Capítulo 5

SE lo clavé en el estómago. Eso eran abdominales. Pese a la fuerte capa de músculo, resolló y se quedó doblado, abrazado a la cintura.

—Lo siento, lo siento —me intenté disculpar, sacudiéndome la culpa con mis manos temblorosas. La luz de las farolas parpadeaba. Aún me dio tiempo a pensar que el cielo amenazaba tormenta—. Solo era para comprobar que estás aquí de verdad.

—¿Y no había otra manera mejor de comprobarlo? —Michael gimoteó. Tuvo suerte de que apunté alto. Pensé en liarme a patadas, pero en el último momento tuve en cuenta el potencial asesino de mis tacones.

—Es una reacción al estrés. —Me encogí de hombros y me bajé de los tacones por si acaso me sobrevenía la tentación de hacer más daño. Mis pies notaron la frialdad del cemento.

Michael se incorporó y me miró de arriba abajo. No pude descifrar si le gustaba lo que veía. Curiosamente, seguía hablándome.

—¿Por qué te preocupa tanto que sea real? Hace unos minutos no has querido ni darme la mano, cuando tu hermano me ha visto perfectamente.

—Es por el día que llevo. En un momento, todo ha cambiado.

—Seguramente, para mejor. —Me dedicó una sonrisa que me hizo dudar de sus palabras—. Dime, ¿qué ha pasado hoy tan grave?

—Nunca había visto a un terceto de jazz. Me ha descolocado completamente. Las cosas que me pasan están cambiando.

—¿Qué cosas?

—Veo a gente del pasado. —Las campanas de la torre de la plaza empezaron a sonar y yo me mantuve en el mismo tono—. Como en una película. Sin dimensión. Cuando intento tocar, desaparecen. Pero lo que nunca he visto es a tres tíos tocando a la vez y acompañados por un piano. —Ni a un coche de caballos.

—Bueno, al menos tocan bien. El bajo era muy suave. —Ladeó la cabeza hacia el grupo. Se oía la música desde las ventanas—. Sí, me gusta.

—No te impresiona nada. Yo no puedo compartir lo que veo u oigo con nadie. ¿Y tú qué historial tienes? —le pregunté. Aunque estaba claro: estaba tan majara como yo.

—Digamos que mi madre siempre pensó que yo tenía muchos amigos imaginarios. Levanté la cabeza para verlo mejor.

—Así que te pasa desde pequeño, ¿no? Michael asintió.

—¿Y a ti?

—Desde hace cuatro años. —Las campanadas se detuvieron en la décima y el aire se volvió extrañamente tranquilo. Se imponía un cambio de tema. Un poco de distracción—. Lo siento mucho por hacerte daño.

—Te perdono. —Me guiñó el ojo—. No te pongas rebelde conmigo.

Me mordí la lengua. Empezábamos ya con comentarios machistas.

—Si al final acepto tu ayuda, ¿cómo funciona? ¿Haremos sesiones? ¿Cómo me lo vas a hacer? —Sus ojos se llenaron de un brillo peligroso. Me aclaré la voz. Tenía que aprender a hablar mejor—. Quiero decir, que qué vas a hacer.

Seguía ese brillo en su mirada.

—Primero, empezaré escuchándote.

—Qué simple. —Como si fuese muy simple recordar todo lo vivido. Mostrarme vulnerable ante un desconocido. Intenté deshacer el nudo de tensión de mi garganta.

—Emerson. —Me encantaba cómo pronunciaba mi nombre. O quizá era solo su movimiento de labios—. Sé que será muy duro para ti, pero tienes que ser honesta. Confía en mí.

Todavía no se había enterado de que jamás hay que fiarse de alguien que te dice «Confía en mí».

—Ya iremos viendo. ¿Cuándo empezamos? —pregunté.

—¿Qué tal mañana?

Yo no tenía tanta prisa.

Al día siguiente por la mañana, me puse mis mejores téjanos y camiseta negra ceñida con unas Converse negras muy cómodas que siempre me daban un toque de seguridad. Me hice un recogido, dejando las mechas más rubias libres. Me maquillé un poco más de lo normal, con una base clara. Todo por almorzar con Michael.

Mmmm.

Caminaba tranquilamente en dirección al centro, disfrutando del sentimiento de calma. No hacía mucha humedad; después de la lluvia del día anterior se respiraba una frescura que precedía al otoño. Me encantaban las hojas secas, los carros de heno, los espantapájaros y Halloween. Cuando tu vida diaria es tan agria como la mía, el día de Halloween no tiene más importancia que unos cuantos caramelitos y calabazas; bueno, cuando me quedaba en casa para abrir a los niños. Mis visiones normalmente no aparecían en el umbral de la puerta, así que me quedaba viendo a Charlie Brown en la tele mientras me zampaba un puñado casi ilegal de Twizzlers.

Había quedado con Michael en el Murphy’s Law, la cafetería-librería de la abuela de Lily, un sol de señora que, además, preparaba un espresso y unos pasteles de manzana para alucinar. Solo había una pega.

Cuando le propuse a Michael quedar en el Murphy’s Law, empecé a ponerme nerviosa al pensar que veríamos a Lily. Menos mal que me la encontré por la calle cuando iba de camino y le pude hacer un resumen. Iba con la cámara colgada al hombro.

—¡Lily! ¿Cómo fue la sesión?

Me miró y continuó caminando.

—Más o menos. El jefe no me avisó de los murciélagos. Y el equipo de rodaje también daba bastante miedo, aunque al menos esta vez solo me tiró los trastos un productor.

—¿Solo uno? Vaya, estás perdiendo práctica. —El jefe de Lily colaboraba con varios directores de documental, que tenían más contactos que la monarquía británica al completo. Y algunos también se creían con derecho sobre ella.

—¡Ahh, ojalá! —Metió la mano en su mochila, sacó una magdalena de arándanos envuelta en servilleta y le dio un mordisco.

—¿Tienes prisa? —le pregunté, fingiendo despreocupación. Miré hacia su mochila—. ¿Otra sesión?

—Retocar el trabajo de anoche. Un poco de Photoshop. —Se detuvo y me miró fijamente, escrutándome mientras acababa de masticar—. Fíjate tú, qué guapa a primera hora de la mañana. ¿Adónde vas? ¿Qué tal la fiesta ayer?

¿Se lo explicaba o no? Era impensable no ponerle al día y Lily conocía de primera mano mi problema con las… visiones.

—Nada del otro jueves. No te perdiste nada. —Excepto un terceto de jazz, un vaso roto y el tío más bueno que he visto nunca—. Ya hablamos más tarde.

Lily levantó la mano que sostenía la magdalena para mirar la hora. No le gustaba llegar tarde, aunque me seguía mirando con demasiada curiosidad. No podía arriesgarse a ser impuntual.

—Más te vale —me advirtió, mientras me lanzaba una mirada rápida y cruzaba la calle hacia el estudio de fotos.

Qué alivio.

Me paré delante del café y me llevé la mano al estómago. Sentía un hormigueo incesante y tenía que calmarme. No sabía si era por la conversación que acababa de tener o por lo que estaba por llegar. Empujé la puerta e inspiré profundamente el delicioso aroma a café recién hecho. Mientras se oía el tintineo de la campanita, intentaba mantener mis nervios a raya.

Michael estaba sentado en el fondo. Leía un periódico que parecía escrito en español. Pedí y me acerqué a su mesa, dejando la mochila en el suelo mientras sacaba mi silla. No se había afeitado e iba vestido casi como yo: camiseta negra y téjanos. Me paré un momento a contemplar cómo le quedaban. Y esos músculos.

—¿Entiendes lo que lees o es para hacerte el interesante? —le pregunté, mientras me sentaba.

Levantó la vista del diario, abrió la boca y soltó una parrafada en un idioma extranjero.

—Vale, vale. Lo capto. No hace falta que me insultes.

Soltó una carcajada y me enseñó sus dientes blancos, limpios. Sonaba bien, como si lo hiciese a menudo. Me encantaría ser capaz de reírme así. Su sonrisa me cautivó como la noche anterior.

—¿En qué estabas hablando?

—En italiano.

—¿Cómo aprendiste italiano?

—Por mi abuela. —Plegó el diario y lo dejó encima de la mesa, inclinándose hacia delante con una intensidad que no esperaba—. ¿Qué quieres tú?

—Ya he pedido. Un espresso.

—No. Quiero decir, que qué quieres de esta vida.

—¡Buenos días! ¿No es un poco pronto para filosofar? —Me aparté el pelo de la cara y me acomodé en la silla.

—¿Tan incómoda te pones con la pregunta?

—Hombre, no es para hablarlo por primera vez con un desconocido. —La camarera trajo mi café y mi pastel. Cuando se fue, continué—. Ya sé que no eres un desconocido. Pero ayer nos vimos por primera vez.

—No soy tan desconocido. —De nuevo, una sonrisa—. Vamos a empezar por algo más sencillo: ¿qué esperas del día de hoy?

Envolví la taza de café con mis manos mientras pensaba en qué decir y sentía, a la vez, como mi rostro se contagiaba del calor. Esperaba que se me viese acalorada, no ruborizada.

Michael me miraba como si tuviese todo el tiempo del mundo; tan auténtico que me dejaba sin palabras. Las mariposas del estómago revoloteaban a sus anchas. No estaba preparada para ser tan honesta. Quizá ni ahora ni nunca. Tampoco se me daba bien mentir. ¿Pero huir?

En eso tenía varios másteres.

—Explícame un poco sobre ti, así me sentiré más cómoda. —Muy bien. No podía competir contra eso. Y yo estaba deseando saber más sobre él. Mucho más.

Michael desplegó sus manos sobre la mesa. Tenía unos dedos largos; unas uñas cuadradas, un poco más largas en la mano derecha. A lo mejor tocaba la guitarra. Llevaba un anillo de plata en el pulgar de la mano izquierda.

—Tengo una hermana que se llama Anna Sophia. Mi madre es agente inmobiliario. Trabaja con edificios históricos; le va bastante bien, como a Thomas. Es la mejor. Y mi padre lleva desaparecido del mapa desde que yo tenía ocho años o así. —Sonrió brevemente. Quise saber más—. He vivido siempre en las afueras de Atlanta y llevo un año trabajando para La Esfera.

Desde mi búsqueda infructuosa por Internet, me había montado una peli al estilo Marión Brando sobre La Esfera: me había imaginado a dos tipos armados de nombre Paulie y Vito en el cuarto oscuro y humeante de un restaurante italiano. Tenía que verlo todo más claro. O como mínimo menos terrorífico.

—¿A qué se dedica exactamente La Esfera? —pregunté.

—Orientación laboral. Guía.

—¿Cómo te pusiste en contacto con ellos? ¿O fue al revés?

—Al revés. Me asignaron un guía que me ayudó a identificar mi habilidad. Llegué directamente de la universidad y empecé colaborando en algunas cosas como orientador: tratando con adolescentes, reuniendo información… cosas así. Entonces todo empezó a moverse, mi guía murió. —Hizo una pausa para coger aire—. Y quise asumir más responsabilidades. Quería dar lo que había recibido.

Sus ojos y sus labios expresaban pena. Quizá algo más. Rabia. Su rostro estaba surcado por una emoción que se advertía muy profunda.

—Lo siento por lo de tu amigo.

—Es la vida. Momentos dulces y amargos —dijo, mientras la melancolía barría la rabia de sus ojos—. Lo sabes tú mejor que nadie.

Pocos momentos dulces recordaba.

—¿Y qué representa que vas a hacer conmigo? ¿Asesorar? ¿Orientar?

—Hablo con personas que están luchando por aceptarse a sí mismas. Escucho. —Se encogió de hombros.

—Como ahora.

—No del todo.

—¿Ah no?

—Sí. —Me sonrió. En mi estómago se formó un huracán de mariposas—. No me refiero a lo de escuchar.

Escondí la cara en la taza de café. Le di un sorbo y le pregunté:

—¿Acabaste la universidad, entonces?

—Ahora voy a empezar el segundo año. ¿Y tú?

—Thomas quiere que acabe el segundo de bachillerato en el Instituto de Ivy Springs. Solo me queda un semestre porque puedo convalidar las clases de verano que he hecho durante dos años. Me encantaría acabar el bachillerato de una vez, pero Thomas querrá más. —Me reí, sin ganas. Lo último que necesitaba era volver a hacer el ridículo delante de los compañeros de clase—. Espero que me deje un poco tranquila. Necesito un poco de calma.

—Necesitas tranquilidad por encima de todo. Te lo mereces —respondió, con una voz llena de calidez—. También podéis encontrar otra alternativa a la universidad.

—Quizá. —Lo dudaba—. Bueno, espero estar mejor de aquí a poco. —Y tú también podrás volver a tus farras universitarias, al fútbol, a las asambleas de chicas… ¿no?

—No bebo. Prefiero el béisbol y paso de las asambleas de chicas.

Menos mal.

—Y… Emerson —me dijo, apoyando los antebrazos en la mesa mientras me miraba fijamente—. Para que quede claro. Tú no tienes ningún problema mental.

Inquieta con la sensación y con lo cerca que lo tenía, desvié la mirada.

—Gracias por el voto de confianza, pero con todo el respeto: no estoy de acuerdo.

Escuché su suspiro.

—Seguro que tienes más preguntas. Dime.

Con las manos debajo de la mesa, intenté salir del bloqueo mientras me enrollaba la servilleta entre los dedos. Michael veía las mismas cosas que yo y estaba completamente cuerdo. Encima, era como un bálsamo para mí. Hablar con él me serenaba; deshacía el nudo de mi garganta. Quería saber cuál era exactamente la diferencia entre nosotros. Porque había una diferencia muy clara.

—¿Cómo fue la primera vez en que se te apareció una visión del pasado? —le pregunté en voz baja.

—Mi madre compró un solar en el distrito de Peachtree en Atlanta. Plena Guerra Civil.

Pensé enseguida en la Escarlata del día anterior y no pude reprimir un resoplido. Poco después de empezar a ver cosas, me fui de excursión con la clase a un paraje reconstruido en el sur, que había sido zona de guerra. Era incapaz de distinguir a los muertos de los vivos y me pasé una semana entera encerrada en mi habitación.

—Las cosas que vemos… ¿qué son? —Nuestras miradas se cruzaron—. No tengo ni idea. Nunca he pensado que son fantasmas. Pero no sé qué son. ¿Tú qué crees?

Michael se inclinó hacia delante.

—Para mí, son como bucles del tiempo. Bucles, para entendernos. Huellas de los que vivieron antes y tuvieron un gran impacto en el mundo. Básicamente, es eso.

—¿Eso no es lo mismo que un fantasma?

—Es aún más complicado.

—¿Por qué?

—Difícil de explicar —respondió Michael, frunciendo el ceño mientras tamborileaba con los dedos en la mesa—. Es una cuestión de física. Ya te iré…

—Ah, no. Gracias. —Levanté una mano—. Ya tengo suficiente. No hace falta.

Pensé en la descripción y enseguida apareció en mi mente el recuerdo del hombre de ayer. Estaba segura de que él también lo interpretaba a su modo.

—Bucles. Al menos eso deja la puerta abierta a una explicación sobre lo que me pasa. Si es que tiene explicación… lo siento.

—No te disculpes. —Frunció el ceño—. No te quiero convencer de nada.

—No te preocupes por eso —le lancé una mirada triste—. Por desgracia ya estoy más que convencida de que algo me pasa.

—Eso es bueno. —Michael se reclinó, se cruzó de brazos y estiró las piernas. Calzaba unas botas negras enormes de motorista al lado de mis pequeñitas zapatillas—. A mí me gusta ir con la verdad por delante. No soporto a la gente que esconde cosas.

Pues yo era una experta.

—¿A cuánta gente se lo has explicado?

—A mi familia, a los de La Esfera. —Se aclaró la voz y le dio una vuelta a su anillo—. Y a muy pocos amigos.

Tenía muchas ganas de saber si había alguna novia incluida en el grupo.

—¿Y fue muy duro explicárselo a la gente?

—La verdad es que no. Es gente muy especial.

—¿Como nosotros? —Me gustó la sensación de grupo y, al mismo tiempo, me daba rabia pensar que no era la única para él.

—No.

—Entonces, hay más gente con cualidades… únicas.

—Más de los que te crees —me respondió mientras me miraba fijamente.

—Mmmm. —Retuve esa frase mientras saboreaba el pastel. Michael me estaba dando tiempo porque retomó la atención en su diario.

Cuando empecé a ver cosas… bucles… me convertí en un bicho raro. Poco después, pasé a ser un bicho raro sin padres. Los niños del orfanato pasan una época oscura, pero se rehacen. Yo no lo conseguí. Tampoco mejoré después del ingreso en el hospital, con una terapia intensiva a base de medicina nuclear.

Ahora tenía a Michael sentado frente a mí, como cualquier otro martes normal, diciéndome que le pasaba lo mismo. Diciendo que había más gente «especial». La idea de que existía gente con habilidades; gente a la que yo podía conocer… me daba miedo y tranquilidad a la vez. La idea de relacionarme con uno de ellos —con uno que me lanzaba miradas desde su diario— me estaba empezando a atraer. Pero también existía la opción de que, sencillamente, me estuviese poniendo a prueba.

O esperaba una de mis crisis para examinarme.

—Muy bien. —Rompí el silencio—. ¿Qué puedo hacer yo?

—Volvamos a la pregunta inicial. —Plegó el diario y lo dejó en la mesa—. ¿Qué esperas, de esta vida?

—Quiero ser normal, pero veo que no es posible.

—La normalidad es muy aburrida. —Su sonrisa era deliciosa.

—Bueno… —Vacilé, distraída con su boca—. Si no puedo ser normal, al menos entender por qué me pasa esto.

—Por qué nos pasa esto —me corrigió—. ¿Cenamos esta noche? Así tienes todo el día para pensar en más preguntas.

Cenar con él. Ay, ay. Claro que sí.

—Reservo en La Central a las siete. Tengo enchufe. ¿Te parece bien?

—Una cenita —me dijo, sonriéndome mientras se levantaba de la silla. Su sonrisa desapareció de repente—. En La Esfera somos profesionales.

Le sonreí mientras se iba y las mariposas del estómago aterrizaban contra el suelo.

Pero no estaban muertas.