GRAHAM GREENE - FIN DE FIESTA
GRAHAM GREENE
GRAN BRETAÑA
GRAHAM GREENE 1904 Nacido en Berkhamsted, Inglaterra, y educado en Oxford, Graham Greene desciende de una familia de profesores, escritores y estadistas. Empezó a escribir cuando aún asistía a la escuela, y desde entonces han salido de su pluma cuentos, ensayos, obras de teatro y más de una decena de novelas, la más conocida de las cuales quizá sea El tercer hombre, llevada con enorme éxito a la pantalla.
PETER MORTON se despertó sobresaltado con la primera luz del amanecer. A lo largo de la ventana, un rectángulo de plata, pendía una rama pelada. La lluvia golpeaba suavemente en el cristal; era el cinco de enero.
Peter, por encima de la mesita de noche, en la que una candelilla se había derretido formando un charquito, miró a la otra cama, en la que Francis, su hermano, seguía durmiendo.
Peter volvió a echarse, con los ojos fijos en Francis. Le divertía imaginarse que era a él mismo y no a su hermano a quien contemplaba: el mismo pelo, los mismos ojos, los mismos labios e idéntico perfil de la mejilla.
No obstante, esta distracción perdió pronto interés para Peter, y su mente volvió a considerar el acontecimiento que confería importancia a aquella fecha; era el cinco de enero y apenas podía creer que ya había pasado un año desde que la señora Henne-Falcon celebrara su última fiesta infantil.
De repente, Francis se dio la vuelta sobre la espalda y echó un brazo por encima de la cara, tapándose la boca. El corazón de Peter aceleró sus latidos, pero no jubiloso sino con desasosiego; se incorporó y gritó a Francis:
—¡Despiértate!
Los hombros de su hermano se estremecieron y agitó un puño en el aire, aunque sus ojos permanecieron cerrados.
A Peter le pareció que toda la habitación se había oscurecido repentinamente, y tuvo la impresión de que un pájaro enorme se precipitaba sobre ellos.
Volvió a gritar:
—¡Despiértate!
Y una vez más se encontró con la luz plateada y el tamborileo de la lluvia en las ventanas.
Francis se frotó los ojos y preguntó:
—¿Me has llamado?
—Tenías una pesadilla —dijo Peter con seguridad. La experiencia ya le había enseñado hasta qué límites insospechados sus mentes se reflejaban mutuamente. Pero él era el hermano mayor, sólo que por cuestión de unos minutos, y ese breve intervalo adicional de luz que él había gozado mientras Francis todavía luchaba presa del dolor y la oscuridad le proporcionó confianza en sí mismo y el instinto de protección al otro, que se asustaba de tantas cosas.
—Soñaba que me había muerto —dijo Francis.
—¿Y qué se siente? —preguntó Peter con curiosidad.
—No puedo recordarlo —dijo Francis, y sus ojos se volvieron con alivio hacia la luz plateada del día, al mismo tiempo que dejaba desvanecerse los recuerdos fragmentarios de su sueño.
—Soñabas con un pájaro enorme.
—¿Sí?
Sin hacer preguntas, Francis aceptó el conocimiento que de sus propios sueños tenía su hermano, y durante un rato se quedaron tumbados en sus camas, silenciosos, mirándose el uno al otro: los mismos ojos verdes, la misma nariz respingona, idénticos labios firmes un poco separados y el mismo modelado precoz y enérgico de la barbilla.
Cinco de enero, volvió a pensar Peter, haciendo que su imaginación vagara indiferente desde la tarta que les esperaba hasta los premios que allí podrían ganar, participando en carreras en las que había que mantener en equilibrio un huevo en una cucharilla, arponeando manzanas que flotaban en barreños de agua, jugando a la gallina ciega...
—No quiero ir —dijo Francis de pronto—. Supongo que Joyce estará allí... y Mabel Warren.
Para él era odiosa la idea de tener que compartir una fiesta con aquellas chicas. Las dos eran mayores que él: Joyce ya tenía once años y Mabel Warren trece. Las largas trenzas de ambas oscilaban arrogantemente impulsadas por sus zancadas masculinas. Guando corrían sosteniendo el huevo en la cucharilla, a Francis le humillaba el hecho de que ellas, unas chicas, le mirasen despectivamente con los párpados entornados. Y el año pasado... apartó la mirada de Peter, con las mejillas enrojecidas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Peter.
—Oh, nada. Creo que no me encuentro bien. He cogido un catarro. No debería ir a la fiesta.
Peter se sintió confuso.
—Pero ¿es un catarro fuerte, Francis?
—Lo será si voy a la fiesta. Quizá me muera.
—Entonces no debes ir —dijo Peter con decisión, dispuesto a resolver todas las dificultades con una frase categórica, y Francis dejó entonces que sus nervios se relajaran con una deliciosa sensación de alivio, decidido a delegar todo en su hermano. Pero aunque se sentía agradecido no volvió la cara hacia él: sus mejillas conservaban aún la huella que había hecho aparecer el recuerdo vergonzoso de algo que sucediera el año pasado, cuando jugaban al escondite en la casa a oscuras. No podía olvidar cómo había chillado cuando Mabel Warren le puso, de pronto, la mano en el brazo. No la había oído acercarse. Las chicas son así: sus zapatos nunca chirrían, ni las tablas del piso gimen a su paso, y se escabullen sigilosamente como los gatos.
Cuando entró la niñera que les traía el agua caliente Francis descansaba tranquilo por haberle dado a Peter plenos poderes.
—Francis está acatarrado —dijo Peter.
La mujer, alta y almidonada, puso las toallas dobladas sobre las jarras del agua caliente y dijo sin volverse hacia ellos:
—No traerán la ropa limpia hasta mañana, así es que tendrás que prestarle alguno de tus pañuelos.
—Pero ¿no sería mejor que se quedase en la cama? —preguntó Peter.
—Le llevaremos a que dé un buen paseo esta mañana —dijo la niñera—. El viento se llevará todos los microbios de un soplo. Ahora, arriba los dos —y cerró la puerta tras ella.
—Lo siento —dijo Peter, y luego, preocupado al ver la cara de su hermano crispada por la aflicción y el presentimiento, añadió—: ¿Por qué no te quedas en la cama, sin más? Le diré a mamá que te encuentras demasiado mal para levantarte.
Pero semejante rebelión contra el destino sobrepasaba las fuerzas de Francis. Además, si se quedaba en la cama, subirían a verle: le darían golpecitos en el pecho, le pondrían el termómetro en la boca, le mirarían la lengua, y todos descubrirían que estaba fingiéndose enfermo; era cierto que se encontraba mal: sentía una sensación molesta de vacío en el estómago y su corazón latía más rápidamente de lo normal. Pero, al mismo tiempo, sabía que el motivo de su malestar era únicamente el miedo, miedo a la fiesta, miedo a que le hicieran esconderse en la oscuridad, sin estar acompañado por Peter y sin una lamparilla que abriese una bendita brecha en las tinieblas.
—No; me levantaré —dijo, y prosiguió con repentina desesperación—: Pero no iré a la fiesta de la señora Henne-Falcon. Juro sobre la Biblia que no iré.
Ahora, con toda seguridad, las cosas irían bien, pensaba. Dios no iba a permitirle romper un juramento tan solemne; le indicaría un camino.
Tenía toda la mañana por delante y también la tarde, hasta las cuatro. No había por qué apurarse ahora que la hierba todavía estaba tersa por la escarcha temprana. Podría ocurrir cualquier cosa: cortarse un dedo o romperse una pierna o, de verdad, pescar un catarrazo. Dios lo arreglaría de alguna manera. Tenía tal confianza en El que cuando su madre, durante el desayuno, le dijo: «He oído que estás acatarrado, Francis», no le dio importancia. «Te habrías quejado más de tu enfriamiento», dijo su madre con ironía, «si no fuera por la fiesta de esta tarde», y Francis sonrió sintiéndose incómodo, sorprendido e intimidado por lo mal que le conocía su madre.
Su felicidad habría durado algo más si, cuando salió a dar un paseo aquella mañana, no se hubiese encontrado con Joyce. Estaba él solo con la niñera, pues a Peter le habían dado permiso para acabar una conejera en el cobertizo donde guardaban la leña. Si hubiera estado con él le habría importado menos. La niñera lo era también de Peter, pero ahora parecía como si estuviera empleada únicamente para cuidar de él, porque no inspiraba a sus padres suficiente confianza para que le dejaran salir solo. Joyce únicamente tenía dos años más que Francis y, sin embargo, paseaba por su cuenta, sin acompañamiento.
Se dirigió a zancadas hacia ellos, con las trenzas al viento. Miró con aire displicente a Francis y, de una manera ostentosa, se dirigió a la niñera.
—Hola, tata. ¿Llevará a Francis a la fiesta de esta tarde? Mabel y yo vamos a ir. —Y desapareció calle abajo, hacia la casa de Mabel Warren, con plena conciencia de ir sola y de no necesitar de nadie en la larga calle desierta.
—¡Qué chica tan simpática! —dijo la niñera.
Pero Francis permaneció silencioso, sintiendo otra vez los brincos que daba su corazón al darse cuenta de lo pronto que llegaría la hora de la fiesta. Dios no había hecho nada por él, y los minutos volaban. Volaban demasiado de prisa como para poder planear cualquier evasión o, incluso, preparar su corazón para la severa prueba que le esperaba.
Por la tarde el pánico casi se apoderó de él cuando, totalmente desprevenido, se encontró en el escalón de la puerta de entrada de su casa, con el cuello del abrigo subido para protegerse de un viento helado y viendo la linterna eléctrica de la niñera que trazaba un corto rastro luminoso a través de la oscuridad.
Detrás de él se veían las luces del vestíbulo de su casa y se oía a una sirvienta poniendo la mesa para sus padres, que aquella noche cenarían solos. Estuvo a punto de volver a entrar en casa y gritarle a su madre que no iría a la fiesta, que no se atrevía a ir. No podían obligarle a ir. Casi se oía a sí mismo diciendo aquellas palabras finales, derribando para siempre la barrera de ignorancia cuya existencia conocía por instinto y que impedía que sus padres se enterasen de lo que pasaba por su mente: «Me da miedo ir. No iré. No me atrevo a ir. Harán que me esconda en la oscuridad, y yo me asusto de la oscuridad. Chillaré, chillaré y chillaré». Se imaginaba la expresión de asombro que aparecería en el semblante de su madre, y luego la fría confianza con que le argumentaría desde su altura de persona mayor: «No seas tonto. Tienes que ir. Hemos aceptado la invitación de la señora Henne-Falcon».
Pero no podrían obligarle a ir, de eso estaba seguro; permanecía titubeante en el escalón de entrada, mientras los pies de la niñera, que se dirigía hacia la verja, hacían crujir el hielo que cubría la hierba. Contestaría: «Podéis decir que estoy enfermo. No iré. Me da miedo la oscuridad». Y su madre: «No seas tonto. Sabes que no hay ningún motivo para asustarse de la oscuridad». Pero conocía la falsedad de ese razonamiento: sabía también cuán temerosamente evitaban pensar en la muerte, aunque le decían que no había que tener miedo de ella. Pero no podían hacerle ir a la fiesta. «Gritaré. Gritaré.»
—Vamos, Francis. —Oyó la voz de la niñera desde el otro lado del césped, que fosforecía débilmente, y vio el pequeño círculo amarillo de la linterna que iba de un árbol a un arbusto y viceversa.
—Voy —dijo con todas sus esperanzas perdidas, abandonando la entrada iluminada de su casa; no se decidía a revelar sus secretos más íntimos y poner fin a la reserva que existía entre su madre y él, pues todavía le quedaba, como último recurso, la posibilidad de apelar a la propia señora Henne-Falcon.
Se consolaba con esa idea según avanzaba firmemente por el vestíbulo, él, tan pequeño, hacia la enorme mole de la dueña de la casa. El corazón le latía de forma irregular, pero tuvo suficiente dominio sobre su voz y dijo con dicción escrupulosa:
—Buenas tardes, señora Henne-Falcon. Le agradezco mucho la amabilidad de invitarme a su fiesta.
Con la cara tensa levantada hacia la curva de sus senos, y una vez pronunciadas estas palabras de cortesía, Francis parecía un viejo marchito, pues se mezclaba muy poco con los demás chicos, ya que, como gemelo, en muchos aspectos era como un hijo único y tendía a aislarse. Dirigirse a Peter era como hablar a su propia imagen que apareciera en un espejo, una imagen un poco deformada por una imperfección del cristal, de manera que este devolvía no tanto una semejanza de lo que él era como de lo que hubiera deseado ser, de lo que hubiera sido sin su irrazonable miedo a la oscuridad, a las pisadas de extraños, al vuelo de los murciélagos en los jardines llenos de penumbra.
—¡Qué niño tan amable! —dijo distraídamente la señora Henne-Falcon, antes de que, agitando los brazos, como si los niños fueran una bandada de pollitos, les hiciera arremolinarse a su alrededor para explicarles el programa de pasatiempos que había dispuesto: carreras sosteniendo el huevo en la cucharilla, carreras en tres patas, la pesca con arpón de las manzanas, juegos que no suponían para Francis nada peor que una humillación. Y en los frecuentes intervalos en que nada le exigían y podía permanecer solo en los rincones lo más alejados posible de la desdeñosa mirada de Mabel Warren, podría planear la forma de evitar el terror a la oscuridad que ya se aproximaba.
Sabía que no había nada que temer hasta después de la merienda, y sólo cuando se vio sentado dentro del círculo de luz amarillenta que arrojaban las diez velitas de la tarta de cumpleaños de Colin Henne-Falcon se dio plena cuenta de la inminencia de lo que temía. En medio de la confusión que reinaba en su cerebro, asaltado entonces por un sinfín de planes contradictorios, oyó la aguda voz de Joyce desde el otro extremo de la mesa:
—Después de merendar vamos a jugar al escondite a oscuras.
—Oh, no —dijo Peter, observando con pena la cara turbada de Francis y sin comprender bien del todo lo que pasaba por la mente de su hermano—. Ya está bien: todos los años jugamos a eso.
—Pero está en el programa —dijo a gritos Mabel Warren—. Lo he visto yo misma mirando por encima del hombro de la señora Henne-Falcon: a las cinco la merienda, de seis menos cuarto a seis y media escondite a oscuras. Todo está escrito en el programa.
Peter no discutió, pues si el escondite estaba incluido en el programa de la señora Henne-Falcon, nada de lo que él dijese podría impedirlo. Pidió otro trozo de tarta y tomó el té lentamente, a sorbitos. A lo mejor era posible retrasar el juego durante un cuarto de hora, dándole a Francis unos minutos más de plazo para que pudiera idear un plan. Pero hasta en eso se equivocó Peter, pues los niños ya abandonaban la mesa en grupos de dos o de tres. Era su tercer fracaso, y de nuevo, como el reflejo de una imagen que surgiera en la mente de otro, vio un gran pájaro que ensombrecía con sus alas la cara de su hermano. Pero él mismo, interiormente, se reprendió por tal desatino y acabó la tarta animado por lo que tantas veces, como un estribillo, oyera decir a las personas mayores: «No hay que tener miedo de la oscuridad».
Los hermanos fueron los últimos en abandonar la mesa, y se dirigieron al vestíbulo para encontrarse con los ojos impacientes de la señora Henne-Falcon que parecían pasar lista.
—Y ahora —dijo la dueña de la casa—, jugaremos al escondite a oscuras.
Peter observó a su hermano y vio cómo apretaba los labios. Francis, Peter lo sabía, temía este momento desde el comienzo de la fiesta y había tratado de arrostrarlo con valentía, pero al fin tuvo que desistir. Debía de haber rezado desesperadamente para que Dios le concediera la necesaria astucia como para poder eludir el juego, que ya los demás niños recibían con gritos de entusiasmo. «¡Vamos!» «Hay que escoger bando.» «¿Hay alguna parte de la casa en que esté prohibido esconderse?» «¿Dónde estará la barrera?»
—Yo creo —dijo Francis, acercándose a la señora Henne-Falcon, fijos resueltamente los ojos en sus exuberantes senos— que será inútil que yo juegue: mi niñera vendrá a buscarme en seguida.
—Bueno, pero tu niñera puede esperar, Francis —dijo la señora Henne-Falcon con aire distraído, mientras daba palmadas para hacer volver a su lado a unos cuantos niños que ya se desmandaban subiendo por la amplia escalera que conducía a los pisos superiores—. A tu madre no le importará.
Aquel era el límite a que podía llegar la astucia de Francis, pues no era capaz de concebir que una excusa tan bien preparada pudiera fracasar. Y todo lo que se le ocurrió decir entonces, precisamente con el tono que los demás niños odiaban interpretándolo como un símbolo de fatuidad, fue:
—Creo que sería mejor que no jugara.
Permaneció inmóvil, impasible el semblante aunque estaba asustado. Pero el conocimiento de su terror, el reflejo de ese mismo terror, llegó hasta el cerebro de su hermano. En aquel momento Peter podría haber gritado con el mismo pánico de que las brillantes luces se apagaran, dejándole solo en una isla de tinieblas y rodeado por el suave susurro de unos pasos extraños. Recordó entonces que el temor que sentía no era el suyo propio, sino el de su hermano. Impulsivamente dijo a la señora Henne-Falcon:
—Por favor, señora, yo creo que Francis no debería jugar. Le asusta la oscuridad.
Eran las palabras más inadecuadas, las que nunca debió decir, pues seis niños se pusieron a canturrear, mofándose: «¡Cobarde, cobarde, gallina!», volviendo hacia Francis caras torturadoras, impasibles, con la misma ausencia de expresión que tienen los grandes girasoles.
Sin mirar a su hermano, Francis dijo:
—Claro que jugaré. No tengo miedo. Unicamente pensé que... —Pero ya sus torturadores humanos le habían olvidado y ahora, aislado en su soledad, percibía cómo se aproximaba el otro tormento, el espiritual, mucho más ilimitado.
Los chicos se apiñaron en torno a la señora Henne-Falcon y sus voces chillonas la asaltaban a preguntas y sugerencias. «Sí, en cualquier parte de la casa. Apagaremos todas las luces. Sí, podéis esconderos incluso en los armarios. Debéis aguantar escondidos todo el tiempo que podáis. No habrá barrera.»
También Peter se mantenía apartado, lleno de vergüenza por la manera tan torpe con que había tratado de ayudar a su hermano. Ahora sentía, como un hormigueo que se deslizase por los recovecos de su cerebro, todo el resentimiento de Francis por la desafortunada intervención de su paladín. Algunos niños subieron corriendo las escaleras, y las luces del piso de arriba se fueron apagando. La oscuridad descendió como las alas de un murciélago, asentándose en el rellano de la escalera. Otros chicos comenzaron a apagar las lámparas laterales del vestíbulo y después se agruparon todos bajo el resplandor único de la araña central, mientras los murciélagos, embozados en sus alas, se agazapaban alrededor y esperaban que también esa luz se extinguiera.
—Tú y Francis sois del bando que tiene que esconderse —dijo una chica alta, y entonces se apagó la luz de la araña y la alfombra onduló bajo los pies de Peter, percibiéndose un rumor sibilante de pisadas como pequeñas corrientes frías que se deslizaran furtivamente hacia los distintos rincones.
«¿Dónde estará Francis?», se preguntó. Si se encontrara junto a él todos esos ruidos apagados le darían menos miedo. «Esos ruidos» formaban la envoltura del silencio: el chirrido de una tabla suelta, el cierre cauteloso de la puerta de una alacena, el gemido que producía un dedo al arrastrarlo sobre una madera bruñida.
Peter permaneció en el centro del oscuro vestíbulo desierto sin querer escuchar, esperando tan sólo que penetrara en su cerebro la noción de cuál era el paradero de su hermano. Pero Francis permanecía en cuclillas, tapándose los oídos con los dedos, los ojos inútilmente cerrados y adormeciendo su mente contra las impresiones externas, de suerte que sólo percibía una gran tensión que atravesaba la oscuridad.
Entonces una voz gritó: «¡Voy!», y como si la serenidad de su hermano hubiera quedado hecha pedazos con aquel grito repentino, Peter se sobresaltó atemorizado. Pero a causa de su propio miedo. Lo que en Francis era un pánico abrasador que le hacía rechazar toda idea que no añadiese leña al fuego, en Peter era tan sólo una emoción altruista que no afectaba a su razón. «Si yo fuera Francis, ¿dónde me hubiera escondido?» Ese era, aproximadamente, su único pensamiento. Y puesto que él era, si no el mismo Francis, sí por lo menos un espejo para su hermano, la respuesta fue inmediata: entre la librería de roble situada a la izquierda de la puerta del despacho y el diván forrado de cuero.
Peter no se sorprendió por la rapidez con que había obtenido la respuesta: entre ellos dos no servía toda esa jerigonza que emplean los que hablan de telepatía. Estuvieron juntos en el vientre materno y no podían separarse.
Peter se dirigió de puntillas al sitio donde sabía que Francis estaba escondido. A veces crujía una tabla del piso, y como Peter temía que le cogiera en la oscuridad alguno de los buscadores, se inclinó para quitarse los zapatos. Al desatar los cordones, uno de los herretes chocó contra el suelo y el sonido metálico hizo que multitud de pies sigilosos avanzaran en su dirección.
Pero entonces Peter ya se había quedado en calcetines, y se hubiera reído para sus adentros de la búsqueda si no le hubiese dado un vuelco el corazón como un reflejo de la sorpresa experimentada por Francis, cuando alguien tropezó con sus zapatos abandonados.
Ninguna tabla volvió a crujir revelando el avance de Peter, que se movía silenciosa e infaliblemente hacia su objetivo. Su instinto le advirtió de que se encontraba cerca de la pared y, extendiendo una mano, puso los dedos sobre la cara de Francis.
Francis no gritó, pero el brinco de su propio corazón le reveló a Peter la intensidad que alcanzaba el terror de su hermano.
—Todo va bien —susurró, palpando el cuerpo acurrucado hasta asir una mano crispada—. Soy yo, no temas. Me quedaré contigo. —Y agarrando con fuerza la otra mano, escuchó la cascada de cuchicheos que sus palabras habían desencadenado entre los perseguidores.
Una mano tocó la librería junto a la cabeza de Peter y este se dio cuenta de que, a pesar de su presencia, el miedo de Francis continuaba. Era un miedo menos intenso, más soportable, esa esperanza tenía Peter, pero que, sin embargo, aún no se había disipado. Supo que lo que él también experimentaba era el miedo de Francis y no el suyo. Para Peter, la oscuridad no era más que una simple ausencia de luz; la mano que le buscaba a tientas, la de un niño conocido. Esperaba pacientemente a que les descubrieran. No volvió a hablar, no hacía falta, pues a los dos hermanos el tacto les ponía en íntima comunión. A través de sus manos juntas el pensamiento fluía mucho más rápido que si hubieran tenido que expresarlo con palabras. Podía experimentar íntegramente cómo evolucionaba la emoción de su hermano, desde el brinco de pánico ante el inesperado contacto hasta el pulso uniforme de su temor, que ahora se manifestaba sin cesar con la regularidad del latido de un corazón.
Peter pensaba con intensidad, queriendo que sus razonamientos llegaran a su hermano: «Estoy aquí, contigo. No tienes por qué asustarte. Las luces volverán a encenderse pronto. Esos roces apagados, esos movimientos no son de temer. Sólo se trata de Joyce o de Mabel Warren». Bombardeaba con sus pensamientos tranquilizadores el cuerpo fláccido de su hermano, pero notaba que el miedo aún no había abandonado a Francis. «Ya se les oye cuchichear a unos con otros. Están cansados de buscarnos. Pronto se encenderán las luces y habremos ganado. No te asustes: eso ha sido alguien que ha hecho ruido en la escalera; creo que era la señora Henne-Falcon. Escucha: están buscando las luces a tientas.»
Pies que se mueven sobre una alfombra, manos que rozan una pared, una cortina descorrida con violencia, el chasquido de un picaporte, la puerta de una alacena que se abre.
En el estante que estaba por encima de sus cabezas un libro suelto se desplazó cuando lo tocaron. Sólo se trataba de Joyce, o de Mabel Warren, o de la señora Henne-Falcon. Todo un crescendo de pensamientos tranquilizadores bullía en el espíritu de Peter hasta que la araña del vestíbulo se encendió, como un árbol frutal que florece.
Las voces de los niños se elevaron estridentes con el primer resplandor. «¿Dónde está Peter?» «¿Habéis mirado arriba?» «¿Dónde está Francis?»
Pero se quedaron de nuevo silenciosos al oír el grito de la señora Henne-Falcon. Y sin embargo, ella no había sido la primera en darse cuenta de la inmovilidad de Francis cuando este se había desplomado contra la pared al sentir el contacto de la mano de su hermano. Peter continuaba reteniendo en su mano los dedos agarrotados de Francis. Sentía un desolado y confuso dolor. No era simplemente que su hermano hubiera muerto; es que.su cerebro, demasiado joven todavía para darse totalmente cuenta de la paradoja, aún se preguntaba, sintiendo una oscura autocompasión, por qué era que el pulso del miedo de Francis seguía latiendo sin cesar, cuando Francis se hallaba ahora donde siempre le habían dicho que no existían ni el terror ni la oscuridad.