Capítulo 2

—¡THOMAS! —Lancé un grito antes de dejar de respirar.

Volví la cabeza al oír el estruendo de una silla en la cocina. Pasó demasiado tiempo. Miré otra vez a la ventana y Jack no estaba. Thomas entró corriendo en la habitación, patinando hasta pararse a mi lado.

—Por qué, por qué, por qué. —Me desplomé contra la estantería, dándome cabezazos—. ¿Por qué sigues con lo de la restauración? ¿Por qué no vivimos en un piso nuevo?

Abrió la boca, perplejo.

—¿Ha sido aquí?

Se refería a mi problema con los que habían pasado… a mejor vida.

No eran fantasmas. No sabía lo que veía. Los fantasmas de los cuentos rara vez aparecían y desaparecían si alguien los tocaba. Empecé a verlos a los trece años, justo antes de que mis padres murieran. Thomas estaba restaurando una antigua cristalería para convertirla en edificio de oficinas.

Un día me dejé caer por ahí en el transcurso de las obras. Empecé a hablar con un señor muy simpático. Llevaba puesto un casco de obra y olía a tabaco y sudor. Tenía el tabique ligeramente desviado, nariz protuberante que terminaba en una ramificación de venitas y barbas orgullosas. Era muy amable; su mujer le había puesto tarta en la fiambrera y quiso sacarla para compartirla conmigo.

Entonces la situación empezó a degenerar. Mientras él intentaba dejarme el trozo de tarta en la mano, me di cuenta de que el señor no era sólido. Él debió de llegar a la misma conclusión, pues dejó caer la tarta al suelo y empezó a gritar desesperado como una novia sin panties delante de la vicaría. Y entonces desapareció. Chof.

Bienvenida a la demencia. Tras él, empezaron a desfilar especímenes de todos los tipos; muertos que aparecían en los lugares más insólitos y se desvanecían cuando los tocaba. En los lavabos del restaurante Denny’s o en los vestuarios del Macy’s. Nunca acabé de acostumbrarme.

—Me arrepiento de que me hayas convencido de vivir aquí. Y este se sabía mi nombre. Cosa que nunca antes había pasado.

Thomas se puso aún más serio.

—¿Sabía tu nombre?

Asentí, cerrando los ojos. Jack también había dicho que había venido a verme. Thomas no tenía por qué saber eso.

—Em, pensaba que no te volvería a pasar.

Fui al internado en Sedona, Arizona. Los indígenas no llegaron a la ciudad hasta el cambio de siglo, así que en ese transcurso tuve profesores de gimnasia y no ancianos alfareros de la tribu Yavapai.

Pensaba que las cosas mejorarían, pero no fue así. A no ser que vistieran ropa de otra época, normalmente no podía distinguir si la gente que veía era de ahora o del pasado. Me convertí en una gurú de la moda de todos los tiempos, y no solo porque me encantaba la costura, sino porque también era interesante ver atuendos de otras épocas. A las mujeres las identificaba enseguida, pero a los hombres que iban a lo clásico —excepto a los de esmoquin azul y cuello de mariposas de los años setenta— no los encajaba en ninguna década y suponían un mayor problema.

Evitaba a toda costa los museos o ferias con gente disfrazada. Habría sido una locura. Intentaba no tocar a nadie. Menos cuando me barraba el paso una señorita con falda de miriñaque.

—Llevaba un tiempo sin pasar. Me estaba haciendo ilusiones —le respondí. Hasta que me salté la medicación.

Mi hermano llevaba un gran trecho recorrido a mi lado. Me guardé la rabia bien adentro —la rabia de perder a mis padres, de ver a gente que no existía—, pero no fue una buena decisión. Tras los ingresos llegaron los cócteles de medicamentos, que consiguieron detener las alucinaciones por un tiempo. Hasta que hace un verano, harta de parecer un zombi, me armé de valor y me aparté lentamente de la medicación sin decírselo a nadie.

Ni a Thomas.

Las visiones volvieron. La zombi Em había regresado acompañada de Em, la psicópata en potencia. Otra vez la incógnita de saber si la gente con la que hablaba en la calle existía de verdad.

—Lo siento, Em. Levanté la vista.

—No te disculpes.

—Pero yo quise comprar este edificio. —Sus cejas arrugadas formaban una oruga en su frente.

—Bueno… ¿y qué vas a hacer?, ¿dejar tu trabajo para aguantar a la tarada de tu hermana? —Me aparté bruscamente de la estantería—. Como si no te hubiese traído ya suficientes problemas.

—No digas eso. ¿Vendrás a la inauguración del restaurante? —preguntó Thomas, con una ilusión palpable en su rostro—. Tráete a Lily.

Me seguía sintiendo culpable, así que no pude rechazar.

—Sí, iremos.

No quería montar ninguna escenita más, así que me fui a arreglar a casa de Lily.

De pequeña, los compañeros huían de mí como de la peste. Todo vino de un episodio público que me sentenció en adelante. Es una larga y breve historia a la vez: me enzarcé en una agria discusión con un chico en la cafetería porque me había quitado el sitio cuando me levanté a coger un cuchillo. El siguiente paso fue amenazarlo con el susodicho cuchillo.

Solo yo lo veía.

Como mi audiencia no se había acabado de convencer de mi falta de cordura por discutir con el aire, acto seguido exploté en una risa histérica que devino en un lloriqueo lastimoso al verme aprisionada por Lily, que me cogió de la cintura y me arrastró hasta el lavabo.

Lily fue mi mejor amiga desde tercero. Siempre me aceptó tal y como era, sin importarle los comentarios. Como yo. No exageraba cuando le dije a Thomas que la única razón de hacer la secundaria en Ivy Springs era ella misma.

Lily vivía con su abuela encima de su restaurante. Entré por la puerta trasera y me la encontré en medio del comedor, con sus largas piernas extendidas en posición Pilates. Qué dolor. Yo era más de correr —ponerme los auriculares, fijar la vista en el suelo y salir disparada como una flecha intentando no atravesar a nadie— o de liarme a gritos. Tenía que volver a hacer kárate. Antes de irme de Arizona me había sacado el cinturón marrón y tenía ganas de subir a negro. Dar patadas en el culo debe de ser muy terapéutico.

—¡Ey! ¿Ya sabes qué te vas a poner? —le pregunté mientras su cuerpo retorcido se giraba hacia mí.

—Estás zumbada.

—Tienes toda la razón. Y además, hace tiempo.

—¿Qué dices? —Se dejó caer de rodillas y entrelazó las manos como pidiendo limosna—. Tengo una sesión de fotos esta noche. Un local-caverna necesita fotos para su página web.

Lily manejaba su cámara con la destreza de una tostadora. Su talento le había permitido trabajar todo un verano en los Apalaches como ayudante de cámara para uno de los fotógrafos de paisaje más reconocidos.

—Sabes que iría si no fuese por el trabajo. Dilo. —Sacudí la cabeza.

—Sé que vendrías si no fuese por el trabajo.

—Gracias. Gracias.

Lily arrancó a caminar de rodillas y me abrazó con fuerza.

—¡Ah, mira! ¡Soy tan alta como tú!

Me eché a reír y la tumbé encima de la esterilla. Entré en su habitación y dejé mis zapatos, bolso y joyas encima de la cama, incluido el vestido que mi cuñada me había obligado a llevar para la ocasión. Dru me dejó claras todas las instrucciones para combinarlo todo. A veces parecía que yo no sabía vestirme. Y eso no es cierto. Lo que pasa es que soy minimalista. Y los accesorios me confunden.

Mientras Lily acababa de contornearse, me duché y aproveché para investigar un poco sobre La Esfera en Internet. Siempre era bueno estar preparada ante la troupe de terapeutas, médicos y brujos que siempre desfilaban ante mí. Aparte de los típicos resultados de tiendas on line y de la existencia de un club nocturno algo indecoroso, no encontré nada. Y Thomas me iba a matar si llegaba tarde.

Dru tenía muy buen gusto. Me había dejado un vestido negro de terciopelo con cintura plisada, mangas tres cuartos ceñidas y falda corta de campana. Caminar con esos zapatos iba a ser difícil. Eran matadores. No digo que no quedasen bien, pero eran altísimos y, aunque no soy muy torpe, esos tacones iban a ser letales para mí y para cualquiera que se me acercase.

Lily entró en la habitación fresca y relajada —tampoco tan fresca si te acercabas— mientras yo me untaba de pintalabios carmesí.

—Tienes un toque misterioso e interesante —me dijo, mordiéndose los carrillos y pestañeándome como mi Escarlata esa tarde—. Me encanta verte así de guapa.

—¡Vaya piropo, viniendo de ti!

Se puso a bizquear y a removerme el pelo.

Con una piel dorada como el caramelo, Lily era la típica chica que provocaba tropiezos y saltos de semáforo al pasar por delante de los hombres. La odiaría si no fuese por su satírico sentido del humor y por ser más fiel que un perro guía. Pensé en el collar que Dru me había dejado mientras Lily me recogía el pelo.

—El collar está en el armario —dijo, sin dejar de mirarme—. Y los pendientes en una bolsa encima de la cama.

Le aparté las manos.

—¿Cómo te lo haces para encontrar siempre todo? ¿Y seguro que no puedes venir? Podrías encontrar al hombre de tus sueños.

—Yo diría que no existe —murmuró, lanzando un vistazo al armario mientras me recolocaba otro díscolo mechón de pelo—. O está muy ocupado.

—Tienes razón. Y si existiera, lo fulminarías con tu olor. ¡Ve a ducharte! —Le di un manotazo en el culo—. Apestas.

Se echó a reír y salió de la habitación haciendo aspavientos, justo antes de asomarse otra vez por la puerta y premiarme con una sonrisa.

—Estás preciosa. Intenta no matarte con esos zapatos.

Me di la vuelta para mirarme en el espejo. Me rocié de mi perfume favorito —lila y un toque de vainilla—, me envolví en el chal y cogí el bolso. Estaba a punto de salir cuando me acordé del paraguas. No pegaba con los tonos. A lo mejor me prohibían la entrada.