Capítulo 34
SEGUÍ a Michael y a Kaleb con el coche de Dru. Atravesamos el campus universitario y aparcamos delante del departamento de ciencias. Thomas había estudiado la estructura clásica de los edificios tan bien conservados a base de piedra y ladrillo antes de decidir en qué zona del centro de Ivy Springs establecerse. Como en el centro, los edificios eran sólidos, estoicos, prácticos. Viejos.
Lo antiguo y yo no nos llevábamos bien.
Una ancha escalera nos condujo al segundo piso. Los pasillos olían a tiza y a tapa de libro. De una de las aulas se escuchaba una voz de barítono: el profesor estaba explicando las propiedades de los metales. Pasamos rápidamente por delante del tablón de anuncios, agitando los papeles de los competentes anunciantes. Clavé la mirada en la espalda de Kaleb.
Cat se llevó una sorpresa al vernos, arrancando una exclamación que disipó mi concentración. Habíamos entrado en una especie de laboratorio con probetas y vasos de precipitado y sopletes y una pizarra blanca repleta de ecuaciones. Nos hizo pasar rápidamente y cerró la puerta.
—Kaleb, después de la noche de ayer me parece increíble que estés vivo. Pensaba que te meterías en el agua hasta mañana como mínimo. —Su mirada era una mezcla de serenidad y preocupación, sostenida por unas gafas de strass que utilizaba para leer. Me pregunté si serían suyas o si se las había cogido prestadas a un profesor veterano de pelo azul, arrugado como un shar pei.
—Sí, lo siento. —Kaleb se refregó la nuca mientras se le encendían las mejillas—. No sé qué me pasó.
Cat le respondió con una sonrisa tensa que auguraba próximas discusiones y volvió a mirarnos a Michael y a mí.
—¿Qué os trae por la santa academia? ¿Tienes alguna pregunta más, Emerson?
—No, no tiene más preguntas. —Michael me rescató dando un paso al frente—. Tengo que confesar una cosa. No puedo esperar más.
Cat se quitó las gafas y se apoyó contra la mesa del laboratorio.
—¿Confesar?
Mi corazón se empezaba a acelerar. Era muy importante que Cat aceptase el plan de Michael. Empezó a explicarlo y crucé los dedos mentalmente.
—Hace un par de meses, me dejaron un mensaje en el buzón de voz. Era de alguien que no conocía y me proponía vernos en el Riverbend Park. —Me miró de soslayo—. En el desvío del camino, en el bosquecillo. Era Em; la Em de aquí a diez años. Me explicó cómo y cuándo contactar con Thomas para ofrecerle mis servicios y lo que tenía que hacer para convencerla de que yo era legal. También me dijo que investigara sobre el Principio Novikov.
—¿Qué? —consiguió decir, entre jadeos, levantando las manos para agarrarse a la mesa. Examiné la cara de Michael, intrigado por su propia revelación.
—Se respetaron las normas del viaje en el tiempo —le dijo rápidamente a Cat, evitando mi mirada. Añadió, intencionadamente—: Me dijo que nosotros dos éramos un par y que me podía ayudar a hacer lo que nadie podía hacer.
Cat se apartó bruscamente de la mesa, que empezó a sacudirse violentamente. El cristal vibraba y el líquido borboteaba, emitiendo un siseo al entrar en contacto con el fuego del soplete.
—Queréis salvar a Liam.
Michael asintió y no dijo nada. Pasaban los segundos y Cat respiraba con más dificultad.
—No. Sabes que no es posible. No puedes interferir con las propiedades del tiempo de esa manera. Nunca te dejarán… —Se detuvo, sacudiendo la cabeza antes de continuar—. Ralentizar y acelerar para favorecer nuestros objetivos ya crea bastantes problemas, ¿pero encima retroceder y resucitar a los muertos? No.
—No estás pensando en las posibilidades —insistió Michael, dando un paso vacilante hacia ella—. ¿Has pensado alguna vez en el Principio Novikov?
—No voy a pensar en ningún Principio, Michael. He dicho no. —Se arrastró contra el borde de la mesa, dando un pequeño y rápido paso atrás para arrojar su determinación.
Kaleb, que había permanecido a mi lado escuchando la conversación, rompió por fin su silencio. Sentí sus palabras —más que oírlas— y el sonido de su rabia apenas contenida penetraba en mis oídos.
—¿Por qué? ¿Por qué no quieres salvar a mi padre, maldita sea?
Le estreché el brazo, consciente de la inutilidad de este gesto si en cualquier momento se le ocurría saltar hacia Cat. El bíceps se tensó bajo mis dedos y esperé a que me apartara la mano. Pero no lo hizo.
Cat miró a su alrededor como si buscase una salida.
—No tiene nada que ver con salvar a tu padre. Son las normas; está muy claro lo que podemos hacer y lo que no.
Kaleb dio un enorme paso que devoró el espacio entre él y Cat. Apoyó el puño contra el acero inoxidable de la mesa y pronunció con cautela cada palabra.
—A la mierda las normas.
—Kaleb, por favor —dijo Michael, con voz tensa. Kaleb no se movió.
Solo se oía el siseo del soplete Bunsen y el líquido hirviendo en un tubo de ensayo. Después de lo que pareció una eternidad, Cat habló.
—Emerson no ha viajado nunca —dijo, mirando a Kaleb y a Michael—. ¿Estáis dispuestos a arriesgar su integridad, su vida, haciendo que retroceda y salve a alguien a quien no conoce de nada?
Michael intentó defenderse.
—No es peligr…
—Sí que es peligroso —le cortó—. Michael, sabes cómo murió Liam. El tiempo de margen de lo que propones tiene que ser escrupulosamente preciso —casi de un milisegundo—. No tenéis ninguna posibilidad de conseguirlo.
—Se puede —contraatacó—. Tendríamos que estudiarlo mucho antes…
—¿Estudiarlo? Escucha lo que estás proponiendo. Un movimiento en falso y tú y Emerson acabaréis asesinados, calcinados y reducidos a un montoncito de huesos, como Liam. ¿Eso es lo que quieres?
Kaleb resollaba. Retrocedió un paso para interponerse entre Cat y yo.
Sus palabras me azotaron con la contundencia de un golpe seco. Me envolví la cintura con los brazos; sentía un dolor en el estómago que me obligaba a salir de ahí, a alejarme de esa conversación y de ese edificio. Me di la vuelta y me marché sin mirar atrás, sorteando el caudal de estudiantes y charlas entrecruzadas que bloqueaban el pasillo. Dando bandazos entre mochilas y gente, abrí la puerta doble, bajé las escaleras y pisé el suelo. Llegué a la acera y volví la cabeza para asegurarme de que nadie me seguía.
Error.
Enfrente del edificio, un tumulto de jóvenes corrían arriba y abajo, pasándose un balón de cuero antiguo. Para ellos, no estaba pasado de moda.
Vestían pantalones cortos, calcetines a rayas y deportivas con tacos. Calculé que sus uniformes serían de principios de los años cuarenta. Por si no tuviese suficiente, ahora un equipo entero de futbolistas fantasma se desplegaba ante mí y posaba para una foto en los escalones de una grada.
Declinando la idea de meter la cabeza en un equipo de más de doce tíos cachas, opté por un lugar más tranquilo. A mi derecha, escondido detrás del edificio de administración, encontré mi santuario: los Jardines Sagrados Whitewood. Un antiguo reloj de sol de bronce flanqueado por dos bancos musgosos. Las majestuosas ramas de un sauce llorón conformaban una exuberante pared verde que amortiguaba el bullicio del campus y custodiaba un pequeño estanque recóndito. Dejé caer todo mi peso en el banco y me recosté para cerrar los ojos, agradeciendo los cálidos rayos de sol de tarde sobre mi cara.
Pero, por mucho que lo intensase, no podía olvidarme de las palabras de Cat.
Después de perder a mis padres, había repetido en mi mente una y otra vez la secuencia del autobús cayendo irreversiblemente, imaginando cómo debía de haber sido el patinazo por la carretera y el impacto final contra el lago congelado. Me gustaba pensar que habían tenido un final tranquilo.
Sabía que Liam Ballard no había tenido un final tranquilo.
Oí unos fuertes pasos detrás de mí y me di la vuelta, esperando encontrarme a Michael. Con un suspiro de sorpresa, me di cuenta de que estaba mirando a los ojos azules de Kaleb.
—Michael le está cantando las cuarenta a Cat por haberte asustado. Te he traído esto. —Se sentó, me dio una botella de agua y me humedeció la nuca con una servilleta de papel. Estaba tan empapada que me caló la camiseta.
—¿Estás bien?
—¿Cómo que si estoy bien? ¿Y tú? Cat acaba de comparar a tu padre con… —Me contuve. Me saqué la servilleta empapada y la chafé en mi mano hasta reducirla a una bolita, mientras observaba cómo las gotitas avanzaban entre mis dedos hasta la muñeca. La sensación me causó un escalofrío.
Kaleb se dio cuenta. Apoyó los codos contra el respaldo del banco y acercó el brazo, colocándolo sutilmente encima de mis hombros. Aguanté las ganas de recostarme en él.
El sol estaba bajo y emitía un tenue reflejo pardo. Estábamos en un jardín de cuento; no era el mejor lugar para hablar sobre muerte y sufrimiento.
—Kaleb, ¿cómo ha podido decir todo eso delante de ti?
—No lo hacía con mala intención —respondió, esforzándose en mantenerse inexpresivo—. Solo quería dejar clara su opinión y, desde luego, después de tu reacción lo ha conseguido.
—He reaccionado así por ti. Me parece que tenéis una relación muy cercana. Ya he visto cómo te ha mirado después de preguntarte por ayer por la noche.
Giró la cabeza y recorrió la mirada por los nenúfares y aneas de la orilla del lago. Un pez emergió del agua dando un salto, dibujando una pequeña onda que bailaba con la orilla.
—Tengo una relación con Cat un tanto atípica. Siempre ha sido así. Es mi tutora legal.
—Pero no vives con ella.
—Ahora me veo obligado porque mi madre ya no vivirá en la casa. Esta noche me empezaré a llevar cosas.
—Ah. —Sentí un pinchazo de dolor al ver ese mismo dolor en su cara—. ¿Estás bien con eso?
—No lo sé. A ver, yo quiero mucho a Cat, pero no sabe qué hacer conmigo en estos días. Seguro que no es fácil para ella. Y, cuando intento leerla, sus emociones me sobrepasan. —Su voz sonaba vulnerable, completamente extraña para alguien con una apariencia tan fuerte—. Miedo, culpabilidad, rabia, arrepentimiento. Supongo que es por mi padre, o por el hecho de que no tiene ni treinta años y ahora tiene que aguantar la carga de cuidar a un adulto.
—Estoy segura de que no piensa que eres una carga —dije, con tono bien firme mientras enrollaba el papel en mi mano para tener algo que hacer—. Creo que, sencillamente, se preocupa por ti. ¿Cuánto hace que la conoces?
—Tengo la sensación que toda la vida. Siempre ha estado ahí. Ha sido como una hermana, pero no le corresponde el papel de tutora legal. No tendrían que ser así, las cosas.
—Se preocupa por ti. Como mucha gente.
—¿Y tú qué, Enana? —Me sonrió—. ¿Tú también te preocupas?
No se refería a ser amigos. El agua de mi piel se había evaporado.
—Kaleb, ahora… las cosas… o sea…, que ahora no es el momento.
Oí una tos cercana y gesticulé con la cabeza. Michael apareció detrás de nosotros. Me preguntaba cuánto rato llevaba allí. Me di cuenta de nuestra pose y de que lo estábamos mirando cogidos del brazo. Me levanté tan rápidamente que casi me fallan las piernas. Me guardé la servilleta en el bolsillo de los téjanos y lo miré.
—¡Hola! —dije, con una voz demasiado alegre y estridente para la situación—. ¿Qué ha pasado con Cat?
—Quiere pensar un rato. —Parecía incómodo, mirándonos con insistencia a uno y a otro—. Hemos quedado mañana por la tarde en la casa para que nos dé una respuesta. Y también se disculpará.
—¿Ha admitido que se había pasado con Emerson? —preguntó Kaleb. Se levantó y se quedó de pie detrás de mí. Detrás y cerca.
—Ha admitido que se había pasado con todos y punto —dijo Michael, con voz tensa.
Un teléfono móvil empezó a sonar y Kaleb se metió la mano rápidamente en el bolsillo. En la pantalla apareció la foto de una chica lanzando un beso al aire con labios sensuales. Se llevó el teléfono a la oreja, entre torpe y dubitativo.
Nos dio la espalda y respondió en voz baja.
—Hola, nena.
Quería saber más sobre la discusión de Michael y Cat, pero de repente solo tenía ganas de escapar.
—Bueno. —Saqué mis llaves y empecé a girar el anillo en mi dedo—. Michael, te pego un toque mañana.
Le dije adiós a la espalda de Kaleb y me precipité rauda y cobarde.
Tanto como me dejaron los tacones.
Michael ya me estaba llamando.
—Em, espera.
Continué, agitando las llaves sin mirarle, cuando me alcanzó y se paró a mi lado. Otra vez mis piernas no estaban a la altura.
—Qué.
—Quería hablar contigo de…
—No hace falta que me preguntes si sigo queriendo salvar a Liam. Claro que sí. Lo que ha dicho Cat no ha cambiado nada y no tienes por qué dudar de mí —le dije, incomprensiblemente molesta con él. Llegamos al coche y me di la vuelta para apoyarme en la puerta del conductor, preparada para la discusión—. Sé tomar decisiones.
—Estoy seguro de que sí. —Dio unos golpecitos con el puño en el techo de la furgoneta—. Pero no te llamaba por eso. Te quería preguntar… tienes, mmm, ¿tienes mucha experiencia con los chicos?
Me quedé de piedra. El tintineo de llaves paró por completo al caer el juego en mi mano con un ruido seco. Ladeé la cabeza y lo miré fijamente.
—¿Qué?
Clavó su mirada en el suelo y empezó a gesticular, mientras buscaba palabras.
—Ahh… no quería decir eso, no me refería a físicamente…
Ni en un millón de años le diría que mi contacto tórrido más celebrado había sido nuestro rozamiento en la verja de hierro. Y tampoco tenía por qué conocer a fondo mis sesiones de ridículo en el colegio. Mi vida amorosa no le importaba lo más mínimo. Descubrí, con sorpresa, que seguía sosteniendo la mano en el aire y la bajé, intentando no clavarle el anillo en el nudillo.
—No me puedo creer que estemos hablando de esto.
—Solo te quiero comentar… que sé que Kaleb enamora nada más verlo. —Michael pronunció la frase como si estuviese comiendo algo desagradable—. Aunque a veces discutimos, es mi mejor amigo, pero…
—¿Pero? —Ataqué.
—Es muy… con las chicas… es un poco… —Reculó un paso, guardándose las manos en los bolsillos—. Déjalo. No tengo ningún derecho a decirte lo que tienes que hacer o con quién tienes que ir. Lo siento.
—No estoy con nadie. No sé qué has visto antes, pero solo estábamos hablando. —Me debatía entre sentirme bien porque se preocupaba por mí y cabrearme porque no era asunto suyo—. Kaleb y yo tenemos muchas cosas en común. Estábamos hablando, sencillamente.
—Ya lo entiendo. —Frunció aún más el ceño—. Pero… Kaleb a veces no piensa con la cabeza.
—Como todos los adolescentes, ¿no? —Siempre había oído que pensaban con otra parte de su anatomía. Era increíble cómo, en un solo día, las situaciones habían dado un giro tan brusco. De discutir con mi hermano a encontrarme con un Kaleb borracho, explicarle a Cat nuestros planes de viajar en el tiempo y… ¿enzarzarme en una batalla dialéctica por mi inexistente vida sexual?
Dios, estaba agotada.
Michael me miraba fijamente.
—Lo único que digo es que puede ser un poco… indiscriminado cuando se trata de ligar. No quiero que te haga daño.
Me entró un dolor de cabeza horroroso; creía que mi cráneo se iba a abrir y que se me iban a derramar los sesos al suelo.
—Bueno —dije, finalmente—, si Kaleb y yo nos enrollamos, lo tendré en cuenta.
—No, hombre… me has malinterpretado. ¡Espera, Emerson!
Sin terciar palabra, cerré de un portazo, bajé los pestillos y encendí el motor. Lo último que vi mientras salía del aparcamiento fue el gesto consternado de su cara.