BERNARDO KORDON - LA DESCONOCIDA
BERNARDO KORDON
ARGENTINA
BERNARDO KORDON 1915 Novelista y cuentista argentino. El vertiginoso proceso de cambio experimentado por Buenos Aires, que ha triturado viejas formas de convivencia, creando una fauna de tipos frustrados e inadaptados, es una de las dos vertientes principales de la obra narrativa de Kordon. La otra está constituida por un agresivo y vital continente iberoamericano, que el autor ha recorrido casi palmo a palmo, lleno de sensualidad y colorido.
AL PASAR el puente, Clara le apretó el brazo. Mario, distraídamente, dejó de leer el diario. A través de los entrecruzados hierros del puente extendió la vista hacia la perspectiva nocturna de vacíos lúgubres, salpicada de cubos iluminados y lechosas aureolas de cercanas avenidas.
El tren salía de Buenos Aires por el sur, entre los cuatro pares de rieles del alto terraplén, y el estruendo que provocaba el paso del puente sobre el Riachuelo le interrumpía la lectura por un instante.
Después de observar la noche, Mario detuvo la mirada en su mujer. Clara había clavado la vista en la oscuridad. Relucían como betún las aguas quietas y aceitosas del Riachuelo, donde se encontraba el pequeño puente levadizo de una línea de tranvía. Hacía una infinidad de años, en un amanecer brumoso, un motorman no vio el puente levantado y precipitó su tranvía al río. Allí murió el padre de Clara, y ella nunca olvidó el buzo surgiendo a la superficie en un remolino de cieno y burbujas, trayendo en sus brazos, uno a uno, los cuerpos de los ahogados.
Aproximadamente hacía veinte años que acostumbraban realizar juntos este viaje (desde que compraron la casita y fueron a Lanús Oeste). Mario consideró siempre que su mujer tenía sus razones para impresionarse con la vista de ese pequeño y viejo puente, pero de todos modos encontraba absurda, y a veces irritante, la persistencia de una emoción que se repetía en igual circunstancia y que desaparecía del mismo modo un instante después. El tren atravesó sin detenerse en la dormida estación elevada de Avellaneda, y la mujer ahuyentó su gesto de dolor para volver a clavar en la noche su mirada fatigada. Mario, entonces, volvió a la lectura del diario, siguiendo siempre el mismo orden (titulares, fútbol, historietas y policiales), mientras afuera se sucedían, también regularmente, los claroscuros de opacas barriadas e iluminados centros comerciales.
Ese paso del puente despertaba siempre algún recuerdo a Mario. A veces le dominaba la absurda impresión de estar sentado al lado de una desconocida. Era como si repentinamente se le revelase que viajaba con un ser que nada tenía de común con él.
En otros tiempos le había dominado una sensación parecida, pero más intensa, al despertar en medio de la noche, y parecerle entonces entre sueños que dormía junto a una desconocida. De esa semiinconsciencia recordaba los embates ciegos, los besos que golpeaban los dientes, una potencia que parecía nacer del fondo de esa llanura que se atisbaba desde el suburbio. Un viento de exaltación que terminaba por disolverse en la noche como fuelle fatigado, en un vacío poblado de angustiosos y pusilánimes fantasmas de calles sin pavimentar, crueles en la medida que llevaban las miserias cotidianas hasta los trasfondos del sueño.
Con los años desaparecieron esas bruscas revelaciones nocturnas, y del mismo modo dejó de interesarle del todo ese dolor que reflejaba el rostro de Clara al atravesar el puente del Riachuelo. Simplemente se acostumbró a ese gesto de un drama lejano, que en otros tiempos y por un instante le hizo sentir que acompañaba a una desconocida.
Sin embargo, en el breve instante que apartó la vista del diario, volvió a sentir vagamente la revelación de que junto a él viajaba un misterio. La miró antes de enfrascarse en la lectura, y en ese brevísimo estudio de un rostro configurado por una vida en común, se aseguró que allí nada podía existir de inaudito.
Descendieron del tren en Lanús. Atravesaron la estación por el paso subterráneo y salieron a la plaza para formar fila frente al poste de la micro 201. En la espera del colectivo, Mario volvió a abrir el diario para proseguir con su lectura. Ella le apretó el brazo. Mario dio vuelta la cabeza y la vio con el rostro descompuesto. Le preguntó:
—¿Estuviste con tu hermana?
—Si.
—¿Pasó algo?
—Vos sabés que nos juntamos para ir al médico.
—Sí.
—¿No te interesa qué me dijo?
—Quería preguntártelo en casa.
—Bueno.
—¿Y ahora qué te pasa?
—Desde que nos juntamos en Constitución, estoy esperando que me hablés...
Y repentinamente ella se puso a llorar. Los que esperaban el colectivo se daban vuelta o avanzaban el rostro para observar a esa mujer que gemía como un niño sobre el pecho de un hombre.
Un sentimiento, mezcla de pena y encono, dominó a Mario. Dobló el diario y lo guardó en el bolsillo. Trató de disimular su contrariedad y su embarazo (odiaba sobre todo llamar la atención en la calle).
—¿Qué te pasa?
Clara no respondió. Entonces Mario la sacudió de los hombros.
—¿Pero qué te pasa, mujer?
Ella se calmó. Levantó lentamente el rostro y buscó la mirada de su marido. Pero Mario señalaba hacia la calle:
—Ahí viene.
Tampoco pudieron hablar en ese instante. El colectivo se detuvo y la fila se puso en movimiento. El 201, repleto, se internó noche adentro, hacia Lanús Oeste.
NO HUBO oportunidad de cambiar una sola palabra en el colectivo. Desde el paradero final, caminaron en silencio las cinco cuadras sin pavimentar. Después Clara esperó que él abriera el candado del portoncito de alambre trenzado. Cuando entraron en la cocina, Clara encendió el gas y mecánicamente puso una olla de agua al fuego. Se dejó caer en una silla y levantó la vista.
—¿Qué te dijo el médico? —preguntó Mario, y se escuchó a sí mismo con forzado aplomo, mientras sentía que el temor le temblequeaba en las mejillas.
—A mí no me dijo nada. Después habló con Marcela a solas. La vi salir pálida a la pobre. No pudieron engañarme.
—¿No serán cosas que se te ocurren a vos?
Clara movió la cabeza con fatigada tristeza:
—A mí no se me ocurre nada. Todo lo contrario. Trato de no pensar en nada. Pero siento la enfermedad adentro. Y prefiero no pensar en nada. Dejar que eso crezca y me coma por dentro. ¡Qué se yo!
Se incorporó. Se veía flaca y a Mario le pareció más alta y dura que nunca. La admiró y le dominó un sentimiento de orgullo por esa mujer, seguramente ya condenada (no lo dudaba en absoluto), pero que se erguía para atenderlo mientras le alcanzasen las fuerzas.
—¿Te hago algo de comer?
Y como él no respondiese, ella se adelantó:
—Voy a prepararte algo liviano: fideos con manteca... Ya es tarde para hacer otra cosa.
—Bueno —aceptó Mario. Sentóse cerca de la mesa y volvió a abrir el diario. La mujer extendió el mantel a cuadros rojos y puso los platos, la botella de vino a medio llenar y el celeste envase de un sifón. Una vez más se repetía el rito cotidiano. Hasta donde alcanzaba la memoria de Mario, veía a su madre, después a su hermana, ahora a Clara: siempre mujeres graves y sufridas en el acto de disponer la mesa para la cena.
Pero esta noche todo cobraba un nuevo sentido. Y Clara parecía indicarle ahora que ese ritual de la vida iba a terminar un día, y que ese momento no estaba lejano. Mario percibía su inminencia y caía en la cuenta que era irreversible. ¿Pero por qué? ¿Acaso algún día podría morir todo, hasta la esperanza? Sí. Todo iba a terminar. Lo comprendía ahora, mientras su mujer depositaba suavemente en la mesa la repleta panera, como si se tratase de un florero.
En otros tiempos, Mario había asociado la idea de la muerte con el dolor y el miedo. Ahora comprendía que el dolor y el miedo podían ser detalles accidentales, pero lo que dominaba todo era la tristeza, una tristeza que anonadaba y hacía sentir por igual el dolor de vivir y de morir. Y resultaba tan profundamente absurda la repetición de esos gestos cotidianos de preparar la cena, que por un momento creyó —como había creído toda su vida— que «eso» nunca podía interrumpirse, y la revelación de lo contrario le hirió como una intolerable injusticia. Pues cuando faltaran esos gestos de esa mujer, todo habría terminado para él.
Repentinamente se incorporó. Clara lo vio pálido.
—¿Qué te pasa?
Sentíase avergonzado como si lo desnudasen en público. Quería esconder su emoción.
—Me siento descompuesto —se disculpó.
Se dirigió al baño. Pero no hizo otra cosa que golpear la puerta (como si se encerrase), y entró en el dormitorio. Se dejó caer en la cama y sintió cómo las lágrimas le corrían por las mejillas. No recordaba haber sentido nunca algo parecido, pero repentinamente recordó los días de su infancia. En las noches tormentosas, las lágrimas le corrían por las mejillas cuando reventaban los truenos, en un sollozo que el miedo hacía mudo y retenido. Ahora lloraba del mismo modo, y eso le calmaba lentamente con la terrible dulzura de alguien que estuviese convaleciente de una amputación.
Llegaban hasta él los ruidos de la cocina: Clara seguía preparando la cena. Mario fue hasta la ventana. Una fila de luces señalaba la calle. Apartó la vista de ese paisaje desolado. Sentía esa tristeza como un dolor físico. Una tristeza que impregnaba todo: esa calle y ese dormitorio, su imagen que le devolvía el espejo del ropero y los ruidos que llegaban de la cocina. ¿Pero por qué? Presentía que ella se iba definitivamente de su lado.
Recordó que en varias oportunidades había sorprendido a Clara llorando en el dormitorio. «Cosas de mujeres» había pensado entonces, pero ahora le mordía una duda. ¿También ella conocía esa insalvable tristeza?
Seguramente que sí. Clara siempre le escondió dolores y problemas. A Mario le aguijoneó una celosa curiosidad de enamorado. Fue hasta el ropero y buscó a tientas. Encontró el viejo envase de latón policromado de té que le servía de cofre a Clara. Revolvió una cantidad fabulosa de botones y algunos carreteles de hilo de color. (Y era como si revisase las cosas dejadas por una muerta.) Allí encontró varias cartas y las dos postales que le mandó de novio. En el fondo había un viejo recorte de diario. En el papel amarillento por los años sonreía un rostro joven y huesudo. El retrato del padre de Clara. Leyó un episodio del famoso accidente del tranvía que cayó en el Riachuelo. En los bolsillos del mameluco del obrero que había dejado tres huérfanos (Clara era la mayor), sólo habían encontrado su almuerzo (un sandwich de milanesa) y un boleto obrero de ida y vuelta. El periodista le dedicaba al hecho un recuadro henchido de consideraciones sociales y sentimentales (se trataba de un diario de la tarde que se vendía principalmente en las barriadas obreras),
Mario desconocía, o no recordaba, ese réquiem periodístico al padre de Clara. Lo leyó con interés. ¿Cuántas veces en su vida Clara se emocionó hasta las lágrimas con la lectura de ese amarillento pedazo de diario? Seguramente le escondió ese recorte por las consideraciones que hacía el periodista sobre la pobreza del obrero y el desamparo en que quedaban los huérfanos. ¿Cuántas otras cosas le escondió Clara? Repentinamente tuvo la revelación de que cuando despertaba a medianoche con la febril sensación de dormir con una desconocida, no era consecuencia de la inconsciencia, sino fruto de una extraña lucidez.
—Creí que estabas en el baño.
Le llegó la voz de Clara con matices que nunca había percibido. La desconocida reclamaba su presencia.
—¿Estás ahí, Mario?
—Ya voy —le contestó. Guardó la lata que oficiaba de cofre y cerró la puerta del ropero.
—Vení pronto. La comida ya está servida y se enfría.
Los pasos de Clara se alejaron hacia la cocina. Mario entró allí, tratando de tranquilizarse.
Se sentaron a la mesa, frente a los platos humeantes. Mario se sirvió un vaso de vino y lo bebió lentamente. Quizá Clara no estuviese enferma de peligro. Trató de escrutar ese rostro como desdibujado en su mente por una vida entera en común. La vio flaca, como si la calavera pujase por salir de sus carnes. No; no estaba tan flaca. La culpa era de las sombras que parecían cavar su rostro. Pero sí la veía cansada y vieja. Y esa vejez de su mujer le dolía en el alma como una culpa de él o un engaño de ella.
—¿No comés?
Mario no respondió, ensimismado en la revelación de que ahora amaba el rostro ajado de esa desconocida sentada frente a él. Una desconocida cuya vida le resultaba un misterio, y ya era tarde, irremediablemente tarde para develarlo.
—Se está enfriando la comida —insistió Clara—. ¿Qué te pasa?
—Nada.
Quiso expresar la ternura que lo embargaba, pero temió caer en un patetismo que no sabía dónde podía llevarlo.
Empuñó el tenedor e hizo un ovillo de tallarines. Sentía la garganta crispada, pero dominó el deseo de confesar su angustia. Lo quiso hacer, pero no supo cómo empezar. Entonces hizo un esfuerzo y comenzó a comer. En silencio, como siempre.