Capítulo 7
LLEGUÉ al restaurante un poco antes de la hora, pensando que estaría más cómoda si llegaba yo la primera. El maître me condujo hacia una alcoba muy íntima, resguardada en un rincón iluminado por dos candelabros de hierro forjado. Me empezaba a sentir incómoda con la escena de seducción, así que pensé en cambiarme de mesa justo en el momento en que vi a Michael caminando hacia mí. Llevaba una camisa blanca, sencilla, sin más aderezos que su piel aceituna. Pantalones finos color caqui moldeaban sus caderas y resaltaban sus músculos. En la tenue luz, era lo más parecido a un ángel de la oscuridad. Sus ojos eran casi tan negros como su pelo y se toparon con los míos justo antes de contemplar mi rostro y descender por mi cuello. No supe qué hacer hasta que él dio un silbido. Después seguía sin saber qué hacer.
—Ah, hola. —Mis palabras salieron en forma de susurro. Parecía que estuviese imitando a Marilyn Monroe.
Michael no me respondió; se limitó a sonreírme y se sentó. Enseguida me llegó su fragancia: pura, fresca, afrutada, tentándome a acercarme.
Me empecé a mordisquear los labios, pensando en el brillo que Dru me había aplicado con tanta maña. Me quedé pensativa.
—¿Qué tal ha ido la tarde?
—Productiva —respondió, colocándose la servilleta en el regazo—. ¿Y tú?
—También.
—He hablado con Thomas porque estoy pensando en entrar de alquiler en uno de los apartamentos de tu edificio. Mi compañero de piso se va y tengo ganas de vivir solo.
En ese momento tuve suerte de no tener nada en la boca. No habría sido decoroso expulsar el té por la nariz.
—¿Un apartamento? ¿En mi edificio? ¿Ah, sí? Vaya. —Me aclaré la voz—. Así que necesitas cambiar de ambiente, ¿no?
—Sí. Hasta que me vuelva a cansar. —Sus ojos volvieron a mi cara y se detuvieron en mis labios demasiado tiempo. Intenté no mordérmelos.
Intenté desesperadamente no morder los suyos.
—Bueno —introdujo, acercándose a mí—, ¿no tenías más preguntas para mí?
Había que volver al tema. Tenía guardada la lista de preguntas en el bolsillo delantero del bolso, pero dudé. Me estaba empezando a poner nerviosa y me puse a jugar con la rosa de un jarrón.
—Hoy estaba pensando en lo de ayer. Mis visiones cada vez son más complejas. ¿Cómo puede ser que se me aparezca un grupo de jazz, con un piano enorme? ¿Tú también veías cosas cada vez más grandes?
Se quedó en silencio un rato antes de responder.
—Es difícil explicar lo que viste ayer. Es otro bucle en forma de escena. También es nuevo para mí. Yo no le daría mucha importancia. A mí me parece que tiene que ver con nuestra capacidad de volvernos más fuertes con la edad.
—¿Cómo que «te parece»? Eso no me tranquiliza. —Me eché a reír, con descrédito—. ¿Lo dices en serio? ¡Cómo no me voy a preocupar, si ni siquiera sabes darme una respuesta decente!
Michael miró hacia la distancia, a un punto no concreto más allá de mi hombro izquierdo. Su voz era firme.
—Ya llegaremos a las respuestas, no te preocupes.
—Vale —respondí, notando cómo mi curiosidad iba en aumento—. ¿Alguno de esos bucles sabe cosas sobre ti?
—¿Qué quieres decir? —Su mirada regresó a mi rostro.
—Pues tu nombre, o… —Me detuve. No era momento de explicarlo. Seguí pensando en mis preguntas—. Cuando sabes que estás viendo un bucle, ¿cómo te acercas a la escena?
—Muy lentamente. —Michael sonrió, rompiendo la tensión.
Yo seguía jugueteando con la rosa. Estaba tan embelesada con su sonrisa que no me di cuenta y volqué el jarrón, desparramando el agua por la mesa.
Pero como no estaba saliendo con él, tampoco tenía por qué avergonzarme.
Nuestras manos corrieron a levantar el jarrón y los dedos se tocaron. Un torrente de energía fluyó de su mano a la mía. Mi piel se volvió insuficiente, tensa, como si necesitara un mayor contacto. Se oyó una vibración y nos quedamos a oscuras.
Estaba pasando algo muy, muy extraño.
Levanté la vista lentamente hacia Michael. Tenía la cara tensa; me miraba con un gesto imposible de descifrar. Me aparté bruscamente. Estaba confundida, asustada. Seguía sintiendo la electricidad que había pasado de sus dedos a los míos, subiendo hasta las raíces de mi pelo. Todas las demás luces seguían encendidas.
Habría jurado que estaba temblando. Michael guardó una mano debajo de la mesa y miró la carta.
—Emmm… ¿qué ha sido eso? —pregunté, con un hilillo de voz mientras el agua empapaba el mantel.
—Es difícil de explicar.
Así que había pasado de verdad.
—¿Somos nosotros? Asintió, serio e inexpresivo.
—¿Te ha pasado esto antes?
—No de la misma manera.
La camarera llegó para tomar nota. Fue una interrupción que no disipó la tensión. Yo estaba deseando que se fuera para poder tocarlo. En lugar de eso, me tapé la cara con la carta, intentando relajarme. Michael se pidió el plato del día y, sin más interés o curiosidad, pedí lo mismo.
—Enseguida lo traigo —dijo la camarera mientras recogía las cartas—. Observó los candelabros y retorció los labios de carmín rosa. —Y también traeré velas. ¿Están muy oscuros, no?
Ninguno de los dos respondió y ella se fue. Me sentí desnuda, sin la carta.
—¿No vamos a hablar de lo que acaba de pasar?
—¿Confías en mí si te digo que es mejor que lo dejes de momento?
—¿No tengo más opción?
—Creo que no —sus labios dibujaron una sonrisa, pero la mirada permanecía impasible—. Podrías continuar preguntando.
—Qué ha pasado. Dímelo de una puñetera vez.
Su cara me estaba diciendo claramente que no daba su brazo a torcer.
—Vamos a ver. —Intenté coger en volandas uno de mis pensamientos, para tener algo de qué hablar. No pude. Decidí, entonces, sacar la lista de preguntas y dejarla encima de la mesa, frente a mí—. ¿Cómo distingues entre personas reales y bucles temporales?
—Lo primero que hago es pegarles una patada.
Me puse colorada. No por el hecho de haberle pegado una patada, sino porque estaba pensando en sus abdominales.
—Bueno, aparte de eso.
—Por la manera en que desaparecen y se convierten en objetos sólidos. —Se dio golpecitos en los labios—. También… llevo un montón de tiempo viendo bucles y ya los intuyo.
Eso me podría ayudar.
—¿Y cómo consigues que desaparezcan? —Volví a mi lista de preguntas—. No para siempre, sino en el momento. Porque, ¿qué pasa si se te cruzan por el camino?
—Intento pasar de ellos. Como ya los identifico, son más fáciles de evitar y, si quiero que se vayan por algún motivo, los toco. Lo que pasa es que en realidad no toco nada. ¿Y tú?
Asentí, contemplando sus dedos. Incapaz de detener las ganas de que me tocara.
Los platos llegaron a nuestra mesa y nos dimos un respiro. Me volví a guardar la lista en el bolso. Recuperé el apetito al oler la comida. Nos trajeron una especie de salmón caramelizado con espárragos a la brasa. Michael le dio unos cuantos bocados y apartó el plato. Apoyó los codos en la mesa y, entrelazando las manos en forma de sermón, dijo:
—Cada vez lo harás mejor. ¿No lo ves más fácil ahora, desde la primera vez que los viste?
¿Más fácil?
—Supongo.
—¿Cuándo empezó?
Titubeé, intentando atrapar con el cuchillo un espárrago huidizo.
—¿Qué sabes de mí?
—Thomas me ha explicado un poco sobre ti. Que empezaste a tener visiones poco antes de que tus padres murieran. Y parece que sus restauraciones lo acentúan.
—¿Algo más que sepas?
Michael le dio un buen trago a su té, tomándose un tiempo para escoger bien las palabras.
—Me comentó que lo has pasado bastante mal.
Miré a mi plato, centrada en mis pensamientos, sin poder mirarle.
—¿Te ha explicado que me ingresaron?
—Sí, pero no me ha querido decir el porqué. Y le dije que ya lo explicarías tú, si querías. —Su voz era suave, tranquilizadora.
—Por depresión. En principio… —Yo seguía con la mirada baja. Corté en pedacitos una torta de pan que quedaba en mi plato—. Empecé a ver los bucles. Y poco después… mis padres murieron. Me hundí. Pero, por si fuese poco, me diagnosticaron y me empezaron a medicar. Medicamentos superfuertes. Me quedé seca. Las visiones desaparecieron, pero se llevaron todo lo demás. Mi personalidad, mis deseos. Todo. Me construí un escudo.
Un escudo que no valía para nada.
—Me fue bien un tiempo. Aunque me sentía vacía, no había dolor. Pero iba pasando el tiempo y me oía a mí misma desde lejos, implorando volver a ser la de siempre. —Seguí despedazando los trocitos—. Después de salir del hospital y de dejar la escuela encontré a una terapeuta, Alicia, que me dio la oportunidad de poder hablar, explicárselo todo.
No todo.
—Las Navidades pasadas dejé la medicación. —No me podía creer que se lo estuviera diciendo, pero las palabras brotaban sin parar. Había algo en sus ojos, en la manera de mirarme sin juzgarme que me empujaba a seguir hablando—. Thomas y Dru no lo saben. Y no quiero que se preocupen por mí. Sé que se preocuparán mucho si se enteran.
—No sé si quieres usar las miguitas de pan en plan Pulgarcito, pero deja esa torta de maíz de una vez. —Su voz seguía afligida, por mucho que lo intentase disimular. Me puse un poco nerviosa, pero su ternura volvió a serenarme.
Dejé los trocitos de pan, me crucé de brazos y continué.
—Dejé los fármacos y empecé a ver cosas otra vez. Me pasó un par de veces, el septiembre pasado. Vi un bucle en casa de mi amiga Lily este verano. Y ayer vi a una dama vestida con falda de miriñaque y a un tío en el comedor, y por la noche vi…
—Al grupo de jazz, sí. ¿Te sientes bien después de haber dejado la medicación?
—La odiaba. Había perdido el control. Aunque claro, los tarados como yo no suelen tener mucho autocontrol.
—No digas eso más. —Su voz era suave, pero me estaba dando una orden—. Tú no estás loca. Lo que ves es real; es auténtico, Emerson. Tú eres auténtica. Has pasado por un trance horrible: perder a tus padres.
Perder la cabeza.
—Lo único que digo es… por favor, no seas tan dura contigo misma. —Se inclinó como si fuese a cogerme la mano, pero volvió a reclinarse—. No te exijas tanto.
Sus palabras me infundieron un enorme alivio. No solo por lo que dijo, sino por cómo lo dijo, como si no aceptara ninguna otra opción. La ansiedad que llevaba bien guardada se desató y empezó a salir con un dulce desahogo. Mis ojos se empañaron de lágrimas.
—Qué rabia. No soy una llorona. Te lo juro. No me gusta nada llorar. Odio llorar.
Me sequé los ojos con la servilleta antes de que cayeran las lágrimas. Él llamó a la camarera para pedir la cuenta, dándome, así, un respiro para recuperarme.
—Invita la casa —dijo la camarera con alegría, lanzándome una mirada y sonriendo brevemente a Michael.
—Gracias. —Michael le devolvió la sonrisa. Pero cuando se alejó, Michael le había dejado un billete de veinte en la mesa.
Buena propina. Siempre era una buena señal.
Esperé unos segundos y lo miré.
—Gracias. —Él asintió. Sabía tanto como yo que no le estaba agradeciendo la cena.
—¿Salimos de aquí? ¿Vamos a tu casa?