LEON TOLSTOI - DIOS VE LA VERDAD, PERO ESPERA

LEON TOLSTOI

RUSIA

LEON TOLSTOI 1828-1910 En su juventud el conde Tolstoi llevó una vida alegre en Moscú y San Petersburgo. En 1862 se casó y se estableció en su finca de Iasnaia Poliana. Allí vieron la luz sus trece hijos, y también sus mejores novelas: Guerra y paz y Ana Karenina. Su idealismo lo llevó a establecer escuelas para campesinos, a renunciar a sus bienes y a labrar él mismo la tierra. Su tendencia religiosa y moral culminó en un cristianismo primitivo e individual. Fue excomulgado por la Iglesia ortodoxa rusa y abandonado por sus amigos, pero hoy en día se considera a este gigante de las letras como un santo varón.

EN LA ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante llamado Iván Dmitrich Aksionov. Tenía dos tiendas y una casa de su propiedad.

Aksionov era un hombre bien parecido, rubio, de cabello crespo, lleno de animación y muy aficionado al canto. En sus mocedades le gustaba empinar el codo, y cuando bebía mucho se volvía jaranero; pero desde su matrimonio sólo probaba el alcohol de tarde en tarde.

Un verano disponíase Aksionov a ir a la feria de Nijni, y en el momento de despedirse de su familia, su mujer le dijo:

—No te vayas hoy, Iván Dmitrich; he tenido un mal sueño que se refería a ti.

Aksionov se echó a reír y contestó:

—Tienes miedo de que cuando llegue a la feria me corra una juerga.

—No sé de qué tengo miedo; todo lo que sé es que tuve un mal sueño. Soñé que volvías de la ciudad, y cuando te quitaste la gorra vi que tu cabello había encanecido.

Aksionov rió de nuevo.

—Eso es un buen presagio. Ya verás como vendo todas mis mercancías y te traigo algunos regalos de la feria.

Y dicho esto se despidió de su familia y partió.

A mitad del camino se encontró con otro comerciante al que conocía, y aquella noche se hospedaron en la misma posada. Tomaron té juntos y luego se acostaron en habitaciones contiguas.

No era costumbre de Aksionov que se le pegaran las sábanas.

Gomo deseaba viajar mientras aún hiciese fresco, despertó a su cochero antes del alba y le dijo que enganchase los caballos. Luego se dirigió a la morada del dueño de la hostería, que vivía en una cabaña situada en la parte posterior, pagó la cuenta y prosiguió el viaje.

Cuando hubo recorrido algo más de cuarenta verstas, se detuvo para dar de comer a los caballos. Aksionov descansó un rato en el salón de la posada; luego salió al pórtico, mandó que le calentaran un samovar y, sacando su guitarra, se puso a tañerla.

De pronto, con gran tintineo de cascabeles, llegó una triga de la que se apeó un oficial seguido de dos soldados. Acercose a Aksionov y empezó a interrogarle, preguntándole quién era y de dónde venía. Aksionov le contestó cabalmente y le invitó:

—¿Quiere tomar una taza de té conmigo?

Pero el oficial continuó preguntándole y sonsacándole:

—¿Dónde pasó la última noche? ¿Estaba usted solo o con otro comerciante? ¿Vio usted al otro comerciante esta mañana? ¿Por qué se marchó de la posada antes del amanecer?

Aksionov se extrañaba de que le hiciese tantas preguntas, pero relató todo lo que había sucedido, y luego preguntó a su vez:

—¿Por qué me interroga como si yo fuera un ladrón o un estafador? Estoy en viaje de negocios y no hay motivo para que me interrogue así.

Entonces el oficial llamó a los soldados y dijo:

—Soy el jefe de policía de este distrito y le interrogo porque al comerciante con quien estuvo usted anoche lo encontraron degollado esta mañana. Tenemos que registrar sus pertenencias.

Entraron en la casa. Los soldados y el jefe de policía soltaron las correas del equipaje de Aksionov y lo registraron. Súbitamente el oficial sacó un cuchillo de una bolsa y gritó:

—¿De quién es este cuchillo?

Aksionov miró, y al ver que el cuchillo estaba manchado de sangre se quedó aterrado.

—¿Como es que hay sangre en este cuchillo?

Aksionov trató de contestar, pero a duras penas podía articular una palabra; sólo fue capaz de balbucir:

—No... no lo sé..., no es mío.

Entonces el jefe de policía insistió:

—Esta mañana encontraron al comerciante degollado en la cama. Usted es la única persona que pudo hacerlo. La casa estaba cerrada con llave por dentro y no había nadie más allí. ¡En su bolsa ha aparecido este cuchillo con manchas de sangre, y su cara y sus ademanes le delatan! Dígame cómo lo mató y cuánto dinero le robó.

Aksionov juró y perjuró que no había sido él; que no había vuelto a ver al comerciante desde que tomaron el té juntos; que no tenía más dinero que los ocho mil rublos de su propiedad, y que el cuchillo no era suyo. Pero se le quebraba la voz, estaba pálido y su cuerpo temblaba de miedo como si fuese culpable.

El jefe de policía ordenó a los soldados que amarrasen a Aksionov y lo metiesen en el carro. Mientras le ataban los pies y lo tumbaban en el suelo del carro, Aksionov lloraba y se santiguaba. Le despojaron del dinero y las mercancías y lo llevaron a la ciudad más cercana, donde ingresó en la cárcel. En Vladimir hiciéronse pesquisas referentes a su reputación y carácter. Los comerciantes y otros vecinos de aquella ciudad declararon que en otra época solía beber y malgastar el tiempo, pero que era un buen hombre.

Aksionov fue procesado: se le acusó del asesinato de un comerciante de Riazán y de haberle robado veinte mil rublos.

Su mujer estaba desesperada y no sabía qué pensar. Sus hijos eran aún muy pequeños; el último era una criatura de pecho. Llevándoselos a todos consigo, fue a la ciudad donde estaba encarcelado su marido. Al principio no le permitieron que lo viera; pero después de mucho suplicar, obtuvo permiso de los funcionarios de la prisión y la llevaron ante él. Guando vio a su marido con cadenas y en traje de presidiario, encerrado entre ladrones y asesinos, se desmayó y tardó largo rato en recobrar el sentido. Luego atrajo hacia sí los niños y se sentó junto a él. Le habló de cosas del hogar y le preguntó qué le había ocurrido. El se lo contó todo, y ella preguntó:

—¿Qué podemos hacer ahora?

—Debemos elevar una instancia al zar pidiéndole que no permita que un inocente se pudra en la cárcel.

Su mujer le contestó que ya había enviado una súplica al zar, pero que había sido rechazada.

Aksionov no contestó; parecía deprimido. Entonces dijo su esposa:

—No en balde soñé que tu cabello había encanecido. ¿Te acuerdas?

No debiste marchar aquel día —y acariciándole el cabello con los dedos, preguntó—: Vanya, querido, dile la verdad a tu mujer, ¿fuiste tú quien lo hizo?

—¡De modo que también tú sospechas de mí! —exclamó Aksionov, y, ocultando la cara entre las manos, se echó a llorar.

En aquel momento llegó un soldado para decir que la mujer y los niños tenían que irse; y Aksionov se despidió de su familia por última vez.

Después de que se fueron, Aksionov recapituló lo que habían hablado, y al recordar que también su esposa sospechaba de él, dijo para sus adentros: «Por lo visto sólo Dios puede conocer la verdad; sólo a El debemos apelar, y sólo de El podemos esperar clemencia».

Y Aksionov no escribió más instancias; renunció a toda esperanza y se limitó a rezar a Dios.

Por fin se vio la causa. Aksionov fue condenado a la pena de azotes y a trabajos forzados en las minas. Le dieron, pues, de latigazos, y cuando las heridas causadas por el knut cicatrizaron, le llevaron a Siberia con otros penados.

Durante veintiséis años vivió Aksionov como un recluso en Siberia. Su cabello se tornó blanco como la nieve, y le creció una luenga barba, rala y gris. Toda su alegría se desvaneció; poco a poco se fue encorvando; andaba lentamente, hablaba poco y no reía jamás, pero rezaba con frecuencia.

En el presidio Aksionov aprendió a hacer botas y ganó algún dinero, con el que compró las Vidas de los Santos. Leía este libro mientras aún había bastante luz en la prisión, y los domingos, en la capilla de la cárcel, leía pasajes de la Biblia y cantaba en el coro, pues todavía tenía buena voz.

Las autoridades de la prisión apreciaban a Aksionov a causa de su mansedumbre, y sus compañeros de infortunio sentían gran respeto por él: le llamaban «Abuelo» y «El Santo». Guando querían pedir algo al alcaide, siempre escogían a Aksionov como su portavoz, y cuando surgían disputas entre los presos acudían a él para que enderezase los entuertos y fallase las querellas.

Aksionov no recibió noticia alguna de su casa, y ni siquiera sabía si su mujer y sus hijos vivían aún.

Un día llegó a la cárcel una nueva remesa de penados. Por la tarde, los presos antiguos se congregaron alrededor de los nuevos y les preguntaron de qué ciudades o aldeas procedían y por qué habían sido condenados. Aksionov se sentó entre los demás, cerca de los recién llegados, y escuchó con aire abatido lo que se decía.

Uno de los nuevos convictos, un hombre alto y fuerte, como de sesenta años, con una barba gris muy corta, contaba a los otros por qué lo habían encarcelado.

—Veréis, amigos —decía—. Yo me limité a llevarme un caballo enganchado a una narria, y me detuvieron y acusaron de robo. Declaré que sólo lo había cogido para llegar antes a casa, y que después lo dejé marchar; además, el carretero era amigo mío. Así es que dije: «No hice nada malo». «Sí», me contestaron, «lo robaste.» Sin embargo, no fueron capaces de demostrar cómo y dónde lo había robado. Cierto es que una vez obré mal y que en justicia debiera estar aquí desde hace muchísimo tiempo, pero en aquella ocasión no me descubrieron. En cambio, ahora me han enviado aquí por una nadería... Je... je... No os estoy contando la verdad; ya estuve antes en Siberia, pero no por mucho tiempo.

—¿De dónde eres? —preguntó alguien.

—De Vladimir. Mi familia es de esa ciudad. Mi nombre es Macar, pero también me llaman Semionich.

—Dime, Semionich —dijo Aksionov levantando la cabeza—, ¿conoces a los comerciantes Aksionov de Vladimir? ¿Viven todavía?

—¿Que si los conozco? Claro que sí. Los Aksionov son ricos, aunque su padre está en Siberia. ¡Un pecador como nosotros, a lo que parece! En cuanto a ti, abuelo, ¿cómo viniste a parar aquí?

A Aksionov no le gustaba hablar de su infortunio. Suspiró y dijo:

—Por mis pecados llevo preso veintiséis años.

—¿Qué pecados? —preguntó Macar Semionich.

Pero Aksionov se limitó a decir:

—Bueno, bueno... ¡debo de haberlo merecido!

El mismo no habría dicho más, pero sus compañeros contaron a los recién llegados cómo había venido Aksionov a dar con sus huesos en Siberia; cómo alguien había matado a un comerciante, ocultando luego el cuchillo entre los bártulos de Aksionov, y cómo este había sido injustamente condenado.

Al oír esto, Macar Semionich miró a Aksionov, se dio una palmada en la rodilla y exclamó:

—¡Vaya! ¡Es maravilloso! ¡Verdaderamente maravilloso! ¡Pero cómo has envejecido, abuelo!

Los otros le preguntaron por qué se asombraba tanto y dónde había visto a Aksionov anteriormente; pero Macar Semionich no contestó. Se limitó a comentar:

—¡Es asombroso que nos hayamos encontrado aquí, muchachos!

Al oír estas palabras Aksionov se preguntó si aquel hombre sabría quién había dado muerte al comerciante; así pues, dijo:

—Quizá hayas oído hablar de aquel asunto, Semionich, o tal vez me hayas visto antes de ahora.

—¿Cómo no iba a oír hablar de ello? El mundo está lleno de rumores. Pero hace mucho tiempo de eso, y he olvidado lo que oí.

—¿Acaso oíste quién mató al comerciante? —preguntó Aksionov.

Macar Semionich se echó a reír y repuso:

—¡Debió de ser el dueño de la bolsa en que se encontró el cuchillo! Si alguien lo escondió allí, ya conoces el dicho: «Nadie es criminal hasta que lo atrapan». ¿Cómo iban a meter un cuchillo en tu bolsa mientras estaba debajo de tu cabeza? Sin duda te habrías despertado.

Cuando Aksionov oyó estas palabras tuvo la certeza de que aquel hombre era quien había asesinado al comerciante. Se puso en pie y se fue sin decir palabra. Durante toda aquella noche no pudo conciliar el sueño. Se sentía terriblemente desgraciado, y toda clase de imágenes cruzaron por su mente. La de su mujer, tal como era cuando se separó de ella para ir a la feria. La veía como si estuviera presente; veía su cara y sus ojos, la oía hablar y reír. Después vio a sus hijos, muy pequeños, como eran en aquella época: uno envuelto en una capita, el otro al pecho de su madre. Y luego se vio a sí mismo, joven y alegre como era en aquel entonces. Recordó cómo, libre de toda preocupación, tocaba la guitarra en el pórtico de la posada donde lo arrestaron. Vio con la imaginación la plaza donde lo azotaron, al verdugo y a la gente agolpada alrededor; los grilletes, los presidiarios, los veintiséis años de su vida carcelaria y su vejez prematura. El recuerdo de todo aquello le hizo sentirse tan desdichado que estaba dispuesto a matarse.

«¡Y todo es obra de ese malvado!», pensó Aksionov. Su furia contra Macar Semionich era tan grande que ansiaba vengarse, aunque ello le costase la vida. Se pasó la noche rezando, pero no logró sosegarse. Durante el día no se acercó a Macar Semionich, y ni siquiera le miró.

Así transcurrieron dos semanas. Aksionov no podía dormir por la noche, y se sentía tan desgraciado que no sabía qué hacer.

Una noche en que vagaba por la cárcel reparó en una pella de tierra que salió rodando de debajo de una de las tablas sobre las que dormían los reclusos. Se detuvo a ver qué era. De repente, Macar Semionich surgió arrastrándose de debajo de la tabla y alzó la vista hacia Aksionov, mirándole con cara espantada. Aksionov trató de seguir su camino sin mirarle, pero Macar le asió una mano y le dijo que había cavado un hoyo bajo la pared, y que se desembarazaba de la tierra metiéndola dentro de sus botas altas, que vaciaba luego todos los días en el camino por el que conducían a los presidiarios al tajo.

—Mantén la boca cerrada, viejo, y tú también saldrás de aquí. Si te vas de la lengua me azotarán hasta quitarme la vida, pero antes te mataré.

Aksionov temblaba de ira al mirar a su enemigo. Apartó violentamente la mano y dijo:

—No quiero escapar, y no tienes necesidad de matarme. ¡Me mataste hace mucho tiempo! En cuanto a delatarte... tal vez lo haga o tal vez no, como Dios disponga.

Al día siguiente, cuando llevaban a los penados a trabajar, los soldados de la escolta se dieron cuenta de que uno de los reclusos vaciaba sus botas de la tierra que contenían. Registraron la cárcel y encontraron el túnel. El alcaide interrogó a todos los presos para descubrir quién había cavado el hoyo. Todos negaron tener el menor conocimiento del asunto. Los que estaban enterados no quisieron traicionar a Macar Semionich, pues sabían que lo azotarían hasta dejarlo medio muerto. Finalmente el alcaide se volvió hacia Aksionov, a quien tenía por un hombre recto, y le dijo:

—Tú que eres un anciano veraz, dime, en nombre de Dios, ¿quién excavó el pasadizo?

Macar Semionich, aparentando una completa indiferencia, miraba al alcaide, sin lanzar siquiera una ojeada de soslayo a Aksionov. A este le temblaban los labios y las manos, y durante largo rato no fue capaz de articular palabra. «¿Por qué he de encubrir a quien arruinó mi vida?», pensó. «Que pague por lo que yo he sufrido. Pero si hablo, probablemente lo matarán a latigazos, y tal vez mis sospechas sean infundadas. Y, al fin y al cabo, ¿en qué me beneficiaría a mí?»

—Vamos, anciano —insistió el alcaide—, dime la verdad. ¿Quién abrió el pasadizo bajo el muro?

Aksionov miró de soslayo a Macar Semionich y repuso:

—No puedo decirlo, señoría. ¡No es voluntad de Dios que yo lo diga! Haga conmigo lo que quiera; estoy en sus manos.

Por mucho que insistió el alcaide, Aksionov no dijo más, de modo que hubo que renunciar a aclarar el caso.

Aquella noche, cuando Aksionov, acostado en su tabla, empezaba a quedarse adormilado, alguien llegó silenciosamente y se sentó sobre el catre. Escudriñó la oscuridad y reconoció a Macar.

—¿Qué más quieres de mí? —preguntó Aksionov—. ¿Por qué has venido?

Macar Semionich permaneció callado, de modo que Aksionov se incorporó y le apremió:

—¿Qué quieres? ¡Vete o llamaré al centinela!

Macar Semionich se inclinó sobre Aksionov y susurró:

—¡Perdóname, Iván Dmitrich!

—¿Qué tengo que perdonarte? —preguntó Aksionov.

—Yo maté al comerciante y escondí el cuchillo entre tus cosas. Tenía intención de matarte a ti también, pero oí ruido afuera, así que escondí el cuchillo en tu bolsa y escapé por la ventana.

Aksionov se quedó callado; no sabía qué decir. Macar Semionich se deslizó de la tarima que servía de cama y se hincó de rodillas en el suelo.

—¡Iván Dmitrich—suplicó—, perdóname! ¡Perdóname, por el amor de Dios! Confesaré que fui yo quien mató al comerciante, y a ti te pondrán en libertad y podrás volver a tu casa.

—¡Qué fácil es hablar para ti! —dijo Aksionov—. Pero yo he sufrido por tu culpa estos veintiséis años. ¿Dónde podría ir ahora?... Mi mujer ha muerto y mis hijos me han olvidado. No tengo adonde ir...

Macar Semionich permaneció arrodillado y golpeó el suelo con la frente.

—¡Perdóname, Iván Dmitrich! —gritó—. Fue más llevadero soportar los azotes con el knut que verte ahora ahí... Y, sin embargo, tú te apiadaste de mí y no me delataste. ¡En nombre de Cristo, perdóname, desventurado de mí!

Y dicho esto prorrumpió en sollozos.

Cuando Aksionov le oyó sollozar, también él se deshizo en llanto.

—¡Dios te perdonará! —dijo—. Quizá yo sea cien veces peor que tú.

Y al pronunciar estas palabras se alivió el peso que oprimía su corazón, y su añoranza del hogar desapareció. Ya no sentía deseo alguno de dejar la prisión, y únicamente esperaba que llegase su última hora.

A pesar de lo que le dijera Aksionov, Macar Semionich confesó su culpa. Pero cuando llegó la orden de poner en libertad a Aksionov, este ya había muerto.

Antología de la novela corta universal
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