MARCEL AYME - EL HOMBRE QUE ATRAVESABA LOS MUROS
MARCEL AYMÉ
FRANCIA
MARCEL AYMÉ 1902-1967 Nacido en el seno de una humilde familia provinciana, Aymé no tardaría en convertirse en un parisino de adopción. Detestaba la escuela, por lo que puede considerársele como un autodidacta. Su sentido de lo ridículo, combinado con un realismo escéptico, hizo que adquiriera gran popularidad. Muchas de sus novelas cortas y obras de teatro se han traducido a diversos idiomas.
EN MONTMARTRE, en el tercer piso del 75 bis de la calle d’Orchampt, vivía un hombre excelente llamado Dutilleul que poseía el don singular de pasar a través de las paredes sin esfuerzo alguno. Gastaba quevedos, tenía perilla negra y era empleado de tercera clase del Catastro. En invierno, iba a la oficina en autobús, y cuando llegaba el buen tiempo, hacía el trayecto a pie, con su sombrero hongo en la cabeza.
Dutilleul acababa de cumplir los cuarenta y dos años cuando tuvo la revelación de su poder. Una noche en que una corta avería de electricidad le sorprendió en el vestíbulo de su pequeño apartamento de soltero, tanteó un momento en las tinieblas, y cuando volvió la corriente se encontró en el rellano de las escaleras del tercer piso. Como la puerta de su casa estaba cerrada por dentro con llave, el incidente le dio que pensar y, a pesar de las exhortaciones de la razón, decidió volver a entrar en su casa como había salido, esto es, pasando a través de la pared. Esta extraña facultad, que no parecía responder a ninguna de sus aspiraciones, no dejó de contrariarle un poco, y al día siguiente, como era sábado, aprovechando la semana inglesa, fue a ver a un médico del barrio para exponerle el caso. El doctor pudo convencerse de que decía la verdad y, después de examinarlo, descubrió la causa del mal en un endurecimiento helicoidal del tabique estrangular del cuerpo tiroides. Le prescribió un régimen de trabajo intensivo y, a razón de dos pastillas al año, la absorción de polvo de pireta tetravalente, mezcla de harina de arroz y de hormonas de centauro.
Después de tragarse la primera pastilla, Dutilleul guardó la medicina en un cajón y no volvió a pensar más en ello. En cuanto al trabajo intensivo, su actividad de funcionario estaba regulada por unas costumbres que no daban lugar a ningún exceso y sus horas, de ocio, dedicadas a la lectura del periódico y a su colección de sellos, tampoco le obligaban a un gasto irrazonable de energía. Así pues, al cabo de un año conservaba intacta la facultad de pasar a través de las paredes, aunque no la utilizaba nunca sino por inadvertencia, pues era poco amigo de aventuras y reacio a los arrebatos de la imaginación. Ni siquiera se le ocurría la idea de entrar en su casa de otra forma que no fuera por la puerta y después de haberla abierto debidamente, haciendo funcionar la cerradura. Tal vez habría llegado a viejo en la paz de sus costumbres sin tener la tentación de probar sus dones si un acontecimiento extraordinario no hubiera venido a trastornar de repente su existencia. El señor Mouron, el subjefe de la oficina, llamado a otras funciones, fue sustituido por el señor Lécuyer, hombre de pocas palabras y de bigote hirsuto. Desde el primer día, el nuevo subjefe vio con malos ojos que Dutilleul usara quevedos de cadenilla y una perilla negra, y empezó a tratarlo como si fuera una antigualla molesta y algo sucia. Pero lo más grave era que pretendió introducir en el servicio reformas de un alcance considerable y muy a propósito para turbar el sosiego de su subordinado. Desde hacía veinte años, Dutilleul empezaba las cartas con la fórmula siguiente: «Refiriéndome a su atenta del tantos de los corrientes y recordándole nuestro intercambio de cartas anterior, tengo el gusto de comunicarle...» Fórmula que el señor Lécuyer pretendió sustituir por otra de un estilo más americano: «En contestación a su carta del tantos, le comunico...» Dutilleul no pudo acostumbrarse a estas nuevas formas epistolares. A pesar suyo, volvía siempre a la manera tradicional con una obstinación mecánica que le valió la enemistad creciente del subjefe. La atmósfera del Catastro se le hacía casi inaguantable. Por las mañanas, se dirigía al trabajo con recelo, y por la noche, en la cama, meditaba con frecuencia un cuarto de hora entero antes de poder conciliar el sueño.
Furioso por esta voluntad retrógrada que comprometía el éxito de sus reformas, el señor Lécuyer había relegado a Dutilleul a un oscuro tabuco contiguo a su despacho. A este tabuco se entraba por una puerta baja y estrecha que daba al pasillo y que tenía todavía un letrero con letras mayúsculas que decía: Trastero. Dutilleul había aceptado con paciencia esta humillación sin precedente, pero en su casa, cuando leía en el periódico el relato de algún suceso sangriento, se sorprendía soñando con que la víctima era el señor Lécuyer.
Un día, el subjefe irrumpió en el cuartucho blandiendo una carta y empezó a vociferar:
—¡Vuelva a empezar esta porquería! ¡Vuelva a empezar esta porquería sin nombre que deshonra mi servicio!
Dutilleul intentó protestar, pero el señor Lécuyer, con voz tonante, lo trató de cucaracha rutinaria, y antes de marcharse, estrujando la carta que tenía en la mano, se la tiró a la cara. Dutilleul era modesto, pero orgulloso. Una vez solo en su cuartucho, empezó a subirle la temperatura y, de pronto, se sintió presa de la inspiración. Levantándose del asiento, entró por la pared que separaba su despacho del de Lécuyer, pero con prudencia, de tal forma que solamente asomaba la cabeza por el otro lado. El señor Lécuyer, sentado a su mesa de trabajo, con una pluma todavía nerviosa, cambiaba una coma en el texto de un empleado sometido a su aprobación cuando oyó toser en su despacho. Levantando la vista, descubrió con un espanto indecible la cabeza de Dutilleul, pegada a la pared como si fuera un trofeo de caza. Con la diferencia de que esta cabeza estaba viva y, a través de los quevedos de cadenilla, clavaba sobre él una mirada de odio. Y lo que es más, la cabeza se puso a hablar. —¡Golfo, cernícalo, galopín!
Con la boca abierta de horror, el señor Lécuyer no podía apartar la mirada de aquella aparición. Por fin, levantándose del sillón, se precipitó hacia el pasillo y llegó rápidamente al cuartucho. Dutilleul, con la pluma en la mano, estaba instalado en su sitio habitual, en una actitud apacible y laboriosa. El subjefe lo miró durante algún tiempo y, después de murmurar unas palabras, volvió a su despacho. Apenas se había vuelto a sentar, la cabeza volvía a reaparecer en la pared.
—¡Golfo, cernícalo, galopín!
Sólo durante aquel día la temible cabeza apareció veintitrés veces en la pared, y los días siguientes con parecida frecuencia. Dutilleul, que había adquirido cierta soltura en este juego, no se contentaba ya con insultar al subjefe. Profería amenazas oscuras, gritando por ejemplo con una voz sepulcral, subrayada por risas verdaderamente demoníacas:
—¡Coco, coco! ¡Que viene el coco! (risas). La carne se estremece y el aire se impregna de horror (risas).
Al oír esto, el pobre subjefe palidecía cada vez más, se quedaba sin aliento, se le erizaba el cabello y por la espalda le corrían horribles sudores de muerte. El primer día adelgazó medio kilo. La semana siguiente, además de enflaquecer a ojos vistas, empezó a comer la sopa con el tenedor y a saludar militarmente a los guardias municipales. Al principio de la segunda semana, una ambulancia tuvo que ir a recogerlo a su domicilio para llevárselo a un sanatorio.
Dutilleul, liberado de la tiranía del señor Lécuyer, pudo volver a escribir sus fórmulas preferidas: «Refiriéndome a su atenta del tantos de los corrientes...» Sin embargo, estaba insatisfecho. Un anhelo surgía en su interior, una necesidad nueva, imperiosa, que era nada menos que la necesidad de pasar a través de las paredes. Por supuesto, podía hacerlo con toda facilidad, por ejemplo en su casa, y por lo demás no dejaba de hacerlo. Pero el hombre que posee unos dones extraordinarios no puede satisfacerse durante mucho tiempo ejercitándolos sobre un objeto mediocre. Pasar a través de las paredes no podía constituir por otra parte un fin en sí. Es el principio de una aventura que exige una continuación, un desarrollo y, en suma, una retribución. Dutilleul lo comprendió muy bien. Sentía en él una necesidad de expansión, un deseo creciente de realizarse y de superarse, y cierta nostalgia que era algo como la llamada del otro lado de la pared. Desgraciadamente, le faltaba una finalidad. Buscó inspiración en la lectura de los periódicos, especialmente en las secciones de política y deportes, que le parecían ser actividades honorables, pero dándose cuenta al final de que no ofrecían ninguna oportunidad a las personas que pasan a través de las paredes, se replegó hacia los sucesos, que se revelaron de lo más sugestivos.
El primer robo llevado a cabo por Dutilleul lo realizó en un gran establecimiento de crédito de la orilla derecha del Sena. Después de atravesar unas doce paredes y tabiques, penetró en diversas cajas fuertes, se llenó los bolsillos de billetes de banco y, antes de retirarse, firmó su latrocinio con tiza roja, usando el seudónimo de El Coco y una rúbrica muy bonita que al día siguiente reprodujeron todos los periódicos. Al cabo de una semana, el nombre del Coco adquirió una extraordinaria celebridad. La simpatía del público iba sin reservas a este prestigioso ladrón que se burlaba tan donosamente de la policía. Todas las noches hacía hablar de él con una nueva hazaña llevada a cabo en detrimento de un banco o de una joyería o de un particular rico. Tanto en París como en provincias, no había mujer algo soñadora que no experimentase el ferviente deseo de pertenecer en cuerpo y alma al terrible Coco. Después del robo del famoso diamante de Burdigala y de desvalijar al Crédito Municipal, fechorías perpetradas ambas en la misma semana, el entusiasmo de la muchedumbre llegó al delirio. El ministro del Interior tuvo que dimitir, arrastrando en su caída al director del Catastro. Entretanto, Dutilleul, convertido en uno de los hombres más ricos de París, seguía llegando puntualmente a la oficina, y su nombre sonaba como posible candidato a la condecoración de las palmas académicas. Por las mañanas, en la oficina, lo que más le divertía era oír los comentarios que hacían sus compañeros sobre las hazañas de la víspera. «Ese Coco», decían, «es un hombre formidable, un superhombre, un genio.» Al oír tales elogios, Dutilleul se ruborizaba turbado y, detrás de sus quevedos de cadenilla, su mirada resplandecía de amistad y gratitud. Un día, esta atmósfera de simpatía le dio tal confianza que no pudo guardar el secreto más tiempo. Con cierta timidez, miró fijamente a sus compañeros agrupados alrededor de un periódico que relataba el asalto al Banco de Francia, y declaró con una voz modesta: «Sabéis una cosa, el Coco soy yo». Una carcajada enorme e interminable acogió la confidencia de Dutilleul, a quien desde entonces, por burla, le colgaron el mote del Coco. Por las tardes, a la hora de salir de la oficina, era objeto de bromas sin fin por parte de sus camaradas y la vida le parecía menos bella.
Unos días más tarde, el Coco se dejó atrapar por una ronda de noche en una joyería de la calle de la Paix. Después de estampar su firma en el mostrador, se había puesto a cantar una canción tabernaria mientras rompía con estrépito diferentes escaparates con un gran vaso de oro macizo. Le hubiera sido fácil desaparecer por una pared y escaparse de esta forma de la ronda de noche, pero todo nos hace creer que quería ser detenido, probablemente con el único objeto de confundir a sus compañeros, cuya incredulidad le había mortificado tanto. Estos, en efecto, se quedaron muy sorprendidos cuando los periódicos del día siguiente publicaron en primera página la fotografía de Dutilleul. Entonces lamentaron amargamente haber menospreciado a su genial compañero, y todos le rindieron homenaje dejándose crecer la perilla. Algunos de ellos, impulsados por el remordimiento y la admiración, incluso intentaron echar mano de la cartera o del reloj de familia de algún amigo o conocido.
Habrá quien probablemente juzgará que el hecho de dejarse echar el guante por la policía para asombrar a unos cuantos compañeros demuestra una gran ligereza, indigna de un hombre excepcional, pero el resorte aparente de la voluntad cuenta muy poco en una determinación semejante. Al renunciar a la libertad, Dutilleul creía ceder a un orgulloso deseo de desquite, cuando en realidad lo que hacía era deslizarse sencillamente por la pendiente de su destino. Un hombre que pasa a través de las paredes no puede considerar lograda su carrera si no ha probado al menos una vez la cárcel. Cuando Dutilleul penetró en los locales de la Santé2, tuvo la impresión de ser mimado por la suerte. El espesor de los muros era para él un verdadero regalo. Al día siguiente de su encarcelamiento, los carceleros descubrieron con estupefacción que el prisionero había clavado un clavo en el muro de su celda y que había colgado de él un reloj de oro que pertenecía al director de la cárcel. Dutilleul no pudo o no quiso revelar cómo ese objeto había llegado a su poder. El reloj fue devuelto a su dueño, pero al día siguiente volvieron a encontrarlo a la cabecera del Coco con el tomo primero de Los tres mosqueteros, procedente de la biblioteca del director. El personal de la Santé estaba en ascuas. Los carceleros se quejaban además de recibir patadas en el trasero sin poder explicar la procedencia. Parecía que las paredes tuvieran no ya oídos, sino pies. El Coco llevaba detenido una semana cuando el director de la Santé, al entrar una mañana en su despacho, encontró en su mesa la carta siguiente:
Señor director:
Refiriéndome a nuestra conversación del 17 de los corrientes y recordándole sus instrucciones generales del 15 de mayo del año pasado, tengo el gusto de comunicarle que acabo de terminar la lectura del tomo segundo de Los tres mosqueteros y que pienso fugarme esta noche entre las once y veinticinco y las once y treinta y cinco.
Aprovecha la ocasión para despedirse de usted respetuosamente,
EL COCO.
A pesar de la estrecha vigilancia a que fue sometido aquella noche, Dutilleul se evadió a las once treinta. La noticia, conocida por el público al día siguiente por la mañana, produjo en todas partes un entusiasmo extraordinario. Sin embargo, después de efectuar un nuevo robo que le llevó a la cima de la popularidad, Dutilleul parecía poco preocupado por esconderse y circulaba por Montmartre sin ninguna precaución. Tres días después de la evasión, fue detenido en el Café du Reve de la calle Caulaincourt, un poco antes del mediodía, cuando bebía una copa de vino blanco con unos amigos.
Llevado de nuevo a la Santé y encerrado con triple cerrojo en un calabozo oscuro, el Coco se escapó aquella misma noche y fue a acostarse al apartamento del director, en el cuarto de huéspedes. A la mañana siguiente, hacia las nueve, llamó a la muchacha para que le llevara el desayuno y se dejó coger en la cama, sin resistencia, por los carceleros, que fueron avisados inmediatamente. Indignado, el director montó una guardia a la puerta de su calabozo y le castigó a pan y agua. Hacia mediodía, el prisionero se fue a comer a un restorán próximo a la cárcel, y cuando terminó de beberse el café, llamó por teléfono al director.
—¡Oiga! ¿Señor director? Estoy en un apuro; hace un rato, en el momento de salir, se me olvidó cogerle la cartera y ahora me encuentro sin dinero en el restorán. ¿Tendría la amabilidad de mandar a alguien para que pague la cuenta?
El director acudió en persona al restorán y se enfureció tanto que empezó a proferir amenazas e insultos. Herido en su dignidad, Dutilleul se escapó la noche siguiente para no volver más. Esta vez, tuvo la precaución de afeitarse la perilla negra y cambiar los quevedos de cadenilla por unas gafas de concha. Una gorra deportiva y un traje de grandes cuadros con pantalones de golf terminaron de transformarlo. Y se instaló en un pequeño apartamento de la avenida Junot, donde, desde antes de su primer arresto, había transportado parte de sus muebles y los objetos a los que tenía más apego. El ruido de su fama comenzaba a cansarlo, y desde su estancia en la Santé estaba un poco hastiado del placer de pasar a través de las paredes. Las más espesas, las más orgullosas, ahora le parecían simples biombos, y soñaba con introducirse en el corazón de alguna maciza pirámide. Al mismo tiempo que maduraba un viaje a Egipto, llevaba una vida de lo más apacible, repartida entre su colección de sellos, el cine y largos callejeos por Montmartre. Su metamorfosis era tan completa que pasaba, lampiño y con gafas de concha, al lado de sus mejores amigos sin que le reconocieran. Sólo el pintor Gen Paul, a quien ningún cambio ocurrido en la fisonomía de un viejo habitante del barrio hubiera podido escapar, había terminado por descubrir su verdadera identidad. Una mañana que se dio de narices con Dutilleul en la esquina de la calle de l’Abreuvoir, no pudo contenerse y le dijo en su ruda jerga:
—Eh, tú, ya veo que te has encaratulado de fifiriche para trufar a los de la bofia. —Lo que en lenguaje vulgar significa más o menos: ya veo que te has disfrazado de señorito para engañar a los inspectores de policía.
Dutilleul susurró:
—¡Ah, me has reconocido!
Esto le turbó, y decidió adelantar el viaje a Egipto. Pero aquella misma tarde se enamoró de una belleza rubia que encontró dos veces en la calle Lepic, a un cuarto de hora de intervalo. Inmediatamente se olvidó de la colección de sellos y de Egipto y de las pirámides. Por su parte, la rubia lo había mirado con mucho interés. No hay nada que hable tanto a la imaginación de las mujeres jóvenes de hoy como unos pantalones de golf y un par de gafas de concha. Eso les huele a cineasta y les hace soñar con cocteles y noches de California. Desgraciadamente, Dutilleul se enteró por Gen Paul, la bella estaba casada con un hombre brutal y celoso. Este marido suspicaz, que por otra parte llevaba una vida disoluta, abandonaba regularmente a su mujer entre las diez de la noche y las cuatro de la mañana, pero antes de salir tomaba la precaución de encerrarla en su cuarto, con dos vueltas de llave y con las persianas cerradas con candado. Durante el día la vigilaba estrechamente, llegando a seguirla en ocasiones por las calles de Montmartre.
—Siempre al aguaitamiento, vamos. Es un gran truhán que no admite que nadie tenga deseos de tentalear a su gachí.
Pero esta advertencia de Gen Paul sólo consiguió inflamar más a Dutilleul. Al día siguiente, al ver a la mujer en la calle Tholozé, se atrevió a seguirla hasta una lechería, donde, mientras ella esperaba el turno para que la atendieran, le dijo que la amaba respetuosamente y que lo sabía todo: el marido mala persona, la puerta cerrada con llave, las persianas, pero que aquella misma noche él estaría en su cuarto. La rubia se ruborizó, la cacharra de la leche le temblaba en la mano y, con los ojos húmedos de ternura, suspiró débilmente: «¡Ay, señor, es imposible!»
Hacia las diez de la noche de aquel día radiante, Dutilleul estaba apostado en la calle Norvins y vigilaba una robusta tapia, detrás de la cual había una casita de la que sólo se veía la veleta y la chimenea. Una puerta se abrió en la tapia y un hombre, después de cerrarla con llave cuidadosamente detrás de él, echó a andar cuesta abajo hacia la avenida Junot. Dutilleul esperó a verle desaparecer, muy lejos, en el recodo de la cuesta, y contó hasta diez. Entonces se lanzó, entró por la tapia a paso gimnástico y, sin dejar de correr a través de los obstáculos, penetró en la habitación de la bella reclusa. Esta lo recibió loca de alegría y se amaron hasta una hora avanzada.
Al día siguiente, Dutilleul tuvo la contrariedad de sufrir un violento dolor de cabeza. La cosa no tenía importancia, y por tan poco no iba a faltar a la cita. Pero al descubrir por casualidad unas pastillas esparcidas por el fondo de un cajón, se tomó una por la mañana y otra después de comer. Por la noche, el dolor de cabeza era soportable y la exaltación se lo hizo olvidar. La mujer lo esperaba con toda la impaciencia que habían hecho nacer en ella los recuerdos de la víspera, y aquella noche se amaron hasta las tres de la madrugada. Cuando se marchó de allí, al pasar por los tabiques y las paredes de la casa, Dutilleul tuvo la impresión de un rozamiento desacostumbrado en las caderas y en los hombros. Pero pensó que no debía darle importancia. Sin embargo, al penetrar en la tapia fue cuando experimentó claramente la sensación de una resistencia. Le parecía que se movía en una materia todavía fluida, pero que se volvía pastosa y que, a cada uno de sus esfuerzos, adquiría más consistencia. Después de lograr encajarse completamente en el espesor del muro, se dio cuenta de que no podía avanzar más, y se acordó entonces con terror de las dos pastillas que se había tomado durante el día. Esas pastillas, que había creído eran aspirinas, contenían en realidad el polvo de pireta tetravalente recetado por el médico el año anterior. El efecto de esta medicación, junto al de un trabajo intensivo, se manifestaba de una manera repentina.
Dutilleul estaba como congelado dentro de la tapia. Todavía sigue allí, incorporado a la piedra. Los noctámbulos que bajan por la calle Norvins a la hora en que el rumor de París se va apagando oyen una voz ahogada que parece venir de ultratumba y que toman por la queja del viento que sopla en las encrucijadas de la Butte. Es el Coco Dutilleul, que lamenta el final de su gloriosa carrera y siente la nostalgia de unos amores demasiado breves. Algunas noches de invierno, el pintor Gen Paul descuelga su guitarra y se aventura en la soledad sonora de la calle Norvins para ir a consolar con una canción al pobre prisionero. Las notas, que salen volando de sus dedos entumecidos, penetran en el corazón de la piedra como gotas de un claro de luna.