CORRADO ALVARO - EL RUBI

CORRADO ALVARO

ITALIA

CORRADO ALVARO 1895-1956 Pasó la mayor parte de su vida en Roma, aunque algunas de sus novelas cortas más conmovedoras se refieren a los sencillos campesinos de Calabria, región de Italia meridional donde nació. Novelista destacado, gozaba asimismo de gran estima como periodista.

LA ACTUALIDAD periodística registraba uno de esos sucesos que remueven durante un día toda una ciudad y le dan la vuelta al mundo: un rubí del grosor de una avellana, una célebre joya que llevaba un nombre famoso y cuyo valor era desmesurado, había desaparecido. Se adornaba con él un príncipe hindú, de visita en una metrópoli norteamericana, quien se dio cuenta de que lo había perdido inmediatamente después de que un taxi, eludiendo la vigilancia de su séquito y de la policía, lo dejara de incógnito en un hotel suburbano. Se movilizó la policía secreta, la ciudad entera se despertó a la mañana siguiente bajo la impresión de la noticia, y hasta mediodía fueron muchos los ilusos que acariciaron la esperanza de encontrar en su calle la renombrada joya. Sobre la ciudad, sopló una de esas ventoleras de optimismo delirante en que la percepción de la riqueza de uno solo enriquece las esperanzas de todos. En sus declaraciones a la policía, el príncipe se mostró reservado, pero excluyó terminantemente que la persona que le acompañaba en el taxi pudiese ser responsable de la pérdida. Por lo tanto, no debía ser buscada. A su vez, el taxista se presentó, atestiguando que había llevado en su coche al hindú y a su precioso turbante en compañía de una mujer, y afirmó que los había dejado ante un hotel suburbano. Aseguraba que la mujer era de raza blanca, y que lo único que vio de notable en ella fue un espléndido brillante, del tamaño de un guisante, que llevaba engastado en la ventanilla izquierda de la nariz, a la manera de algunas hindúes ricas. Este detalle desvió de momento la atención popular del rubí perdido, añadiendo mayor curiosidad a la que ya había despertado aquel asunto en la opinión pública.

Después de revisar cuidadosamente el interior de su coche, el taxista hizo memoria de las personas a las que había conducido durante las primeras horas de aquella mañana: un hombre que parecía muy atareado, un extranjero al que había llevado hasta el puerto y que evidentemente embarcaba para Europa, y una mujer. El extranjero, identificable como italiano, había salido de una de esas casas donde se unen, para vivir en común, los emigrantes; este hombre llevaba un par de pantalones exageradamente anchos, al modo de los emigrantes, unos zapatos gibosos y toscos, como sólo los usan esa clase de gente, y un sombrero duro sobre un rostro afeitado, flaco y lleno de arrugas. Su equipaje consistía en una pesada maleta cuyo cierre estaba reforzado por una gruesa cuerda, y otro paquete pesadísimo que parecía una caja de hierro o de acero. Pero la imagen de este individuo fue eliminada muy pronto de la lista de sospechosos, ya que aquel extranjero parecía viajar por primera vez en un coche de alquiler, ni siquiera sabía cerrar la portezuela; se mantuvo junto a la ventanilla inclinado hacia adelante todo el tiempo, quizá temiendo verse impulsado hacia atrás por la carrera, y contemplaba atentamente las calles, según suelen hacerlo quienes abandonan una ciudad y saben que la dejan tal vez para siempre. La atención del taxista se centraba mayormente en el hombre que había salido del hotel suburbano y tomado el taxi inmediatamente después del príncipe, haciéndose llevar hasta el barrio de trabajadores italianos, donde a su vez lo había sustituido el tipo que iba a embarcar en el puerto. Así pues, aquel pasajero, cuyas señas personales dio el taxista y que debía ser de la ciudad, fue buscado intensa pero inútilmente. Además, el hecho de que no respondiese a las llamadas de los periódicos y a las promesas de una fuerte gratificación demostraba en buena lógica que era él quien se había apoderado de la famosa joya. Pero, tratándose de un objeto más que reconocible, célebre en todo el mundo, se esperaba que un día u otro reaparecería.

El emigrante, que regresaba a su casa, en un pueblo italiano del sur, después de cinco años de ausencia, nunca supo nada de la historia en cuestión. Volvía a la patria con un equipaje de lo más singular, pese a que los emigrantes nos hayan acostumbrado a las cosas más extrañas. Una maleta de cuero sintético, que él creía verdadero, contenía su mono azul de trabajo, bien limpio y planchado, doce plumas estilográficas que se proponía venderle a la gente de su pueblo —olvidando que se trataba de pastores y que no más de seis individuos manejaban allí pluma y tintero—, amén de unos cubiertos con escudo de armas, una maquinilla para cortar el pelo con la que había pelado a sus compañeros de trabajo, un objeto metálico cuyo uso y función ignoraba y que, pese a su forma de pistola, no disparaba, doce tapetes de hule y algunos regalos para quedar bien con la mujer, el hijo, los amigos. El paquete pesado era efectivamente una caja de caudales usada y que se abría mediante un mecanismo en el que era necesario componer una palabra de seis letras: Annina. En cuanto a dinero en efectivo, el hombre volvía con mil dólares, de los cuales debía devolver trescientos a quien se los había prestado para el viaje. En un bolsillo del chaleco traía un trozo de cristal rojo, tallado y del tamaño de una avellana, que había encontrado casualmente en el taxi que lo llevó al puerto y cuyo empleo también desconocía. Lo encontró al meter las manos en las junturas del asiento, lo consideró como un bonito amuleto para su futuro y pensó en añadirlo como dije a la cadena de su reloj. Como no estaba perforado, cosa que le pareció rara, no podía ser una de esas piedras gruesas que las señoras de la ciudad usan en sus collares. Cuando uno abandona un país, todo adquiere, antes de la partida, un extraordinario valor de recuerdo, y nos hace saborear de antemano la lejanía y la nostalgia. Por eso le tomó cariño a aquel pedazo de cristal, gélido al tacto, reluciente y límpido, como si estuviera hueco y contuviese licor como algunos bombones. Sobre la base de los elementos que con él llevaba, el hombre había instalado una tiendecilla. La caja de caudales pegada a la pared, el mostrador para las ventas, las plumas estilográficas en una caja, los cubiertos con escudo, los tapetes de hule mostrando en el centro la Estatua de la Libertad y, en los picos, a los fundadores de la independencia norteamericana, sobre un fondo de puntitos blancos y azules. Todos esos objetos habían sido pacientemente reunidos por él a lo largo de cinco años pensando en su vuelta; trató de escoger siempre las cosas que hubieran podido parecer más raras en un pueblo como el suyo, y dejó de lado, con esa idea, todas las ocasiones que se le ofrecían de adquirir material usado procedente quién sabe de dónde y que circula continuamente entre las manos de los emigrantes.

Ahora sería comerciante de objetos diversos, después de haber salido como bracero, y la primera idea de su nuevo negocio se la había dado la caja de caudales. Hubiérase dicho que lo había escogido sólo porque tenía una caja de caudales. Se consideraba casi rico, porque el dinero que traía era dinero forastero, que aumentaba con el cambio. Calculando mentalmente cuánto podría sumar, su pensamiento se extraviaba a gusto por cifras constantemente cambiantes. Experimentaba un placer infantil al tocar en su bolsillo aquel cristal colorado, y empezaba a creer que se trataba de un talismán, portador de la buena suerte. Era uno de esos objetos sin utilidad pero que permanecen toda la vida con nosotros, sin que nadie tenga el valor de deshacerse de ellos, y que nos acompañan hasta el final e incluso, a veces, se prolongan en una casa a través de varias generaciones. Muchas cosas importantes se pierden, aunque estén bien cuidadas y escondidas, pero esa clase de objetos no se pierden nunca, y más de una vez pensamos en ellos. A los pocos días, el pedazo de cristal le recordaba al hombre el día de su marcha, el interior del taxi, las calles que se enrollaban lentamente, como decorados después de una representación, y se volvían ya recuerdos de cosas lejanas.

Instaló la tienda en un lugar del pueblo muy frecuentado por los campesinos y pastores, bien en alto. Quince días después de su llegada, la planta baja de una casucha estaba ya amueblada con un largo mostrador, un anaquel en el que se alineaban paquetes azules de pasta, telas azules de algodón para las amas de casa, un barril de vino en un rincón, sobre dos caballetes, y una gran jarra de aceite. Junto al mostrador y empotrada en la pared, la caja de caudales deparaba siempre a su dueño la satisfacción de abrirla en presencia del público. Dentro de ella estaban el libro de las cuentas y el cartapacio de los artículos entregados a crédito, que debían ser pagados después de la cosecha o de las ventas de ganado. Lentamente, la tienda fue adquiriendo el aspecto de todas, con el olor de las mercancías y las marcas de tiza hechas en la pared por la mujer para acordarse de las cosas fiadas, puesto que no sabía escribir. En cambio, el niño, que ya iba a la escuela, empezó a anotar en el libro mayor los nombres de los clientes, y alguna que otra vez hacía guardia en la tienda, muy formalito, durante esas tardes calurosas en las que no hay más venta que la de hielo para los señores que se despiertan de la siesta y quieren un refresco.

Lentamente también, los largos zapatos americanos de la mujer se habían ido arrugando cada vez más, y ella había adquirido el aspecto satisfecho y meticuloso de las tenderas. Las piezas nuevas que el marido trajera de América habían quedado arrumbadas como retales, y únicamente el sombrero duro permanecía en el armario, casi nuevo. Los tapetes de hule, poco a poco, fueron regalados a las familias importantes, y en cuanto a las plumas estilográficas, nadie las había querido. Alguno que otro había roto esta o aquella, manejándola torpemente, y los trozos seguían guardados en la caja de caudales. En el fondo, el dueño de la tienda tenía una mentalidad infantil; pensaba a menudo que los plumines de aquellas estilográficas eran de oro y, en consecuencia, los conservaba tan celosamente como un chiquillo conserva el papel de plata de una chocolatina, así como guardaba un periódico en inglés, intocable incluso en los momentos en que más necesario hubiera sido para envolver alguna mercancía. Lo hojeaba de vez en cuando, y las pequeñas ilustraciones de sus páginas de publicidad le traían a la memoria aquella gente que fumaba en boquillas de oro, las muchachas, los gramófonos, la vida de los barrios céntricos, a los que había hecho alguna que otra escapada.

En cuanto a la bolita de cristal, se acordó un buen día de ella y se la dio a su chico para que jugara con sus amigos por Navidad. En esa época del año, los niños aprecian mucho una avellana algo más pesada para arrojarla contra los castillos de avellanas amontonadas, a fin de derribarlos y ganar en ese juego; generalmente, se toma una avellana gruesa, se la vacía pacientemente por un agujerito y se la rellena de perdigones. Pero esta de cristal funcionaba perfectamente, era pesada y no se desviaba del blanco. Otro de los chiquillos jugaba con una de esas bolitas de vidrio que venían en la boca de las antiguas botellas de gaseosa y son esféricas, pero el hijo del tendero defendía a capa y espada que la suya era mejor porque había venido de América y porque era de un bonito color rojo. La cuidaba celosamente, como todos los niños, que no pierden nunca estas cosas. Y el padre, viendo aquel objeto que servía de juguete a su hijo, pensaba frecuentemente en sus ilusiones de cuando viajaba por el mundo y creía que estaba lleno de objetos preciosos perdidos que la gente de suerte encuentra. Por eso había rebuscado siempre dondequiera que se le presentaba la ocasión, bajo las colchonetas de las literas en el barco, detrás de los asientos de cuero de los autobuses. Pero nunca había encontrado nada. Sí: una vez, sí. Se encontró cinco dólares por la calle, y se acordaría siempre de ese detalle, aquel día estaba lloviendo.

Antología de la novela corta universal
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