó ella lentamente y con amargura— que es porque tu padre no tiene suerte.

El niño permaneció callado un rato.

—¿La suerte es dinero, madre? —preguntó al fin con bastante timidez.

—No, Paul. No exactamente. Es lo que hace que tengas dinero. Si tienes suerte tienes dinero. Por eso es mejor nacer con suerte que rico. Si eres rico, puedes perder tu dinero. Pero si tienes suerte, siempre conseguirás más dinero.

—¡Oh! ¿De veras? ¿Y padre no tiene suerte?

—Yo diría que tiene muy mala suerte —repuso ella con amargura.

El chico la contempló con mirada insegura.

—¿Por qué? —preguntó.

—No lo sé. Nadie sabe por qué una persona tiene buena suerte y otra la tiene mala.

—¿No? ¿Nadie en absoluto? ¿Nadie lo sabe?

—Tal vez Dios. Pero nunca lo dice.

—Pues debería decirlo. ¿Y tú tampoco tienes suerte, madre?

—No puedo tenerla estando casada con un marido que tiene mala suerte.

—Pero ¿no la tienes por ti misma?

—Antes de casarme pensaba que sí. Ahora creo que soy realmente muy desafortunada.

—¿Por qué?

—Bueno... ¡no importa! Quizá no lo sea en realidad.

El niño la miró para ver si decía la verdad. Pero comprendió por los rasgos de su boca que estaba tratando de ocultarle algo.

—Bueno, de todos modos —dijo resueltamente—, yo soy una persona de suerte.

—¿Por qué? —preguntó su madre, y se echó a reír.

El la miró fijamente. Ni siquiera sabía por qué había dicho aquello.

—Me lo dijo Dios —afirmó con desfachatez.

—Confío en que te lo haya dicho, cielito —dijo ella con una risa amarga.

—¡Te aseguro que me lo dijo, madre!

—¡Estupendo!

El niño comprendió que no le creía; o, más bien, que no hacía caso de su aserto. Esto le enojó un poco y le hizo sentir la necesidad de obligarla a prestar atención.

Lanzóse al azar, de un modo pueril, en busca de la clave de la suerte. Abstraído, sin reparar en nadie, daba vueltas en su magín buscando a hurtadillas la suerte. Necesitaba suerte, la necesitaba, la necesitaba. Cuando las dos niñas jugaban a las muñecas en el cuarto de juegos, él se montaba en su gran caballo de madera y cargaba furiosamente al espacio, con tal frenesí que sus hermanitas le miraban con desasosiego. Al galope desatinado de su corcel, el oscuro cabello del chico ondeaba y sus ojos tenían un extraño fulgor. Las niñas no se atrevían a hablarle.

Cuando había cabalgado hasta el final de su insensata correría, desmontaba y permanecía delante del caballo de madera mirando de hito en hito su cabeza gacha; tenía la colorada boca ligeramente abierta, y en sus grandes ojos dilatados había un brillo demencial.

«¡Vamos!», ordenaba tácitamente al corcel, que bufaba no menos tácitamente. «¡Ahora llévame adonde está la suerte! ¡Vamos, llévame!»

Y azotaba el cuello del caballo con la pequeña fusta que había pedido al tío Oscar. Estaba convencido de que el caballo podía llevarle adonde estaba la suerte; sólo tenía que obligarlo. Así es que volvía a montarlo y proseguía su furiosa galopada, con la esperanza de llegar al fin a su destino. Sabía que podía llegar.

—¡Acabarás por romper tu caballo, Paul! —le advertía la niñera.

—¡Se pasa el día montando así! ¡Quisiera que dejase de hacerlo! —decía Joan, la mayor de las hermanas.

Pero él se limitaba a mirarlas ferozmente, sin decir nada. La niñera se dio por vencida. No le entendía. A todas luces, había crecido demasiado y ya no podía dominarlo.

Cierto día su madre y el tío Oscar entraron en la habitación y le sorprendieron en una de sus furiosas galopadas. Ni siquiera les habló.

—¡Hola, joven jockey! ¿Estás montando un ganador? —dijo su tío.

—¿No estás ya demasiado crecido para un caballo de madera? —preguntó su madre—. Ya no eres un niñito, ¿sabes?

Pero Paul se limitó a mirarla furiosamente con sus grandes ojos azules, demasiado juntos quizá. No hablaba con nadie cuando estaba en plena carrera. Su madre le observaba con una expresión preocupada.

De repente dejó de forzar el galope mecánico de su caballo y se apeó.

—Bueno, ¡por fin llegué! —anunció vehementemente, con los ojos aún relampagueantes y sus largas y robustas piernas muy abiertas.

—¿Adonde llegaste? —preguntó su madre.

—Adonde quería ir —contestó radiante.

—¡Eso está bien, muchacho! —dijo el tío Oscar—. No pares hasta llegar allí. ¿Cómo se llama el caballo?

—No tiene nombre —repuso el chico.

—Ah, no le hace falta, ¿verdad?

—Bueno, tiene distintos nombres. La semana pasada se llamaba Sansovino.

—Sansovino, ¿eh? Ganó el Ascot. ¿Cómo sabías su nombre?

—Siempre está hablando de las carreras de caballos con Bassett —intervino Joan.

El tío se alegró muchísimo al descubrir que su sobrinillo estaba al corriente de todas las noticias relativas a las carreras. Bassett, el joven jardinero, que había resultado herido en el pie izquierdo durante la guerra y había conseguido su actual colocación gracias a Oscar Cresswell, de quien fuera asistente, era un fanático del hipódromo. Vivía intensamente todas las carreras importantes, y el niño las vivía con él.

Oscar Cresswell se enteró de todo por Bassett.

—El señorito Paul viene a preguntarme, así es que yo no tengo más remedio que decírselo, señor —dijo el jardinero con expresión terriblemente seria, como si estuviese hablando de temas religiosos.

—¿Y ha apostado alguna vez a un caballo que le guste?

—Bueno... yo no quiero traicionarle... El es un joven caballero, todo un caballero, señor. Si no le importa, pregúnteselo usted mismo. A él le gusta eso, y quizá creería que yo le había delatado, señor. Usted me perdonará.

Bassett estaba más serio que en un entierro.

El tío fue a buscar a su sobrino y se lo llevó a dar un paseo en coche.

—Dime, Paul, muchacho, ¿has apostado alguna vez a un caballo? —le preguntó.

El chico observó detenidamente a su apuesto tío.

—¿Es que crees que no debo hacerlo? —dijo a la defensiva.

—¡Nada de eso! Pensé que tal vez pudieras darme un soplo para el Lincoln.

El coche corría velozmente por la carretera en dirección a la casa del tío Oscar en Hampshire.

—¿Palabra de honor? —preguntó el sobrino.

—¡Palabra de honor, muchacho! —repuso el tío.

—Bueno, pues entonces Daffodil.

—¡Daffodil! Lo dudo, hijo. ¿Qué me dices de Mirza?

—Yo sólo conozco el ganador —dijo el niño—. Es Daffodil.

—Daffodil, ¿eh?

Hubo un momento de silencio. Daffodil era un caballo relativamente desconocido.

—¡Tío!

—Dime, hijo.

—No se lo dirás a nadie, ¿verdad? Se lo prometí a Bassett.

—¡Al diablo con Bassett! ¿Qué pinta él en todo esto?

—Somos socios. Hemos sido socios desde el principio. Tío, fue él quien me prestó los primeros cinco chelines, y los perdí. Le di mi palabra de honor de que esto quedaría entre él y yo; fue entonces cuando tú me diste aquel billete de diez chelines. Empecé a ganar con ese dinero, así que pensé que tú eras hombre de suerte. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?

El chico miró fijamente a su tío con sus grandes ojos azules y fogosos, demasiado juntos quizá. El tío se agitó y rió con cierto desasosiego.

—¡Tienes razón, muchacho! ¡Guardaré el secreto! Conque Daffodil, ¿eh? ¿Cuánto vas a apostar tú?

—Todo excepto las veinte libras que guardo como reserva.

El tío lo tomó a broma.

—Conque guardas veinte libras como reserva, ¿eh, joven cuentista? ¿Cuánto vas a apostar entonces?

—Trescientas libras —dijo el chico gravemente—. ¡Pero que quede entre tú y yo, tío Oscar! ¿Palabra de honor?

El tío lanzó una estruendosa carcajada.

—Quedará entre tú y yo, no te preocupes, joven mago de las apuestas —dijo sin dejar de reír—. Pero ¿dónde están esas trescientas libras?

—Las tiene guardadas Bassett. Somos socios.

—¡Ya! ¿Y cuánto va a apostar Bassett por Daffodil?

—Supongo que no apostará tan fuerte como yo. Tal vez llegue a ciento cincuenta.

—¿Peniques? —se burló el tío.

—Libras —dijo el niño, mirando sorprendido a su tío—. Bassett guarda una reserva mayor que la mía.

El tío Oscar, entre pasmado y divertido, guardó silencio. No insistió sobre el tema, pero resolvió llevar a su sobrino a presenciar el Lincoln.

—Ahora, muchacho —dijo—, voy a apostar veinte libras a Mirza, y pondré cinco libras por ti al caballo que se te antoje. ¿Cuál eliges?

—Daffodil, tío.

—¡No, un billete de cinco a Daffodil no!

—Creí que el billete era mío —dijo el chico.

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Tienes razón! Uno de cinco por mí y otro por ti a Daffodil.

El niño no había estado nunca en un hipódromo, y sus azules ojos llameaban. Con los labios fruncidos observó a un francés que justamente delante de él había apostado por Lancelot y, enloquecido por la emoción, agitaba los brazos desaforadamente, gritando «¡Lancelot! ¡Lancelot!» con su acento francés.

Daffodil entró primero, Lancelot segundo y Mirza tercero. El niño, con el rostro arrebatado y los ojos brillantes, se mantenía curiosamente sereno. Su tío le trajo cuatro billetes de cinco libras, cuatro a uno.

—¿Qué quieres que haga con esto? —gritó, blandiéndolos ante los ojos del chico.

—Hablaremos con Bassett —dijo Paul—. Creo que ahora tengo mil quinientas libras. Y veinte en reserva; y estas veinte.

Su tío lo estudió durante unos momentos.

—¡Vamos a ver, hijo! Lo de Bassett y esas mil quinientas libras no lo dices en serio, ¿verdad?

—Claro que lo digo en serio. Pero esto que quede entre nosotros, tío. ¿Palabra de honor?

—Muy bien. ¡Palabra de honor, hijo! Pero tengo que hablar con Bassett.

—Si quieres formar sociedad con Bassett y conmigo, tío, podríamos ser socios los tres. Sólo que tendrías que dar tu palabra de honor de que no se lo dirías a nadie. Bassett y yo tenemos suerte, y tú también debes de tenerla, porque fue con tus diez chelines con los que empecé a ganar...

El tío Oscar llevó una tarde a Bassett y a Paul al parque de Richmond, y allí hablaron.

—Verá, señor, todo ocurrió así —dijo Bassett —El señorito Paul se empeñaba en que le contase cosas de las carreras, cuentos increíbles, ya sabe, señor. Y se mostraba muy interesado por saber si yo ganaba o si perdía. Hará cosa de un año aposté por él cinco chelines a Blush of Dawn... y perdimos. Luego cambió la suerte con aquellos diez chelines que usted le dio y que apostamos a Singhalese. Y desde entonces, si bien se mira, vamos viento en popa. ¿Qué opina usted, señorito Paul?

—Nos va muy bien cuando estamos seguros —contestó Paul—. Cuando no estamos completamente seguros es cuando fallamos.

—Oh, pero entonces andamos con mucho cuidado —comentó Bassett.

—Pero ¿cuándo están seguros? —preguntó el tío Oscar sonriendo.

—Eso es el señorito Paul, señor —dijo Bassett con un tono de sigilo sacramental—. Es como si le lloviera del cielo. Como últimamente con Daffodil, en el Lincoln. Era tan seguro como que me llamo Bassett.

Oscar Cresswell preguntó:

—¿Apostó usted algo a Daffodil?

—Sí, señor. Me llevé un buen pellizco.

—¿Y mi sobrino?

Bassett miró a Paul y guardó un silencio obstinado.

—Gané mil doscientas, ¿verdad, Bassett? Ya le dije al tío que iba a apostar trescientas a Daffodil.

—Exacto —dijo Bassett, asintiendo con la cabeza.

—Pero ¿dónde está el dinero? —preguntó el tío.

—Lo tengo guardado en lugar seguro, señor. El señorito Paul no tiene más que pedírmelo cuando lo quiera.

—¡Cómo! ¿Mil quinientas libras?

—¡Y veinte más! Cuarenta, mejor dicho, con las últimas veinte que ganó.

—¡Es asombroso! —exclamó el tío.

—Si el señorito Paul le propone que sean socios, yo que usted, señor, aceptaría, y perdone el atrevimiento.

—Quiero ver el dinero —dijo Oscar Cresswell tras meditar un rato.

Regresaron a casa y, efectivamente, Bassett se presentó a poco con mil quinientas libras en billetes de banco. Las veinte libras de reserva habían quedado en poder de Joe Glee, depositadas en la Federación Hípica.

—¡Como ves, tío, todo va bien cuando estoy seguro! Entonces apostamos fuerte, todo lo que tenemos. ¿No es así, Bassett?

—Así es, señorito Paul.

—¿Y cuándo estáis seguros? —preguntó el tío Oscar riendo.

—Bueno... algunas veces estoy absolutamente seguro, como con Daffodil —dijo el chico—; otras veces tengo un barrunto, y a veces ni siquiera eso, ¿verdad, Bassett? Entonces tenemos mucho cuidado, porque casi siempre fallamos.

—¡No me digas! Y cuando estás seguro, como en el caso de Daffodil, ¿qué es lo que te da esa seguridad, hijo?

—Bueno... no lo sé —contestó el chico desasosegadamente—. Estoy seguro, tío; eso es todo.

—Es como si le lloviera del cielo, señor —repitió Bassett.

—¡Eso parece! —dijo el tío.

Pero se convirtió en el tercer socio. Y próxima ya la fecha del Leger, Paul estuvo «seguro» de Lively Spark, un caballo insignificante. El chico insistió en apostar mil libras a aquel caballo. Bassett apostó quinientas y Oscar Cresswell doscientas. Lively Spark entró en primer lugar, y las apuestas se pagaron a razón de diez a uno. Paul ganó diez mil libras.

—¿Lo ves? —dijo—. Estaba completamente seguro.

Oscar Cresswell se había embolsado dos mil libras.

—Mira, muchacho —dijo—, estas cosas me ponen nervioso.

—¡No hay por qué, tío! Quizá no vuelva a estar seguro en mucho tiempo.

—Pero ¿qué vas a hacer con todo ese dinero?

—Empecé a hacer esto por madre, naturalmente. Dijo que no tenía suerte porque padre es desafortunado, así que pensé que si yo tenía suerte podrían cesar los susurros.

—¿Qué susurros?

—Los de nuestra casa. Odio nuestra casa por culpa de los susurros.

—¿Qué dicen esos susurros?

—Pues... pues... —balbució el niño— pues no lo sé. Pero nunca hay bastante dinero, ya sabes, tío.

—Lo sé, hijo, lo sé.

—Tú sabes que envían a madre citaciones judiciales, ¿verdad, tío?

—Me temo que sí.

—Y entonces la casa cuchichea, como cuando la gente se ríe a espaldas de uno. ¡Es horrible! Pensé que si yo tenía suerte...

—Podrías ponerle fin —añadió el tío.

El chico le miró con sus grandes ojos azules, que tenían un brillo frío y casi sobrenatural, pero no dijo nada.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer entonces? —preguntó el tío.

—No quisiera que madre se enterase de que tengo suerte.

—¿Por qué no, hijo?

—Porque no me dejaría continuar.

—No creo que te lo prohibiera.

—¡Oh! —El chico se retorció de un modo extraño—. No quiero que ella lo sepa, tío.

—¡Muy bien, hijo! Nos las arreglaremos sin que se entere.

Se las arreglaron muy fácilmente. Paul, a propuesta de su tío, le entregó cinco mil libras. Este las depositó en manos del abogado de la familia, quien debía informar a la madre de Paul que un pariente le había entregado dicha suma para que le fuera pagada a razón de mil libras anuales el día de su cumpleaños.

—De modo que recibirá un regalo de cumpleaños de mil libras durante cinco años seguidos —explicó el tío Oscar—. Espero que no se le haga más arduo después.

La madre de Paul cumplía años en noviembre. Ultimamente los «cuchicheos» de la casa habían sido peores que nunca, y pese a su suerte Paul no podía soportarlo. Estaba impaciente por ver el efecto que producía la carta en que se comunicaba a su madre el regalo de las mil libras.

Cuando no había invitados, Paul comía con sus padres, pues ya se había emancipado del dominio de la niñera y del cuarto de juegos. Su madre iba a la ciudad casi todos los días. Había descubierto que tenía una destreza singular para diseñar pieles y telas de vestidos, de modo que trabajaba secretamente en el estudio de una amiga que era la diseñadora principal de los más destacados pañeros. Dibujaba los figurines de modelos vestidas con sedas, pieles o adornos relucientes para anuncios en la prensa. Esta joven diseñadora ganaba varios miles de libras al año; la madre de Paul, sin embargo, no pasaba de unos centenares, lo cual una vez más la hacía sentirse insatisfecha. Quería ser la primera en algo, pero no lo lograba, ni siquiera haciendo bocetos para anuncios de pañería.

La mañana del día de su cumpleaños, cuando estaban desayunando, Paul observó la cara de su madre mientras esta examinaba el correo. El niño conocía la carta del abogado, y vio que a medida que ella la leía su semblante se endurecía hasta volverse inexpresivo. Un gesto frío y resuelto apareció luego en su boca. Escondió la carta bajo el montón que formaban las otras y no hizo el menor comentario.

—¿Has recibido alguna noticia agradable por tu cumpleaños, madre? —preguntó Paul.

—Moderadamente agradable —respondió ella con voz fría y distraída.

Y sin decir más se fue a la ciudad.

Pero por la tarde se presentó el tío Oscar y dijo que la madre de Paul había tenido una larga entrevista con el abogado; quería saber si no podría adelantarle en el acto las cinco mil libras, ya que estaba endeudada.

—¿Qué opinas tú, tío? —inquirió el chico.

—Lo dejo a tu arbitrio, hijo.

—¡Oh, entonces que se las dé! Ya ganaremos más con lo que nos queda —fue la respuesta de Paul.

—¡Más vale pájaro en mano que ciento volando, muchacho! —dijo tío Oscar.

—Pero estoy seguro del Grand National; o del Lincolnshire; o si no del Derby. Estoy seguro de acertar el ganador de una de esas carreras —dijo Paul.

Así pues, el tío Oscar firmó el consentimiento y la madre de Paul percibió las cinco mil libras. Y entonces sucedió algo muy curioso. Las voces en la casa enloquecieron de pronto, como un coro de ranas en un atardecer de primavera. Se renovó parte del mobiliario, y a Paul le pusieron un preceptor. El próximo otoño iría realmente a Eton, el colegio donde estudiara su padre. Hubo flores en la casa durante el invierno, y un renacer del lujo al que estaba acostumbrada la madre de Paul. Y sin embargo las voces en la casa, tras los ramos de mimosas y las flores de almendro, y bajo las pilas de tornasolados almohadones, trinaban y chillaban, literalmente, en una especie de éxtasis: «¡Hace falta más dinero! Oh, oh, hace falta más dinero. Oh, ahora, ahooora mismo... ¡Hace falta más dinero!... ¡Más que nunca! ¡Más que nunca!»

Esto asustaba terriblemente a Paul. Estudiaba con aplicación latín y griego. Pero sus horas más intensas las pasaba con Bassett. El Grand National se había corrido ya; no había acertado, y perdió cien libras. El verano estaba próximo. Pasó verdadera angustia con el Lincoln; tampoco esta vez acertó; y perdió cincuenta libras. Sus ojos se desorbitaron, y tenía una mirada extraña, como si algo fuera a estallar en él.

—¡Olvídalo, hijo! ¡No te preocupes! —le apremiaba el tío Oscar.

Pero era como si el chico no pudiese oír realmente lo que su tío le decía.

—¡Tengo que acertar el Derby! ¡Tengo que acertar el Derby! —repetía el niño, cuyos grandes ojos azules relampagueaban de modo demencial.

La madre notó lo sobreexcitado que estaba.

—Mejor sería que fueses a pasar una temporada en la costa... ¿No te gustaría ir a la playa ahora, en lugar de esperar? Creo que sería mejor —le dijo, mirándole preocupada, con el corazón extrañamente oprimido por su causa.

Pero el niño alzó sus misteriosos ojos azules.

—¡No puedo ir antes del Derby, madre! —dijo—. ¡No puedo!

—¿Por qué no? —preguntó ella con el tono duro que adquiría su voz cuando alguien la contradecía—. ¿Por qué no? Puedes muy bien ir al Derby desde la playa con el tío Oscar, si es eso lo que quieres. No es preciso que esperes aquí. Además, tu interés por las carreras me parece excesivo. Es mal síntoma. Mi familia ha sido una familia de jugadores, y hasta que seas mayor no sabrás cuánto daño nos ha hecho eso. Nos ha dañado mucho, créeme. Voy a tener que despedir a Bassett y pedir al tío Oscar que no hable contigo de carreras, a menos que me prometas ser razonable; vete a la playa y olvídalo. ¡Estás hecho un manojo de nervios!

—Haré lo que quieras, madre, con tal de que no me mandes fuera hasta después del Derby —dijo el chico.

—¿Mandarte fuera de dónde? ¿De esta casa?

—Sí —contestó él mirándola de hito en hito.

—¡Qué niño tan raro! ¿Qué es lo que de repente te hace interesarte tanto por esta casa? Nunca me pareció que la quisieras.

El la miró sin despegar los labios. Guardaba un secreto dentro de otro, algo que no había revelado a nadie, ni siquiera a Bassett o a su tío Oscar.

Pero su madre, después de permanecer indecisa y un poco adusta durante unos momentos, dijo:

—¡Perfectamente! Si no quieres, no vayas a la playa hasta después del Derby. Pero prométeme que no permitirás que se hagan trizas tus nervios. Prométeme que no pensarás tanto en las carreras de caballos y las pruebas, como tú las llamas.

—Oh, no —dijo el chico despreocupadamente—. No pensaré mucho en ellas, madre. No tienes por qué inquietarte. Si yo fuera tú, madre, no me inquietaría.

—¡Si tú fueras yo y yo fuera tú, me pregunto qué es lo que haríamos!

—Pero tú sabes, madre, que no tienes por qué inquietarte, ¿verdad? —repitió el chico.

—Estaría encantada si lo supiera —dijo ella con hastío.

—Oh, bueno, es que puedes saberlo. Quiero decir que deberías saber que no tienes por qué inquietarte —insistió el niño.

—¿De veras? Entonces procuraré hacerlo.

El secreto más recóndito de Paul era su caballo de madera, ese caballo que no tenía nombre. Desde que dejara de estar bajo la férula de una niñera y de una institutriz, había hecho que lo trasladaran a su propio dormitorio en el piso alto de la casa.

—¡La verdad es que ya eres demasiado grande para un caballo de madera! —le había reprochado su madre.

—Bueno, madre, hasta que pueda tener un caballo de verdad, me gusta tener conmigo algún animal, aunque sea de madera —fue su original respuesta.

—¿Te parece que te hace compañía? —preguntó ella riendo.

—¡Oh, sí! Es muy bueno, siempre me hace compañía cuando estoy allí —contestó Paul.

Y así el caballo, bastante zarrapastroso, se quedó, con su perenne cabriola, en el dormitorio del muchacho.

Se aproximaba la fecha del Derby, y la tensión del chico aumentaba día a día. Apenas oía lo que le decían, estaba muy débil y en sus ojos había un brillo extraño, casi sobrenatural. Su madre sufría súbitos accesos de ansiedad a causa de él. En ocasiones le acometía un repentino desasosiego que se parecía mucho a la angustia. Sentía la necesidad de correr a su lado para cerciorarse de que estaba bien.

Hallábase en una gran fiesta en la ciudad, dos noches antes del Derby, cuando le oprimió el corazón uno de esos accesos de ansiedad respecto a su primogénito, hasta el punto de que casi no podía hablar. Luchó contra esta sensación con todas sus fuerzas, pues era mujer que rendía culto al sentido común. Pero fue en vano. Dejó de bailar y bajó al piso inferior para telefonear a su casa. La institutriz de las niñas, sorprendida y alarmada por aquella llamada en plena noche, acudió al teléfono.

—¿Están bien los niños, señorita Wilmot?

—Oh, sí, están perfectamente.

—¿Y el señorito Paul? ¿Está bien?

—Cuando se fue a acostar estaba como un reloj. ¿Quiere que suba a echar un vistazo?

—No —dijo la madre con renuencia—. ¡No! No se moleste. Déjelo. Y puede acostarse. Volveremos pronto. —No quería que se entremetieran en la intimidad de su hijo.

—Muy bien —dijo la institutriz.

Sería aproximadamente la una cuando los padres de Paul llegaron a casa. Todo estaba tranquilo. La madre entró en su cuarto y se quitó la capa de pieles blanca. Había dicho a la doncella que no la esperase. Oyó cómo su marido se preparaba un whisky con soda en el piso bajo.

Y entonces, impulsada por la extraña angustia que le oprimía el corazón, subió furtivamente las escaleras y se deslizó sin ruido por el pasillo hacia el cuarto de su hijo. Parecióle oír un tenue ruido. ¿Qué era?

Se quedó quieta, muy tensa, escuchando pegada a la puerta. Era un ruido extraño, como de una cosa pesada, y sin embargo no era estrepitoso. Le dio un vuelco el corazón. Era un ruido sordo, aunque impetuoso y potente. Algo enorme se movía violenta y calladamente. ¿Qué era? En nombre de Dios, ¿qué podía ser? Ella debería saberlo. Le pareció que ya conocía aquel ruido. Sí, sabía lo que era.

Y sin embargo no podía identificarlo. No podía decir de qué se trataba. Y el ruido continuaba incesantemente, con verdadero frenesí.

Suavemente, helada de miedo y ansiedad, hizo girar el pomo de la puerta.

La habitación estaba a oscuras, pero en el espacio cercano a la ventana oyó y vislumbró algo que oscilaba de un lado a otro. Miró temerosa y asombrada.

Luego, de repente, encendió la luz y vio a su hijo, en pijama verde, montando como un poseso el caballo de madera. El resplandor le iluminó de pronto mientras fustigaba a su caballo, y la iluminó también a ella, que permanecía parada en el umbral, muy rubia, con un vestido de color verde pálido con abalorios.

—¡Paul! —gritó—. ¿Qué es lo que estás haciendo?

—¡Es Malabar! —chilló él con una voz extraña y potente—. ¡Es Malabar!

Paul dejó de fustigar al caballo de madera y durante un segundo absurdo y disparatado fijó en ella sus ojos centelleantes. Luego cayó al suelo con estrépito, y ella, desbordante de afligido amor maternal, se apresuró a levantarle.

Pero el niño estaba inconsciente, y así siguió. Deliraba, presa de una fiebre cerebral, agitado por violentas sacudidas, y su madre permanecía a su lado, petrificada.

—¡Malabar! ¡Es Malabar! ¡Bassett, Bassett, estoy seguro! ¡Es Malabar!

Así gritaba el niño, tratando de levantarse para impulsar al caballo de madera de quien provenía su inspiración.

—¿Qué quiere decir con eso de Malabar? —preguntó la madre con el corazón helado.

—No lo sé —repuso el padre fríamente.

—¿Qué quiere decir con eso de Malabar? —preguntó a su hermano Oscar.

—Es uno de los caballos que correrán en el Derby —fue la respuesta.

Y, a despecho de sí mismo, Oscar Cresswell habló a Bassett, y también él apostó mil libras por Malabar: su cotización era de catorce a uno.

El tercer día la enfermedad llegó a su punto crítico: todos esperaban un cambio. El niño, con su largo cabello crespo, se agitaba sin cesar sobre la almohada. No dormía ni recobraba el conocimiento, y sus ojos semejaban piedras azules. Su madre, sentada a la cabecera, sentía que había perdido el corazón, que se le había convertido realmente en una piedra.

Oscar Cresswell no vino al anochecer, pero Bassett envió un recado preguntando si podía subir un momento, sólo un momento. A la madre de Paul le enojó mucho aquella oficiosidad, pero después de recapacitar consintió en ello. El chico seguía igual; tal vez Bassett lograra que recobrase el conocimiento.

El jardinero, un tipo bajito con un bigotito castaño y unos ojillos penetrantes del mismo color, entró de puntillas en la habitación, saludó a la madre de Paul llevándose la mano a una gorra imaginaria y se acercó al lecho, clavando sus pequeños y brillantes ojos en el niño, que se debatía moribundo.

—¡Señorito Paul! —susurró—. ¡Señorito Paul! Malabar llegó el primero; un triunfo rotundo. Hice lo que usted me dijo. Ha ganado más de setenta mil libras, de veras; tiene usted más de ochenta mil. Malabar triunfó en toda la línea, señorito Paul.

—¡Malabar! ¡Malabar! ¿Dije Malabar, madre? ¿Dije Malabar? ¿Crees que tengo suerte, madre? Sabía que ganaría Malabar. ¡Más de ochenta mil libras! A eso le llamo tener suerte, ¿tú no, madre? ¡Más de ochenta mil libras! ¡Lo sabía, estaba seguro! Malabar llegó el primero. Si monto mí caballo hasta tener la seguridad, entonces puedes apostar todo lo que quieras, Bassett, te lo digo yo. ¿Apostaste todo lo que tenías, Bassett?

—Aposté mil libras, señorito Paul.

—Nunca te dije, madre, que si monto mi caballo y consigo llegar, entonces estoy absolutamente seguro..., ¡sí, absolutamente! ¿No te lo dije nunca, madre? ¡Tengo suerte!

—No, nunca me lo dijiste —contestó la madre.

Pero el niño murió aquella noche.

Y cuando yacía muerto, la madre oyó la voz de su hermano que le decía:

—Dios mío, Hester, has ganado ochenta y pico mil libras y has perdido a tu desdichado hijo. Pero, pobrecillo, Pobrecillo, mejor es que haya dejado un mundo en el que tenía que montar su caballo de madera para encontrar un ganador.

Antología de la novela corta universal
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