LILIANA NAKOS - MATERNIDAD

LILIKA NAKOS

GRECIA

LILIKA NAKOS 1905 Nacida en Atenas, Lilika Nakos realizó sus estudios universitarios en Ginebra, donde pronto se despertó su interés por la literatura. Después de licenciarse, regresó a Grecia; allí trabaja como periodista y ha publicado numerosos cuentos y novelas.

HACÍA MÁS de un mes que estaban en Marsella, y el campo de refugiados armenios, en las afueras de la ciudad, parecía ya un pueblecito. Se habían instalado como habían podido; los más ricos en tiendas, otros en derruidos cobertizos, pero la gran mayoría, como no encontrara nada mejor, se refugió bajo alfombras sostenidas con palos en las cuatro esquinas. Si podían conseguir unas sábanas para colgar por los lados y mantenerse al abrigo de miradas fisgonas, se consideraban muy afortunados y poco menos que en su casa. Los hombres encontraron trabajo, no importa de qué tipo, pero lo suficiente para no morirse de hambre y poder dar algo de comer a sus pequeños.

De todos ellos, el único que no podía hacer nada era Mikali. Comía el pan que los vecinos le ofrecían aunque le daba apuro, ya que era un muchacho de catorce años, robusto y lleno de salud. Pero, ¿cómo iba a buscar trabajo si llevaba literalmente sobre sus espaldas la carga de un recién nacido? Desde la venida al mundo de la criatura, que había causado la muerte de su madre, no paraba de llorar de hambre de la mañana a la noche. ¿Quién aceptaría los servicios de Mikali si hasta sus compatriotas lo habían echado de su lado porque no podían sufrir los incesantes alaridos que les mantenían en vela toda la noche? El propio Mikali estaba trastornado por aquellos llantos. Sentía vacía la cabeza y vagaba como alma en pena, muerto de sueño y de cansancio, pero siempre arrastrando con él la ensordecedora carga que, para su desgracia y la de la propia criatura, había elegido tan mal momento para llegar al mundo. Todos le escuchaban impacientes, pues eran muchos los problemas particulares de cada uno, y en el fondo deseaban que se muriese para bien de todos. Pero las cosas no iban por esos derroteros, ya que el recién nacido luchaba con desesperación por vivir y pregonaba su hambre ruidosamente. Las mujeres, enloquecidas, se tapaban los oídos, y Mikali iba de aquí para allá como un beodo. No tenía un céntimo en el bolsillo para comprar leche para el bebé y ninguna de las mujeres del campamento estaba en condiciones de darle el pecho. ¡Lo bastante para volver loco a cualquiera!

Cierto día, incapaz de resistir más, Mikali se dirigió al otro extremo del lugar, donde se encontraban los anatolios —también ellos habían huido de las matanzas turcas en el Asia Menor. Le habían dicho a Mikali que había entre ellos una madre que estaba criando y que probablemente se compadecería de su bebé. Así pues, allá se dirigió lleno de esperanzas. El campamento era igual que el suyo, con la misma miseria. Las ancianas estaban agachadas en jergones sobre el suelo; los niños, descalzos, jugaban en los charcos de agua sucia. Se le acercaron varias viejas para saber qué quería, pero él no se detuvo hasta llegar a la puerta de una tienda de la que pendía un icono de la Virgen y en cuyo interior se oía el llanto de un crío.

—En el nombre de María Santísima —dijo en griego—, ten piedad de este pobre huérfano y dale un poco de leche. Yo soy un pobre armenio...

A su llamada apareció una mujer morena de gran belleza. En sus brazos sostenía un rorro que mamaba con gran fruición y que tenía los ojos medio entornados.

—Veamos a la criatura, ¿es niño o niña?

El corazón de Mikali se estremeció de alegría. Varios vecinos se habían acercado para mirar y ayudarle a descargar de las espaldas el saco donde iba el bebé. Todos se arremolinaron con curiosidad, y él levantó la toquilla. Las mujeres lanzaron alaridos de terror. El crío no tenía nada de humano. ¡Parecía un monstruo! La cabeza era enorme y el cuerpo, increíblemente flaco, estaba completamente arrugado. Como hasta entonces sólo había chupado su dedo gordo, lo tenía hinchado y ya no le cabía en la boca. ¡Era un espectáculo horrible! El mismo Mikali retrocedió espantado.

—¡Virgen Santa! —exclamó una de las viejas—, pero si es un vampiro, un auténtico vampiro. Aunque tuviera leche para darle de mamar no tendría valor para hacerlo.

—Un anticristo —confirmó otra al tiempo que se santiguaba—, un auténtico hijo del turco.

Otra vieja comadre se acercó al grupo, y al ver al recién nacido chilló con desesperación:

—¡Ah! ¡Ah! ¡Es el mismo diablo! —y volviéndose a Mikali le gritó—: ¡Fuera de aquí, hijo de la desgracia! No vuelvas a poner los pies en este lugar. ¡Nos vas a traer mala suerte!

Y todos le echaron con amenazas. Sus ojos se inundaron de lágrimas y se marchó con el pequeño sollozando de hambre entre sus brazos.

No había nada que hacer. El bebé estaba condenado a morir de inanición. El propio Mikali se sentía terriblemente solo y perdido. Sólo de pensar que llevaba a cuestas tal monstruo, un escalofrío recorría su espina dorsal. Se tumbó a la sombra de un cobertizo. Todavía hacía mucho calor. Ante él se extendía una interminable zona yerma y desolada cubierta de inmundicias. De algún lado le llegó el sonido de las campanas del mediodía, y esto le hizo recordar que no había probado bocado desde el día anterior. Tendría que merodear solapadamente por calles y terrazas de cafés para hurtar algún panecillo a medio comer o hurgar entre la basura en busca de algo que hubieran despreciado los perros. Por un momento, la vida le apesadumbró tanto que se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar desesperado.

Al levantar la cabeza, vio a un hombre parado delante de él que le observaba. Mikali reconoció al chino que iba con frecuencia al campamento a vender baratijas de papel y amuletos que nadie le compraba. A menudo se reían de él por el color de su piel y sus ojos oblicuos. Los muchachos le perseguían gritando: «El chino Li-Link es un guarrín».

Mikali notó que le miraba curiosamente y que sus labios se movían como si quisiese hablarle. Finalmente, el chino dijo:

—No llores, muchacho... —y con gran timidez añadió—: Ven conmigo...

La única respuesta de Mikali fue mover negativamente la cabeza.

Le hubiera gustado desaparecer. ¡Había oído tantos horrores sobre la crueldad de los orientales! En el campamento habían llegado a decir que tenían la costumbre —como los judíos— de robar niños cristianos para matarlos y beber su sangre.

No obstante, el hombre permanecía expectante, y el angustiado Mikali decidió seguirle. ¿Qué podía ocurrirle que fuera peor que la situación en que se hallaba? A medida que caminaba, su debilidad le hacía tropezar a cada paso, y más de una vez estuvo a punto de dar en tierra con el crío. El chino se acercó a él, cogió en brazos al bebé y lo estrechó tiernamente contra su pecho.

Atravesaron varios solares hasta llegar a un callejón que los llevó hasta una especie de cabaña de madera rodeada por un jardincito. El chino se paró ante la puerta y dio unas palmadas. Se oyeron unos pasos ágiles en el interior, y una mujer menudita abrió la puerta. Al ver a los hombres, su rostro se ruborizó y luego se iluminó con una sonrisa de felicidad, al tiempo que les hacía una rápida reverencia. Pero como Mikali permaneciera dubitativo en el umbral, el chino le dijo:

—Entra, no tengas miedo. Es mi mujer.

Mikali entró en la habitación. Era más grande de lo que parecía. Estaba dividida en el centro por un biombo de papel pintado. Todo estaba muy limpio y ordenado, aunque tenía un aspecto muy pobre. En una esquina descubrió una cuna de paja.

—Es mi hijo —dijo la joven, ladeando con gracia la cabeza para sonreírle—. Es tan pequeño como hermoso. ¡Ven a verle!

Mikali se acercó y le contempló en silencio. Era un bebé gordinflón, de pocos días, y dormía plácidamente, tapado con un paño de brocado de oro, como un principito.

Poco después, el marido llamó a su mujer, le ofreció asiento en una esterilla y, sin pronunciar una palabra, colocó en su regazo al pequeño hambriento, haciendo una profunda reverencia ante ella. La mujer se inclinó con sorpresa, y al levantar la toquilla que arropaba al bebé pudo contemplarlo en todo su esquelético horror. Dio un grito, un grito de infinita piedad, estrechó a la criatura contra su seno y le dio el pecho. Luego, con un gesto de recato, se tapó con el borde del vestido, cubriendo el seno hinchado de leche y al pequeño glotón que se afanaba en su tarea.

Antología de la novela corta universal
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