Capítulo 9
CUANDO me levanté al día siguiente, me sentía algo débil, como si hubiese perdido el escudo de siempre. Mi sarcasmo protector. Tenía que volver a coger fuerzas y continuar como antes. Así lo había aprendido. Y tenía que volver a entrenarme para las batallas dialécticas con Thomas; él no podía esperar menos de mí y siempre conseguía que entrásemos en guerra. Así regresé a la rutina: calzándome las Converse y preparándome para el asalto.
Lo encontré sentado en la mesa de la cocina, con la corbata doblada sobre el hombro, almorzando sus cereales de colorines favoritos desde que tuvo uso de razón: Fruity Pebbles. En torno a él se mezclaban olores de azúcar y fruta, conservantes y colorantes. Era un buen momento para empezar.
—Da gusto ver a un hombre de negocios como usted empezar el día con un desayuno saludable. —Caminé hacia él mientras pensaba en la posibilidad de sumergir su corbata en el bol—. Espero que no tengas una sobredosis de azúcar porque no sé qué va a ser del futuro inmobiliario de nuestro pueblo si faltas.
Thomas levantó ágilmente la mano y me agarró de la cintura antes de que pudiese agarrarle la corbata.
—Buenos días hermanita. ¿No estarás enfadada porque no fui a darte un beso de buenas noches…?
Posé la mano sobre su cabello rubio recién peinado para cabrearlo más aún.
—¿Y tú qué sabes si me dieron o no un beso de buenas noches?
—En este edificio va a haber seguridad: cámaras, alarmas, guardias… —Me obligó a darme la vuelta para mirarme de frente—. Así no tendré que preocuparme por si pasan cosas que no deberían pasar. Porque estamos hablando de un vínculo profesional.
—¿Me ha estado espiando? ¿Tienes ganas de discutir? —le dije, apartando bruscamente el brazo. El bol de Fruity Pebbles estaba peligrosamente cerca—. ¿Y a ti qué te importa? Como si nos vamos a Las Vegas a casarnos. Lo importante es que me está ayudando a tener una vida normal, ¿no?
—Michael y yo lo hemos dejado bien claro. Nada de tonterías entre vosotros. A él se le ha encargado un trabajo y yo espero que lo haga. No estoy de broma, Em.
El labio me empezó a temblar. Sentí unas rabiosas ganas de llorar.
¿Qué problema tenía conmigo? Estaba a punto de vomitarle unas cuantas frases cuando Dru entró en la cocina, por suerte para él. Venía corriendo de su habitación, agitando algo en la mano y dando gritos.
Mi hermano se levantó de un salto, olvidándose de los cereales para cogerla en brazos. Con todo el griterío y las voces, no entendí nada de lo que estaban diciendo.
—¡Déjame en el suelo, Thomas! —Le plantó un beso sonoro e intentó recuperar el equilibrio en el suelo. Por fin me di cuenta de lo que llevaba en la mano.
Una prueba de embarazo.
Sentí una mezcla de emociones instantánea. Ilusión, porque sabía que llevaban mucho tiempo intentándolo. Alegría, porque íbamos a ser uno más en la familia. Y miedo, para variar, porque ¿dónde iría yo a parar una vez naciese?
Dru se dio cuenta enseguida, porque no tardó en cogerme y darme un abrazo fuerte.
—No te preocupes por nada. Si nos quedamos justos de espacio, hemos pensado en coger el alquiler del tercer apartamento. No queríamos adelantarnos y hacer muchos planes, pero tampoco podíamos evitar pensarlo. La tía Em no se va a ir a ninguna parte, a menos que tú quieras.
—No, no. Yo me quiero quedar. —Y era cierto—. Siempre que estéis a gusto conmigo.
—Queremos que te quedes aquí con nosotros. Con los tres. —Thomas me cogió la mano y le dio un apretón. Hacía mucho tiempo que no lo veía tan contento. La manera en que miraba a Dru acentuaba mis ganas de desaparecer.
—Creo que voy a salir a correr un rato. Así tenéis tiempo para vosotros, vuestras cositas, azul o rosa… Felicidades, en serio. Vais a ser unos padres geniales. —Me esfumé a mi habitación, con los ojos empañados, insultándome a mí misma por ser tan idiota. Me puse el top de deporte y la ropa de gimnasia, me hice una cola y salí rápidamente de la habitación con las zapatillas y el Ipod en la mano. Entré en el comedor sin cruzarme con ellos, pero se les oía. Parecía que estaban celebrando la noticia como tiene que ser.
Motivo de más para salir a correr.
Subí el volumen y me sumergí en el universo del rock alternativo. Quería correr; correr y no pensar. Solo respirar. Era un día perfecto de final de verano. Las hojas de los árboles, teñidas sutilmente de color, se agitaban en la suave brisa. Estaba deseando verlas de color dorado y rojizo y contemplar los escaparates repletos de enormes calabazas y crisantemos olorosos.
Me preguntaba si Michael seguiría por aquí a esas alturas.
Oleadas de gente de todas clases. Perros con sus dueños, cochecitos de bebé, corredores solitarios. Seguí corriendo por la acera en dirección a Riverbend Park y reduje el ritmo en cuanto llegué a una avenida diseñada por un brillantísimo arquitecto; un pariente lejano cuyos logros arquitectónicos le ofrecían siempre un toque funcional a las familias y turistas.
Thomas y Dru habían hecho mucho por este pueblo. Se conocieron después de que él dejara un importante grupo arquitectónico y empezara a trabajar por cuenta propia. Su gran idea era renovar Ivy Springs de arriba abajo. Ella era nueva en el mundo del diseño y fue a parar a su negocio en busca de asesoramiento. Empezó como una relación profesional, pero no tardaron nada en liarse. Llevaban seis meses casados cuando nuestros padres murieron.
Los quería muchísimo y sabía que ellos también a mí. Me estaba comiendo el sentimiento de culpabilidad por no ser honesta con ellos y no decirles que me había saltado la medicación. Pero no quería preocuparlos y mucho menos ahora que había un bebé en camino… en fin. Tenían otras preocupaciones mucho más importantes, aunque por otra parte, Thomas se había autoproclamado inspector de mi vida amorosa. A lo mejor a partir de ahora estaría tan ocupado en pensar en un nombre y buscar guarderías que me dejaría en paz un tiempo. Aceleré el paso y, clavando la vista en el suelo para evitar sorpresas, continué con mi ritmo.
Hasta que me di un trompazo contra una pared de músculos. Por suerte para mí, conservé la dentadura intacta. Apreté los puños y di un brinco atrás para imponer distancia ante mi súbito atacante.
Michael.
Ahogué un grito y me quité los auriculares de las orejas.
—Qué coñ… Oye, no puedes ir asustando a los demás así.
Michael me miró con la boca abierta y la abrió aún más, estallando en una carcajada suelta que no le dejaba ni respirar. En sus brazos y piernas se antojaban unos músculos… Me volvió a mirar como si me estuviese examinando. Ojalá hubiese llevado una camiseta en lugar de un top en esos momentos. Me crucé de brazos, disimulando la vergüenza para teñirla de sensualidad.
Michael intentó adoptar una expresión más seria, pasando por diferentes caras hasta que puso la definitiva.
—Lo siento. No ha sido muy inteligente por mi parte querer chocar contigo.
—No pasa nada. —Sí pasaba.
—Pero lo que no me esperaba es que te pusieses en plan kung-fu. —Michael dejó de aguantarse y explotó a reír de nuevo. De repente pensé qué tal le sentaría una buena patada, pero me volví a contener. Lo miré otra vez y reanudé la marcha.
Tardó unos segundos en seguirme. Tenía que ser difícil para él, pues sus piernas eran mucho más largas que las mías, aunque para mí no era ningún problema. Merecía sufrir. Corrimos en silencio durante un rato y le lancé una mirada. Él se seguía riendo. Me paré en seco y él pasó por delante. Dio una vuelta y se llevó la mano a la boca. Tendría que haberse tapado los ojos, porque empezaban a peligrar.
—Michael, basta ya.
Se acercó a mí, me abrazó del cuello y me empujó hacia él. Solo le quedaba darme un coscorrón amigable en la cabeza; era la única manera de no pensar en su cuerpo.
—Lo siento, de verdad —dijo. Pero su voz seguía contagiada de risa—. Lo siento mucho. Eres tan preciosa.
—Sí, preciosa y sudorosa —le respondí, mirándole de soslayo.
Quizá era por lo cerca que lo tenía, o porque me había envuelto con su abrazo y los dos estábamos sudando y los dos respirábamos sofocados. Solo sé que el cuerpo me ardía y, en el instante en que nuestras miradas se cruzaron, me convulsioné de frío. Seguíamos estancados en la misma mirada cuando él me dejó ir y me guio hacia su lado.
—¿Hacemos las paces? —preguntó, dubitativo, tendiendo su mano.
Aguanté la respiración. Esperaba que no se me notase la piel de gallina. Recuperé el control y le sonreí mientras le estrechaba la mano.
Entonces le retorcí el brazo por encima del hombro y conseguí volcarlo al suelo.
Caminé alrededor de él con la misma sonrisa, mientras él me miraba, jadeando, desde el suelo.
—¿Te veo más tarde?
Pestañeó una sola vez. Lo interpreté como un «sí».