Capítulo 8

TARDÉ unos segundos en volver a pestañear.

Él no se molestaba en ocultar su sonrisa.

—¿Me enseñas los apartamentos?

—Sí, sí. Claro. Si quieres ir, vamos. —Me levanté, con la vergüenza de saber que me ardían las mejillas.

Mientras caminábamos hacia la barra, su mano rozó accidentalmente mi espalda, subiendo de tal modo mi temperatura que se me enfrió el resto del cuerpo. Lo miré de reojo y él se guardó la mano en el bolsillo. Detrás de la barra, Dru contaba las botellas de vino tinto mientras el camarero las guardaba en la bodega de teca.

—¡Dru! Michael quiere ver los apartamentos. ¿Puedo usar la llave maestra?

—Claro. —Se sacó un juego de llaves del bolsillo y pasó una por la anilla. Nos miró a los dos varias veces, entre seria y sorprendida.

El maquillaje se me había corrido y se notaba. Caminamos en silencio por la plaza del pueblo. Mis emociones seguían a flor de piel, como si de la manera más absurda todo lo que cargaba en el interior hubiese asomado, pero no era un sentimiento de vulnerabilidad doloroso. Mientras le enseñaba los dos apartamentos, la energía entre nosotros no había parado de correr, agudizando mis sentidos más que nunca. Incluso la luna estaba enorme y yo comenzaba a sentir algo completamente nuevo. Me estaba sintiendo… segura.

Salimos al pasillo y cerré la puerta del último apartamento. Me volví hacia él.

—Me gustan los dos. Thomas y Dru ya decidirán el que me quieren alquilar. —Michael retrocedió sobre sus pasos y me examinó durante unos segundos que se convirtieron en horas mientras sus dedos quedaban a dos centímetros de mi cuerpo.

—¿Estás seguro? —pregunté con voz queda.

—No le voy a dar muchas vueltas —me respondió, entre susurros—. Más vale que te acostumbres.

La energía me reclamaba y me dejé llevar. Le di la mano.

Mejor de lo que pensaba.

La iluminación del pasillo era bastante tenue y eso me hizo sentir cómoda. Cuando las luces empezaron a parpadear, no sabía adónde mirar.

En el rostro de Michael se reflejaba una especie de lucha interna. Era pura indecisión. Empecé a temblar; un temblor que se convirtió en zumbido. Había tanta energía entre nosotros que podríamos haber iluminado el Hemisferio Norte.

—Lo siento —me dijo, con voz afligida. Su mano izquierda, cálida y tensa, seguía descansando sobre mí.

—¿Por qué? Es muy nuevo todo para mí, pero estoy bien.

Experimentar ese enorme zumbido con un chico al que acababa de conocer era tan raro como ver zombis. Pero también era placentero.

—No por… tocarnos. Por los bucles. Siento mucho que tengas que pasar tú sola por todo esto.

—Gracias, pero ya me he acostumbrado. —Saqué la mano lentamente y retrocedí, comprobando en el mismo momento que las rodillas y las piernas me obedecían.

—Recuerda que estoy aquí para ayudarte. —Soltó la mano y la dejó a un lado—. Voy a estar por ti hasta que me pares los pies.

O hasta que mi hermano dejara de pagarle.

—En fin… —hice un gesto en dirección a la puerta—, ya me tengo que ir. Buenas noches.

—Buenas noches.

Le observé mientras se iba, apoyada en el pomo de la puerta, intentando mantenerme recta. La potencia se extendía por todo el pasillo, hasta el vestíbulo.

Abrí la puerta de mi apartamento con la llave maestra y me fui hacia la cocina para apoyarme en la fría encimera de mármol.

Solo me quedaba darme una ducha rápida para quitarme los polvos del escote y los brazos. El agua caliente y la tranquilidad me calmaron. Mi piel se quedó tersa y rosada y me puse el pijama. Levanté la colcha y acaricié las sábanas blancas de hilo de algodón. Me sentí protegida por una cálida sensación.

Me fijé en las fotos de la mesita de noche. En una aparecían Thomas y Dru, morenos y muy sonrientes, y en la otra yo. Mi foto era de alguien vacío, inexpresivo. Habíamos ido de vacaciones en un burdo intento de distraerme tras la muerte de mis padres. Ni en Disney ni en las Bahamas: poco consiguieron.

En otra foto aparecían mis padres en las últimas Navidades. Cogí el marco de plata y contemplé aquellos rostros que nunca más volvería a ver, hasta que aparecieran de nuevo en mi vida en forma de bucle. No sabía si me causaba miedo o más ganas de verlos.

La conversación de aquella noche sobre mi pasado había abierto de nuevo la herida; la misma que se había ido cerrando con el paso del tiempo, hoy volvía a sangrar. Al ver la foto, sentí de lleno el dolor.

Nunca había sido tan honesta como con Michael. Me sentía segura a su lado; me sentía yo misma —rota, inconexa, imperfecta—, mientras él era el extremo opuesto: lleno, intacto, perfecto.

Perfectamente impredecible.

Volví a mirar la foto, observando cada detalle del rostro de mi madre, pensando que, si todavía estuviese viva, iría a su habitación, me enroscaría entre sus sábanas, le explicaría mis cosas.

Pero en lugar de eso me quedé estirada, apagué la lámpara y me abracé a la foto.

Justo antes de dejarme llevar por el sueño, noté la presencia de alguien, pero estaba tan cerca del sueño que no pude distinguir si estaba soñando o era realidad. No entendía por qué un hombre que había muerto hace muchos años se preocupaba por mí.

Jack apareció a los pies de mi cama, mirándome muy serio.

Cerré los ojos y, cuando los volví a abrir, ya se había marchado.