Capítulo 17

¿DESDE cuándo la terapia incluye un paseo en coche?

La estrechez de los asientos y el reducido espacio nos mantenía peligrosamente cerca. Al menos el cielo se extendía por encima de nuestras cabezas y daba sensación de amplitud. Se alejó de la plaza del pueblo y apagó la radio.

—Me tengo que ir fuera un par de días. He pensado que podíamos hablar estando así, conectados. Es importante que hablemos antes de que me vaya. Así que no me toques. —Hizo un ruido a modo de gruñido—. Quiero decir, intenta no tocarme.

—¿Ahora de qué va todo esto? —Estaba preparada para lo que fuese. Al menos podría iniciarme en los viajes en el tiempo. Intenté no volver a hablar nunca más en voz alta.

—Quiero que leas un par de cosas. —El viento arremolinaba su pelo mientras giraba el volante con una mano y buscaba algo en el asiento de detrás. Me pasó un libro de tapa dura con el título El continuo espacio-temporal y teorías de los agujeros negros junto con una carpeta de anillas vieja y roída salpicada de manchas de café.

—Léete las hojas de la carpeta y mírate el libro si tienes tiempo. Eso es teoría, no pruebas. Las pruebas están en la carpeta. No la pierdas de vista por nada del mundo.

Deseo concedido, aunque estuviésemos hablando de material legible. Quizá los libros contenían algún tipo de prueba científica que me ayudara a creerlo. Como si, al leerlo, empezase a entender.

Michael se desvió hacia una de mis carreteras preferidas. Discurría paralela a un lago. Me solté el pelo y apoyé la cabeza en el respaldo, mientras miraba a la línea de árboles moteados de diferentes colores. El otoño siempre me había fascinado —pura belleza en sus horas de agonía—. Las hojas resistían hasta su amargo final, cediendo a la última caída triunfal, como si necesitasen que las salvásemos.

Miré su perfil de reojo, intentando mantener la objetividad. Por mucha conexión que tuviésemos, las mujeres se sentían atraídas por él —no había más que ver a Lily—. El perfil de su nariz, su fuerte mandíbula y esa boca que tantos quebraderos de cabeza me daba. Los rayos de sol penetraban entre los árboles y me regaban con su calidez. Cerré los ojos mientras mi pelo se dejaba mecer por el suave viento. Tenía que detener mis pensamientos. Mis manos. Así que me puse a memorizar tablas de multiplicar.

No sé en qué momento caí dormida, pero me volví a despertar al notar el coche en silencio. Estábamos aparcados en la acera, enfrente de los apartamentos.

El sol estaba bajo. No había pasado demasiado tiempo. Me desperecé y fui abriendo los ojos, mientras recuperaba la imagen de Michael, que lucía un gesto raro. Sus cejas, arrugadas y juntas, daban paso a unos labios hieráticos.

Me espanté de repente.

—¿Qué pasa?

—Nada —dijo, con voz cavernosa.

Se supone que no me había pasado de la raya al tocarle antes de que entrásemos en el coche y, que yo supiera —al menos nadie me lo dijo nunca en el internado—, no hablaba en sueños.

—Lo siento por lo de antes, en la calle… Negó con la cabeza.

—No es eso.

—¿Entonces qué he hecho?

—¿Aparte de quedarte dormida?

—Lo siento. No es por la compañía, pero estuvimos despiertos hasta tan tarde y con este solecito… —Me detuve. ¿Por qué me estaba justificando? Michael no era mucho de entrar en detalles; no entendía por qué yo sí tenía que dar explicaciones.

Desvió la mirada y contempló el edificio.

—Pareces tan vulnerable cuando duermes… no estoy acostumbrado a verte así.

Me enderecé en la silla, algo incómoda.

—Estaba a punto de llorar la otra noche en la cena. ¿Eso no te parece vulnerable?

—No es lo mismo. En la cena estabas triste. Hoy eras… ternura. —Volvió a mirarme y sentí que enmudecía con sus ojos.

—Sobre todo cuando se me caía el hilillo de baba.

En la comisura de su boca se empezó a dibujar una sonrisa.

—Me da mucha pena marcharme.

—No te vayas.

—Es una obligación. Probablemente sea para mejor. No quiero tener otro incidente como el de la otra noche en la terraza —dijo, después de titubear unos segundos.

—¿Cuándo vuelves? —Me encogí para coger la mochila y los libros que me había prestado. Y para esconder mi rostro colorado.

—No lo sé seguro, pero quizá mañana mismo. Espero que seas una rápida lectora.

Abrí la puerta del coche. Necesitaba salir; poner espacio entre los dos.

—Claro que sí… a ver qué te has pensado. Rápida como una gacela. Y fugaz. —Me llevé el dedo a la sien para hacerle el gesto de la locura—. En primaria era la quinta que más rápido leía en clase. —Cerré con un portazo para darme fuerzas—. No, no. La tercera.

—Divertida, preciosa e inteligente. Lo tienes todo. —Arrancó marcha atrás y me sonrió mientras giraba el volante.

Había desterrado la locura de sus adjetivos para mí. Me encantaba.

Me emocionaba más aún que nunca se le hubiese pasado por la cabeza.