Capítulo 11

MICHAEL se mudó al día siguiente.

Le oía revolviendo cosas en la puerta de al lado. Las paredes estaban bien aisladas, pero hacía calorcito y corría el aire, así que teníamos que abrir las ventanas. El apartamento que le habían alquilado compartía pared con la mía.

Fantástico. Así me costaría aún más dormirme sabiendo que estaba estirado en su cama en la pared contigua a mi habitación. Aunque todavía estaba furiosa por ayer, no podía negar que la atracción seguía existiendo.

Era una idiota.

Los decibelios de John Lee Hooker y su guitarra salían despedidos de la ventana de su habitación. Teníamos tantas cosas en común —a mí también me encantaba el blues—. Me senté en la cama para escuchar la música. Las hojas del roble proyectaban sombras sinuosas sobre el suelo. Era una tarde muy bonita, perfecta para salir al lago y agarrarse a la brizna de calor que le quedaba a la estación antes de que llegara el frío. Eso si fuera una adolescente normal. Como hace tiempo que dejé de ser normal, en su lugar preferí quedarme en casa, atrapada en mis pensamientos.

Sabía que le había dicho a Michael que no miraría nada más, pero seguía tentada en reactivar mi búsqueda sobre La Esfera. Liam Ballard había muerto bajo extrañas circunstancias y Michael se negaba a responder mis preguntas. ¿Por qué? ¿Qué tenía que esconder?

Miré hacia el portátil de Dru, que permanecía intacto en el escabel, desafiándome. ¿Y si rompía mi promesa y lo encendía y miraba un poco?

Me acerqué al portátil justo cuando Jack apareció frente a mí. Estuve a punto de soltar un grito, pero me detuve al pensar que seguramente Michael me oiría. Como estaba sola y me sentía sola, decidí que hablar con un muerto tampoco era una manera tan descabellada de pasar la tarde.

—Hola. —Seguía manteniendo una voz grácil, de alguien culto.

—Qué pasa.

—«¿Qué pasa?» —preguntó Jack.

—Nada, nada —respondí mientras caminaba hacia la ventana para cerrarla. Me senté en el alféizar—. Quiero decir, que cómo estás.

—Mejor que tú, por lo que veo.

—Tienes razón —suspiré—, pero tampoco cuesta tanto: cualquiera puede estar mejor que yo.

—No, no me lo creo. —Entrelazó las manos por detrás de la espalda—. Tienes que venderte mejor.

—¿Es el momento de las bromitas? —Extendí los brazos y miré a mis pies.

Dejó caer la cabeza hacia atrás en supuesta consternación y estalló en una risa profunda y contagiosa. No pude evitar reírme con él.

—Como eres menudita, pareces delicada como una telaraña. Pero la mosca sabe que lo delicado también puede ser fuerte.

De repente me di cuenta de que, aunque estuviese muerto, era un hombre y estaba en mi habitación. Y nunca nadie me había dedicado palabras tan bonitas.

—Bueno —hice una pausa y concentré mis esfuerzos en bajar el tono de voz—, ¿me dices para qué has venido?

Jack se encogió de hombros.

—Tenía ganas de un poco de compañía humana, a no ser que, por supuesto, sea intrusivo para ti.

Pensé en sus palabras y decidí que sí era intrusivo. Si fuera real, caería en la categoría de viejo verde. ¿Se convertía en un angelito de la guarda solo por ser un bucle?

—No, no pasa nada. —Volví a sentarme en la cama. Me temblaban las rodillas. Jack era un hombre mayor que, encima, estaba muerto. Necesitaba entender algo.

—Desde luego, tanto y tanto tiempo sin hablar con nadie —dijo en una voz dulce como la miel—, qué suerte tengo de hablar con alguien como tú, ¿no?

No, no era un ángel. Necesitaba aire.

—Mmm… ¿Gracias?

—De nada. —Toqueteó la cadena de su reloj de bolsillo, con una minúscula sonrisa apenas perceptible. Ni siquiera sabía mantener una conversación mínimamente normal con un muerto.

—¿Hola?

—¿A quién le estás hablando?

—No, no, a nadie… —Interpuse distancia y fui a buscar el escabel para sentarme—. Estaba pensando en voz alta.

—¡Abre! ¡Que te enseño la ropa de cama para el bebé!

—¡Ah, sí! Un momento. —Miré al pomo y me di cuenta de que no había puesto el pestillo. Tampoco importaba si Dru entraba o no, pues no iba a ver a Jack. Pero la idea de hablar con ella y tenerlo al lado al mismo tiempo… no.

Me puse de pie rápidamente y me volví para decirle que tenía que irse. Pero ya se había ido.

Aparte de la ropita de cama, Dru había comprado tanta ropa de bebé que estuvo a punto de agotar las existencias de todo Ivy Springs. Lo había apilado todo en diferentes grupos encima de la cama con dosel que compartía con mi hermano, de tal modo que la colcha de encaje color crema quedó prácticamente cubierta por la ropa.

—Emerson, quiero pedirte perdón —dijo Dru, mientras doblaba una pequeña camiseta con las letras «¡Baba va!».

—¿Por qué?

—Por no hacerte caso cuando me fui a… celebrarlo con Thomas. —Se puso tan colorada como la pared de la habitación. Yo me puse tan roja como ella, agradeciendo la entrada de aire fresco de la ventana que agitaba las cortinas blanquecinas. Dru se aclaró la voz y continuó—. Podríamos haber sido más discretos.

—No te preocupes —murmuré, doblándome para recoger un pequeño calcetín que había caído al suelo.

—No, lo digo de verdad. Esta es tu casa y tienes que estar cien por cien a gusto.

—Estoy a gusto —le sonreí—. Thomas y tú vais a ser unos padres increíbles. Y sé que lleváis mucho tiempo deseando un bebé.

Dru se frotó los ojos. Me quedé quieta, buscando con la mirada la pareja del calcetín. Según me había explicado Thomas, querían un hijo desde su luna de miel. Nunca dijeron ni una palabra a los demás, pero sabía que los últimos años estaban empezando a sentirse frustrados.

—No sé si sabes —continuó, con voz trémula—, que vamos a llamarlo como a tus papás. Clarissa si es niña y Sean si es niño.

No podía echarme a llorar. No…

—Les encantará —susurré—. Quiero decir, que les habría encantado.

—¿Así que te parece bien? —dijo, apartándose la mano de la barriga y cogiendo una mantita de felpilla.

—Claro que sí.

Dru jugaba con el flequillo de la manta, enrollándolo y desenrollándolo.

—Y tú también serás mamá algún día. Tenía la duda de si tú también…

—¿Yo? Qué va —dije, intentando reírme, sin éxito—. Yo seré la tía solterona que vive con treinta gatos. Y fantasmas. —Intentaba dibujar una sonrisa, pero los músculos no me obedecían—. Si no me voy a casar nunca… ¡¿cómo voy a tener hijos?! Da lo mismo, tanto si quiera como si no… Eso lo hace la gente normal y yo no soy normal.

Dejó la mantita y me cogió de la mano para apretarla.

—Thomas me ha dicho que lo has vuelto a ver.

—Madre mía, cómo corren las noticias… —Sentí un vuelco en el estómago. Me guardé la mano y volví a mirar a la cama, empeñada en encontrar la pareja del calcetín del pollito mientras miraba entre la ropa.

—No es nada malo. Todo lo contrario: es el mejor momento. Thomas confía mucho en Michael y está convencido de que puede ayudarte.

—También puede salir rana, como los demás. —O peor aún. Desde nuestra primera conversación, había esperado mucho de él, pero ahora ya no sabía en qué pensar—. En cualquier caso, ¿cómo disteis con él?

Se encogió de hombros y sacó más ropa de una bolsa de cartón.

—Pregúntaselo a tu hermano. Y no me cambies de tema.

—¿Qué tema?

—Tu futuro. Tu felicidad. —Dobló la bolsa, que crujía sonoramente, y la tiró al suelo después de hacer un fajo con ella—. Eres la persona más sensible y generosa que conozco, lo que significa que, siempre que quieras, serás una madre excelente. Vales muchísimo. ¡Valórate un poco más; no te escondas así del mundo! Y vive tu propia vida.

Me quedé de piedra. No me lo podía creer. Dru nunca levantaba la voz.

—Lo siento. —Se llevó las manos a la boca—. No tendría que haber hablado así. Lo siento mucho.

—No, tranquila. Es que… gracias. Gracias por todo. —Hice una pausa, apreté los labios y pestañeé con fuerza—. Yo sé que vas a ser la mejor madre. Porque para mí has sido como una madre. Gracias por todo.

Esta vez las lágrimas se desbordaron. Cogí la camiseta de «¡Baba va!» y la apreté contra mi pecho.

—Esto no me cabe. ¿No había tallas para mí? —Por fin conseguí reírme y enseguida tuve la oportunidad de cambiar de tema—. Ya están todas las bolsas vacías. ¿Crees que ya es suficiente?

Asintió, secándose las mejillas, y remprendió lo que estaba haciendo.

—¿Me ayudas a quitar todas las etiquetas para lavarlo?

—Por supuesto. No tenía ni idea de que los bebés tenían su propio detergente. —Le pasé la botellita de jabón rosa de plástico con la foto de un niño durmiendo.

—Ni yo. —Se rio—. Aprenderemos un montón. ¿A que es genial?

Era genial.

Acabamos con una montaña de etiquetas y perchas sobre el suelo. Lo recogí todo y lo metí en una bolsa para bajarlo al contenedor. Mientras me sacudía las manos y subía por las escaleras metálicas, choqué de frente con el torso de Michael, perdiendo el equilibrio.

Me agarró rápidamente de los hombros antes de que me fuera al suelo. Me aparté bruscamente. No era el momento de revivir en mis carnes nuestra atracción mutua.

—Eh —me dijo, bajando la vista hasta el suelo mientras se sujetaba los bolsillos de los téjanos con el pulgar.

Me crucé de brazos y continué subiendo las escaleras. Estaba indignada; no quería que me estropeara el día.

—Espera, Emerson. —Noté sus pasos detrás de mí. Me volví y me apoyé en la barandilla metálica. Nos miramos frente a frente.

—Qué —le solté, intentando sonar aburrida, aunque mi voz me tembló al final.

—Es sobre lo de ayer… La Esfera… ojalá pudiera explicártelo.

—¿Por qué no puedes?

Se refregó la cara con las manos.

—No puedo.

Solté un gruñido y continué subiendo las escaleras. Me cogió la mano e intenté soltarla, pero giré sobre mí misma.

—¡Qué quieres! Tú te encargas de todo, ¿no? Yo no me puedo meter en estas cosas, ¿verdad? ¿No es lo que dijiste? —Le hice una mueca de sarcasmo.

—Es más complicado que eso.

Al oír la frase —que se estaba convirtiendo en una constante en él—, sentí unas ganas indescriptibles de arrearle una patada en las espinillas.

—No.

—¿Qué?

—No. —Ahora tenía ganas de darle también un puñetazo y mi rabia no paraba de crecer cuando pensaba que, antes del incidente en mi habitación, había confiado en él—. No me da la gana hacerte caso. Apareces de repente, me pides que te entienda y que confíe en ti y sigues sin querer decirme la verdad.

—Emerson, soy lo más honesto que puedo contigo. Créeme —me respondió, alzando las manos.

—No ser del todo honesto significa ser un mentiroso.

—No soy ningún mentiroso —respondió. Se le hinchó la vena de la frente.

—Pues yo creo que sí —le dije, firme.

—No. Lo que me pasa es que no puedo con la frustración.

Michael se acercó, me sujetó de los codos y me hizo rodar hasta el suelo.

—¡Tengo yo la culpa de algo! —le grité mientras él subía por las escaleras y caminaba hacia la puerta trasera, con la espalda tiesa—. ¡Claro, yo no me puedo meter en esto! ¡Ya me dirás si me das permiso para hacer algo!

Pero me respondió con un portazo y de pronto me vi hablando con el aire.