Capítulo 3
NO tuve esa suerte.
Lo primero que me encontré al entrar en La Central fueron dos pulgares alzados de Dru y un silbido de mi hermano. Después de explicar a todo el mundo que venía sola, fui saludando a los importantes, que brillaban con sus lentejuelas, diamantes y abalorios dignos de alfombra roja. En cuanto conseguí escapar, salí a esconderme detrás de un terceto de jazz que estaba tocando debajo de la escalera de caracol, en frente de la barra. Mientras le daba sorbos a un refresco de frutas, intentaba fundirme con la pared. Empezaba el espectáculo.
Me acababa de quitar los tacones.
Siempre he sido de las tímidas, pero no llegué a ser antisocial hasta que empezaron las visiones. Es de lo más extraño, no saber nunca si la persona con la que hablas tiene presencia física o no. No saber si es una alucinación o un brote psicótico. Cuando las visiones se convirtieron en algo normal, empecé a fijarme en los demás por si también lo estaban viendo, sin duda la mejor pista para saberlo. Pero al final me daba lástima no hablar con ellos y acababa dándoles conversación. Siempre comprobando que nadie me estuviera mirando.
Por si acaso.
Entonces me atreví por fin a hacerlos explotar como globos. Acercaba la mano a la persona, que no era más que aire, que estaba alucinando tanto como yo. Intenté ignorar las visiones, pero a veces no me quedaba más remedio que traspasarlas.
Al menos esa noche todo iba bien. Me estaba empezando a relajar cuando vi a un chico en la puerta del patio trasero. El esmoquin se ajustaba a la perfección a sus anchos hombros; era una vista privilegiada pero no podía fiarme. Recorrí su cuerpo con la mirada, intentándolo ajustar a mis visiones. En primer lugar, la ropa. La corbata negra no era muy corriente. Era clásica por alguna razón. Y el porte de ese chico era clásico.
Su pelo negro no era ni moderno ni antiguo —estaba perdida—. Atractivo y natural, sin estilo definido. Examiné su rostro. Barba de un día. Cejas bien arqueadas que enmarcaban unos ojos negros de largas pestañas. Piel oliva que hacía pensar en unos genes mediterráneos y fuertes pómulos que armonizaban con los ángulos de su cara. Su boca era más difícil de definir. Sus labios me ponían nerviosa.
Deseaba más que nunca que no fuese un fantasma.
Tenía que pensar con claridad. ¿Qué me pasaba? ¿Por qué entraba a analizar sus labios? Normalmente solía disimular bastante con los tíos —con los que estaban buenísimos—. Pero él me estaba sonriendo y era tarde para hacerme la despistada. Me volví a poner los tacones matadores y busqué a Thomas y a Dru por toda la sala, sin éxito. Volví a mirar al chico del esmoquin. Venía hacia mí.
Tenía que huir. Fui a dejar el vaso encima del piano cuando este cayó al suelo con un estrépito y los trocitos de cristal salieron disparados, esparciéndose por el suelo de baldosa.
Mi hermano apareció en el acto.
—¿Estás bien?
—No, Espero que estés viendo como yo un terceto de jazz. Dime que sí.
—No. No lo veo.
—Pues entonces no. No estoy bien. —Los músicos fantasma seguían tocando. No me había acercado a ellos para tocarlos. Por eso no habían desaparecido.
Un terceto. ¿Y el piano? Nunca había visto una escena semejante. Me fallaba la respiración.
—¡Necesito aire!
—Perdonen. —Thomas sonrió a los presentes, con una diligencia de anfitrión en compañía de su histérica hermana. Me condujo por toda la sala hasta la puerta acristalada del patio. Fue un tránsito horroroso. Intenté convencerme de que no estaba viendo todas esas caras y salimos afuera por fin. La lluvia de antes había dejado un ambiente muy fresco y estábamos solos.
Respiré profundamente, intentando contener el ascenso de adrenalina.
—¿Cuántos edificios antiguos piensas seguir restaurando? Es para ir preparándome.
Al menos no vivía en Europa, continente empapado de siglos de vida. En Estados Unidos tan solo me topaba con gente de un par de generaciones atrás, un tanto desorientados por vivir en estos días. En una ocasión, Thomas y Dru hicieron una excursión de un día a la Feria Anual Cherokee de Carolina del Norte. Me negué en rotundo. No quería saber nada de recreaciones históricas. Nada de nada.
—Tienes que ser más fuerte —me dijo Thomas, dándome palmadas en los brazos para intentar darme calor. Sacudí la cabeza. No era un buen momento para decirle que estaba pasando de la medicación.
Sobre todo ahora que el guapo del esmoquin estaba saliendo al patio.
—¿Tú lo ves? —susurré, tapándome los ojos sin dejar de mirar entre mis dedos temblorosos, aterrorizada por la perspectiva de otra visión demasiado reciente después del terceto de jazz.
—¿Si veo a quién?
—A ese. —Me incliné hacia Thomas para mirar por encima de su hombro. Que me encerraran si el tío del esmoquin no era un ejemplar vivo de este siglo.
—Sí, claro —respondió Thomas. Una palabra de puro alivio—. Es Michael.
—¿Quién es Michael?
—El especialista del que te he hablado.