HENRY LAWSON - LA MUJER DEL GANADERO
HENRY LAWSON
AUSTRALIA
HENRY LAWSON 1867-1922 Nacido en un campamento de buscadores de oro de Nueva Gales del Sur, Australia, Henry Lawson apenas recibió instrucción. Durante muchos años llevó una existencia errante, ganándose a duras penas la vida como pintor de brocha gorda. En 1887, sin embargo, se publicó su primer poema en un periódico de Sydney, y a partir de aquella fecha se dedicó a escribir poesías y novelas cortas.
LA CASA de dos piezas está construida de troncos, tablas y planchas de corteza, y el suelo lo tiene de lajas resquebrajadas. La amplia cocina de cortezas que se alza en una punta es mayor que la casa en sí con veranda y todo.
Monte alrededor; monte sin horizonte, ya que la región es llana. No hay montañas en la lejanía. Forman el monte manzanos del país, desmedrados y canijos. No se ven espesuras de matas. Nada en que descansar la vista salvo el verde más oscuro de unos robles dispersos que destacan sobre el angosto cauce del torrente casi seco. Treinta kilómetros hasta el signo más próximo de civilización: una cabaña junto al camino real.
El ganadero, un ex colono furtivo, se ha marchado con las ovejas. Su esposa y sus hijos han quedado solos en casa.
Cuatro niños harapientos y escurridos de carnes juegan en las inmediaciones. De pronto uno de ellos grita:
—¡Una serpiente! ¡Madre, una serpiente!
La mujer del ganadero, enteca y quemada por el sol, surge veloz de la cocina, levanta al más pequeño del suelo, lo sostiene sobre su cadera izquierda y agarra un bastón.
—¿Dónde está?
—¡Aquí! ¡Debajo de la leña! —aúlla el chico mayor, un granuja de cara afilada, de unos once años—. ¡Cuidado, madre! Ya la tengo. ¡Atrás! ¡Voy a cazar a esa maldita!
—¡Tommy, ven aquí, que te va a morder! ¡Ven aquí, te digo!
El pequeño se acerca, desobediente, con un garrote mayor que él. Entonces vocifera con aire de triunfo:
—¡Allá va! ¡Debajo de la casa! —y se lanza como una flecha tras de la serpiente, enarbolando el garrote. Al mismo tiempo, el gran perro negro de raza indefinible y ojos amarillos, que ha presenciado con el más fogoso interés los acontecimientos, rompe su cadena y se precipita tras el reptil. No llega a tiempo, sin embargo, y su nariz alcanza la grieta de las tablas en el momento justo en que la cola desaparece. Casi en el mismo instante desciende el garrote del niño, pelando del golpe la susodicha nariz. Caimán, que así se llama la fiera, parece no dar importancia al trance, y procede a escarbar bajo el edificio; pero después de una breve lucha es reducido y encadenado de nuevo. Un perro vale mucho; no lo pueden perder.
La mujer del ganadero reúne a los niños junto a la caseta del perro, sin dejar de mirar por donde ha desaparecido la serpiente. Prepara dos platitos de leche y los coloca junto a la pared, para hacerla salir; pero pasa una hora y sigue sin dejarse ver.
Está a punto de ponerse el sol, y se avecina una tormenta. Los niños deben entrar bajo techado. No quiere que pasen a la casa, pues sabe que está allí la serpiente y en cualquier momento puede salir por un agujero del tosco piso de lajas, de modo que lleva varias brazadas de leña a la cocina y hace pasar allí a los niños. La cocina no tiene suelo, o mejor dicho, el suelo es de tierra; en la región lo llaman ground floor. En medio hay una mesa grande y rústica. Lleva allí, pues, a los niños, y los hace sentarse encima de esta mesa. Son dos varones y dos hembras, todos de corta edad. Les da algo de cenar, y después, antes de que oscurezca, entra en la casa y recoge algunas almohadas y mantas, con miedo a ver o tocar en cualquier momento a la serpiente. Prepara, pues, una cama en la mesa de la cocina para los niños, y se sienta al lado dispuesta a seguir vigilando toda la noche.
No pierde de vista el rincón, y tiene un garrote de madera, todavía verde, listo y a mano sobre el aparador; también se ha traído su cesto de la costura y un ejemplar del Young Ladies’ Journal. Además ha hecho pasar al perro.
Tommy se acuesta protestando; dice que va a estar despierto toda la noche para aplastar a esa puñetera serpiente.
Su madre le pregunta que cuántas veces le ha repetido que no diga palabrotas.
El niño conserva su garrote bajo las mantas, y Jacky protesta:
—¡Mamá! Tommy me está despellejando vivo con el garrote. Quítaselo.
Tommy dice:
—¡Cállate, cabri...! ¿Es que quieres que te muerda la serpiente?
Jacky cierra la boca.
—Si te muerde —prosigue Tommy tras una pausa—, te hincharás todo, y olerás mal, y te pondrás colorado, y verde, y azul hasta que revientes. ¿No es verdad, madre?
—Vamos, no asustes al niño. A dormir —corta ella.
Los dos niños más pequeños ya se han dormido, pero Jacky sigue quejándose de que le están «estrujando». Le dejan más sitio.
Ahora dice Tommy:
—¡Madre!; escucha las zarigüeyas. Me gustaría retorcerles el p... cuello.
Jacky protesta soñoliento:
—¡Pero las zarigüeyas no nos hacen nada, las p...!
La madre:
—Mira, te lo tengo advertido, ya estás enseñando a Jacky a hablar mal.
Pero el comentario le hace sonreír. Jacky se duerme.
Tommy vuelve a preguntar:
—¡Madre! ¿Tú crees que llegarán a sacar al canguro?
—¡Dios mío! ¿Y cómo quieres que yo lo sepa? Vamos, duérmete.
—¿Me despertarás si sale la serpiente?
—Sí. Duérmete.
Se acerca la medianoche. Todos los niños se han dormido y ella continúa tranquilamente sentada; a ratos cose y a ratos lee. De cuando en cuando echa una mirada al suelo y a las tablas de la pared, y cada vez que escucha un rumor apresta el garrote. Llega la tormenta, y el viento que entra con fuerza por las grietas de la pared de tablas amenaza con apagar la vela. La sitúa en un lugar resguardado de la cómoda y le pone un periódico a guisa de pantalla para protegerla. A cada relámpago relucen las grietas como plata bruñida. Retumba el trueno y la lluvia cae a torrentes.
Caimán está tendido cuan largo es en el suelo, vueltos los ojos hacia el tabique. De ello deduce la mujer que la serpiente está allí. En la pared hay grandes grietas que comunican con el subsuelo de la vivienda.
Ella no es cobarde, pero los últimos acontecimientos le han trastornado los nervios. A un hijito de su cuñado le mordió hace poco una serpiente, y el niño murió. Además, lleva más de seis meses sin noticias de su marido, y está inquieta por él.
El era ganadero y se establecieron furtivamente en la zona nada más casarse. La sequía de 18.. le arruinó. Hubo de sacrificar los restos de su rebaño y empezar de nuevo. Cuando vuelva, abriga el proyecto de llevarse a su familia a la ciudad más cercana, y entretanto su hermano, que tiene una cabaña junto al camino real, suele traerles provisiones una vez al mes. La esposa conserva todavía un par de vacas, un caballo y algunas ovejas. El cuñado sacrifica una oveja de cuando en cuando, entrega a la mujer la carne que pueda necesitar y se lleva el resto en pago de otras provisiones.
Ella se ha acostumbrado a estar sola. Una vez llegó a pasar hasta dieciocho meses de esta manera. De moza levantó sus consabidos castillos en el aire, pero esas aspiraciones y esperanzas juveniles murieron hace tiempo. Toda la distracción e incentivo que precisa los encuentra en el Young Ladies' Journal, y —¡válgale el cielo!— hasta se complace en hojear las láminas de modas.
Su esposo es australiano, lo mismo que ella. Es hombre despegado, pero bastante buen marido. Si tuviera medios, la llevaría a la ciudad y la tendría allí como una princesa. Se han acostumbrado a estar separados, al menos por parte de ella. «No hay que tomarlo a pecho», suele decir. El podrá olvidar a veces que está casado, pero cuando regresa con fondos le da a ella la mayor parte. Cuando tenía dinero la llevó varias veces a la ciudad: viajaban en coche-cama y se alojaban en los mejores hoteles. También le compró una calesa, pero hubo de sacrificarla con lo demás.
Los dos niños últimos nacieron en el monte: uno mientras su marido arrastraba a viva fuerza a un médico borracho para que la asistiese. En esta ocasión se encontraba sola y muy débil. Había estado con fiebres. Rogó a Dios que le enviase ayuda, y Dios le mandó a la negra Mary —la comadre «más blanca» de los alrededores—. O por lo menos Dios mandó a King Jimmy por delante y este trajo a la negra Mary. Jimmy asomó la cara negra por la puerta, se hizo cargo de la situación a la primera ojeada y dijo jovialmente:
—Muy bien, señora; le traigo a mi vieja; baja ya mismo por el arroyo.
Uno de los niños murió estando allí sola. Lo menos seis leguas hizo a caballo para pedir auxilio, con el niño muerto en sus brazos.
DEBEN DE ser la una o las dos de la mañana. El fuego se está apagando. Caimán yace con la cabeza entre las patas, atento a la pared. No es un perro muy lindo que digamos, y a la luz se distinguen las innumerables cicatrices donde no volverá a crecer el pelo. No teme a nada sobre la tierra ni de debajo de ella. Acomete a un toro con la misma presteza que a una pulga. Odia a todos los demás perros —excepto a los dingos— y siente un profundo desagrado por los amigos o parientes de la familia. Sin embargo, raras veces viene nadie de visita. A veces hace amigos entre los extraños. Aborrece a las serpientes y ha matado muchas, pero acabarán por morderle y morirá; la mayoría de los perros cazadores de serpientes mueren de ese modo.
De cuando en cuando la mujer del ganadero abandona su labor y observa, escucha, piensa. Piensa en cosas de su propia vida, ya que aquí apenas hay otras cosas en que pensar.
La lluvia hará crecer la hierba, y esto le recuerda el modo en que hubo de luchar contra un incendio en el monte, una vez que andaba su marido fuera. La hierba estaba alta y muy seca, y el fuego amenazaba con arrasarlo todo. Se puso unos pantalones viejos de su marido e hizo frente a las llamas con una rama verde; grandes gotas de sudor negro brotaban de su frente y formaban regueros por sus brazos ennegrecidos. El ver a su madre con pantalones divirtió mucho a Tommy, que luchaba a su lado como un pequeño héroe, pero el chiquitín, aterrorizado, no pudo por menos de lanzar frenéticos alaridos llamando a su «mamá». El fuego hubiese acabado por dominarla de no ser por cuatro vaqueros alarmados que llegaron en el último momento. Todo era confusión alrededor; cuando fue a coger al pequeño este chilló y se debatió convulsivamente creyendo que quien lo cogía era un «negro»; y Caimán, fiado más del parecer del niño que de su propio instinto, la acometió furioso, sin reconocer al principio, en su enardecimiento (era ya viejo y algo sordo), la voz de su dueña, y siguiendo luego encarnizado contra los pantalones de piel de topo hasta que lo espantó Tommy con una correa de cinchar. El disgusto del perro por su equivocación y su afán por dejar bien sentado que todo había obedecido a un error se mostraron con toda la expresividad de que fueron capaces su pingajosa cola y su sonrisa perruna de dos palmos. Fue un día inolvidable para los chicos; un día que recordar y comentar entre risas durante varios años.
También recuerda la mujer cómo luchó contra una inundación en ausencia de su marido. Horas y horas bajo el aguacero, calada hasta los huesos, cavando una zanja de desagüe para que la riada no se llevase el dique por delante. Pero no pudo impedirlo. Hay cosas imposibles hasta para la mujer de un ganadero australiano que vive sola en el monte. A la mañana siguiente reventó la presa, y su corazón también estuvo a punto de romperse, pensando en la desolación de su marido cuando volviera y viese aniquilado el esfuerzo de tantos años de trabajo. Entonces lloró.
Tuvo que luchar también contra la pleuroneumonía. Medicinó y sangró al poco ganado que le quedaba, y cuando murieron sus dos mejores vacas volvió a llorar.
En otra ocasión tuvo que reducir a un toro desmandado que asedió la casa un día entero. Preparó municiones y le hizo varios disparos por entre las grietas de las tablas con una escopeta vieja. Por la mañana apareció muerto. Le desolló y sacó diecisiete libras y seis peniques por la piel.
También suele luchar contra los cuervos y las águilas que acechan sus gallinas. Su plan de operaciones es verdaderamente original. Los niños gritan: «¡Cuervos, madre!», y entonces ella sale corriendo y apunta con un palo de escoba para las aves, gritando: «¡Pum, pum!», como si se tratara de una escopeta. Los cuervos huyen precipitadamente; son astutos, pero mayor es la astucia de una mujer.
Alguna que otra vez se presenta un vaquero borracho o un vagabundo mal encarado y le da un susto de muerte. Normalmente, cuando el forastero sospechoso pregunta taimadamente por el dueño de la casa, le dice que su marido y sus dos hijos están trabajando al pie de la presa, o en el corral.
Hace tan sólo una semana, un trotamundos de rostro patibulario —después de haberse cerciorado de que no había hombres en el lugar— tiró su macuto en la veranda y pidió algo de comer. Se lo dio, y luego el hombre manifestó su intención de quedarse a pasar la noche. Estaba ya poniéndose el sol. Ella agarró un palo del sofá, soltó al perro y plantó cara al forastero con el palo en una mano y el collar del perro en la otra. «¡Márchese!», ordenó. El la miró, miró al perro, dijo: «De acuerdo, señora», con tono servil, y se alejó. Era una mujer de aspecto resuelto, y los ojos amarillos de Caimán relucían que daba grima. Además, las mandíbulas del animal se parecían mucho a las del saurio cuyo nombre llevaba.
Pocos son los placeres que puede recordar, en cambio, mientras vela junto al fuego, a solas, al acecho de una serpiente. Todos los días le parecen prácticamente iguales; pero los domingos por la tarde se viste, adecenta a los niños, acicala al más pequeño y da un paseo solitario por el sendero del monte, empujando un viejo cochecito de niño. Lo hace todos los domingos. Se toma tanto trabajo en arreglarse y preparar a los niños como si saliese a dar un paseo en la ciudad. No hay, sin embargo, nada que ver y nadie con quien encontrarse. Cualquiera no familiarizado con el país puede andar seis o siete leguas por este sendero sin encontrar nada distinto, nada que destaque de lo demás. Esto se debe a la uniformidad perenne y enloquecedora de los raquíticos árboles; monotonía que a todo el que allí vive le hace desear la huida: huir todo lo lejos que pueda llevarle a uno el tren, o lo más lejos que pueda llevarle un barco, y aun más allá.
Pero esta mujer está habituada a la soledad del paisaje. De recién casada la odiaba, pero ahora no sabría lo que hacer sin ella.
Cuando vuelve su marido se alegra, pero sin efusiones ni alborotos. Se limita a prepararle algo especial de comida y a asear a los niños.
Parece resignada con el destino que le ha tocado en suerte. Ama a sus hijos, pero no tiene tiempo de demostrárselo. Los trata con rudeza. El ambiente en que viven no favorece el desarrollo de los aspectos femeninos o sentimentales del carácter.
SE ACERCA la mañana; pero el reloj se lo ha dejado en la casa. La vela está casi agotada; olvidó que se le estaban terminando las velas. Hará falta un poco más de leña para mantener el fuego, por lo que encierra al perro dentro y se apresura hacia la leñera. Ya no llueve. La mujer agarra una rama, tira de ella, y ¡zas!, todo el montón se derrumba.
La víspera ajustó con un negro vagabundo que le trajese algo de leña, y mientras él quedó trabajando se fue a buscar una vaca descarriada. Estuvo ausente una hora o así, y el aborigen aprovechó bien el tiempo. A su regreso le sorprendió ver un gran montón de leña junto a la chimenea, tanto que le dio una ración extra de tabaco y alabó mucho su diligencia. El le dio las gracias y se marchó con la cabeza alta y abombando el pecho. Era el último de su tribu, y nada menos que rey, pero había apilado la leña en hueco.
La mujer se ha lastimado, y se le saltan las lágrimas. Vuelve a sentarse junto a la mesa y saca un pañuelo para enjugarse el llanto, pero se mete los dedos en los ojos. El pañuelo está lleno de agujeros y resulta que ha introducido el pulgar por uno de ellos y el índice por otro.
Esto le hace reír, lo que provoca el asombro del perro. La mujer tiene un sentido muy agudo del ridículo, y no perderá ocasión de divertir a los paisanos contándoles el suceso.
Ya en otra ocasión hubo de reírse en un caso semejante. Fue un día que se sentó «a llorar a gusto», como ella dijo, y el viejo gato se restregó en su falda y «lloró también». No pudo por menos de soltar la carcajada.
DEBE DE estar a punto de rayar el día. En la pieza la atmósfera está muy cargada y caldeada por el fuego. Caimán sigue observando de vez en cuando la pared. De repente da muestras de vivo interés; se arrastra unos centímetros hacia el tabique y un estremecimiento recorre su cuerpo. Empieza a erizársele el pelo del pescuezo, y sus ojos de ámbar brillan agresivos. Sabe ella lo que esto significa y pone la mano en el garrote. Una tabla del tabique presenta una amplia grieta a cada lado, junto al suelo. Unos ojos malignos, brillantes como abalorios, fulgen en uno de los agujeros. La serpiente —negra— va saliendo despacio, casi dos palmos, y hace oscilar la cabeza arriba y abajo. El perro permanece inmóvil y la mujer sigue en su asiento como hipnotizada. La serpiente sale dos palmos más. La mujer levanta el garrote y el reptil, súbitamente consciente del peligro, zampa la cabeza por la grieta del otro lado de la tabla y se apresura para que le dé tiempo a pasar todo él, hasta la cola. Salta Caimán, y sus quijadas se cierran bruscamente. Falla el golpe, por culpa de lo largo que tiene el hocico, y la serpiente comprime el cuerpo en el ángulo formado por las tablas y el piso. Tira una nueva dentellada el can al paso de la cola, y ahora sí que ha enganchado a la serpiente, y tira de ella, y saca fuera lo menos medio metro. Zas, zas, golpea el garrote de la mujer en el piso. Caimán sigue tirando. Zas, zas. Caimán da otro tirón y al fin saca la serpiente entera. Es negra, de metro y medio de largo. Levanta la cabeza para atacar, pero el perro ha atrapado a su enemigo por la garganta. Es un perro grande y recio, pero ágil como un terrier. Zarandea a la serpiente como si compartiese con la humanidad la maldición original. El chico mayor se despierta, echa mano a su garrote y trata de saltar de la cama, pero su madre le inmoviliza con mano de hierro. Zas, zas —el espinazo de la serpiente está roto en varios trozos. Zas, zas —le aplasta la cabeza, y sigue desollando la nariz a Caimán.
La mujer levanta el destrozado reptil en la punta de su garrote, lo lleva a la chimenea y lo arroja al fuego; echa después leña encima y se queda viendo arder a la serpiente. El niño y el perro asisten también a la escena. Pone ella la mano en la cabeza del perro y desaparecen la ferocidad y la cólera que brillaban en sus ojos amarillos. Los niños más pequeños están tranquilos y siguen durmiendo por ahora. El mayorcito sigue allí un momento, en camisa, luciendo sus piernas sucias y contemplando el fuego. Luego mira a su madre, ye lágrimas en sus ojos y echándole los brazos al cuello exclama:
—Madre, yo nunca me iré con el ganado; ¡maldíceme si me voy!
Y ella le estrecha contra su pecho lacio, y le besa, y ambos se sientan juntos mientras la luz enfermiza del día va surgiendo por encima del monte.