Capítulo 18

LA carpeta de Michael estaba atiborrada de información. No era lo que más me apetecía del mundo, pero buceé en los papeles durante media hora. Apremiada por la necesidad de café, decidí hacer una pausa y me puse a moler unos granos de café que había escamoteado del Murphy’s Law.

Como el café hirviendo salpica, me decidí por hacer la buena obra del día y me puse a limpiar la encimera y a poner un poco de orden entre tanto papel. Clavé las tarjetitas de los ginecólogos y recados en la pizarra de corcho, tiré los diarios antiguos y guardé las cartas de facturas sin abrir. Estaba rociando de espray la encimera cuando oí el borboteo del café. Me agaché para guardar el espray en el armario de debajo del fregadero y detecté algo que sobresalía ligeramente desde el zócalo.

Las llaves de Dru.

No sabía si el embarazo o la euforia le estaban afectando en la memoria, pero normalmente era impensable que Dru perdiera las cosas. Y todas sus llaves, incluida la maestra, me miraban desde el suelo.

Quizá un despiste. O el destino.

Quería saber más de Michael. No iba a haber nadie en casa, como mínimo, hasta una hora después. Michael estaba fuera, así que, ¿por qué no me dejaba caer por la puerta de al lado, deslizaba la llave en la cerradura y echaba un vistazo? A lo mejor se había dejado alguna vela encendida, o no se había acordado de apagar el horno, o la plancha. Quizá se había dejado el grifo de la ducha encendido y el apartamento se estaba inundando o alguna de sus plantas se estaba muriendo de sed.

Estaba infringiendo algunos límites.

Sostuve la llave maestra con dos dedos y balanceé el juego de llaves delante de mis ojos. Sí o no. Sí o no. De pronto la diatriba se desvaneció con el timbre del teléfono. Era Dru, estresada como nunca.

—Oye, una cosa. Uff, gracias a Dios que estás en casa. Mira, es que no tenía el móvil de Michael y van a venir los transportistas para meter el sofá en casa de Michael y necesitan la llave maestra. Pero yo no llevo llaves porque no las encuentro y las he perdido esta mañana y él no responde en su casa y no sé si me las he dejad…

—Tranquila. Cálmate —le interrumpí, con una sonrisa—. Yo tengo tus llaves.

—¡Ah, menos mal! —Respiró profundamente. Le hacía falta—. ¿Les abres tú?

Asentí con una sonrisa de Grinch en mi boca.

—Faltaría más.

Los transportistas hicieron su trabajo rápidamente. Como había muchas plantas afectadas por una grave sequía, yo me quedé un ratito más.

Llevaba pocos días instalado en el apartamento, pero el espacio ya olía a Michael. Frescura y limpieza. Su ropa colgaba del tendedero y emanaba algo más; quizá feromonas. Olisqueé en el aire su colonia de cítrico y me empecé a abstraer demasiado. Me obligué a salir del atontamiento.

Céntrate. Hay que investigar.

Dru le había facilitado los muebles de su almacén, en una línea muy sencilla. Iban con su personalidad. Lo único que rompía la sencillez era el ordenador de mesa. Choqué contra la esquina de su escritorio con la cadera y moví el ratón sin querer. La pantalla volvió a encenderse y apareció la ventana de la clave de seguridad.

Todos los apartamentos venían con estanterías. Michael había colocado chismes modernos, cortesía de Dru. Dos estantes estaban cubiertos de cosas personales. En el primero, poesía de Byron y otras novelas de autores como Kurt Vonnegut, Orson Scott Card y En él camino, de Jack Kerouac. De pronto me di cuenta de que nunca le había preguntado por sus gustos literarios. Quizá no era un tema de tanta enjundia como los viajes en el tiempo. En mi escuela no había debates a un nivel tan avanzado.

En el segundo estante tenía fotografías. Una, la típica de niño con su familia —su padre no aparecía—. En otra, un Michael adolescente a carcajada limpia con un hombre mayor que él, al lado de un lago rodeados de instrumentos de pesca. Me acerqué la foto. No se parecían.

Había una pila de fotos encima del estante. Las miré rápidamente. Graduación, nieve, dieciocho cumpleaños. En la última foto, una chica sonriente con el pelo negro caoba disfrazada de princesa. En un primer momento, pensé que era su hermana, pero algo en la foto indicaba que no. Quizá era por el óvalo perfecto de su cara de porcelana. Los celos empezaron a socavar mi estómago. Era una chica misteriosa, atractiva… alta.

Abrí un par de cajones de la cocina y la nevera. Nada del otro mundo, aparte de refrescos energéticos y congelados. Una caja de Fruity Pebbles… hombres.

Me detuve delante de su habitación y vacilé por un instante. Normalmente uno tendía a ser más dejado en el dormitorio. No tenía ni idea de qué estaba buscando, pero tenía miedo de encontrarlo. Me llené los pulmones de aire y me guardé las manos detrás de la espalda.

Por si su aroma no fuese suficiente, lo que sentí nada más penetrar en su habitación fue una prisa inmensa por enterrar la cara en su almohada. Por quedarme allí. La cama estaba hecha y, como intuía, colocada contra la pared contigua a la mía. Con razón me costaba dormir.

Más libros sobre su mesita de noche y su cargador de iPod. Me acerqué para escudriñar las canciones y localicé un bloc de notas con algunas cosas escritas.

Ahí estaba.

Examiné el bloc de arriba abajo y liberé mis manos para cogerlo y acercármelo. Se me cayeron al suelo unas tarjetas de visita y enseguida me agaché a recogerlas. Por un momento me inmovilizó el pánico porque no sabía si las tarjetas habían caído del bloc o de la mesita. Eché un rápido vistazo. En todas se podía leer lo mismo:

Michael Weaver

Guía

La esfera

En el reverso, una dirección a las afueras de Ivy Springs.

Me metí una tarjeta en el bolsillo e hice una pila con las demás. Intenté descifrar las palabras del bloc, pero estaban escritas en una especie de código. Michael era el rey del misterio.

—¿Qué buscas?

Lancé un grito y pegué un salto, a punto de dejar caer la libreta. Tenía a Jack al lado y me miraba con una sonrisa comedida.

—¡Qué susto me has pegado! —Me embargó una enorme vergüenza, y eso que Jack no se lo podía explicar a nadie. Recuperé la imagen del bloc y todavía lo sostenía entre las manos. Lo volví a dejar rápidamente encima de la mesita, mortificada al pensar que lo tenía que volver a abrir y dejarlo más o menos como lo había encontrado—. ¿Cómo has entrado?

Jack frunció los labios, vacilando antes de responder.

—Puedo traspasar paredes.

Sopesé lo que eso significaba y me entró un escalofrío.

—¿Como de mi habitación a mi lavabo?

Manteniendo una distancia personal, se acercó un paso.

—No sería capaz, por muy tentador que parezca. Me mereces respeto.

No podía dejar de mirarle. Sus pupilas no eran del todo negras; revelaban una pequeña sombra de claridad y los iris eran menos azules hoy y más grises.

—¿Has estado aquí, en su habitación, antes?

—Sí —resolvió. Guau…

—¿Has hablado con él antes? —El sudor me salpicaba la frente. Jack se podría chivar en cualquier momento. ¿Y si también se le aparecía a Michael?

—No —respondió, abriendo unos grandes ojos—. Solo contigo.

—Bien. —No sabía que los bucles podían decidir cuándo aparecer. Tenía que preguntárselo a Michael cuando lo viera—. ¿Has visto algo interesante por aquí? —Le di un codazo amistoso.

—Como qué.

—No sé. —Me encogí de hombros—. Con quién habla por teléfono, qué hace.

—Le da mucho al teclado —respondió, señalando al ordenador con una mano y guardándose la otra detrás de la espalda. A continuación señaló hacia el teléfono inalámbrico—. Y habla con alguien bastante a menudo.

—¿Has oído algún nombre?

—Sí, ha hablado de ti unas cuantas veces. —Jack respondía cauteloso, observándome al dejar ir cada palabra y midiendo mi reacción.

—¿De mí? —pregunté—. ¿Qué decía?

—Nada… que eras simpática… no —se detuvo, pensativo—, que le estabas cayendo muy bien… y que todo iba acorde con el plan.

Me di la vuelta y empecé a caminar a grandes zancadas por la habitación, cabreada conmigo misma por permitirme sentirme herida.

—¿Adónde vas ahora? —me dijo, mientras me perseguía.

—A ti qué te importa. —Me di un respiro. No me había hecho nada para que fuese tan brusca con él. Me di la vuelta para pedirle disculpas y lo sorprendí con la guardia baja. Dio un paso al lado para no tocar la mesita de noche.

Se me puso la piel de gallina.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Jack. Me acerqué a él, con reservas.

—¿Por qué evitas los objetos? Nunca los tocas.

—Yo no evito nada —respondió, alejándose ágilmente de mí.

—No. Sí, sí. Los evitas. Y la otra noche estabas sentado encima de mi cama. Noté tu peso sobre el colchón. ¿Cómo lo hiciste? ¿Y por qué te coges siempre de las manos, como si tuvieses miedo de tocar las cosas?

—Yo no tengo miedo —protestó, separando las manos bruscamente. Se aguantó el costado con una y se guardó la otra en el bolsillo del chaleco—. Son manías, solo.

—No te creo. —Me acerqué un paso más, levanté la mano y la acerqué con cuidado hacia su pecho.

—No te muevas. Quédate donde estás —me ordenó, con una voz teñida de pánico.

Cerré los ojos con fuerza y cogí aire. Caminé hacia delante y deslicé mi mano dentro de su silueta.