Capítulo 43

YO primero —susurró Michael—. Liam no te conoce; no quiero hacer que se asuste. Escóndete en ese árbol de la izquierda. Ese cobertizo es un antiguo almacén; está vacío. Nadie entra nunca porque el suelo está podrido, así que nadie te va a ver. Estarás bien hasta que te llame. ¿Sabes hacer algún sonido de naturaleza? ¿Reclamos?

—¿Reclamos?

Chasqueó la lengua de nervios.

—Por si me necesitas.

—En el sanatorio nos especializamos en ensartar macarrones y en el internado las chicas se interesan más por técnicas de maquillaje que por estrategias de camuflaje. —Suspiré—. Lo siento.

—Bueno. ¿Sabes silbar?

Asentí.

—Si me necesitas, silba. —Se encaminó hacia el laboratorio.

—Michael —susurré. Se dio la vuelta—. Buena suerte.

Mantener la mente ocupada me exigía cierta dosis de creatividad. Después de memorizar todos los Estados y sus capitales, el Rosario y todos los equipos de béisbol de la Liga Nacional Americana, empecé a oír voces. Ninguna de Michael.

Me apretujé contra un tronco. Un hombre y una mujer hablaban en voz baja, sin llegar al susurro. No pude distinguir si había oído antes esas voces.

—Me dijiste que querías estar conmigo. —El hombre hablaba con voz dócil, seductora—. Que renunciarías a todo.

—Estoy dispuesta a renunciar a todo… pero esto… —La voz de la mujer estaba ahogada de desesperación—. Sencillamente no estoy segura…

Se interrumpió. No veía nada, pero parecía que se estaban enrollando con una pasión desatada. Me empecé a poner un poco incómoda cuando empecé a oír el ritmo de las respiraciones, pero de pronto estuve salvada cuando el hombre se echó a reír.

—Ahora no. Estás gastando energía.

—¿Por qué no quieres? —Oí el sonido de una cremallera y empecé a marearme.

Más risotadas del hombre y ruido de cremalleras. Guiándome por el gruñido de protesta de la mujer, supuse que el hombre le había subido la cremallera. Aleluya.

—Para todo hay un tiempo y un momento. Ahora, no. —La voz del hombre se encrudeció.

—Lo siento —le respondió ella, con voz temblorosa. No pude discernir si era por el frío. Fuese quien fuese ese hombre, era un prepotente.

—Eso tienes que hacer: disculparte. Haz bien tu trabajo y te recompensaré.

—Lo que digas, lo que quieras —respondió ella, resollando.

Esta blandengue necesitaba una buena dosis de autoconfianza. Y un novio mejor.

Se alejaron caminando del laboratorio y se adentraron en el bosque. Las hojas crujían bajo sus pies. Saqué la cabeza lentamente de detrás del árbol para echarles un rápido vistazo mientras desaparecían por el lateral del almacén vacío. En ese momento se abrió la puerta del laboratorio con un chirrido, arrojando un cerco de luz al suelo e iluminando cada tallo de hierba helada.

Michael me llamó.

Corrí hacia él y me metí en el edificio que me recibía con una cálida luz amarillenta.