Capítulo 10
CUANDO volví al apartamento, Thomas y Dru ya se habían marchado. Qué bien me sentía. Volvía a ser la de siempre. Es increíble lo bien que le sienta a una chica volcar a un hombre al suelo.
Me pegué una ducha y cogí el portátil de Dru. Me lo llevé a la habitación y me senté con él en la silla de piel. Me encantaba el olor que desprendía. Me puse cómoda y empecé a investigar durante una hora. Cuando estaba a punto de dejarlo, entré en la Gaceta de Bennett y encontré el anuncio de un posgrado dirigido por el fundador de La Esfera, Liam Ballard.
Busqué su nombre en Internet. Bingo.
Cambié de postura y dejé el portátil encima del escabel, inclinada hacia delante para ver mejor la pantalla. Cliqué en el primer resultado y apareció la foto de un edificio enorme completamente derruido. Más abajo, el título «Misterioso incendio en un laboratorio».
El artículo cuestionaba la muerte de Liam Ballard, un científico asesinado en el incendio de su laboratorio privado. No se encontraron restos de ningún material combustible o inflamable. El edificio acababa de pasar una inspección antincendios. Su casa y demás edificios colindantes no sufrieron ningún daño y no hubo más víctimas.
Sentí un pinchazo en el estómago al continuar leyendo. Después de una ardua investigación por parte de las autoridades, el caso se archivó por falta de pruebas. Seguía sin haber ninguna razón para que se hubiese desencadenado el incendio.
Llamaron a la puerta y pegué un salto de la silla.
Volví al índice de resultados y salí despedida para abrir la puerta, parándome un segundo a contemplarme en el espejo. Encontré a Michael en la puerta, con cara de avergonzado y un ramo de cinias olorosas en la mano.
—Vengo a disculparme —me dijo, enseñándome las flores—. Ya me explicarás cómo haces esas cosas, ya.
Cogí el ramo y nuestros dedos se tocaron, provocando un calambre instantáneo. Aparté la mano rápidamente.
—Ya veremos si te lo explico. —Le lancé una mirada y me di la vuelta en dirección a la cocina. Me aliviaba pensar que no me veía la cara, porque estaba completamente roja. Metí la nariz en el ramo e inhalé la dulce fragancia de espaldas, grabándome el recuerdo del aroma.
Nunca me habían regalado flores.
—Muy bonito el apartamento —dijo, detrás de mí, repicando con los zapatos sobre el parqué.
—Gracias. Dru es muy buena decoradora. Le encanta meterse en proyectos y ahora tienen uno enorme entre manos. —Hice un gesto con la mano en la barriga y fui a coger un vaso de agua. Necesitaba concentrarme en alguna tarea.
—Diles que muchas felicidades de mi parte. —Se apoyó en la encimera, al lado del fregadero, mientras me miraba—. Qué ilusión, sobre todo para una pareja tan enamorada como ellos.
—Sí, tienen mucha suerte de haberse conocido —levanté la vista hacia él.
—Sí, tienes razón. —El único sonido que acompañaba a nuestras miradas era el del grifo.
Volví a mirar rápidamente el vaso, que estaba a punto de derramarse.
—Me han dicho que te diga que puedes entrar en el apartamento número dos. Pero no creo que sea barato. Espero que al menos te paguen bien por ayudar a la tontita.
—Por ti, trabajaría de gratis.
—¿Por mí? —Me mordí el labio y cerré el grifo antes de volver a mirarle.
—Eres muy especial.
—No sé qué entiendes por especial.
Me respondió con una sonrisa lenta y delicada. Miré a sus labios durante unos segundos, recuperé la postura e intenté embutir las flores en un jarro.
—Gracias, de verdad. Me encantan las cinias —le dije, aclarándome la voz.
Otra vez.
—Me alegro de que te gusten —me respondió, con una enorme sonrisa—. Pensé en ti en cuanto las vi.
Volví a mirar su boca.
Cielo santo.
Cogí el jarro con las flores y me siguió hasta la habitación. Se sentó en mi silla mientras yo despejaba mi tocador para dejar sitio al ramo. Oí mi nombre completo.
—Emerson.
—¿Sí? —respondí, distraída, mientras colocaba los tallos más altos detrás.
—¿Por qué has buscado a Liam Ballard por Internet?
Sentí un escalofrío al oír su tono de voz. Dejé de manosear el ramo y le respondí más distante, mirándole a través del espejo.
—¿Porque es el fundador de La Esfera?
Empezaba a pensar que le había causado alguna lesión cerebral al tirarlo al suelo. Su cara cambió en el mismo instante en que dije La Esfera, pasando de la seriedad al enfado.
—Michael… —Me di la vuelta. Daba tanta impresión de frente como a través del espejo; sus ojos marrones oscurecidos hasta el negro y sus labios apretados formando una fina línea.
—Qué…
Me interrumpió.
—¿Cómo has encontrado su nombre?
—Sale en un artículo sobre La Esfera y unos exalumnos de Benn…
—¿Qué más has encontrado? —Parecía más una acusación que una pregunta. Su tono de voz era frío y duro.
No reconocía a este Michael.
—Que… que —hice una pausa, intentando mantener la voz firme—… había muerto en un incendio.
Se levantó y caminó por la habitación dando grandes zancadas.
Retrocedí un paso, rozando la espalda contra el tocador. Me estaba empezando a sentir mal.
Se acercó otra vez a mí y me miró fijamente mientras pronunciaba cada palabra:
—No te metas en estas cosas.
Tragué saliva. Tenía un nudo en la garganta.
—¿Me estás amenazando?
—Te estoy advirtiendo —me respondió, apoyando las manos en el tocador. Tenía los antebrazos pegados a mis hombros. Menos mal que llevaba camiseta en lugar de top; en una situación así, no habría ayudado mucho que nuestras pieles se tocaran.
—Olvídate de Liam Ballard.
—¿Por qué? —pregunté, casi sin aliento, atrapada, inmovilizada por sus ojos y sus brazos.
—Hazme caso y punto —respondió, autoritario, con voz de témpano—. Yo me encargo de La Esfera. Confía en mí.
—Lo siento, jefe —le respondí, notando cómo mi miedo inicial se transformaba en cabreo—. Normalmente no me fío de la gente que dice «confía en mí».
—Bueno, pues no te queda más remedio.
Michael se mantenía firme, con su rostro cerca del mío. Sus mechones rubios caían sobre unos ojos marrón oscuro. La piel fina, suave, con una sombra de barba que no habría notado si no lo tuviese tan cerca. Me habría gustado la postura de no estar tan rabiosa.
—Emerson… —Parecía más un ruego que una llamada.
—Bien —le solté, con una clara determinación—. Ahora, déjame en paz.
Se apartó y retrocedió, examinando mi rostro. Me preguntaba si estaba notando el pulso en mi cuello. Porque yo sí. Necesitaba pensar con claridad. Cuando lo tenía cerca, me era imposible.
—Por favor, no me malinterpretes… Lo único que quiero es que… —Tocaba el tocador con las puntas de los dedos. Cerró los ojos e intentó decir algo.
Buscando una salida, escapé por debajo de su brazo. Alguna ventaja tenía que tener ser bajita.
—¿Qué es lo que quieres?, ¿meterme miedo?, ¿cabrearme?
—Ninguna de las dos cosas. —Se apartó del tocador y me miró de frente—. Yo…
—Déjalo. —Le corté, antes de que dijera nada—. Con intención o sin, lo has conseguido. Y ahora es mejor que te vayas.
No tenía ganas de que se disculpara. Tenía ganas de que se fuera.
Nuestras miradas se volvieron a cruzar y el aire se llenó de palabras no dichas. Su cara mostraba una extraña mezcla de emociones: en sus labios se dibujaba el enfado y en su gesto, el arrepentimiento.
—¿Alguna cosa más? —le dije, conteniendo la respiración.
Sacudió la cabeza y salió de mi habitación sin añadir ninguna palabra más.
La puerta del apartamento se abrió y se cerró antes de que recobrara la respiración.