NIGEL BALCHIN - SOLITARIO
NIGEL BALCHIN
GRAN BRETAÑA
NIGEL BALCHIN 1908-1970 Nigel Balchin, popular autor británico de novelas de suspense, fue también un científico de gran renombre durante la segunda guerra mundial, experiencia que se refleja en muchas de sus mejores obras.
MI MENÚ había consistido en arenques, queso y una taza de café. La cuenta ascendía a cuatro libras, tres chelines y seis peniques.
—Me contaste una vez que el último propietario de este lugar fue ejecutado —dije en tono amargo—. ¿Seguro que no fue por robo a mano armada?
Tío Charles negó con la cabeza.
—No, fue un asesinato normal. Las circunstancias no carecían de interés. Algún día te lo contaré. —Suspiró—. Si fuera más joven y no conociera tan bien el mundo —añadió con tristeza—, supongo que me ofrecería a pagar la cuenta, o por lo menos a compartirla contigo.
—¿Por qué? —pregunté asombrado.
—El caso es que he ganado algún dinero. Anoche estuve jugando al bridge en casa de los Marshall y gané veinticinco libras.
—Bueno, es muy amable por tu parte...
—Pero tú y yo sabemos —dijo tío Charles con firmeza— que ganar una suma de este calibre puede suponer el colmo de la desgracia. No conozco bien a los Marshall, y antes sólo había jugado un par de veces con ellos, pero no son más que dos malos jugadores que, convenientemente cultivados, podrían haberme proporcionado una renta fija de dos o tres libras semanales durante los próximos diez años. Sin embargo ahora, como han perdido veinticinco libras en una velada, nunca volverán a invitarme. Traté de evitarlo por todos los medios; pero cuando doblé su ridícula puesta final en un último esfuerzo por salvarles, ellos se limitaron a redoblarla. Hicieron dos bazas y yo me marché. La cosa para ellos puede acabar o no en el divorcio. Lo que sí es seguro es que para mí se han acabado las partidas de bridge con los Marshall.
—¿Crees en los beneficios reducidos y los ingresos fijos?
—Hoy en día ese es el único principio aplicable a cualquier tipo de juego que presuponga cierta habilidad. Cuando la duquesa de Devonshire estaba dispuesta a perder cincuenta mil libras de una vez era otra cosa. Pero en una partida de a cinco chelines los cien tantos debe uno considerar sus ganancias como una modesta pensión en vez de un medio de hacer fortuna.
—En la actualidad nadie puede permitirse el lujo de jugar fuerte.
—Tampoco en otros tiempos. —Tío Charles esbozó una sonrisa para sus adentros y añadió—: Yo intervine en una partida en la que uno de los jugadores acabó extendiendo un cheque por ochocientas libras, suma de la que desde luego no disponía. Pero en cierto modo fue una demostración de mi punto de vista de que ganar puede ser funesto y perder provechoso.
—Me temo que no te entiendo.
Tío Charles paseó la mirada por el restaurante.
—Has pagado la cuenta —dijo—. Si ahora pides dos coñacs más, es posible, aunque no probable, que se olviden de cobrártelos. Entretanto te aclararé mi última aseveración.
—NUNCA me ha entusiasmado la Riviera francesa; para mí es un lugar donde alterna precisamente la gente a la que quiero evitar. No recuerdo ya por qué razón, hace unos veinticinco años pasé una temporada en Niza. El hecho es aún más desconcertante si tenemos en cuenta que me hospedaba en un hotel. Lo cierto es que fue en el bar de un hotel de Niza donde conocí al señor Brander Heavistone. Estábamos sentados en mesas contiguas, y el azar hizo que nos conociéramos al derramar un camarero su bandeja de bebidas sobre ambos. El señor Heavistone no era un hombre con quien fuera difícil trabar conversación, y cuando terminamos de limpiarnos y nos cercioramos de que el vestido de su compañera no estaba manchado, pidió una nueva ronda para los tres. El señor Heavistone era un norteamericano de mediana edad. Gastaba un par de esas gafas gruesas que agrandan los ojos de quien las lleva. Era un hombre tranquilo, de hablar reposado y modales pausados y corteses. Los ingleses tienen la condenada manía de pensar que todos los norteamericanos de estas características son sureños. Lo cierto es que el señor Heavistone era de Detroit, y creo que había hecho su fortuna, que parecía bastante considerable, en alguna rama de la industria del automóvil.
Saltaba a la vista que su compañera, a la que presentó como la señorita Tracey, era inglesa. En realidad, tanto por su aspecto como por su porte, podía haber posado para un retrato sumamente halagüeño de la muchacha inglesa por antonomasia. Le calculé unos veinticinco años. Tenía el pelo castaño claro, ojos azules preciosos, un cutis finísimo y unos modales muy agradables.
He de reconocer que para tratarse de dos personas conocidas casualmente en un bar de Niza, ambos eran excepcionalmente agradables. Nunca supe cómo se habían conocido, pero era evidente que no se conocían muy bien. Tal vez alguien había derramado sobre ellos una bandeja de bebidas algún tiempo antes. Pasamos juntos una media hora muy agradable y después nos separamos.
El señor Heavistone, lo mismo que yo, se alojaba en aquel hotel, y en los días que siguieron le vi varias veces e intercambiamos unas palabras. La señorita Tracey le acompañaba algunas veces, y tuve ocasión de enterarme de que vivía en una villa de las afueras con su padre, que era militar retirado. Deduje que no nadaban en la abundancia, y que si vivían en el sur de Francia era simplemente a causa de la salud de su padre. Parecía muy preocupada por el hecho de que este estuviera solo y aburrido, y una noche me pidió que fuera a la villa con ella y el señor Heavistone para conocerle. El señor Heavistone, según pude inferir, ya había estado allí un par de veces antes. No tenía nada que hacer, la señorita Tracey era una muchacha muy atractiva, y tanto ella como Heavistone me agradaban, de modo que acepté encantado.
La villa se encontraba unos kilómetros al este de la ciudad, y era tal como me la imaginaba: agradable y cómoda, pero sin pretensiones. El coronel Tracey completaba el cuadro: un hombre alto, bien parecido, de unos sesenta años, pelo muy corto de color gris acerado y porte tranquilo y digno. Guando llegamos estaba haciendo solitarios, y su hija me dijo que dedicaba mucho tiempo a tal actividad. No soy experto en solitarios y no pude reconocer cuál era el que hacía; pero Heavistone sí era un entendido, e insistió en que lo terminara. En cualquier caso, el pasatiempo acabó en pocos minutos. Entonces el coronel se unió a nuestro grupo, y nos sentamos y charlamos agradablemente. Era evidente que el coronel y su hija se querían mucho, y no podía uno evitar la sensación de hallarse ante una familia algo patética en la que el padre y la hija vivían preocupados el uno por el otro sin medios para poder ayudarse gran cosa.
El coronel Tracey y Heavistone hablaron durante un buen rato acerca de los solitarios, a los que eran muy aficionados, y en el curso de la conversación me preguntaron si yo los hacía. Cuando contesté que no, pero que era aficionado a otros juegos de cartas, vi que el semblante del coronel se iluminaba. Pareció vacilar un instante, y vi cómo dirigía a su hija una mirada casi culpable. Luego preguntó:
«¿Juega usted al póquer?»
«Sí.»
«¿Y usted, señor Heavistone?»
«Sí, he jugado alguna vez.»
«En ese caso tenemos que organizar una pequeña timba una de estas noches.» Miró retadoramente a su hija. «Actualmente apenas tengo ocasiones de jugar al póquer, y me gusta mucho. Será estupendo, ¿verdad, Leo?»
La señorita Tracey sonrió y, sin demasiado entusiasmo a mi parecer, dijo:
«Claro que sí.»
Pero el coronel continuó insistiendo sobre el tema y fijó la partida para dos días después. Era evidente que la perspectiva le encantaba, y cuando nos marchábamos nos recordó la cita a ambos por separado.
Por entonces el señor Heavistone y yo éramos ya grandes amigos, y por la noche solíamos reunimos en el bar antes de la cena. El día siguiente a nuestra visita a la villa del coronel estábamos sentados allí cuando llegó la señorita Tracey. Como es natural, nos levantamos para saludarla y le ofrecimos una copa. Ella aceptó y se sentó con nosotros, pero no era difícil darse cuenta de que estaba nerviosa y violenta. Tras algunos minutos de conversación un tanto forzada,
Heavistone comentó que la veríamos la noche siguiente. La señorita Tracey vaciló un momento y después dijo sin rodeos:
«Sí. Yo... yo quería hablarles precisamente sobre eso. En realidad, si he de ser sincera, ese es el motivo de que haya venido aquí esta noche. Esperaba encontrarles aquí y... ¿Les molestaría que les hiciera una pregunta?»
«Claro que no. Diga, diga», repuso Heavistone.
La joven contempló su copa y jugueteó con ella unos instantes.
«Es sobre papá y... y la partida de póquer.»
«No le gusta que juegue, ¿verdad?», le dije yo amablemente.
«¿Cómo lo sabe?», preguntó con brusquedad.
«Vi la cara que puso usted cuando él lo propuso.»
«No es que no me guste que juegue», dijo lentamente. «De hecho me gusta que lo haga, porque le encanta; está muy solo y no tiene muchas distracciones. Sólo que...», levantó la mirada, y los ojos azules reflejaban una profunda preocupación. «Bueno, francamente, me da miedo que pierda más de lo que tiene.»
«¿Suele perder con frecuencia?», preguntó Heavistone.
«Oh, no precisamente. El afirma que es un jugador muy bueno, y me atrevería a decir que tiene razón. Pero alguna vez que ha jugado me ha hablado después de las cantidades que se ventilaban en el tapete, y me pregunto qué habría ocurrido si hubiera perdido él. El pobre no tiene un céntimo aparte de su pensión y... Una vez ganó doscientas libras en una tarde. Estaba encantado, y como es tan bueno, salió inmediatamente a gastárselo en cosas para mí. Fue todo un detalle, desde luego, pero no pude evitar preguntarme qué habría ocurrido si en lugar de ganar hubiese perdido esas doscientas libras. Nunca me hace caso. Unicamente se ríe y dice que un jugador tan bueno como él no puede perder demasiado. Pero hasta los mejores jugadores tienen rachas de mala suerte, ¿no es así?»
«Así es», asentí de todo corazón.
«Desde luego», corroboró el señor Heavistone.
«Por eso lo que quería pedirles», dijo Leonora, «es que, si no les importa, mañana no jueguen muy fuerte. Comprendo que no tengo derecho a pedírselo, y que para ustedes puede ser aburridísimo, pero han sido los dos tan amables que pensé que tal vez no les importaría...» Había lágrimas en sus ojos.
El señor Heavistone le dio una cariñosa palmada en el brazo.
«No se preocupe», le dijo con su voz lenta y reposada. «Tendremos cuidado, ¿verdad, Charles?»
«Por supuesto.»
«Sólo que él intentará hacerles jugar muy fuerte. Siempre hace lo mismo.»
«Yo nunca juego más de lo que tengo, es decir prácticamente nada», expliqué.
«Yo, sinceramente, no puedo decir lo mismo.» El señor Heavistone sonrió. «Pero lo cierto es que nunca me ha gustado jugar cantidades cuya pérdida pudiera afectar a alguno de los jugadores. Si jugamos con cerillas, por mí de acuerdo.»
«¡Oh, no! Si no juegan algo él se sentirá herido. Pero no deben excederse.»
«¿Está bien si pierde diez libras?»
«Sí, pero no mucho más.»
«De acuerdo», dijo el señor Heavistone. «Entonces ya sabemos a qué atenernos.»
Nos dirigió a ambos una sonrisa tímida y un tanto lastimera.
«Por favor, él no debe enterarse de que yo se lo pedí. Se pondría... no sé lo que haría.»
«Está bien, está bien», dijo el señor Heavistone. «Lo entendemos perfectamente, Leo. Vamos, tómese otra copa.»
«No, gracias. Tengo que volver para ocuparme de la cena de papá. Adiós y muchísimas gracias. Hasta mañana.»
Cuando se fue, el señor Heavistone dijo:
«Es una muchacha realmente encantadora.»
«Sí. La verdad es que si al viejo le gusta tirar la casa por la ventana, me alegro de que nos haya avisado; de otro modo podría haber resultado algo violento.»
«Dudo que tal y como yo juego al póquer pudiera haber perjudicado mucho al coronel. Debe de ser bastante buen jugador. Lo que sí sé es que es un maestro haciendo solitarios.»
«¿Es verdad que se puede ser un buen jugador de solitarios? Yo creía que era simplemente cuestión de suerte.»
«Bueno, lo es y no lo es. En cualquier caso, yo diría que el coronel no habría tenido problemas aunque, claro, nunca se sabe. Algo podía haber ido mal, no me gustaría que la pequeña se disgustase. Gomo usted ha dicho, podría haber resultado violento.»
«No pensaba tanto en él como en mí.»
El señor Heavistone me miró:
«¿Por qué?»
«Bueno, casi nunca juego mucho dinero a las cartas, y mucho menos con un desconocido, aunque sea una persona como el coronel.»
El señor Heavistone me dirigió una de sus amables sonrisas.
«Yo tampoco», dijo. «Así es que podemos establecer como apuesta máxima un chelín, aunque sólo sea por jugarnos algo.»
—EN REALIDAD la noche siguiente no jugamos con una puesta máxima de un chelín, pero aun así fue un juego muy inocente. Leonora no jugaba, pero había un cuarto individuo del que no recuerdo absolutamente nada, excepto que hablaba inglés con acento italiano. Como ya había previsto su hija, el coronel intentó un par de veces subir los envites a un nivel más interesante, pero dejó de insistir al ver que ni Heavistone ni yo le apoyábamos. Imagino que Leonora le había sermoneado previamente. Me pareció un jugador bueno, pero no excepcional. Era una de esas personas que cuando se marcan un farol hacen gala de una tranquilidad y una inexpresividad ligeramente exageradas, lo que constituye un defecto muy elemental del que los propios interesados rara vez se dan cuenta. No obstante, en aquella velada ganó un par de libras, lo mismo que yo. El señor Heavistone perdió unas tres libras. Era un jugador mediocre, y era evidente que no tenía mucha práctica. No fue una velada muy interesante pero sí agradable, y se veía que el coronel la estaba disfrutando de veras. Camino de regreso a casa, el señor Heavistone me dijo:
«Bueno, espero que con sus ganancias el viejo le compre mañana una caja de dulces a Leo.»
—LA MISMA situación se repitió durante las veladas siguientes. Por lo general el oscuro italiano completaba el cuarteto, y en una ocasión llegamos a ser cinco. El coronel intentaba siempre subir las puestas, pero nosotros nos oponíamos y él dejaba de insistir. Como era un jugador bastante aceptable solía ganar; pero dudo que nadie ganara o perdiera más de diez libras en las tres o cuatro ocasiones en que estuvimos en su casa. Aunque nunca lo confesara, creo que al señor Heavistone empezaba a aburrirle todo aquello. No le gustaba mucho el póquer y, lo mismo que yo, habría preferido sentarse tranquilamente a charlar con Leonora. Pero al coronel le encantaba el póquer, y cuando en una ocasión propusimos jugar al bridge, manifestó que le parecía una pérdida de tiempo. Todo se desarrollaba de una forma pacífica y agradable, aunque un poco aburrida, y así continuó hasta la noche fatal en que se presentó el señor de Grouchy.
Estábamos jugando los cuatro de costumbre: el coronel, el señor Heavistone, el italiano y yo. Lo único desacostumbrado en aquella ocasión era que el señor Heavistone, cuyo juego había mejorado considerablemente con la práctica, iba ganando, unos treinta chelines quizá. Leonora había abandonado la habitación unos minutos antes. Acabábamos de terminar una mano cuando volvió y dijo:
«Papá, está aquí el señor de Grouchy.»
Dijo esto como si hubiera ocurrido una cosa muy agradable, pero algo en su cara me indicó que no lo era en absoluto. El coronel, sin embargo, parecía sinceramente encantado. Se levantó de un brinco y dijo:
«Bien, bien... precisamente el hombre que necesitábamos.» A continuación nos presentó.
A juzgar por su aspecto y su nombre, el señor de Grouchy debía de ser francés. Era un joven delgado y bastante apuesto, de pelo negro y liso y tez cetrina. Su inglés era perfecto, si acaso con un ligero acento norteamericano.
No puedo decir que el señor de Grouchy me resultase simpático a primera vista. Me di cuenta de que al saludar al coronel se había mostrado mucho menos afable que este; y aunque se expresaba en términos corteses, en su sonrisa y en su comportamiento había algo de insolencia. Mientras el coronel le presentaba a Heavistone, mi mirada se cruzó con la de Leonora, quien hizo un movimiento de cabeza rápido y angustiado. No comprendí de momento lo que trataba de decirme, pero no tardaría en descubrirlo.
De Grouchy estaba diciendo:
«...Pasaba por Niza y pensé dejarme caer por aquí para ver si se me concedía la revancha.»
«No podía usted haber venido en mejor momento», repuso el coronel. Luego se volvió hacia nosotros y añadió: «La última vez que de Grouchy estuvo aquí le dejé limpio. Fueron doscientas libras, ¿verdad?»
«Más o menos», dijo de Grouchy sonriendo. «Pero reconocerá usted, coronel, que las cartas estaban de su parte.»
«Sí, claro. Al menos hasta cierto punto.» El coronel le sonrió a su vez. «Pero las cartas siempre están de parte del buen jugador.»
«Eso es precisamente lo que quiero comprobar», dijo de Grouchy. Se dirigió hacia la mesa y jugueteó con unas cuantas cartas. «Bien, ¿puedo entrar en la partida?»
El italiano se apresuró a decir:
«Ocupe mi puesto, señor. Yo tengo que irme.»
El coronel quiso protestar, pero ya el italiano se estaba despidiendo de Leonora. Era un hombrecillo sumamente discreto, y se limitó a desaparecer de la habitación de un modo firme, elegante y rápido. Tuve la impresión de que ya había sido testigo de una situación semejante y no tenía la menor intención de volver a presenciarla. Mientras Leonora le acompañaba hasta la puerta, el coronel dijo:
«No importa; somos cuatro, buen número para una partida.»
Intercambié una mirada con Heavistone. A los dos se nos había ocurrido lo mismo: si el coronel había ganado a de Grouchy doscientas libras la última vez que jugaron, no podía ofrecerle participar en una partida en la que, con suerte, ganaría treinta chelines. Habíamos prometido a Leonora jugar bajo, y por mi parte no me apetecía lo más mínimo entablar una partida importante con un tipo como de Grouchy, con Heavistone que no era buen jugador y teniendo que preocuparme por el coronel. Por otra parte, difícilmente podíamos negarnos a jugar, sobre todo ahora que el italiano había escurrido el bulto.
«Vamos allá», dijo el coronel con viveza. «Aquí tenemos a de Grouchy deseando regalarnos dinero. Empecemos.» Se dirigió hacia la mesa.
El señor Heavistone intervino con su tranquilidad habitual:
«Miren, señores, no quisiera estropear la fiesta, pero mi compañero y yo no estamos acostumbrados a jugar fuerte.»
«¡Oh, vamos!», dijo el coronel. «No nos perjudicará salimos de la rutina por una vez.» Sus ojos brillaban de placer y excitación. «Nos hemos portado como buenos chicos durante mucho tiempo. Ahora tenemos la oportunidad de ganar algún dinerillo.»
«Puede que a usted no le perjudique, pero a mí sí. Ya sabe usted que el juego no es mi fuerte.»
«Está usted en plena racha de buena suerte. Vamos, Heavistone, no puede usted dejarme en la estacada.»
Leonora había vuelto y estaba sentada junto a la chimenea, muy erguida y envarada, con el rostro pálido.
Comencé a decir: «Estoy de acuerdo con Heavistone en que...» cuando de Grouchy me interrumpió:
«Pero si no hay ningún problema», dijo con una sonrisa que le hacía a uno sentir el deseo de propinarle un puntapié. «Usted y yo queremos jugar al póquer, coronel. Si estos caballeros no desean enfrentar su habilidad o su suerte con la nuestra, podemos hacer una de dos cosas: establecer un sistema de puntos mediante el cual, cuando echemos cuentas, los tantos entre usted y yo tengan un valor superior a los de ellos, o bien jugar normalmente. Después de todo, si alguien cree que los riesgos son excesivos siempre puede rehusar el envite.»
No había réplica posible a estas palabras, sobre todo teniendo en cuenta el modo en que las había dicho. Miré a Leonora y vi cómo se encogía de hombros en un gesto de impotencia y se hundía en su sillón. Heavistone se había sonrojado ligeramente ante el tono de de Grouchy. Vaciló un momento y luego dijo fríamente:
«Muy bien, coronel, si ese es su deseo... Sólo espero no echar a perder su partida.»
Tomó asiento y yo le imité. La partida no había tenido un principio muy feliz, y tampoco lo fue su desarrollo. De Grouchy no trató de ocultar que iba por el coronel, y de un modo nada amistoso, por cierto. El coronel lo sabía y le gustaba. Heavistone se mantuvo en sus trece y jugó muy bajo, de manera que casi nunca entraba en el juego, lo cual era una lástima, puesto que su racha de buena suerte persistía. Yo adopté una postura más transigente. Durante algún tiempo tanteé el terreno cuidadosamente y llegué a dos conclusiones: que de Grouchy era un jugador de primera y que al coronel se le daban mucho mejor nuestras partidas amistosas, en las que no había dinero por medio, que jugar fuerte. Debo confesar que aquello no me gustó nada.
La primera media hora de juego fue algo absurda, ya que a Heavistone y a mí, que no seguíamos la partida seriamente, nos salieron muy buenas cartas, mientras que de Grouchy y el coronel, deseosos de tirarse a degüello, apenas ligaban nada. Ni siquiera ellos se atrevían a arriesgar demasiado con una pareja de dieces, que era lo que solía llevarse el pot, generalmente después de que Heavistone se hubiera echado atrás con un trío de ases. Finalmente me cansé y le saqué diez libras a de Grouchy, con un full frente a su trío de reyes. Cuando vio mis cartas sonrió irónicamente y dijo:
«¿Sólo un full? Pensé que para haberse arriesgado tanto debía de tener por lo menos un póquer.»
Después las cosas empezaron a animarse un poco, ya que él y el coronel empezaron a ligar mejor juego. Pero de Grouchy le llevó ventaja desde el principio. No es que fuera especialmente afortunado, aunque tampoco podía decirse que tuviera peor suerte que los demás. Era, sencillamente, el mejor jugador, y se daba cuenta de todos los faroles, demasiado expresivos, del coronel. Yo le gané unas cuantas manos, y el saldo estaba ligeramente a mi favor. Pero conmigo nunca subió demasiado, y en una ocasión en que el coronel estuvo fuera de juego apenas mostró interés. Después de la primera hora yo diría que le iba ganando unas cincuenta libras al coronel, mientras que a mí me debía unas pocas. Después tuvo una racha y se llevó un par de pots de los buenos, de manera que a eso de las once no sólo se había recuperado de las doscientas libras, sino que iba ganando algo más.
Yo me sentía cada vez más a disgusto, lo mismo que Heavistone. Ambos recordábamos lo que había dicho Leonora: «No sé qué habría ocurrido si en lugar de ganar hubiese perdido esas doscientas libras.» El propio coronel parecía mucho menos preocupado que nosotros. Tal vez se había esfumado parte de su viveza, pero desde luego no actuaba como un hombre que ha perdido lo suficiente como para preocuparse.
A las once Heavistone consultó su reloj y dijo:
«Bien, caballeros, detesto deshacer una buena partida, pero...»
«Vamos, Heavistone», le interrumpió el coronel; «no podemos permitir que este caballero se salga con la suya. Sólo son las once.»
«También yo estoy algo cansado», intervine yo.
«¿Qué es lo que le preocupa, Charles? Va usted ganando.»
«Yo, naturalmente, acepto lo que ustedes decidan», dijo de Grouchy. «Pero la última vez, cuando yo iba perdiendo, deshicimos la partida a las cuatro.»
«Bueno, pues si piensa usted que yo voy a seguir hasta las cuatro de la mañana se equivoca, señor.»
Jamás oí una réplica tan acerba dé labios de Heavistone.
El coronel suspiró y dijo:
«Esta gente no tiene aguante, ¿verdad, de Grouchy? Mire, Heavistone, le voy a pedir una cosa: concédanos otra hora y entonces lo dejaremos. A las doce en punto.»
«Es que no me apetece, coronel.»
«Tiene usted que darme la oportunidad de tomarme la revancha. Durante la última hora de Grouchy ha tenido una buena racha, pero ahora tiene que cambiar la suerte.»
El señor Heavistone dudó un momento y me miró. Pero yo no podía aportar ninguna solución. Si había algo de cierto en lo que Leonora había dicho, el coronel ya estaba atrapado. Si quería salir del atolladero aun a riesgo de hundirse todavía más, difícilmente podía nadie detenerlo. Heavistone, desolado, dijo: «De acuerdo. Hasta las doce en punto», y seguimos jugando.
Si la hora anterior había sido de zozobra la última fue una pesadilla, pues de Grouchy tuvo una racha de suerte verdaderamente increíble. No sólo le salían buenas cartas, sino que siempre ligaba la jugada justa para ganar, y en el póquer esto puede llegar a ser descorazonador. Todavía me acuerdo de una ocasión en la que tanto de Grouchy como el coronel tenían un full; el del primero era de reinas y sietes y el del segundo de jotas y cincos. Todas las jugadas eran como esta, y nosotros no podíamos hacer nada aparte de contemplarlas. El coronel no jugó mal. En realidad cuanto más perdía tanto mejor y con más calma parecía jugar. Pero no podía hacer nada. Nadie podía hacer nada. Tenía cartas bastante buenas, incluso francamente buenas. Las aprovechó bien, mas a pesar de ello perdió casi todas las manos. Calculo que hacia medianoche debía a de Grouchy quinientas libras como mínimo.
Cuando acabamos una mano a las doce menos cinco, Heavistone consultó su reloj y dijo:
«Bueno, llegó la hora.»
El coronel sonrió y repuso:
«El veredicto de los árbitros es que aún tenemos tiempo para otra mano.»
Estaba tan tranquilo como de costumbre. Lo único que delataba la tensión a que estaba sometido era que su rostro parecía avejentado.
«En la cual espera pegarnos un buen palo», comentó de Grouchy.
Evidentemente estaba orgulloso de su conocimiento de los giros del idioma. Nadie dijo nada, y el coronel dio cartas.
Recuerdo que mis cartas no tenían interés alguno. Tenía una pareja de seises, y tras el descarte me salió un tercero. Heavistone me dijo después que él llevaba dobles parejas de reinas y de cuatros. Tal y como estaban las cosas, aquellas manos carecían de importancia.
Pero desde el principio de Grouchy y el coronel se enfrentaron encarnizadamente. De Grouchy pidió dos cartas y el coronel una, y entonces empezó la diversión. Desde el comienzo estaba prácticamente seguro de que el coronel tenía un póquer, y durante algún tiempo pensé que de Grouchy llevaba un full; pero siguió adelante con una seguridad absoluta, y finalmente empecé a dudar. Al haberse descartado el coronel de una carta, de Grouchy debía de sospechar que su contrincante tenía un póquer. El problema consistía en saber si de Grouchy había conseguido completar un póquer o si estaba marcándose un farol... o bien si lo hacían los dos.
Tío Charles hizo una pausa y sacudió la ceniza de su cigarro. Noté que le temblaba ligeramente la mano.
—He dicho ya que el coronel no era muy buen jugador —prosiguió—. Debo reconocer, para hacerle justicia, que en su lugar yo habría hecho exactamente lo mismo. Había perdido mucho dinero y, dadas las cartas que llevaba, tenía derecho a pensar que por fin había atrapado a de Grouchy. En realidad, sus nervios estaban más firmes que los de su oponente, y cuando por fin de Grouchy igualó su última puesta de trescientas libras, su expresión denotaba que habría estado dispuesto a seguir subiendo indefinidamente. El coronel abatió cuatro reyes y de Grouchy, con una sonrisa, mostró sus cuatro ases.
Tras un momento de silencio el señor Heavistone exclamó:
«¡Dios mío!»
El coronel sonrió y dijo:
«No es justo. Moraleja: nunca intentes ir contra las rachas de suerte.»
«Llegó usted a preocuparme», intervino de Grouchy. «Pensé que le había salido el comodín.» Fue el único comentario agradable que hizo en toda la noche.
Yo no dije nada, pues no tenía nada especial que decir.
Momentos después el coronel recogió las cartas con el aire de quien no sabe muy bien lo que está haciendo y dijo:
«Bueno, bueno. Una partida agradable, aunque un tanto desastrosa. Eche usted la cuenta, ¿quiere?» Se volvió hacia Leonora, que permanecía sentada contemplando el fuego. «Por favor, querida, ¿te importa traerme mi talonario?»
Así lo hizo la muchacha, y el coronel firmó un cheque por ochocientas treinta libras y se lo entregó a de Grouchy mientras ella observaba la escena. Era un hombre de edad avanzada, pero comprobé que firmaba el cheque sin la menor vacilación. Luego se volvió hacia su hija y le sonrió de un modo un poco esquinado. Durante toda aquella noche sentí lástima por el coronel, pero fue entonces cuando me encontré francamente a disgusto.
En el coche, camino de regreso a Niza, Heavistone y yo apenas si hablamos, pero recuerdo que dije:
«¿Qué hará ahora el viejo? Dudo que disponga de ochocientas libras.»
El señor Heavistone guardó silencio durante un momento y luego, con repentina y sorprendente amargura, repuso:
«No, señor. Pero tiene una hija.»
—SERÍA una exageración decir que aquella noche permanecí despierto preocupado por las pérdidas del coronel Tracey. Soy incapaz por naturaleza de permanecer despierto preocupándome por los problemas de nadie, incluidos los míos. Pero debo confesar que todo aquel asunto me hizo sentirme muy desgraciado. Cierto es que nadie podía considerarnos responsables a Heavistone ni a mí, pero el hecho era que Leonora había confiado al coronel a nuestro cuidado y nosotros nos habíamos limitado a presenciarlo todo como mudos testigos, dejándole hacer precisamente lo que su hija temía por encima de todo que hiciera. Esto me trajo a la memoria una ocasión en que, siendo estudiante, una madre viuda me confió el cuidado de su único hijo la noche de la Fiesta de las Regatas; la cosa acabó en que a las cuatro de la mañana tuve que dejar el cuerpo en el umbral, tocar el timbre y salir corriendo. Así pues, me sentí algo violento, aunque en absoluto sorprendido, cuando a la mañana siguiente, mientras desayunaba, Leonora entró en el salón del hotel. El señor Heavistone, por desgracia, aún no había aparecido.
Dije todas las cosas acostumbradas en estos casos; que lo sentía mucho, que había habido muy mala suerte, que no pudimos evitarlo... A continuación me preparé para la avalancha de reproches.
En este aspecto, sin embargo, había subestimado a Leonora. Se disculpó por habernos proporcionado lo que ella creía debió ser una velada sumamente desagradable, reconoció con amargura que si el coronel hizo lo que hizo no fue por culpa nuestra y nos dio las gracias por haber tratado de impedírselo. Después, con una sonrisa forzada, añadió:
«Lo que quiero es que usted me aconseje. ¿Qué debo hacer?»
«Su padre no puede permitirse perder ese dinero, ¿verdad?»
«No sólo no puede permitírselo, sino que no lo tiene.»
«Le extendió un cheque a de Grouchy.»
«Cualquiera puede firmar un cheque. No tiene las ochocientas libras.»
«¿Está usted segura?»
«Completamente. En su cuenta corriente tiene ciento siete libras, tres chelines y ocho peniques, y dentro de una semana llegarán las facturas del mes. Cuando ese canalla de de Grouchy trate de cobrar el cheque el banco se lo rechazará, y entonces papá empezará a mascullar estupideces acerca de su honor y se pegará un tiro. O al menos dirá que lo hará.» Cogió un par de terrones de azúcar y empezó a arrojarlos como si fueran dados. «No entiendo el código masculino del honor», dijo con amargura. «Por lo visto se puede jugar un dinero que no se tiene o que se necesita para pagar al tendero; con tal de que se gane se seguirá siendo un caballero, pero si se pierde se es un sinvergüenza y hay que suicidarse. ¿En qué consiste ser un caballero? ¿En tener suerte o en que no le descubran a uno?»
«En lo uno o lo otro, o en ambas cosas juntas.»
«Bueno, en cualquier caso, ¿cómo puedo conseguir setecientas cincuenta libras en unas pocas horas? ¿Usted tiene setecientas cincuenta libras?»
«No, lo siento.»
«Ya lo suponía. Nadie las tiene.»
«¿Es suya la villa?»
«No, es alquilada.»
«¿Puede usted vender algo? ¿Joyas o algo así?»
«Tengo mi reloj y un collar que fue de mi madre. Tienen algún valor, pero no tanto.» Echó a un lado uno de los terrones con impaciencia. «Lo que más rabia me da es que dentro de unos seis meses tendré mil libras.»
«¿Cómo?»
«Según el testamento de mi tía. Guando cumpla veinticinco años, pero no los cumplo hasta diciembre.»
«Puede usted pedir un préstamo sobre esa cantidad.»
«Sí, pero no antes del mediodía de hoy, que es el plazo límite.» De pronto soltó una risita histérica. «¿Dónde está tío Heavistone? El debe de tener setecientas cincuenta libras que no echaría mucho de menos.»
«Yo no diría tanto; sólo está aquí de vacaciones. Pero puede usted preguntarle.»
«No me atrevería.»
«¿Por qué no?»
«¿Cómo hacerlo?»
«¿No me lo preguntó a mí?»
«A usted sólo se lo pregunté en broma.» Sonrió irónicamente. «No puedo ir por ahí pidiendo a todos los conocidos que paguen las deudas de juego de papá sin poder ofrecer ninguna garantía ni...»
«¿Qué me dice del testamento de su tía?»
«Pero ¿por qué habría él de prestarme dinero?»
«Nunca he logrado entender por qué la gente presta dinero. Sólo sé, según mi experiencia, que a menudo lo hace.»
«¿Cree usted de verdad que lo haría?», preguntó Leonora tras una pausa.
«Suponiendo que tenga esa cantidad. Estaba muy afectado por todo este asunto.»
Leonora guardó silencio durante un momento. Después consultó su reloj y se levantó.
«De acuerdo», dijo con tranquilidad. «Son ahora las diez y media. Voy a pedirle prestadas setecientas cincuenta libras al señor Heavistone... si le encuentro.» Hizo una pausa. «¿No le importaría venir conmigo, Charles? No tengo mucha experiencia en estas cosas.»
Tío Charles interrumpió su relato por unos instantes.
—Había lágrimas en sus ojos —prosiguió pensativo—. Ya he dicho que eran unos ojos muy azules. Encontramos al señor Heavistone en la terraza.
—COMO PERSONA que durante su vida ha pedido mucho dinero prestado, siempre me ha interesado la sicología de la víctima. El sablista experimentado, como es natural, conoce a su hombre. Sabe si el pobre diablo, en el colmo de la turbación, mascullará: «Claro que sí, hombre, claro que sí» y le meterá el dinero en la mano; o si sólo le dará la mitad del dinero que le ha pedido; o si, aparentando energía, dirá que nunca presta dinero, pero que por tratarse de ti está dispuesto a regalártelo; o si prestará el dinero y aprovechará la ocasión para dar unos cuantos consejos. Todas estas cosas y muchas otras son el pan nuestro cotidiano del sableador, y según mi experiencia todas estas lastimosas técnicas defensivas no se ven afectadas por la cuantía de la suma pedida. Pero he de reconocer que nunca he visto a nadie conseguir un préstamo de cinco libras —y mucho menos de setecientas cincuenta— con la facilidad con que Leonora lo consiguió del señor Heavistone. En realidad, aquello no me pareció del todo decoroso. El señor Heavistone estaba sentado en una tumbona en la terraza. Me acerqué a él y le dije en un tono artificiosamente festivo:
«¡Buenos días, Heavistone! Aquí tiene a Leonora, que quiere pedirle prestado algún dinero.»
El señor Heavistone se levantó y dijo:
«¿Dinero? ¿Cuánto, Leonora?»
La joven le miró y sonrió, pero no pudo pronunciar palabra, así que yo contesté por ella:
«Bueno... unas setecientas cincuenta.»
«¿Libras?»
«Sí, libras.»
El señor Heavistone hizo un cálculo mental, chasqueó la lengua y dijo:
«En ese caso tengo que subir a mi habitación. No llevo tanto dinero encima.»
Estuvo ausente unos cinco minutos. Cuando volvió, entregó a Leonora un abultado fajo de billetes y explicó:
«Está en dólares, pero supongo que no importará. Es dinero al fin y al cabo.»
Leonora miró los billetes un momento, dio un paso adelante, besó al señor Heavistone en la mejilla, se volvió y echó a correr. No despegó los labios.
El señor Heavistone la vio alejarse y al cabo de un rato dijo:
«¡Vaya, vaya! ¿Tengo alguna posibilidad de recuperar ese dinero?»
«Leonora no tardará mucho en recibir cierta suma.»
«¿Y bien?»
«Yo creo que se lo devolverá.»
«¿Por qué setecientas cincuenta?», preguntó el señor Heavistone. «El coronel perdió más de ochocientas.»
«Dice que tiene unas cien en el banco.»
El señor Heavistone seguía mirando en la dirección en que había desaparecido Leonora. Suspiró suavemente y dijo:
«Hay gente buena por el mundo. ¿Sabe usted?, no me importaría demasiado no recuperar ese dinero.»
Tío Charles hizo una pausa. De pronto se volvió rápidamente hacia mí y preguntó:
—¿Nunca te había contado esta historia?
—No —contesté.
Sacudió la cabeza.
—No sé por qué no lo he hecho. Al hacerse uno viejo lo que más le asusta es la convicción repentina, casi siempre justificada, de que ya ha contado las cosas antes. En cualquier caso, durante los dos días siguientes no supe nada de Heavistone ni de Leonora, ya que hice una pequeña excursión por la costa. No sé exactamente qué fue lo que me indujo a desviarme un poco de mi camino, cuando regresaba a Niza después de tres días de ausencia, para hacer una visita a la villa del coronel. Tampoco sé por qué en cuanto la vi desde el coche me di cuenta de que estaba vacía. Quién sabe, a lo mejor había conservado parte del seso con que nací durante toda aquella historia. Prefiero pensar eso, y debo señalar que yo por lo menos saqué unas catorce libras de aquella operación. Pero me estoy apartando del tema. Como te iba diciendo, el coronel y Leonora habían desaparecido. Hacía un par de días que se habían marchado y nadie parecía conocer su nueva dirección. Lo más probable era que el dinero de Heavistone también hubiera desaparecido. Mientras el chófer me llevaba de regreso a Niza, no pude apartar de la mente la imagen de la cara de Heavistone mientras veía alejarse a Leonora, y he de confesar que me sentí ligeramente indispuesto. Recuerda que entonces era mucho más joven que ahora. Antes de ir a ver al señor Heavistone entré en el bar y me tomé un coñac doble, simplemente porque no me seducía nada la idea de contarle lo ocurrido.
El señor Heavistone estaba en su habitación haciendo solitarios. Supongo que el juego debía de hallarse en un momento decisivo, pues antes de que volviera la cabeza para fijar en mí aquellos ojos agrandados por las gafas colocó otra carta y estuvo dudando durante unos momentos.
«Hola», dijo al fin. «¿Todavía por aquí? Creí que ya se había marchado usted.»
«No, he estado recorriendo la costa. Mire, Heavistone, lo siento pero me temo que tengo que darle una mala noticia. Hemos sido víctimas de una estafa.»
«¿Hemos?»
«Bueno, por lo menos usted.»
«¿Y quién me ha estafado?»
«El coronel y su hija. Han desaparecido.»
El señor Heavistone cogió otra carta de la baraja, la examinó y la colocó al tiempo que emitía un pequeño gruñido.
«No es su hija», dijo lentamente, «sino su mujer. Además, tampoco es coronel.»
«¿Cómo lo sabe?»
«Esas cosas siempre se descubren... después.»
«¿Sabía usted que se habían ido?»
«Pensé que lo harían.» Me miró y soltó una risita. «Para serle franco, como ayer no le vi por aquí, pensé que también usted se había ido.»
«¿Yo? ¿Por qué?»
«Piénselo un poco. La pobre chica estaba tan violenta que no podía pedir el dinero, así que tuvo que venir usted a...»
«¡Dios mío!», exclamé.
«Ahora bien», dijo el señor Heavistone, «estaba tan poco seguro de usted como del italiano. Puede que él esté implicado o puede que no. Pero dudo que lo esté, pues en ese caso serían cuatro a repartir en lugar de tres.»
«¿Quiere usted decir que de Grouchy también estaba implicado?»
«Por supuesto. Tenía el papel estelar, ¿no es cierto?»
Me dejé caer desmayadamente en un sillón y pregunté:
«¿Cuándo cayó usted en la cuenta de todo esto?»
«La primera vez que estuvimos allí.»
«Entonces, ¿por qué diablos le dio el dinero?»
El señor Heavistone meneó la cabeza.
«Espero que no intenten gastar ese dinero. El billete de arriba eran veinte pavos de verdad. Pensé que merecía la pena, y tal vez con ese dinero el coronel le compre una caja de dulces a Leo. Pero los demás billetes puede uno comprarlos en una tienda de Madison Avenue por cinco dólares. Tenía muchos más, pero se los di a otro timador en París. Los hacen para los prestidigitadores, para ese truco en que sacan miles de dólares de un sombrero.» Volvió a sacudir la cabeza. «Es sorprendente lo poco que en Europa conoce la gente el dinero americano. Deberían saberlo a estas alturas; ya han recibido bastante.»
«O yo he sido tan torpe que debería estar en una clínica para enfermos mentales o usted ha sido condenadamente listo. ¿Cómo diablos lo descubrió?»
«Bueno, usted no hace solitarios. Debería usted hacerlos. Es un gran juego. Bien, el coronel era un jugador de solitarios muy hábil.»
«Eso dijo usted.»
«Sí. Las dos primeras veces que fui allí con la muchacha, el coronel estaba haciendo solitarios, concretamente una variedad llamada Mrs. Kitchner’s Ramp que muy poca gente conoce. Y lo que es más, lo sacó las dos veces. Como habrá comprobado usted, yo no entiendo mucho de póquer, pero sí de solitarios, y sé que si se consigue sacar el Mrs. Kitchner’s Ramp una vez cada seis meses se puede uno dar por satisfecho. Así es que cuando usted y yo fuimos allí y el coronel lo sacó de nuevo, justo en el momento oportuno para poder venir a hablar con nosotros, comprendí que era un hombre muy fino con las cartas: le venían cuando él las llamaba.»
«Entonces, ¿por qué...?»
«¿Por qué no nos timó del modo habitual? Bueno, piense usted un poco. Por muy bien que le cayera, dudo que usted se hubiera arriesgado a jugarse con él tres mil dólares. Usted me dijo que no lo haría. Tampoco lo haría yo, ni nadie. Así pues, la única salida era inventar un cuento por mediación de la chica y perder una cantidad importante con un sinvergüenza como de Grouchy. Lo demás era fácil.»
«Debería ir a que me miraran la cabeza. Pero todavía hay algo que no comprendo. ¿Por qué diablos hacía trampas en los solitarios?»
El señor Heavistone sonrió.
«Si usted hiciera solitarios no haría esa pregunta. La mayoría de la gente hace más trampas en los solitarios que en cualquier otro juego.» Señaló la mesa. «Fíjese usted; si la última carta que he cogido hubiese sido un nueve, el solitario habría salido. La carta siguiente es un nueve, y hace quince días que no he sacado un solo solitario. ¿Comprende lo que quiero decir?» El señor Heavistone suspiró y recogió las cartas. «Tal vez el coronel hiciese solitarios precisamente para adquirir práctica en sus trucos con las cartas. Se requiere mucho entrenamiento para llegar a ser tan bueno como él. O quizás era simplemente como todos los demás y le gustaba ganar. Después de todo, estaba condenado a perder siempre en las partidas importantes, y eso, como comprenderá, puede llegar a ser muy aburrido.»