Capítulo 12
A la mañana siguiente hice una parada en el Murphy’s Law para tomarme algo. Necesitaba energías y hablar un poco con Lily. La falta de sueño se estaba convirtiendo en algo demasiado habitual en mi vida. Por un momento pensé en pedirme un té de camomila. Se supone que iba bien para la ansiedad, y yo, de eso, iba sobrada.
Lily apareció detrás de la barra. En cuanto me vio venir, pidió lo de siempre.
—Un cubano doble y la empanada más grande que tengamos.
¿Una camomila? Mejor.
Como Lily no me dejó pagar, metí las monedas en el tarro de la propina y salí corriendo en busca de uno de los sillones acolchados naranjas cerca de la puerta. En cuanto lo localicé, me hundí en él. Desde la ventana, un hombre vestido con pantalones caqui y camiseta con el logo de una empresa de jardinería arrancaba las plantas de verano que se alineaban en macetas intermitentes a lo largo de la acera. Las iba sustituyendo por delicados pensamientos de rojo carmesí y manchas moradas. A su lado permanecía de pie un tipo que era lo más parecido a Davy Crockett. A la altura de la maceta, sus pantorrillas dejaron de existir. Bucles y objetos físicos difícilmente casaban. Menos mal que Davy era el que estaba pasado de moda: el gorro de mapache no habría triunfado como nueva tendencia.
Mientras los observaba a través del cristal me di cuenta de que había un cartel colgado en la cafetería. El sol me ayudó a leer claramente las letras en negrita: «Se necesita personal». Vi la luz. Necesitaba un trabajo y no quería seguir pidiéndole dinero a Thomas y en mi cafetería preferida estaban buscando a gente. ¿Soportaría la carga de oler y servir cada día el elixir de la vida?
Lily me trajo una tacita de espresso y mi empanada y se deslizó lentamente en el borde de la silla frente a mí.
—¿Por qué no me habías dicho que estáis buscando gente?
Frunció el ceño y señalé el letrero. La observé mientras leía las letras al revés.
—No sabía que la abuelita quería contratar a alguien. Pensaba que me tendría aquí trabajando toda la vida. Todo con tal de ahorrarse pasta.
—Tienes un poder de observación admirable. Una de tus muchas virtudes. —Lily me respondió frunciéndome el ceño. Como la necesitaba tener de mi parte, me moderé—. ¿Crees que tu abuelita me cogería?
—No veo por qué no. El café te corre por las venas. Te ha estancado el crecimiento.
Busqué algo para tirarle a la cabeza y solo encontré la empanada, pero no estaba dispuesta a desperdiciarla.
—¿Está aquí? —Hice un esfuerzo por levantarme del sillón, que se había engullido parte de mi cuerpo—. ¿Puedo hablar con ella?
—Ha ido al banco a por cambio. ¿Y por qué preguntas tanto? Sabes que, si quieres el trabajo, es tuyo. —Se sujetó la larga melena negra en un moño y cogió una carta para abanicarse. Se parecía más a Cleopatra en su barcaza que a una camarera. Era tan atractiva como femenina—. ¿Te va bien empezar mañana? Necesito un descanso.
—Sí, pero libérame antes de este monstruo, que se me está engullendo —le dije, removiéndome en el sillón—. Pero ¿de qué se alimenta este trasto, de clientes?
—Claro. —Lily dejó caer la melena sobre sus hombres y me sonrió—. Así controlo a los clientes. ¿Qué tal les va a Thomas y a Dru?
Como la ayuda no llegaba, decidí rendirme y le di un sorbo a mi espresso, suspirando de placer. En ningún sitio —aparte de Miami— se podía beber un café cubano tan bueno como en el Murphy’s Law, el mejor espresso con un toque de azúcar en plena cocción.
—Mejor que nunca. Están embarazados.
—¡No me digas! Qué pasada. —Ladeó la cabeza y me miró fijamente, escrutadora—. ¿Estás bien, tú?
—Sí, sí. Dru me ha amenazado con un arresto domiciliario como se me ocurra irme de casa. Dice que no tendrá problemas en ponerme unos grilletes.
Su voz se volvió melancólica mientras se reclinaba en la silla. Pocas veces se quedaba pensativa.
—La familia es importante.
Las dos habíamos perdido a nuestros padres. Los suyos estaban vivos, pero la implicación de su padre con el gobierno no les había permitido salir de Cuba con Lily y su abuela. Exceptuando algunos primos lejanos del sur de Florida, tenía menos familia que yo.
—¿Sabes algo de tus padres? —le pregunté.
—No. No sé nada desde las Navidades pasadas. —Reconocí al momento la tristeza en sus ojos. Cambió de tema rápidamente; siempre lo hacía cada vez que hablábamos de familia—. Al final no me explicaste nada sobre la inauguración del restaurante. Venga, cuenta ya. ¿Algo que destacar?
—No… no… no.
Me miró sin creerse una palabra.
—¿Cuándo habéis sacado vuestra propia marca? —resolví, bizqueando ante el letrero del precio del café a granel.
—Esta primavera. Habla de una vez. —Se recostó en la silla, ansiosa de detalles—. Has conocido a alguien…
—Bueno sí. —Lily me conocía demasiado. Y no pararía hasta sonsacármelo—. Pero no tiene sentido hablar de él. Es inalcanzable.
—¿Por qué? —Dejó caer la cabeza, indignada—. No me digas que tiene novia.
—Son normas de Thomas. Es un tío que trabaja para nosotros. Además, es más mayor que yo. Bueno, solo un par de años. La cuestión es que está haciendo prácticas de la universidad… para acabar en un psiquiátrico, vamos. Pero es que cuando estamos juntos… —Como era incapaz de hacer una descripción, me encontré dibujando estúpidos círculos con la mano. Creía oportuno explicarle que casi hicimos saltar los fusibles en La Central, pero preferí reservármelo—. Es una atracción que nos empuja.
Que me aterrorizaba.
—Igualmente, genial para ti —respondió Lily con voz suave. Sabía lo que me costaba relacionarme con la gente—. Si de verdad hay pura atracción, ¿no crees que Thomas tendría que entenderlo, hacer una excepción?
—No sé si es mutuo. Pero sí sé que Michael piensa igual que Thomas. Es el primero que me habló de no mezclar las cosas.
—Michael —repitió Lily, con tono incitador—. Me gusta el nombre. Siempre está la opción de hacerlo en plan Romeo y Julieta. Llevarlo en secreto.
—Sí, claro. Como nos ha ido tan bien… Que no hay amor, Lily. —Para mí, ni ahora ni nunca. No me importaba lo que dijese Dru. Yo no tenía nada que ofrecer.
—La abuelita ha vuelto. Ve a hablar con ella. No creo que te haga ninguna entrevista.
—No la veo. —Retorcí el cuello para mirar hacia la cocina. Entró dos segundos después—. Vale.
Se rio amargamente y saltó de un brinco de la silla, poniéndose en marcha. Se paró en cuanto la llamé.
—¿¡Lily!? —Se dio la vuelta para mirarme. Señalé al sillón—. ¿Me ayudas?