ANATOLE FRANCE - EL PROCURADOR DE JUDEA

ANATOLE FRANCE

FRANCIA

ANATOLE FRANCE 1844-1924 Hijo de un librero parisiense, Anatole France fue elegido miembro de la Academia Francesa en 1897, y en 1921 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura. Prosista magistral y figura dominante de la literatura francesa durante más de treinta años, recibió el sobrenombre de «príncipe de las letras». El procurador de Judea es un claro ejemplo de la sutil sátira de este genial escritor.

L. ELIO Lamia, nacido en Italia de padres ilustres, no se había quitado todavía la toga pretexta cuando fue a estudiar filosofía a las escuelas de Atenas. Después volvió a Roma y, en su casa del monte Esquilmo, entre jóvenes libertinos, llevó una vida voluptuosa. Pero acusado de mantener relaciones criminales con Lépida, mujer de Sulpicio Quirino, personaje de rango consular, y declarado culpable, fue desterrado por Tiberio César. Acababa entonces de cumplir los veintitrés años. Durante los dieciocho que duró su exilio, recorrió Siria, Palestina, Capadocia, Armenia y pasó largas temporadas en Antioquía, Cesarea y Jerusalén. Cuando, después de la muerte de Tiberio, Cayo llegó a emperador, Lamia obtuvo el permiso de volver a la ciudad e incluso recuperó parte de sus bienes. Sus infortunios le habían hecho prudente.

A partir de entonces, evitó todo comercio con mujeres de libre condición, no solicitó ningún empleo público, se mantuvo alejado de los honores y vivió retirado en su casa del monte Esquilmo. Al escribir lo que había visto de notable en sus lejanos viajes decía que sus penas pasadas le servían de solaz de las horas presentes. Así fue como en medio de esos apacibles trabajos y de la meditación asidua de las obras de Epicuro, con un poco de sorpresa y no menos aflicción, vio llegar la vejez. A los sesenta y un años, atormentado por un molesto catarro, fue a tomar las aguas de Baiae. Esta costa, donde antaño abundaban los alciones, era frecuentada entonces por los romanos ricos y ávidos de placeres. Desde hacía una semana,

Lamia vivía solo y sin amigos en medio de aquella brillante multitud, cuando un día, después de comer, sintiéndose bien dispuesto, se le antojó subir por las colinas que, cubiertas de pámpanos como si fueran bacantes, contemplan la mar.

Al llegar a la cima, se sentó al borde de un sendero, a la sombra de un terebinto, y dejó errar la vista por el bonito paisaje. A su izquierda se extendían lívidos y desnudos los campos Flegreos hasta las ruinas de Cumas. A su derecha el cabo Miseno hundía su afilado espolón en el mar Tirreno. A sus pies, hacia occidente, la rica Baiae, siguiendo la curva graciosa de la costa, desplegaba sus jardines, sus quintas pobladas de estatuas, sus pórticos, sus terrazas de mármol, a orillas del mar azul donde retozaban los delfines. Ante él, al otro lado del golfo, sobre la costa de Campania, dorada por el sol poniente, brillaban los templos, coronados a lo lejos por los laureles del monte Posilipo, y en las profundidades del horizonte el risueño Vesubio.

Lamia sacó de un pliegue de la toga un rollo de pergamino que contenía el Tratado de la naturaleza, se tendió en el suelo y comenzó a leer. Pero los gritos de un esclavo le hicieron levantarse para dejar paso a una litera que subía por el estrecho sendero de las viñas. Como la litera se acercaba con las cortinas descorridas, Lamia vio, extendido sobre los almohadones, a un anciano de gran corpulencia que, con la frente apoyada en la mano, miraba con sombría y altiva expresión. Su nariz aquilina descendía hacia los labios, comprimidos por un mentón prominente y unas fuertes mandíbulas.

Desde el primer momento, Lamia estuvo seguro de que conocía aquella cara, pero dudó un instante antes de darle nombre. Después se lanzó hacia la litera en un impulso de sorpresa y de alegría.

—¡Poncio Pilatos! —exclamó—, ¡doy gracias a los dioses que me han concedido volverte a ver!

El anciano, haciendo señas a los esclavos para que se detuvieran, miró con atención al hombre que lo saludaba.

—Poncio, mi querido anfitrión —prosiguió este último—, ¿es que veinte años han blanqueado mi pelo y han hundido mis mejillas lo bastante para que no reconozcas ya a tu amigo Elio Lamia?

Al oír este nombre, Poncio Pilatos descendió de la litera tan rápidamente como se lo permitían el peso de sus años y la dignidad de su porte. Y besó dos veces a Elio Lamia.

—Ciertamente, me es muy dulce volverte a ver —dijo—. ¡Ay! Tú me recuerdas los días pasados, cuando era procurador de Judea, en la provincia de Siria. He aquí que hace treinta años que te vi por primera vez. Fue en Cesarea, adonde habías venido arrastrando el tedio del exilio. Yo tuve la fortuna de podértelo aliviar un poco y, por amistad, Lamia, tú me seguiste a esa triste Jerusalén, donde los judíos me abrumaron de amargura y de repugnancia. Durante más de diez años fuiste mi huésped y mi compañero, y los dos, hablando de Roma, nos consolábamos mutuamente, tú de tus infortunios, yo de mis cargos y honores.

Lamia le besó de nuevo.

—No dices todo, Poncio: no hablas para nada que en mi favor usaste de tu influencia con Herodes Antipas y que me abriste tu bolsa con liberalidad.

—No hablemos de eso —respondió Poncio—, recuerda que en cuanto regresaste a Roma me enviaste por uno de tus libertos una suma de dinero que me pagaba con creces.

—Poncio, yo no considero saldada mi deuda contigo por haberte pagado una suma de dinero. Pero dime: ¿colmaron los dioses tus deseos? ¿Gozas de toda la felicidad que mereces? Háblame de tu familia, de tu fortuna, de tu salud.

—Vivo retirado en Sicilia, donde poseo unas tierras, y cultivo y vendo trigo. Mi hija mayor, mi muy querida Poncia, que se ha quedado viuda, vive conmigo y gobierna mi casa. Gracias a los dioses, aún conservo el vigor del espíritu; mi memoria no se ha debilitado en absoluto. Pero la vejez no llega nunca sin un largo cortejo de dolores y de achaques. La gota me hace padecer cruelmente. Y en este momento mismo me encuentras camino de los campos Flegreos, en busca de un remedio para mis males. Esta tierra ardiente, de donde por la noche salen llamas, exhala acres vapores de azufre que, según dicen, calman los dolores y devuelven la flexibilidad a las coyunturas de los miembros. Al menos los médicos así lo aseguran.

—¡Ojalá, Poncio, puedas experimentarlo en ti mismo! Pero, a pesar de la gota y de sus ardientes mordeduras, pareces apenas más viejo que yo, cuando en realidad me llevas diez años. Ciertamente, has conservado más vigor del que yo tuve jamás y me regocijo

de encontrarte tan robusto. ¿Por qué, querido Poncio, has renunciado antes de la edad habitual a los cargos públicos? ¿Por qué al dejar el gobierno de Judea has vivido en tus dominios de Sicilia un exilio voluntario? Cuéntame lo que ha sido tu vida a partir del momento en que dejé de ser testigo de ella. Te estabas preparando para reprimir una rebelión de los samaritanos cuando yo partí para Capadocia, donde esperaba ganar algún dinero con la cría de caballos y de muías. Desde entonces no volví a verte. ¿Cuál fue el éxito de esta expedición? Cuéntame, habla. Todo lo que se refiere a ti me interesa.

Poncio Pilatos meneó tristemente la cabeza.

—Una natural solicitud —dijo— y el sentimiento del deber me llevaron a cumplir las funciones públicas no solamente con diligencia, sino también con amor. Pero el odio me persiguió sin tregua. La intriga y la calumnia destrozaron mi vida en la plenitud de mi vigor y secaron los frutos que hubiera debido producir. Tú me interrogas sobre la rebelión de los samaritanos. Sentémonos en ese cerro. Voy a responderte en pocas palabras. Esos acontecimientos los tengo tan presentes como si hubieran ocurrido ayer.

»Un hombre de la plebe, poderoso por la palabra, como existen tantos en Siria, persuadió a los samaritanos de que se reunieran armados en el monte Garizim, que en este país pasa por ser un lugar santo, y les prometió descubrir ante sus ojos los vasos sagrados que un héroe epónimo, o, mejor dicho, un dios local llamado Moisés, había escondido allí en los tiempos antiguos de Evandro y de nuestro padre Eneas. Ante esta promesa los samaritanos se sublevaron. Pero advertido a tiempo para impedirles llevar a cabo la sublevación, ordené ocupar la montaña por unos destacamentos de infantería y coloqué la caballería para vigilar los accesos a la misma.

»Estas medidas de prudencia eran urgentes. Ya los rebeldes sitiaban la aldea de Tirataba, situada al pie del Garizim. Pero los dispersé fácilmente y sofoqué la rebelión apenas comenzada. Después, para dar un gran ejemplo con pocas víctimas, hice ejecutar a los jefes de la sedición. Pero tú sabes, Lamia, la estrecha dependencia en que me tenía el procónsul Vitelio, que, gobernando Siria no a favor sino en contra de Roma, consideraba que las provincias del Imperio podían darse a los tetrarcas como si fueran granjas.

Los principales samaritanos fueron a arrojarse llorosos a sus pies instilando su odio contra mí. Al oírlos, nada había más alejado de sus pensamientos que desobedecer al César. Yo era un provocador, y para resistir a mis violencias era por lo que se habían reunido alrededor de Tirataba. Vitelio oyó sus quejas y, confiando los asuntos de Judea a su amigo Marcelo, me ordenó que fuera a justificarme ante el emperador. Afligido por el dolor y el resentimiento me hice a la mar. Cuando abordé las costas de Italia, Tiberio, agotado por la edad y el Imperio, moría repentinamente en ese mismo cabo Miseno, cuyo espolón se divisa desde aquí, alargado por la bruma del anochecer. Yo pedí justicia a Cayo, su sucesor, que tenía una aguda inteligencia y conocía los asuntos de Siria. Pero admira conmigó, Lamia, la malignidad de la fortuna, obstinada en mi perdición. Cayo tenía en aquel entonces junto a sí, en Roma, al judío Agripa, su compañero, su amigo de la infancia, a quien quería más que a la niña de sus ojos. Ahora bien, Agripa favorecía a Vitelio porque Vitelio era enemigo de Antipas, a quien Agripa perseguía con su odio. El emperador se dejó influir por el sentimiento de su querido asiático y hasta se negó a oírme. Total, que tuve que plegarme bajo el golpe de una desgracia inmerecida. Devorando mis lágrimas, rebosando hiel, me retiré a mis tierras de Sicilia, donde hubiera muerto de dolor si mi dulce Poncia no hubiera venido a consolar a su padre. Allí cultivé trigo e hice crecer las espigas más granadas de toda la provincia. Hoy mi vida es cosa del pasado. El futuro juzgará entre Vitelio y yo.

—Poncio —contestó Lamia—, estoy seguro de que tú actuaste con los samaritanos según tu acostumbrada rectitud de carácter y exclusivamente en interés de Roma. ¿Pero no obedeciste demasiado en aquella ocasión a ese valor impetuoso que siempre te arrastraba? Tú sabes que en Judea, aunque, siendo más joven que tú, yo debía ser más vehemente, con frecuencia hube de aconsejarte clemencia y moderación.

—¡Moderación con los judíos! —exclamó Poncio Pilatos—. Aunque hayas vivido en su país, conoces mal a esos enemigos del género humano. A la vez orgullosos y viles, uniendo una cobardía ignominiosa a una obstinación invencible, cansan por igual al amor y al odio. Mi espíritu se formó, Lamia, con las máximas del divino Augusto. Ya cuando me nombraron procurador de Judea, la majestad de la paz romana envolvía la tierra. Ya no se veía, como en los tiempos de nuestras discordias civiles, a los procónsules enriquecerse con el saqueo de las provincias. Yo sabía cuál era mi deber. Tenía buen cuidado de que mis acciones estuviesen gobernadas por la cordura y la moderación. Los dioses son testigos de que sólo me obstiné en la suavidad. ¿De qué me sirvieron estos pensamientos benévolos? Tú me viste, Lamia, cuando al principio de mi gobierno estalló la primera rebelión. ¿Es necesario recordarte las circunstancias? La guarnición de Cesarea había ido a instalar sus cuarteles de invierno en Jerusalén. Los legionarios llevaban en sus estandartes las imágenes de César. Esto ofendió a los jerosolimitanos, que no reconocían en absoluto la divinidad del emperador, como si, puesto que hay que obedecer, no fuera más honorable obedecer a un dios que a un hombre. Los sacerdotes de la nación acudieron a mi tribunal a rogarme con una humildad altanera que mandara llevar los estandartes fuera de la ciudad santa. Yo me negué a ello por respeto a la divinidad de César y a la majestad del Imperio. Entonces la plebe, uniéndose a los sacerdotes, se arremolinó alrededor del pretorio gritando súplicas amenazadoras. Yo ordené a los soldados que dejaran las picas formando pabellón delante de la torre Antonia y que fueran armados con varas, como los lictores, a dispersar aquella muchedumbre insolente. Pero insensibles a los golpes, los judíos seguían conjurándome, y los más obstinados, tumbándose en el suelo, presentaban la garganta y se dejaban matar por las varas. Tú entonces fuiste testigo de mi humillación, Lamia. Por orden de Vitelio tuve que enviar los estandartes a Cesarea. Ciertamente, no me merecía esta vergüenza. Ante los dioses inmortales, juro que yo no ofendí ni una sola vez, en mi gobierno, la justicia y las leyes. Pero estoy viejo. Mis enemigos y mis delatores han muerto. Moriré sin ser vengado. ¿Quién defenderá mi memoria?

Poncio Pilatos gimió y se calló. Lamia contestó:

—Es prudente no temer ni esperar nada del futuro incierto. ¿Qué importa lo que los hombres piensen de nosotros en lo venidero? No tenemos más testigos ni más jueces que nosotros mismos. Afírmate, Poncio Pilatos, en el testimonio que tú te rindes de tu virtud. Conténtate con tu propia estimación y la de tus amigos. Por lo demás, la suavidad no basta para gobernar a los pueblos. Esta indulgencia con las flaquezas del género humano que aconseja la filosofía tiene poca parte en las acciones de los hombres públicos.

—Dejemos esto —dijo Poncio—. Los vapores sulfurosos que exhalan los campos Flegreos tienen más fuerza cuando salen de la tierra todavía caliente por los rayos del sol. Tengo que darme prisa. Adiós. Pero puesto que vuelvo a encontrar a un amigo, quiero aprovechar esta buena fortuna. Elio Lamia, concédeme el favor de venir a cenar mañana conmigo. Mi casa está situada a la orilla del mar, en el extremo de la ciudad, por la parte del cabo Miseno. La reconocerás fácilmente por el pórtico, donde se ve una pintura que representa a Orfeo encantando a los tigres y a los leones al son de su lira. Hasta mañana, Lamia —dijo mientras volvía a subirse a la litera—. Mañana charlaremos de Judea.

AL DÍA siguiente Lamia se dirigió, a la hora de cenar, a casa de Poncio Pilatos. Dos triclinios solamente esperaban a los comensales. Servida sin fausto, pero honorablemente, la mesa estaba llena de fuentes de plata en las cuales estaban preparados oropéndolas con miel, tordos, ostras del lago Lucrino y lampreas de Sicilia. Poncio y Lamia, mientras comían, se preguntaban uno a otro por sus enfermedades, cuyos síntomas describieron minuciosamente, y se comunicaron los diversos remedios que les habían recomendado. Después, felicitándose por haberse reunido en Baiae, alabaron a cuál más la belleza de aquella costa y la suavidad del clima que se disfrutaba en ella. Lamia celebró el garbo de las cortesanas que pasaban por la playa, cargadas de oro y llevando velos bordados en el país de los bárbaros. Pero el viejo procurador deploraba una ostentación que, a cambio de joyas vanas y telas de araña tejidas por la mano del hombre, hacía pasar el dinero romano a pueblos extranjeros e incluso a los enemigos del Imperio. A continuación, hablaron de las grandes obras llevadas a cabo en la región, de ese puente prodigioso construido por Cayo entre Puteoli y Baiae, y de esos canales excavados por Augusto para verter las aguas del mar en los lagos Averno y Lucrino.

—Yo también —dijo Poncio suspirando— quise emprender grandes obras de utilidad pública. Cuando recibí, para mi desgracia, el gobierno de Judea, tracé los planos de un acueducto de doscientos estadios, que debía llevar a Jerusalén aguas abundantes y puras. Altura de los niveles, capacidad de los módulos, oblicuidad de los cálices de bronce a los cuales se adaptan los tubos de distribución, lo había estudiado todo y, siguiendo el parecer de mecánicos expertos, había resuelto todo yo mismo. Incluso preparé un reglamento para la vigilancia de las aguas, a fin de que ningún particular pudiera hacer tomas ilícitas. Los arquitectos y los obreros estaban contratados. Y ordené que comenzaran las obras. Pero lejos de ver elevarse con satisfacción esta vía, que sobre unos arcos poderosos debía llevar con el agua la salud a la ciudad, los jerosolimitanos organizaron un griterío lamentable. Se congregaban tumultuosamente, clamando que aquello era un sacrilegio y una impiedad; se abalanzaban sobre los obreros y dispersaban las piedras de los cimientos. ¿Concibes tú, Lamia, que existan bárbaros más inmundos? Sin embargo, Vitelio les dio la razón y yo recibí la orden de interrumpir la obra.

—Es una cuestión importante —dijo Lamia— saber si se debe hacer la felicidad de los hombres contra su voluntad.

Poncio Pilatos prosiguió sin oírle:

—Rechazar un acueducto, ¡qué locura! Pero todo lo que viene de los romanos es odioso para los judíos. Para ellos nosotros somos seres impuros, y solamente nuestra presencia constituye para ellos una profanación. Tú sabes que no se atrevían a entrar en el pretorio por miedo a mancharse y que yo tuve que ejercer la magistratura pública en un tribunal al aire libre, sobre aquel pavimento de mármol donde tú posaste tan a menudo el pie.

»Nos temen y nos desprecian. Sin embargo, ¿acaso no es Roma la madre y la tutora de todos aquellos pueblos que, como niños, descansan y sonríen sobre su seno venerable? Nuestras águilas llevaron hasta los confines del universo la paz y la libertad. Considerando como amigos a los vencidos, nosotros conservamos y garantizamos a los pueblos conquistados sus costumbres y sus leyes. ¿No es cierto que solamente desde que Pompeyo la sometió, Siria, en otro tiempo desgarrada por una multitud de reyezuelos, comenzó a saborear el descanso y las horas prósperas? Y cuando Roma podía vender su benevolencia a precio de oro, ¿es que se llevó los tesoros que rebosaban en los templos bárbaros? ¿Acaso despojó a la diosa madre en Pessinonta, a Júpiter en Morimena y en Gilicia, al dios de los judíos en Jerusalén? Antioquía, Palmira, Apamea, tranquilas a pesar de sus riquezas y sin temer ya a los árabes del desierto, elevan templos al genio de Roma y a la divinidad de César. Unicamente los judíos nos odian y nos desafían. Y hay que arrancarles el tributo, y se niegan con obstinación al servicio militar.

—Los judíos —respondió Lamia— están muy apegados a sus tradiciones. Ellos sospechaban, sin motivo, estoy de acuerdo, que querías abolir su ley y cambiar sus costumbres. Acepta, Poncio, que te diga que tú no obraste siempre como para disipar su malhadado error. Te complacías, a pesar tuyo, en excitar sus inquietudes, y yo te vi más de una vez dejar traslucir ante ellos el desprecio que te inspiraban sus creencias y sus ceremonias religiosas. Tú los vejabas especialmente haciendo vigilar por legionarios, en la torre Antonia, la ropa y los ornamentos sacerdotales del gran sacerdote. Hay que reconocer que, sin haberse elevado como nosotros a la contemplación de las cosas divinas, los judíos celebran unos misterios venerables por su antigüedad.

Poncio Pilatos se encogió de hombros:

—Ellos no tienen en absoluto —dijo— un conocimiento exacto de la naturaleza de los dioses. Adoran a Júpiter, pero sin darle ni nombre ni rostro. Ni siquiera lo veneran bajo la forma de una piedra, como hacen algunos pueblos de Asia. No saben nada de Apolo, ni de Neptuno, ni de Marte, ni de Plutón, ni de ninguna diosa. Aunque creo que antiguamente adoraron a Venus. Pues todavía hoy las mujeres ofrecen palomas en el altar, como víctimas, y tú sabes tan bien como yo que los mercaderes, establecidos en los pórticos del templo, venden parejas de palomas para el sacrificio. Incluso un día vinieron a avisarme que un loco acababa de derribar a esos vendedores de ofrendas con sus jaulas. Los sacerdotes se quejaban de ello como si fuera un sacrilegio. Yo creo que esta costumbre de sacrificar tórtolas fue instituida en honor de Venus. ¿Por qué te ríes, Lamia?

—Me río —dijo Lamia— de una idea divertida que, no sé cómo, me ha pasado por la cabeza. Pensaba que un día el Júpiter de los judíos podría muy bien venir a Roma y perseguirte con su odio. ¿Por qué no? Asia y Africa nos han dado ya un gran número de dioses. En Roma, hemos visto elevarse templos en honor de Isis y de Anubis, el dios de cabeza de chacal. Y en las encrucijadas de los caminos y hasta en los picaderos, encontramos a la Buena Diosa de los sirios, montada en un asno. ¿Y no sabes que, durante el principado de Tiberio, un joven caballero se hizo pasar por el Júpiter cornudo de los egipcios y obtuvo así disfrazado los favores de una dama ilustre, demasiado virtuosa para negar nada a los dioses? ¡Teme, Poncio, que el Júpiter invisible de los judíos desembarque un día en Ostia!

Al pensar que un dios pudiese venir de Judea, una rápida sonrisa resbaló por el rostro severo del procurador. Después contestó con gravedad:

—¿Cómo podrían los judíos imponer su ley sagrada a los otros pueblos, cuando ellos mismos se desgarran entre sí por la interpretación de esta ley? Divididos en veinte sectas rivales, tú los has visto, Lamia, en las plazas públicas, con sus rollos en la mano, injuriándose unos a otros y tirándose de la barba; tú los has visto, en el estilóbato del templo, rasgarse en señal de desolación las mugrientas vestiduras alrededor de cualquier miserable presa del delirio profético. No conciben que se discuta en paz, con el alma serena, de las cosas divinas que, no obstante, están cubiertas de velos y llenas de incertidumbre. Pues la naturaleza de los inmortales permanece oculta para nosotros y no podemos conocerla. Yo pienso, sin embargo, que es prudente creer en la providencia de los dioses. Pero los judíos no tienen ninguna filosofía y no soportan la diversidad de opiniones. Al contrario, juzgan merecedores del último suplicio a los que profesan sobre la divinidad opiniones contrarias a su ley. Y como, desde que el genio de Roma les domina, las sentencias capitales pronunciadas por sus tribunales no pueden ser ejecutadas sino con la sanción del procónsul o del procurador, apremian en todo momento al magistrado romano para que suscriba sus funestas sentencias; asedian el pretorio con sus gritos de muerte. Cien veces yo los he visto, una muchedumbre de ricos y pobres, reconciliados todos alrededor de sus sacerdotes, asediar furiosos mi silla de marfil y tirarme de los faldones de la toga, de las correas de las sandalias, para reclamar, para exigir de mí la muerte de cualquier desgraciado cuyo crimen yo no era capaz de discernir y del que solamente podía decir que lo consideraba tan loco como a sus acusadores. ¡Qué digo, cien veces! Todos los días, a todas horas. Y sin embargo, yo debía hacer ejecutar su ley como si fuera la nuestra, puesto que Roma me instituía no como el destructor, sino como el defensor de sus costumbres, y que yo representaba para ellos las varas y la segur. En los primeros tiempos, traté de que se avinieran a razones; intentaba arrancar sus miserables víctimas al suplicio. Pero esta mansedumbre les irritaba más; y reclamaban la presa batiendo las alas y el pico a mi alrededor como buitres. Sus sacerdotes escribían a César que yo violaba su ley, y sus súplicas, apoyadas por Vitelio, atraían sobre mí severas reprimendas. ¡Cuántas veces me entraron ganas de enviar juntos, como dicen los griegos, a los cuervos, a los acusados y a los jueces!

»No creas, Lamia, que nutra rencores impotentes y cóleras seniles contra ese pueblo que ha vencido en mí a Roma y la paz. Pero preveo el extremo a que nos reducirán tarde o temprano. Al no poder gobernarlos, será preciso destruirlos. No lo dudes: siempre insumisos, incubando la rebelión en sus almas inflamadas, un día estallarán contra nosotros con un furor al lado del cual la ira de los númidas y las amenazas de los partos no son más que caprichos de niños. Nutren en la sombra esperanzas insensatas y meditan locamente nuestra ruina. ¿Cómo puede ser de otra manera si, confiados en la promesa de un oráculo, esperan a un príncipe de su sangre que reinará sobre todo el haz de la tierra? No conseguiremos dominar a este pueblo. Y es preciso que deje de existir. Hay que destruir Jerusalén desde los cimientos a la cúspide. Tal vez, aunque soy viejo, se me concederá ver el día en que caigan sus murallas, en que la llama devore sus casas, en que sus habitantes sean pasados a cuchillo, en que se siembre sal en la plaza en que se alzó el templo. Ese día por fin yo seré justificado.

Lamia se esforzó en llevar la conversación por unos derroteros más suaves.

—Poncio —dijo—, me explico fácilmente tus antiguos resentimientos y tus presentimientos siniestros. Ciertamente, lo que tú conociste del carácter de los judíos no les favorece en nada. Pero yo, que vivía en Jerusalén como espectador y que me mezclaba con el pueblo, pude descubrir en esos hombres virtudes insospechadas que permanecieron ocultas para ti. Yo conocí a judíos llenos de mansedumbre, cuyas costumbres sencillas y su lealtad me recordaban lo que nuestros poetas han dicho del anciano de Ebalia. Y tú mismo, Poncio, viste expirar bajo la vara de tus legionarios a hombres sencillos que, sin decir su nombre, morían por una causa que ellos creían justa. Tales hombres no merecen en absoluto nuestro desprecio. Hablo de esta forma porque es conveniente guardar en todas las cosas la medida y la equidad. Aunque reconozco no haber experimentado jamás por los judíos una viva simpatía. Las judías, por el contrario, me gustaban mucho. Yo era entonces joven, y las sirias me producían una gran turbación de los sentidos. Sus labios rojos, sus ojos húmedos que brillaban en la sombra, sus lánguidas miradas, me penetraban hasta la médula. Maquilladas y pintadas, oliendo a nardo y a mirra, maceradas en plantas aromáticas, su carne es de un gusto raro y delicioso.

Poncio escuchó estas alabanzas con impaciencia.

—Yo no era hombre para caer en las redes de las judías —dijo—, y ya que me empujas a decirlo, Lamia, nunca aprobé tu incontinencia. Si en otro tiempo no insistí bastante sobre lo culpable que te consideraba por haber seducido en Roma a la mujer de un hombre de rango consular, es porque entonces tú expiabas duramente tu culpa. El matrimonio es sagrado para los patricios; esta institución es uno de los puntales de Roma. En cuanto a las mujeres esclavas o extranjeras, las relaciones que se pueden mantener con ellas tendrían poca importancia si el cuerpo no se habituara a una vergonzosa molicie. Permite que te diga que tú sacrificaste demasiado a la Venus de las encrucijadas; y lo que sobre todo te censuro, Lamia, es no haberte casado según la ley y no haber dado hijos a la República, como es deber de todo buen ciudadano.

Pero el desterrado por Tiberio no escuchaba ya al viejo magistrado. Habiendo vaciado su copa de falerno, sonreía a alguna imagen tan sólo visible para él.

Después de un momento de silencio, prosiguió en voz muy baja, que fue subiendo de tono poco a poco:

—¡Danzan con tanta languidez las mujeres sirias! Yo conocí a una judía de Jerusalén que, en un tugurio, a la luz de una lamparilla humeante, sobre una raída alfombra, bailaba levantando los brazos para chocar los címbalos. Cimbreándose, con la cabeza echada hacia atrás como arrastrada por el peso de su espesa cabellera roja, los ojos anegados de voluptuosidad, ardiente y lánguida, flexible, hubiera hecho palidecer de envidia a la misma Cleopatra. Me gustaban sus danzas bárbaras, su canto un poco ronco y sin embargo tan dulce, su olor a incienso, la semisomnolencia en que parecía vivir. La seguía a todas partes. Me mezclaba con el mundo vil de soldados, de titiriteros y de publicanos que la rodeaba. Un día desapareció y no volví a verla nunca más. La busqué durante mucho tiempo por las callejuelas de mala fama y en las tabernas. Costaba más trabajo pasarse sin ella que sin el vino griego. Después de varios meses de buscarla, un día me enteré, por casualidad, que se había unido a una pequeña banda de hombres y de mujeres que seguían a un joven taumaturgo galileo. Este se hacía llamar Jesús el Nazareno15 y fue crucificado por no sé qué crimen. Poncio, ¿te acuerdas de ese hombre?

Poncio Pilatos frunció las cejas y se llevó la mano a la frente como el que trata de profundizar en su memoria. A continuación, después de unos instantes de silencio:

—¿Jesús? —murmuró— ¿Jesús el Nazareno? No, no recuerdo.

Antología de la novela corta universal
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