Capítulo 48

SUPE quién era cuando estaba abriendo la puerta. El único que podía buscarme, que no tenía miedo de entrar sin llamar. Tampoco había preguntado antes de entrar porque sabía que le diría que no.

Mi negación no le intimidaba.

Entró en la habitación directo hacia la cama donde yo yacía enroscada, abrazada a la almohada de Michael, respirándolo. Se acercó a tocarme, pero mi cuerpo respondió con un espasmo. No podía evitarlo. La última persona que me había tocado en esa habitación había sido Michael.

Se dejó caer en la silla del escritorio.

—Tienes que estar con tu padre. —Mi voz era áspera; reseca por el humo y las lágrimas.

—No. Tengo que estar contigo. Mi padre opina lo mismo.

No respondí. No tenía fuerzas.

—Em. —Se enderezó y se frotó la espalda. Sabía que Kaleb estaba sintiendo mis horribles emociones. Quería decirle que tenía la fórmula de sus medicamentos en el bolsillo, pero me di cuenta de que no la necesitaba ahora que su padre había vuelto.

Liam estaba vivo.

Michael estaba muerto.

El dolor me inundaba. Kaleb se inclinó hacia delante y me dio su mano.

—No puedes continuar así. Ven aquí.

—¿Por qué?

—Ven aquí. Hazme caso.

Me senté en el borde de la cama para discutir con él, sintiendo el profundo dolor y tensión de los músculos. Consiguió despistarme, cogerme de la mano y sentarme en su regazo.

—Qué haces. —Seguramente no pesaba nada para él. Una carcajada amenazaba con salir de mi garganta. Todo lo que había pasado en las últimas horas era tan surreal como absurdo.

—No es lo que piensas. —Me separó de su pecho y me colocó encima de sus rodillas, de tal modo que duré poco encima de su regazo. Acercó su cabeza y dijo—: Mírame, Emerson. Mírame a los ojos.

Me rendí.

Todo mi dolor se desvaneció en un segundo, tanto el físico como el emocional. Llegó a mis oídos un sonido crepitante y solo pude ver los intensos ojos azules de Kaleb. Me incliné hacia delante sin darme cuenta y apreté mi cara contra la suya. Nuestras bocas estaban tan cerca que respirábamos el mismo aire.

Sentí un gran alivio; el oxígeno ya era soportable. Me contagié de su calidez hasta que me di cuenta de lo que estaba pasando. En cuanto fui consciente, me separé bruscamente, me solté de su regazo y aterricé en el suelo, retorciéndome de espasmos. Un silencio inquietante llenó la habitación.

—¿Qué has hecho? —Le lancé, resollando.

Tenía los ojos llenos de agonía; la voz débil. Parecía que estuviese padeciendo dolor físico.

—Intentaba ayudarte. Liberarte de algunas emociones.

—¿Desde cuándo eres capaz de hacer esto? Sacudió la cabeza.

—Desde hace tanto que ni me acuerdo. A veces no funciona. No funcionó con mi madre, cuando intenté ayudarla. Pero puedo ayudarte a ti.

Me quería recostar en él, encontrar alivio en su abrazo. Kaleb estaba muy pendiente de mí, dispuesto a hacer lo que fuera. Lo sabía. Solo tenía que pedírselo.

El dolor que me había quitado se estaba volviendo a formar en mi pecho y me subía por la garganta.

—Deja de sentir mi dolor… tú ya tienes bastante. Los dos habéis luchado como hermanos y sé que os queríais como hermanos.

Kaleb se levantó y me intimidó, como siempre, con su impresionante altura.

—Sé que has hecho todo esto en parte por mí; para que no pasara por todo lo que has pasado tú con tus padres. Y ahora estás todavía más destrozada que antes. Lo sé porque he intentado bloquear tus emociones y ha sido imposible.

Me mordí los labios; no quería llorar. Podía esperar a estar sola. No podía llorar. Las lágrimas me empañaban la vista y me esforzaba en no pestañear, porque sabía que entonces me hundiría.

No pude.

Me esforzaba por mantenerme entera, pero mi mundo había estallado en mil pedazos. Me tuve que apoyar en una silla para aguantarme. Mi dolor se reflejaba en la cara de Kaleb y decidí taparme el rostro para no tener que ver nada más.

Se dejó caer a mi lado, me cogió entre sus brazos y me meció mientras me abandonaba al llanto, cerrando los ojos para no ver cómo compartía la angustia conmigo. Me acordé de cómo me sentía entre los brazos de Michael la noche en que le expliqué la pérdida de mis padres. Él también me había acunado. El recuerdo me hacía llorar más aún. Kaleb me acariciaba el pelo y rozaba sus labios contra mi sien.

—No puede ser. Michael tiene que volver. Tiene que ser un error. —Mis lágrimas iban por libre; por mucho que intentase combatirlas, corrían y arreciaban en mi rostro.

—Si me dejas, puedo hacer algo.

—No —respondí—. Así no. No pienso quitarme dolor para dártelo a ti.

—¿Y si yo quiero? —me preguntó, con dulzura.

Negué con la cabeza.

—Te cuidaba mucho. Se notaba que te quería.

Noté la congoja en mi pecho.

—Nunca me lo dijo.

—Eso no significa nada.

—No sé.

—Tienes que ser fuerte. No sabemos de verdad qué ha pasado. ¿Y si ha podido sobrevivir? Estás hecha un asco. ¿Te gustaría que te viese así?

—No estoy hecha un asco.

Y él no iba a volver.

Kaleb me miró. Seguía acurrucada en sus brazos, congestionada y ahogada entre lágrimas.

—¡No estoy hecha un asco! —Me sequé bruscamente con la manga e hice un esfuerzo por sentarme, escupiéndole la pregunta que más miedo me daba—. ¿Lo puedes sentir? ¿Notas sus emociones?

Su lúgubre sonrisa me envolvió en un universo de tristeza.

Me enterré en su pecho y me abandoné.

Tardé un rato en dejar de sollozar. Cuando por fin se me acabó el llanto, Kaleb se levantó y me ayudó a ponerme de pie.

—Lávate la cara y nos vemos abajo. Le diré a Cat que te traiga ropa y que te mire esas heridas. —Señaló hacia mis manos y rodillas. Empecé a protestar, pero me interrumpió—. O la dejas que te mire o nos vamos al hospital.

—Odio los hospitales.

—Lo sé.

—Eso es extorsión.

—Ya lo sé. —Rebuscó algo en el bolsillo, me lo puso en la mano y me cerró el puño.

Me miré la mano en cuanto se fue. Era su elipse plateada con la palabra esperanza inscrita. La examiné un momento y la dejé en el centro de su cama.

Me quité el abrigo, que cayó al suelo con un ruido pesado. Lo recogí y abrí las cremalleras para sacar los discos con la información y las llaves del coche de Michael. Las apreté con tal fuerza que me las clavé en los dedos. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Las dejé caer encima de la mesita y dejé los discos donde estaban.

Entré en el lavabo con gesto absorto y puse el agua a la máxima temperatura. Antes de entrar, me miré en el espejo.

Mi pelo rubio se había transformado en gris, moteado de cenizas; mi cara, manchada de hollín y encharcada en lágrimas. El iris de mis ojos inyectados en sangre era de un intenso verde claro. Siempre se me ponían así después de llorar. En mi hombro se estaba formando un moratón y me dolía cuando lo movía. Me miré las rodillas y las muñecas, llenas de ampollas.

Si por fuera estaba magullada, por dentro estaba mucho peor.

Entré en la ducha y me coloqué debajo del chorro hasta que se acabó el agua caliente.