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Fomalhaut

Marca Draconis, Federación de Soles

21 de mayo de 3027

Andrew miró por encima del hombro de Melissa, desde la parte trasera de la cabina, y sonrió. El capitán Von Breunig, al que ni se le había pasado por la cabeza que aquella joven fuera alguien más especial que Joana Barker, señaló el largo cilindro plateado que flotaba en el espacio.

—Aquélla nave es la Bifrost, señorita Barker. Ése collar circular visible en el costado de la parte central del propulsor Kearny-Fuchida es el lugar donde la Silver Eagle se acoplará con la Nave de Salto.

Andrew echó un vistazo al diagrama de la pared y aclaró:

—Capitán, el tablero de asignaciones indica que debería ser la Meridian la que nos transportase de Fomalhaut a Errai.

Von Breunig no se volvió; por eso no vio la furibunda mirada que Melissa lanzó a Andrew.

—La Meridian ha sufrido una avería en los depósitos de helio —dijo el capitán—. Verá, señorita Barker: la unidad aeromóvil Kearny-Fuchida requiere helio líquido como para mantenerse lo bastante fría o para conducir toda la energía que se necesita para abrir un agujero en el espacio e impulsarnos a una distancia de nueve parsecs. La Meridian ha perdido algunos sellos y, por lo tanto, ha venido la Bifrost para que no suframos ningún retraso.

Melissa sonrió.

—Su nombre, «Bifrost»… De algún modo, me resulta familiar.

Von Breunig sonrió con naturalidad mientras la Nave de Salto abarcaba toda la pantalla delantera.

—Mitología nórdica de la Tierra, señorita Barker. «Bifrost» era el puente del arco iris, vigilado por el dios Heimdall. En muchos sentidos, me parece reconfortante que una Nave de Salto adopte el nombre de un puente, un barco o un animal mitológicos.

Andrew se echó a reír.

—Ustedes, los marinos del océano negro, son todos iguales: unos supersticiosos.

El capitán consideró, acertadamente, que Andrew había hecho aquel comentario con buena intención.

—Cierto —respondió—, pero ustedes, los que tienen que caminar por el fango, se quedarían sin trabajo si no fuera por nosotros.

La piloto de la nave giró su silla hacia el capitán.

—Mi capitán, la Bifrost informa que está dispuesta para partir en cuanto nos acoplemos.

—Bien. Comunique a los pasajeros que efectuaremos el salto dentro de quince minutos.

Un suave sonido intermitente resonó en la carlinga de la nave y una voz generada por ordenador empezó a dar instrucciones a los pasajeros sobre las distintas opciones de que disponían durante el inminente salto por el hiperespacio.

El capitán sonrió a sus invitados y les dijo:

—Si ninguno de ustedes dos necesita dralaxina para combatir el mareo, los invito a que me hagan compañía en mi camarote durante el salto.

Melissa y Andrew aceptaron la invitación. Siguieron al capitán Von Breunig desde el puente hasta sus aposentos, atravesando un estrecho y oscuro pasillo. Aurque el camarote era pequeño, Von Breunig lo había llenado de una galaxia de mapas y artefactos náuticos. A pesar de la abundancia de animales marinos disecados, procedentes de toda la Esfera Interior, Andrew y Melissa sólo se fijaron en una cosa.

Sobre ellos, ardiendo como un disco de ópalo, la nublada cara de Fomalhaut V brillaba en el techo transparente del camarote. A su alrededor, las estrellas resplandecían con colores blancos como el diamante y azules como el zafiro. Al no haber una atmósfera que oscureciese ni velase su luz, los astros no parpadeaban, sino que parecían mirar fijamente a la gente que los contemplaba desde la Silver Eagle.

—A menudo también me afecta de igual modo —dijo el capitán en voz baja.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Andrew.

—Ésas estrellas son como ojos vigilantes… Casi como si el universo estuviera vivo.

Andrew extendió una mano hacia el techo, como si quisiera agarrar una estrella y tenerla en su mano. Melissa se estremeció.

—Todo parece tan frío e implacable…

Von Breunig asintió.

—El espacio es un yunque sobre el que se quiebran los espíritus débiles. Los antiguos marineros de la Tierra temían y amaban al mar al mismo tiempo. Yo siento lo mismo respecto al espacio.

Un segundo sonido de aviso resonó en la nave. El capitán invitó con un ademán a sus invitados a tomar asiento y abrocharse los cinturones. Luego se sujetó él mismo a otro.

—Espero, teniente, que su príncipe Davion y el Instituto de Ciencias de Nueva Avalon encuentren un modo de fabricar gravedad. Es una molestia quedarnos sin peso cuando desconectamos la unidad de aceleración.

El capitán pulsó varios botones de su escritorio y se elevó una pantalla de un compartimiento oculto en la cubierta. Era evidente que la imagen que iba apareciendo en pantalla procedía de una cámara montada en el puente de mando. El trío observó cómo la piloto acoplaba la Silver Eagle a la Bifrost con manos expertas.

Los ordenadores hicieron girar y contraerse a los diversos anillos de trabado de los collares de acoplamiento. Luego, la piloto extendió el brazo del propulsor K-F y lo encajó en el lugar correcto de la Bifrost.

Su voz sonó en un pequeño altavoz situado sobre el escritorio del capitán.

—Se solicita permiso para saltar, señor.

—Concedido.

Melissa se aferró a los brazos de su asiento. Una última nota musical de aviso…, ésta más apremiante e insistente, que sonaba un minuto antes de cada salto. Melissa sintió cómo las gotas de sudor le resbalaban por el cuello y entre los pechos. Procuró respirar normalmente y no cerrar los ojos. No, esta vez no lo harás.

Saltaron.

Las estrellas que brillaban sobre ellos se desdibujaron y brillaron con una intensidad que cegó a Melissa. ¿Es que el universo chilla de dolor? ¿Puede sentir como desgarramos su carne y hendimos su alma? El casco de la nave se desplomó sobre ella en un instante. Luego, todo pareció alejarse y extenderse como el reflejo distorsionado de un espejo de feria.

De manera igualmente repentina, todo volvió a su lugar con un impacto casi físico. Melissa meneó la cabeza para despejarse y reprimió las náuseas. El sudor ya la envolvía como una manta fría y pegajosa. Cerró los ojos y notó un sabor amargo en la garganta. Conteniendo aún los vómitos, se recostó en la silla y levantó la mirada.

Un planetoide más grande que Ciudad Tharkad llenaba la pantalla superior. Unas luces azules parpadeaban sobre unas altas torres. Se fijó en una cúpula, obviamente hecha por manos humanas, construida sobre los precipicios y cañones de la superficie de la parda roca. Ésta giró y Melissa vio un agujero cuadrado iluminado, excavado en la pedregosa piel del planetoide.

Sintió un nudo en la garganta. Apenas oyó la nerviosa voz de la piloto, ni el tono preocupado de las enérgicas órdenes del capitán Von Breunig, pero tuvo la intuición de que algo había ido muy, muy mal.