Capítulo 6

DE camino a casa me paré en La Central para hacer las reservas. Como todo el mundo seguía llamando igual al local, Thomas decidió dejarlo así. Aprovechó el cartel antiguo y lo decoró con piezas de hierro antiguas del edificio. Le daba un aspecto insólito, con esa mezcla de madera vieja y metal pulido. Quedaba bien si te gustaba ese estilo.

Y, de hecho, a mucha gente le gustaba porque, de no tener enchufe, me habría sido difícil reservar para dos. No tuve ningún inconveniente en usar mi contacto, pues la recepcionista acabó apuntándome en la lista después de insistirle un buen rato. Por nada del mundo me perdía la cita… la cenita. Me estaba saliendo una risita tonta que, por suerte, pude reprimir. La chica me miró de reojo. Era muy consciente de que esa noche iba a alimentar los comentarios del pueblo. Que hablaran.

Después de hacer las reservas, caminé por la plaza de camino a casa, fijando los ojos en el suelo, sin querer pensar en nada en concreto. Lo estaba consiguiendo cuando, de pronto, después de cruzar la calle, se me apareció un hippie de los años setenta con un collar de cuentas en forma de corazón. Se desvaneció al momento, en una fina capa de humo, como un bucle. Al menos ahora podía llamarlo de alguna manera.

Decidí cerrar los ojos y continuar directa hacia mi casa, pero tampoco era cuestión de lesionarme antes de la cena. El silencio me acogió al entrar en casa y me sentí muy bien sola, con el debido espacio.

Dru había decorado mi habitación antes de que volviera al pueblo. Era justo como me gustaba: paredes marrón oscuro, algo más claras que mi espresso de la mañana, tapicería en tonos coral que le daba vida a la habitación, fotos alegres. Una silla de piel y escabel entre las dos ventanas de la esquina. Custodiando mi cama, murales de John William Waterhouse. Justo en el centro, mi favorito: La dama de Shalott. A la altura del armario, un espejo largo coronado por una lamparita.

Me llevé un susto al ver a Dru, que entró sin avisar.

—Perdona, Em. No sabía que estabas aquí.

Dejó una colcha naranja de textura sedosa encima de la cama. No le había quitado la etiqueta.

—La he visto y me ha parecido muy bonita. Te dejo sola.

—No, quédate. No hace falta que me compres nada, ya lo sabes. —Se lo dije con la mayor ternura mientras cogía la colcha y la dejaba en mi regazo. Solo quería que supiese que yo la valoraba igual—. Me encanta esta colcha. Gracias.

Se puso roja. Su piel de porcelana brillaba aún con más fuerza, agradecida al verme contenta. Le debía muchas cosas a Dru. No solo me había aceptado como una hija al casarse con Thomas, sino que había puesto todo su empeño en que yo me sintiera cómoda y querida cuando volví a casa. Gracias a ella, nunca me sentí una fracasada al dejar el colegio y me recordaba constantemente que no era mi culpa haberme quedado sin plaza.

—Bueno —dijo, sentándose bruscamente en la silla de piel—. ¿Y qué me cuentas de Michael? Es distinto a los demás, ¿no?

Tenía que conseguir que mi opinión no se notara.

—Madre mía, tiene unos labios… —Mi lengua se disparó sin darme tiempo a detenerla. No tenía previsto ser tan honesta. Mis ojos se abrieron y la cara me ardía. Solo quedaba esperar que Dru no me hubiese oído.

De eso nada.

—¿¡Qué!? ¡Emerson, nunca te he oído hablar así en tu vida!

Me mordí los labios, pero las risitas se escapaban. Eran normales. Eran lo único normal. Dru se sumó a las risas.

—Bueno —se secó los ojos con el puño de la camisa—, no sé yo, tu hermano, pero a mí me encanta verte así. Te han pasado demasiadas cosas en estos años. —Se puso seria otra vez—. Has vivido mucho más que mucha gente en toda su vida.

Por mucho que no quisiera hablar sobre el pasado, siempre volvía. Tenía que hacer algo. Me arranqué los zapatos y les di una patada. Me abracé a las rodillas.

—Esta noche he quedado con él para cercar.

—¿Estáis saliendo?

Puse los ojos en blanco.

—Ojalá. Pero ya dejó bien claro que en La Esfera nadie sale con clientes.

Dru me miraba con escepticismo.

—Sí, ya lo sé. Thomas lo habló un montón de veces con Michael antes de contratarle. Pero bueno… ayer lo pillé mirándote.

—Se me cayó un vaso al suelo y casi me hiperventilo delante de todos. No me extraña que me mirase.

—No, no. Antes de eso.

Yo también lo había notado.

Quizá Michael se sentía sencillamente satisfecho de haber encontrado a alguien como él y resulta que esa teoría de que los contrarios se atraen es una chorrada. Todavía no lo sabía. Había estado tan ocupada intentando borrar mis últimos años que no había tenido valor de salir con nadie. En grupo sí, aunque lo pasaba fatal si no conocía a nadie. Pero nunca a solas con un chico. Con un chico que acababa de conocer. Tanto si me gustaba como si no, esa noche no se podía considerar una cita.

—Que no voy a salir con él —dije en voz bien alta, para recordármelo a mí misma—. Vamos a hablar del método que debemos seguir. El cobra por las sesiones. Trabaja para nosotros. En ningún momento me ha pedido para salir.

Dru no me prestaba mucha atención.

—¿Qué te vas a poner?

Sabía que en ese momento estaba retorciendo los dedos, muriéndose de ganas de ayudarme a escoger la ropa.

—¿Me ayudas?

Minutos después, me estaba dando otro par de tacones y un vestido muy alegre en tono cobre.

—Este es el tuyo. Te voy a resaltar el verde de tus ojos. Ahora mismo voy a avisar para que os pongan la mejor mesa. Hoy traen las cajas de vino, así que esta noche tengo que estar. Pero yo haré como que no te conozco. ¡Venga, espabila!

La quería tanto que la dejé que mandase a su gusto.

Durante mis años en el internado, soñaba con tener un baño como el de ahora. Qué placer. La de veces que me había duchado encogida en platos de ducha enanos con cortinas decrépitas o había tenido que esperar para entrar a cepillarme los dientes. No eran más que recuerdos. Era un lujo sentir el agua correr debajo de los tres chorros ajustables. Empezaron a ser un placer para mí en cuanto aprendí a saber usarlos. Me resistí a la tentación de quedarme allí para siempre. Por muy a gusto que estuviese, ninguna ducha podía competir con lo que me esperaba aquella noche.

Con quien me esperaba aquella noche.

Entré en la habitación envuelta en la toalla y caminé hacia mi cuñada. Estaba equipada con su estuche de maquillaje y accesorios para el pelo. Era una forma de arte para ella y se aplicaba de la misma manera cuando vestía a alguien, decoraba edificios o maquillaba. Tenía el gusto estético tatuado en la piel y yo sabía de primera mano cuánto disfrutaba mimando a los demás.

Cuando acabó, me puse el vestido y me miré al espejo. Tenía unos ojos verdes increíbles y el pelo liso y fino caía sobre mis hombros desnudos. Dru me roció el cuello y escote con unos polvos brillantes que olían a caramelo, dándome un toque de contraste ideal con el vestido metalizado. Además, me había maquillado con tonos suaves cobrizos que me hacían resplandecer. Como un árbol de Navidad.

—¿No te estás pasando? —le pregunté.

—Hazme caso. —No estaba acostumbrada a que le parasen los pies. Ante mi mirada cautelosa, añadió—: En serio, confía en mí. En La Central hay muy poca luz, con tanta velita. Vas a deslumbrar a todos.

—Sí, como una luciérnaga.

—No. De eso nada. Mira.

Apagó la luz del techo y encendió la lamparita, recogiéndome en una cola la melena rubia. Me volví a mirar en el espejo y me encontré con una extraña.

—Va a pensar que me he puesto así por él.

—Va a alucinar tanto cuando te vea que no podrá pensar en nada.

Lo que me faltaba para acabar de ponerme nerviosa.