PEARL S. BUCK - EL VIEJO DEMONIO
PEARL S. BUCK
ESTADOS UNIDOS
PEARL S. BUCK 1892-1973 Nació en China, país que llegó a amar profundamente, como se demuestra en su novela La buena tierra, que le valió el Premio Pulitzer, y en muchas otras obras. Su gran idealismo la llevó a trabajar denodadamente en favor de los niños subnormales e inadaptados. Fue la única mujer norteamericana ganadora del Premio Nobel de Literatura.
LA ANCIANA señora Wang no ignoraba que había guerra, por supuesto. Hacía tiempo que todo el mundo sabía que estaban en guerra y que los japoneses andaban matando chinos por ahí. Pero aún no parecía verdad, debían de ser sólo habladurías, ya que no habían matado a ninguno de los Wang En la aldea de Tres Millas Wang, en las llanas riberas del río Amarillo, que era la aldea del clan familiar de la anciana señora Wang, jamás habían visto siquiera un japonés, y si empezaron a hablar de japoneses fue por lo que se dirá a continuación.
Era una tarde de principios de verano, y después de cenar la señora Wang subió por los peldaños del dique, como a diario hacía, para ver hasta dónde había llegado la crecida del río. Ella temía mucho más al río que a los japoneses. Sabía de lo que el río era capaz. Uno tras otro los aldeanos la habían seguido hasta arriba, y ahora estaban todos mirando para abajo las malévolas aguas amarillas, que corrían y se encrespaban como haces de serpientes, socavando las altas márgenes del dique.
—Nunca lo he visto tan crecido para esta época —afirmó la señora Wang. Se sentó en una silla de bambú que su nieto, Cochinito, había traído para ella, y escupió al agua.
—Es peor que los japoneses este demonio de río —tuvo la temeridad de decir Cochinito.
—¡No seas insensato! —le atajó rápidamente la señora Wang—. El dios del río te va a oír. Más vale que hables de otra cosa.
Así que siguieron hablando de los japoneses... ¿Cómo, si llegaba el caso, inquiría Wang, el panadero, sobrino segundo de la anciana señora Wang, iban a conocer ellos a los japoneses cuando los vieran?
La señora Wang, en este punto, afirmó con seguridad:
—Los conocerás. Yo vi una vez un extranjero. Era más alto que el alero de mi casa, tenía el pelo del color del barro y unos ojos como los de los peces. Cualquiera que no se parezca a nosotros, ese es japonés.
Todo el mundo le prestaba atención, ya que era la mujer más vieja de la aldea y cuanto decía era una sentencia.
Pero entonces la interrumpió Cochinito con sus maneras desconcertantes:
—No se les puede ver, abuela. Se esconden en el cielo, en aeroplanos.
La señora Wang no respondió inmediatamente. En otro tiempo hubiese afirmado con absoluta convicción: «No creeré en los aeroplanos hasta que los vea». Pero habían sido verdad tantas cosas que ella no hubiera podido imaginar... La Emperatriz, por ejemplo, que ella no creía hubiese muerto, había fallecido realmente. ¿Pues y la República? La señora Wang no creyó en tal cosa, porque desconocía lo que era, y seguía sin saberlo, pero llevaban tanto tiempo diciendo que la había... Así que ahora se limitó a contemplar silenciosamente el dique mientras todos los demás se sentaban a su alrededor. Hacía un tiempo muy agradable y fresco, y ella no hubiera sentido la menor preocupación si el río no amenazara desbordarse.
—No creo en los japoneses —afirmó categóricamente.
Todos se rieron un poco de ella, pero ninguno habló. Alguien encendió la pipa de la abuela: fue la esposa de Cochinito, su favorita, y la anciana señora Wang se puso a fumar.
—¡Canta, Cochinito! —pidió alguien.
Y entonces Cochinito entonó una vieja canción, con voz aguda y trémula, y la anciana se puso a escucharla y se le olvidaron los japoneses. La tarde era hermosa, y el cielo tan puro y apacible que los sauces que orlaban el dique conseguían reflejarse en el agua fangosa. Todo estaba en paz. Las treinta y tantas casas que formaban la aldea aparecían dispersas a sus pies. Nadie sería capaz de violar aquella tranquilidad. Al fin y al cabo los japoneses no eran más que seres humanos.
—Yo no creo en esos aeroplanos —dijo la anciana con voz suave a Cochinito cuando este dejó de cantar.
Pero él, sin contestar, inició una nueva canción.
Año tras año la señora Wang había pasado las tardes de verano como ahora, junto al dique. La primera vez tenía diecisiete años y estaba recién casada; su esposo le gritó entonces que saliera de la casa y subiese al dique, y ella trepó hasta allí, sonrojada y retorciéndose las manos, y se escondió entre las mujeres, mientras los hombres le gritaban y se burlaban de ella. Pero dé todos modos les había caído bien.
—Te llevas un buen bocado —le habían dicho a su marido.
—Tiene los pies un poco grandes —había respondido él en tono de excusa. Pero ella se daba cuenta de que en el fondo estaba muy complacido, y así fue venciendo poco a poco su timidez.
Al pobre se lo llevó una riada cuando todavía era joven, y ella pasó años orando para sacarle del purgatorio budista. Pero al fin acabó cansándose, con el hijo y la tierra sobre sus costillas, y cuando el sacerdote quiso engatusarla: «Otras diez monedas de plata y saldrá del todo», ella le preguntó:
—¿Qué le queda dentro todavía?
—Sólo la mano derecha —aseguró el sacerdote para animarla.
Y ahí fue donde su paciencia se agotó. ¡Diez dólares! Con eso habría para comer todo el invierno. Además, había tenido que contratar obreros para que hiciesen su parte en la reparación del dique, a fin de que no hubiera ya más inundaciones.
—Si sólo le queda una mano, bien puede sacarla él mismo —declaró con firmeza.
Muy a menudo se preguntó desde entonces si al fin el pobre infeliz lo habría conseguido. Lo más probable, solía pensar con harta melancolía por las noches, era que se encontrara todavía allí, esperando que su viuda hiciese algo por él. Así era el hombre que le cupo en suerte. Quizás algún día, cuando la esposa de Cochinito hubiese dado a luz su primer hijo y ella hubiese ahorrado un poco, podría reanudar la obra de sacarle del purgatorio. No había prisa en realidad.
—Abuela, tiene usted que recogerse —dijo con su voz suave la esposa de Cochinito—. Ya se ha puesto el sol y está levantándose la niebla del río.
—Sí, creo que es hora de volver —convino la anciana señora Wang.
Contempló por un momento el río. Un río lleno de bondad y de maldad a un tiempo. Apto para regar los campos cuando corría sumiso y encauzado; pero si se le consentía lo más mínimo, lo arrollaba todo como un dragón rugiente. Así fue como desapareció su marido, cuando dormitaba descuidado en la porción de dique que tenía asignada. Siempre andaba diciendo que iba a repararla, que iba a apilar más tierra encima, hasta que una noche creció el río y lo arrastró todo. El había salido corriendo de la casa, y ella se encaramó al tejado con el niño, gracias a lo cual salvó su vida mientras él se ahogaba. Volvieron a empujar al río tras los diques, y allí continuaba ahora. Todos los días recorría la anciana el tramo de dique situado bajo la responsabilidad de la aldea; lo recorría en ambas direcciones, examinándolo todo. Los hombres se reían y exclamaban:
—Si hay algún fallo en el dique, la abuelita nos lo dirá.
Jamás se le había ocurrido a ninguno de ellos trasladar su aldea más lejos del río. Los Wang llevaban viviendo allí durante muchas generaciones, y siempre habían conseguido salvarse algunos de las riadas para volver a luchar contra el río con más fiereza que antes.
Cochinito dejó súbitamente de cantar.
—¡Está saliendo la luna! —gritó—. Eso no es bueno. Los aeroplanos vienen en noches de luna.
—¿Dónde aprendes todo eso de los aeroplanos? —exclamó la anciana señora Wang—. Ya me cansa —añadió con tal acento de severidad que nadie osó abrir la boca. En medio de aquel silencio, apoyada en el brazo de la esposa de Cochinito, descendió lentamente las gradas de tierra que conducían a la aldea, usando la larga pipa que llevaba en la otra mano como báculo de caminante. Detrás de ella bajaron los aldeanos, uno por uno, derechos a la cama. Nadie se movió antes de que la abuela lo hiciera, pero nadie se entretuvo demasiado una vez que ella inició la marcha.
Y al fin, en su lecho, bajo el mosquitero de algodón azul que la esposa de Cochinito había asegurado con el mayor cuidado, quedó apaciblemente dormida. Estuvo un tiempo despierta pensando en los japoneses. ¿Cómo podían ser tan belicosos? Sólo gentes muy rudas podían desear la guerra. En su imaginación se representaba individuos grandones y rudos. Si vienen, pensaba, habrá que tratarlos bien, invitarlos a tomar el té y explicarles con toda educación... decirles que a son de qué habían de venir a una pacífica aldea campesina...
Por eso estaba totalmente desprevenida cuando la esposa de Cochinito le gritó que venían los japoneses. Se incorporó en la cama musitando:
—Los tazones, el té...
—¡No hay tiempo, abuela! —chilló la esposa de Cochinito—. ¡Ya están aquí, ya están aquí!
—¿Dónde? —gritó la anciana señora Wang, ya despierta.
—¡En el cielo! —gimió la esposa de Cochinito.
Todos salieron a sus puertas, y a las primeras luces del alba miraron hacia arriba. Allá en el cielo, como una bandada de gansos salvajes en otoño, se veían grandes aparatos en forma de pájaro.
—Pero ¿qué es eso? —chilló la anciana señora Wang.
Y entonces, semejante a un huevo de plata, algo se precipitó hacia abajo y fue a caer en un campo al otro extremo de la aldea. Brotó un surtidor de tierra y todos corrieron a mirar. Había un embudo de treinta pies de ancho, grande como una alberca. Se quedaron tan asombrados que no podían ni hablar, y entonces, antes de que nadie pudiera decir nada, empezaron a caer un huevo tras otro y todo el mundo corrió, corrió...
Todo el mundo, claro, menos la señora Wang. Cuando la esposa de Cochinito le tomó la mano y quiso tirar de ella, la anciana señora Wang se soltó y se sentó en el borde del dique.
—No puedo correr —explicó—. Hace setenta años que no corro, desde antes de que me vendasen los pies. Tú vete. ¿Dónde está Cochinito? —Ella miró en su derredor. Cochinito ya se había marchado—. Como su abuelo —observó ella—: siempre el primero en salir corriendo.
Pero la esposa de Cochinito no quería abandonarla, y no cedió hasta que la anciana señora Wang le recordó que era su deber hacerlo.
—Si Cochinito ha muerto —dijo—, es necesario que su hijo nazca vivo. —Y como la muchacha todavía vacilase, la empujó suavemente con su pipa—. ¡Vete, vete! —ordenó.
A regañadientes, y ya sin poderse oír apenas con el estruendo del bombardeo, la esposa de Cochinito marchó a reunirse con los demás.
En esos momentos, aunque sólo habían pasado unos minutos, la aldea estaba en ruinas, los tejados de paja y las vigas de madera en llamas. Todos se habían marchado. Al pasar chillaron a la anciana señora Wang que fuese con ellos, y ella les dijo alegremente:
—¡Ya voy, ya voy!
Pero no se marchó. Se sentó sola, a presenciar el extraordinario espectáculo que ante su vista se desarrollaba. Pronto vinieron otros aviones, nadie sabe de dónde, que atacaron a los primeros. Salía el sol sobre las mi eses en sazón, y en el diáfano aire estival evolucionaban los aviones y se precipitaban unos contra otros, escupiendo fuego. Cuando todo acabase, pensaba, volvería para ver si había quedado algo de la aldea. Acá y allá, una pared en pie seguía sosteniendo un tejado. Desde donde estaba no distinguía su casa. Pero la guerra no le era del todo ajena. Una vez los bandidos saquearon la aldea, y también entonces incendiaron las casas. Ahora era lo mismo. Casas ardiendo pueden verse a menudo, pero no esa batalla de fulgurantes rayos de plata que atronaban los aires. Ella no comprendía nada: ni qué podían ser aquellos objetos ni cómo se sostenían en el cielo. Se limitaba a observarlo todo, allí sentada. Empezaba a sentir hambre.
—Me gustaría ver uno de cerca —dijo en voz alta. Y en el mismo momento, como si la hubiesen oído, uno de aquellos aparatos enfiló súbitamente hacia abajo, y dando vueltas, debatiéndose como si estuviera herido, cayó de cabeza en un campo que la víspera mismo estuvo labrando Cochinito para sembrar soja. Luego, en un instante, volvió a quedar desierto el cielo, y allí no quedó más que aquel objeto herido en mitad del sembradío, y ella misma.
Se levantó pausadamente del suelo. A su edad no tenía por qué temer nada. Resolvió ir a ver lo que era. Así pues, apoyándose en su pipa de bambú, se aproximó despacio a través de los campos. Tras ella, en el súbito silencio, aparecieron dos o tres perros de la aldea y la siguieron de cerca, arrastrándose, presa del pánico. Al llegar cerca del aeroplano abatido se pusieron a ladrar con furia. Ella los golpeó con su pipa.
—¡Silencio! —les increpó—, ¡ya hemos tenido bastante ruido para que vengáis ahora a romperme los tímpanos!
Tanteó el aeroplano.
—Metal —dijo a los perros—. Plata, sin duda alguna —añadió. Fundiéndola, podrían ser todos ricos.
Dio una vuelta alrededor, examinándolo atentamente. ¿Qué le hacía volar? Parecía muerto. Nada se movía ni hacía ruido alguno en su interior. Después, volviendo al mismo sitio donde golpeó la primera vez, vio dentro un joven, desplomado y hecho un ovillo sobre un pequeño asiento. Los perros gruñeron, pero ella los golpeó de nuevo y se apartaron.
—¿Está usted muerto? —preguntó con toda cortesía.
El joven se movió débilmente al escuchar su voz, pero no habló. Ella se acercó más y se asomó al hueco donde estaba el mozo. Sangraba por un costado.
—¡Herido! —exclamó. Le asió la muñeca. Estaba caliente, pero inerte, y al soltarla cayó de nuevo contra el costado del agujero. Le miró con atención. Tenía el cabello negro y la tez morena como los chinos, y sin embargo no parecía chino.
Debe de ser del sur, pensó. Bueno, lo importante era que estaba vivo.
—Lo mejor es que salga —indicó—. Le pondré un emplasto de hierbas en el costado.
El muchacho murmuró algo ininteligible.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó.
Pero él no lo repitió.
Todavía estoy bastante fuerte, decidió al cabo de un momento. Conque se acercó, le agarró por la cintura y fue tirando de él poco a poco, jadeando como una descosida. Afortunadamente era un chico bastante menudo y de muy poco peso. Cuando lo puso en el suelo, pareció que iba a tenerse de pie, se tambaleó un momento y se agarró a ella, que le sostuvo derecho.
—Ahora, si puede, iremos a mi casa —dijo la anciana—; a ver si todavía está allí.
El articuló algo entonces con toda claridad. La anciana escuchó, pero no pudo entender ni una palabra. Se apartó y le miró de hito en hito.
—¿Qué pasa? —preguntó.
El señaló a los perros, que no dejaban de gruñir, erizado el pelo del pescuezo. Luego el joven habló de nuevo y, con la palabra en los labios, se desplomó en tierra. Los perros se precipitaron sobre él, de modo que ella tuvo que espantarlos a cachetadas.
—¡Fuera! —exclamó—. ¿Quién os ha dicho que le matéis?
Luego, cuando se apartaron los canes, se lo echó como pudo a la espalda, y toda temblona, medio a cuestas, medio a tirones, lo arrastró hasta la aldea derruida y le tendió en la calle, en tanto iba en busca de su casa, seguida por los perros.
Su casa había desaparecido por completo. Encontró el sitio con bastante facilidad. Allí debía estar, frente a la compuerta del dique. Ella se había ocupado siempre directamente de aquella compuerta. Milagrosamente, no había sufrido daño alguno ni el dique estaba derruido. Sería bastante fácil construir la casa de nuevo. Sólo que, de momento, se había esfumado.
De modo que volvió donde estaba el muchacho. Lo encontró tendido como le había dejado, recostado en el dique, jadeante y muy pálido. Se había desabrochado la guerrera, y tenía una bolsita de la que estaba sacando tiras de tela y un frasco de no sé qué. Habló de nuevo, y de nuevo ella no le entendió ni jota. Entonces hizo señas, y la anciana comprendió que era agua lo que quería, de manera que tomó uno de los muchos cacharros rotos que había diseminados por la calle, se acercó al dique, lo llenó de agua del río, volvió con él y le lavó la herida, rasgando las tiras que el mocito había hecho de los rollos de vendas. Sabía él poner el apósito sobre la herida abierta, y se lo explicó por señas a la anciana, que obedeció sus indicaciones. Repetidas veces intentó decirle algo, pero ella no fue capaz de entender nada.
—Usted, señor, debe de ser del sur —dijo ella. A la vista estaba que era un hombre educado. Tenía una expresión muy inteligente—. Ya veo que su lengua es diferente a la nuestra. —Rió un poco para tranquilizarle, pero él se limitó a mirarla fija, desoladamente con sus ojos opacos. Así que ella, con mucha animación, declaró—: Ahora no vendría mal si encontrase algo para comer los dos.
No respondió. Seguía tendido de espaldas, jadeando cada vez más fuerte, y clavada la vista en el vacío, como si ella no hubiese hablado.
—Se sentirá mejor cuando haya comido —insistió—. Y yo también. —Estaba empezando a sentir un hambre insoportable.
Se le ocurrió que en el despacho de Wang, el panadero, tenía que haber algo de pan. Aunque estuviera lleno de polvo de los cascotes caídos, seguiría siendo pan. Iría a mirar. Pero antes movió al soldado un poco, para que le diese la sombra de un sauce plantado en la orilla del dique. Luego fue a la panadería. Los perros se habían marchado.
La panadería estaba en ruinas, como todo lo demás. No había nadie. Al principio no vio más que la mole de las paredes de adobe hundidas. Pero entonces recordó que el horno estaba detrás de la puerta, y el marco de la puerta seguía en pie, sosteniendo una parte del tejado. Se detuvo junto a dicho marco, y pasando la mano bajo la techumbre derrumbada, palpó la tapa de madera de la caldera de hierro. Allí debajo tal vez hubiera pan cocido. Introdujo delicada y cuidadosamente el brazo. Le llevó bastante tiempo, porque además las nubes de cal y polvo casi la asfixiaban. Sin embargo, tenía razón. Deslizó la mano bajo la tapa y palpó la superficie firme y suave de los grandes molletes de pan cocido, de los cuales sacó cuatro, uno tras otro.
—Es difícil matar a un trasto viejo como yo —pensó jovialmente en voz alta, y se puso a comer uno de los molletes mientras volvía junto al herido. Ah, si hubiese tenido unos ajos y un tazón de té... pero no se podía tener de todo en unos tiempos como los que corrían.
Y fue en ese mismo instante cuando oyó voces. Al llegar a la vista del soldado lo encontró rodeado por un grupo de soldados diferentes, surgidos al parecer de los limbos de la nada. Estaban mirando al soldado herido, que ahora tenía los ojos cerrados.
—¿Dónde encontró a este japonés, abuela? —le gritaron.
—¿Qué japonés? —preguntó, acercándoseles.
—¡Este! —chillaron.
—¿Es un japonés? —exclamó con el mayor asombro—. Pero si es igual que nosotros; los ojos negros, la piel...
—Japonés! —le vociferó uno de ellos.
—Bueno —declaró suavemente—. Pues ha caído del cielo.
—¡Dame ese pan! —chilló otro.
—Tómalo —dijo ella—, todo menos este, que es para él.
—¿Un mono japonés comiendo buen pan? —se sulfuró el soldado.
—Supongo que también tendrá hambre —replicó la anciana señora Wang. Empezaban a caerle mal aquellos hombres. Aunque en realidad nunca le habían gustado los soldados.
—Quiero que se marchen —dijo la anciana—. ¿Qué hacen aquí? Nuestra aldea siempre ha sido pacífica.
—No hay más que verla —se mofó uno de los hombres—. Pacífica como una tumba. ¿Sabe usted quién lo ha hecho, abuela? ¡Los japoneses!
—Ya lo supongo —admitió ella, y preguntó—: ¿Por qué? Eso es lo que no entiendo.
—¿Por qué? ¡Porque quieren nuestra tierra, nada más que por eso!
—¡Nuestra tierra! —repitió ella—. ¡Cómo, nunca podrán apoderarse de nuestra tierra!
—¡Jamás! —exclamaron ellos.
Pero mientras hablaban y masticaban el pan que se habían repartido entre todos, no hacían más que mirar hacia saliente.
—¿Qué hacéis, tanto mirar hacia saliente? —preguntó entonces la vieja señora Wang.
—Los japoneses vienen de allí —contestó el hombre que había tomado el pan.
—¿Vienen ustedes huyendo de ellos? —les preguntó, sorprendida.
—No somos más que un puñado —se disculpó él.
—Nos dejaron para defender una aldea; la aldea de Pao An, en la provincia de...
—Conozco esa aldea —interrumpió la anciana—. No tienen que decírmelo. Estuve allí de niña. ¿Cómo se encuentra el viejo Pao, el que tiene la tienda de té en la calle principal? Es mi hermano.
—Todos han muerto allí —respondió el hombre—. ¡Los japoneses la han tomado!... Vino un gran ejército con armas y tanques extranjeros... ¿Qué podíamos hacer?
—Nada más que correr, claro —admitió ella. Pero lo cierto es que la noticia la había dejado anonadada; le daba vueltas la cabeza. ¡De manera que había muerto el único hermano que le quedaba! Ella era ahora el último miembro de la familia de su padre.
Los soldados se habían dispersado de nuevo, dejándola sola.
—Pronto estarán aquí esos asquerosos enanos —iban diciendo—. Lo mejor será seguir adelante.
Uno de ellos se quedó atrás un momento, sin embargo. Era el que había tomado el pan; se detuvo a contemplar al herido, que yacía con los ojos cerrados, sin moverse lo más mínimo.
—¿Está muerto? —preguntó, y luego, antes de que la señora Wang pudiera responder, sacó un cuchillo del cinto—. Sí está muerto como si no, le voy a dar un par de pinchazos con esto...
Pero la anciana señora Wang le apartó el brazo.
—No; de ninguna manera —dijo con voz autoritaria—. Si está muerto, no tiene ya sentido mandarle al purgatorio hecho pedazos. Yo soy una buena budista.
El hombre se echó a reír.
—Bueno, ya veo que está muerto —repuso; y viendo que sus compañeros iban ya a cierta distancia, echó a correr para reunirse con ellos.
¡Conque un japonés! La anciana señora Wang, a solas con aquel cuerpo inerte, le miró pensativa. Era muy joven, podía verlo ahora que tenía los ojos cerrados. Su mano fláccida parecía la de un niño, aún a medio formar y crecer. Le cogió la muñeca, pero no encontró el pulso. Se inclinó sobre él y le puso entre los labios la mitad del panecillo que no se había comido.
—Coma —dijo en voz muy alta, marcando las sílabas—. ¡Pan!
Pero no hubo respuesta. Evidentemente, estaba muerto. Debió de fallecer mientras andaba ella sacando el pan del horno.
No había nada que hacer sino acabarse el pan que le quedaba. Tras el último bocado se preguntó si no debería ir en busca de Cochinito y su esposa y los vecinos de la aldea. El sol estaba en lo alto, y empezaba a apretar el calor. Si es que se iba a marchar, cuanto antes mejor. Pero primero tenía que subir al dique para orientarse. Se habían ido derechos hacia poniente, y en aquella dirección la llanura se extendía más allá del alcance de la vista. Podría incluso ver un grupo numeroso a varias millas de distancia. Y en cualquier caso, sería capaz de distinguir la aldea inmediata, donde debían de estar todos.
Así que subió al dique despacio, agobiada de calor. Arriba soplaba una ligera brisa y la sensación era muy agradable. Le sorprendió ver el río tan cerca del borde del dique. ¡Cómo había crecido en la última hora!
—¡Viejo demonio! —le reprendió severamente. Que la oyera el dios del río si quería. Era perverso y nada más... amenazando así con desbordarse, ahora que acababan de sobrevenir tantas desgracias.
Se agachó y se humedeció las mejillas y las muñecas. El agua estaba muy fría, como si acabase de llover en algún sitio. Se enderezó y oteó en derredor. Hacia poniente no se veía nada, salvo a los soldados, ya muy lejos, todavía medio corriendo, y al fondo el trazo borroso de la próxima aldea, asentada en una larga elevación del terreno. Lo mejor sería ponerse en camino hacia esa aldea. Sin duda, Cochinito y su esposa la estarían esperando.
Pero cuando se disponía a bajar para ponerse en camino, vio algo en el horizonte, por saliente. Al principio fue sólo una inmensa nube de polvo; pero fijándose en ella, muy pronto se convirtió en una masa de trazos negros y de puntos brillantes. Entonces advirtió de qué se trataba. Era una gran multitud de hombres... Un ejército. En el acto supo qué ejército era.
Son los japoneses, pensó. Sí, sobre ellos zumbaban los aviones de plata. Daban vueltas, como si buscasen a alguien.
—No sé lo que buscáis —murmuró—, como no sea a mí, y a Cochinito y su esposa. Somos los únicos que quedamos. Ya habéis matado a mi hermano Pao.
Casi había olvidado que Pao había muerto. Ahora lo recordaba con toda claridad. Tenía una tienda tan hermosa, siempre limpia, y el té, tan rico, y las mejores albóndigas que puedan imaginarse, y los precios siempre igual. Pao era un buen hombre. Además, ¿qué habría sido de su esposa y de sus siete hijos? Seguro que habían matado a todos. Ahora esos japoneses andaban buscándola a ella. Comprendió que allí, en lo alto del dique, podrían descubrirla con más facilidad. De modo que se apresuró a descender.
Fue a la mitad de la bajada cuando se acordó de la compuerta. Aquel viejo río... había sido una maldición para todos desde el principio de los tiempos. ¿Por qué no podía resarcir un poco ahora por todas las maldades cometidas? Y que ya estaba maquinando otra, empeñado en saltarse las orillas. Bien, ¿por qué no? Vaciló un momento. Sería una pena, desde luego, que al joven japonés muerto lo arrastrase la riada. Era un chico muy guapo, y ella le había salvado de que lo apuñalasen. No era lo mismo que salvarle la vida, desde luego, pero se parecía un poco. Si hubiera estado vivo, se habría salvado. Se acercó donde estaba y tiró de él hasta dejarlo casi sobre el remate del talud de la ribera. Después volvió a bajar.
Sabía perfectamente abrir la compuerta. Hasta un crío sabe abrir la acequia para regar los campos. Pero ella sabía también el modo de hacer girar la compuerta y dejarla totalmente abierta. La cuestión era si podría abrirla con suficiente rapidez para saltar y ponerse a salvo de la corriente.
—No soy más que una pobre vieja —murmuró. Vaciló un segundo más. Bueno, sería una pena no ver cómo era el crío que trajese al mundo la mujer de Cochinito; pero una no podía aspirar a verlo todo. Muchas cosas había visto ella en su vida. De todos modos, un día u otro los ojos se cerraban: había un final.
Volvió a dirigir la vista hacia saliente. Los japoneses se acercaban por el llano. Percibíase una larga línea negra, bien definida, salpicada de miles de puntos relucientes. Si abría la compuerta, el agua impetuosa se abalanzaría sobre ellos, precipitándose en la llanura; formaría un gran lago y se ahogarían todos, posiblemente. Desde luego no podrían seguir avanzando, acercándosele cada vez más, acercándose a Cochinito y a su esposa que la estaban esperando. Cochinito y su esposa se preguntarían qué le habría pasado. Aquello nunca se lo imaginarían. Sería una bonita historia que le hubiese gustado contar.
Se volvió hacia la compuerta con decisión. Sí, algunos luchaban con aeroplanos, otros con cañones, pero también se podía combatir con un río, cuando era tan perverso como aquel. Desencajó el grueso madero que atrancaba la compuerta. Estaba resbaladizo, cubierto de musgo verde, plateado. El agua saltó en un fuerte chorro. Si sacaba un segundo madero, los demás cederían por sí mismos. Se puso a tirar de él y lo sintió salir un poco de su agujero.
Seguramente podré librarme del purgatorio con esto, pensó, y quizá permitan estar conmigo a mi marido también. ¿Qué es una mano al lado de todo esto? Nosotros entonces...
El tronco cedió súbitamente, y la compuerta salió despedida, golpeándola de lleno y dejándola sin resuello. Sólo tuvo tiempo para increpar entrecortadamente al río:
—¡Vamos, viejo demonio!
Sintió entonces que se apoderaba de ella y la levantaba hasta el cielo. Lo tenía debajo y a su alrededor. La zarandeó jubiloso acá y allá, y por último, sin aflojar el abrazo con que la envolvía, se dirigió velozmente contra el enemigo.