2

2

Kittery

Marca Capelense, Federación de Soles

27 de noviembre de 3026

Justin detuvo su Valkyrie debajo de la cima de una colina y giró para observar a los reclutas dispersos por la pradera. El intenso color blanco de los ’Mechs contrastaba con los tonos pardo y dorado de la hierba marchita. Soplaba una brisa en la cuenca del valle, agitando los tallos de hierba hasta chocar con la gran guadaña de destrucción de los ’Mechs.

Éstos muchachos son buenos. Sospecho que, una vez que hayan participado en una batalla, nadie dudará de que el príncipe Davion tomó una sabia decisión al crear estos batallones de adiestramiento… Nadie, salvo los que dirigen las academias militares y los escasos burócratas que no quieren que sus planetas estén protegidos por unas tropas tan «verdes». —Justin meneó la cabeza—. Se están esforzando de verdad para que su comandante capelense vea lo buenos que son. ¡Excelente!

Justin echó un vistazo a sus indicadores de calor. Los niveles seguían oscilando en la sección azul, pero estaban más cerca del verde del nivel inmediatamente superior. Aunque era un día caluroso, aquello no representaba un gran peligro y ninguno de los ’Mechs, con la posible excepción del Stinger de Craon, debería haber rebasado la barrera de la sección verde.

—¿Andy?

—¿Sí, mi comandante?

—Mira a ver si el cabo Montdidier puede adelantar su lanza un poco más. Está desviándose demasiado hacia el norte y sospecho que sólo es para fastidiar a Craon.

La alegría de la carcajada de Redburn casi llegó intacta a través de la transmisión.

—¡Recibido!

Justin observó cómo la lanza de Montdidier regresaba hacia la línea principal de marcha. Entonces frunció el entrecejo al ver que un ’Mech se detenía. Justin buscó e identificó enseguida al guerrero.

—Soldado Sonnac, ¿por qué no avanza? ¿Tiene algún problema con el ’Mech?

—No, señor. Es que recibo lecturas extrañas en el rastreador magnético.

Justin pulsó el botón de la consola de mandos que modificaba sus rastreadores de detección por infrarrojos a anomalías magnéticas. Una imagen holográfíca del terreno llenó la pantalla que tenía ante sí y mostró cada ’Mech como una brillante pirámide o esfera roja. Mientras el ordenador identificaba cada máquina, mostraba un número bajo su símbolo, gracias al cual Justin podía saber a simple vista el tipo, modelo y denominación del ’Mech. Otras concentraciones metálicas —desde una veta de minerales próxima a la superficie hasta una bicicleta abandonada— aparecían como un cubo verde hasta que eran identificadas.

Mientras Justin giraba la cabeza, la pantalla de 360 grados seguía proporcionándole una vista panorámica de corto alcance en la que se hallaban resaltadas grandes concentraciones de metal. El hexágono azul que aparecía y volvía a desaparecer en su visión periférica le produjo escalofríos.

—Andy, comprueba las lecturas de Sonnac. He encontrado algo en la colina y quiero ver qué es.

—Recibido.

Justin hizo subir su Valkyrie a la cima de la colina y se volvió en la dirección en que había localizado el hexágono azul. Gracias al montaje holográfico vio que se hallaba en lo más profundo de un boscoso valle. Un riachuelo atravesaba el bosque y desembocaba en un estanque bastante grande. Los montes más cercanos estaban cubiertos de flores silvestres rojas, verdes y anaranjadas, y sus vertientes descendían hasta el estanque. Todo el paisaje, a excepción del fantasma azul del rastreador, parecía pacífico y fascinante.

Y peligrosos, pensó Justin apretando los dientes. Aquéllos tranquilos bosques eran el lugar perfecto para que ’Mechs ligeros como los Stingers se ocultasen en ellos para eludir a ’Mechs enemigos. Aquél riachuelo también podía servir para refrigerar máquinas recalentadas. El valle constituía un excelente campo de batalla para ’Mechs ligeros.

La voz de Redburn restalló en la radio.

—¡Comandante Allard! ¡Cicadas, señor! ¡Por todas partes!

Ante el tono apremiante del mensaje de Redburn, la mente de Justin entró de manera automática en una especie de modalidad de combate en la que eran eliminadas toda clase de emociones.

—Retírate al sur, teniente.

Limítate a no venir hacia aquí, añadió en silencio, presintiendo que algo terrible se escondía tras la aparente calma del valle.

—¡Negativo, negativo! —exclamó Robert Craon—. Tengo lecturas de rastreador magnético fuera de escala al sur, este y norte. A usted lo distingo con nitidez, señor. Tenemos que dirigirnos al oeste.

Justin se volvió para examinar la ruta de escape sugerida por Craon. Se quedó sin aliento. El hexágono azul había vuelto a aparecer, pero en aquella ocasión el ordenador lo había marcado con un identificador. ¡Dios mío! ¡Es un Rifleman!

—Por aquí tampoco hay salida —dijo en tono brusco por el canal de comunicación—. Haz lo que puedas, Andy. Quedas al mando de la unidad. —Con estas palabras, Justin hizo virar el Valkyrie y saltó hacia los bosques—. Es una trampa, de principio a fin. No corran hacia el oeste…

El teniente Redburn apenas pudo oír la enigmática respuesta de Justin Allard a Craon, pero era demasiado tarde para hacer preguntas. Sin saber qué hacer a continuación, estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico. Tranquilízate, Andrew —se dijo—. ¡Domínate! El comandante te ha puesto al mando. Confía en ti. No le falles.

Redburn vio que el terreno se resquebrajaba. Los ’Mechs capelenses, los Cicadas, surgieron del subsuelo como plantas monstruosas de un espantoso holodocumental filmado con técnicas de espacio de tiempo. Mientras Craon daba gritos, las máquinas habían aparecido en los extremos septentrional, meridional y oriental del valle. Sólo por el oeste, la dirección que el comandante Allard les había prohibido tomar, permanecía libre de enemigos.

—¡Moveos, maldición! Esto no es ningún ejercicio. Retiraos al oeste, subiendo por la ladera de la colina. ¡Sonnac, lárgate de ahí!

Un ’Mech Cicada carente de brazos colocó el morro frente a Sonnac y disparó sus dos láseres gemelos de rango medio. Ambos rayos convergieron en la cabeza del Stinger. La coraza se fundió como la cera y los rayos penetraron en la carlinga. Algo explotó sin dejar nada ni a nadie detrás. El Stinger de Sonnac trastabilló hacia atrás y cayó inerte al suelo.

La visión de rastreador magnético que tenía Redburn del valle estaba plagada de pirámides verdes y rectángulos azules. Los Cicadas, que pesaban el doble que cualquier Stinger presente en el campo de batalla, no tenían brazos e iban armados con dos láseres medios y un láser ligero que disparaba en arco. Mientras se volcaban datos sin cesar en las pantallas de su consola de mandos, Redburn, lleno de ira, lanzaba imprecaciones. Tres de los Cicadas llevaban lanzallamas y ya resonaban los gritos de un cadete en los oídos del teniente: un Cicada había incendiado su 'Mech. La unidad, superada tanto en peso como en armamento, no tenía más opción que la retirada.

Philip Nablus, piloto del ’Mech incendiado y embargado por el pánico, activó los retrorreactores con una potencia de despegue suficiente para apagar las llamas que cubrían el costado izquierdo de su máquina. Aterrizó de pie, pero perdió el equilibrio y rodó sin control por el suelo. Un Cicada se volvió para atacarlo, pero los demás miembros de la lanza de Nablus dispararon sus láseres sobre su espalda.

Sólo son una docena, pero deben de ser pilotos veteranos —se dijo Redburn—. En cualquier caso, somos más que ellos. Tiene que haber algún modo de salir de ésta.

—Retiraos y colocaos sobre ellos —ordenó—. Dominaremos las alturas. —De súbito, la solución estalló como un misil en su cerebro—. ¡Quieren que vayamos al oeste, así que los complaceremos! Ahora moveos y veamos hasta qué punto creen que esto es pan comido. Nos las pagarán.

El Valkyrie de Justin alcanzó su velocidad máxima al llegar a la falda de la colina. El hexágono azul parpadeó y el ordenador lo situó detrás de un espeso pinar. Justin cerró un ojo, ajustó el selector de blanco con una mano y sonrió. No tenía ajuste automático, pero no podía fallar.

—Muere, cabrón —gruñó, mientras golpeaba el botón de disparo con el pulgar y una andanada de misiles brotaba del pecho de su Valkyrie.

El disparo de la salva de misiles redujo la velocidad del ’Mech de 86 a 72 km/h, pero aquel detalle no preocupaba a Justin por el momento. Los altos pinos se convirtieron en antorchas en cuanto recibieron el impacto de los dos primeros misiles. Luego se derrumbaron y se convinieron en un círculo de llamas cuando otros tres los bañaron con fuego y metralla. Los cinco restantes atravesaron las llamaradas e hicieron impacto en el auténtico blanco, escondido en un refugio ya destruido.

Aquéllos cinco misiles estallaron como una bandolera explosiva a lo largo del cuerpo de sesenta toneladas del Rifleman. Cinco muescas en la achicharrada armadura indicaban dónde había recibido los impactos, pero la imagen inicial que obtuvo Justin sugería que sólo uno de los láseres del torso del ’Mech podría haber quedado dañado.

—Maldita sea… —murmuró.

Los brazos del semihumanoide Rifleman se elevaron, girando en el eje de los hombros, y apuntaron al Valkyrie de Justin. El torso giró sobre la cintura y mantuvo los cañones automáticos gemelos y los láseres pesados fijos sobre el blanco. A medida que el ala de radar colocada sobre el ’Mech enemigo oscilaba cada vez más deprisa, el Rifleman avanzó un paso hacia el diminuto Valkyrie, saliendo de entre los árboles en llamas.

Los cañones automáticos del Rifleman escupieron una ráfaga de disparos entre grandes llamaradas. Los casquetes incandescentes cayeron de las bocas eyectoras de los hombros al suelo. El ’Mech seguía al veloz Valkyrie como podía, dejando tras de sí un tortuoso rastro de casquetes de proyectil de los cañones automáticos.

¡Ahora está demasiado cerca!, pensó Justin. Esperó hasta el último segundo para activar sus retrorreactores que lo proyectaron lejos del alcance de los disparos de los cañones. Justin sabía que no podía aterrizar de pie a aquella velocidad. Por ello, cuando el ’Mech tocó el suelo lo hizo rodar hacia adelante. El robot se incorporó sobre una rodilla, lanzó otra ráfaga de MLA y dejó que el efecto de retroceso lo obligara a dar algunos pasos atrás en el preciso momento en que dos rayos láser abrasaban el lugar donde estaba agachado unos momentos antes.

Sólo tres de aquellos misiles que había lanzado apresuradamente dieron en el blanco, pero sus efectos fueron terroríficos. Uno de ellos explotó en una de las bocas eyectoras de los cañones automáticos y fundió el mecanismo de eyección. Los otros dos hicieron impacto en el ala de radar, que giraba como una hélice sobre los encorvados hombros del ’Mech. La primera explosión inutilizó el mecanismo y la segunda dejó el radar colgando de unos gruesos cables eléctricos.

¿Ya has tenido bastante?, preguntó en silencio Justin.

A modo de respuesta, el Rifleman volvió a girar su torso. Sus dos láseres de alcance medio y el cañón automático que le quedaba dispararon contra el enemigo que lo atormentaba. Justin eludió el ataque incorporándose y echando a correr de nuevo, pero sabía que no podía confiar en que evitaría siempre el desastre. Pero, al menos, vendería cara su derrota.

Redburn asintió al ver que los Stingers formaban una línea para hacer frente a los ’Mechs enemigos.

—Estad atentos a mi señal, tal como os lo he explicado. Recordad que no tienen retrorreactores y no pueden disparar fácilmente hacia atrás. ¡Adelante!

Obedeciendo la orden, De Payens, Montbard y St. Agnan hicieron despegar sus lanzas para aterrizar detrás de la línea de los Cicadas capelenses. Redburn viró su lanza en dirección al grupo de ’Mechs que venía del norte. St. Omer hizo avanzar su lanza para repeler el ala meridional de capelenses. Mientras tanto, la diezmada lanza de Montdidier permanecía dispuesta a ayudar donde hiciese falta. De Mesnil y sus hombres defendían el centro y se desplegaban para contener a los Cicadas que avanzaban hacia ellos por la ladera de la colina.

Redburn sonrió al ver que los guerreros capelenses titubeaban. Tal vez creíais que os enfrentabais a reclutas, pero estos cadetes son buenos soldados. Con una sencilla operación, hemos vuelto la emboscada en contra vuestra.

Craon fue el primero en aterrizar; su Stinger había realizado un vuelo más raso que los demás miembros de la lanza de De Payens. Las largas patas de su ’Mech absorbieron el impacto del aterrizaje con la elegancia y la fuerza de un gato. Craon dio media vuelta al Stinger y levantó su láser medio al mismo tiempo. Disparó y el rayo de color rubí atravesó prácticamente de lado a lado la coraza de una de las patas de un Cicada.

El ’Mech capelense se revolvió para hacer frente a la amenaza que tenía a la espalda. Craon se apartó para eludir los disparos de réplica del Cicada, obligando a éste a apoyarse con fuerza en la pata dañada. Evita Barres hizo avanzar su Stinger y apuntó deliberadamente al miembro deteriorado del Cicada. Los restos de la coraza se evaporaron al contacto con el rayo y los músculos de fibra de miómero se quebraron con un chasquido. La pata del Cicada cedió y el ’Mech, de aspecto parecido a un ave, se desplomó de bruces en el suelo.

Los Cicadas del ala sur hicieron caso omiso de la lanza de St. Agnan que volaba sobre sus cabezas. Todos los ’Mechs capelenses apretaron el paso y barrieron a los defensores con una serie de andanadas de disparos de láser. El Stinger de Reynold Vichiers, de la lanza de Montdidier, sufrió graves daños en la cabeza y en el pecho. Sin saber que un rayo ya había matado a Vichiers, Bill Chartres interpuso el cuerpo de su Stinger entre su camarada y los Cicadas. Haces de luz de color rubí asaetearon su ’Mech con mayor violencia aún de la sufrida por la máquina de Vichiers. El Stinger, acribillado, se desplomó.

St. Omer dirigió una ráfaga de fuego concentrado a los dos Cicadas del extremo, mientras que Montdidier y los otros dos cadetes bajo sus órdenes disparaban contra los dos Cicadas enemigos más próximos al centro. Los capelenses, en un intento de abrir una brecha en la ya debilitada lanza de Montdidier, arremetieron hacia adelante e hicieron chocar sus ’Mechs con los Stingers.

Los esfuerzos de St. Omer se vieron recompensados. Los Cicadas rodeados por su lanza se desintegraron cuando las distintas andanadas convergieron sobre ellos. Una vez que los láseres hacían saltar pedazos de armadura, se adentraban en los desgarbados ’Mechs para destruir sus motores. Los Cicadas quedaban paralizados como si sufriesen una especie de rigor mortis y se estrellaban contra el suelo.

La lanza de Montdidier sufrió serios daños a causa de los disparos enemigos, pero consiguió mantener sus posiciones. Bures logró meter las patas de su Stinger entre las del Cicada que lo había derribado. Al dar su siguiente paso, el Cicada destrozó las patas del Stinger y se las arrancó del torso, pero el esfuerzo realizado le hizo perder el equilibrio y cayó de rodillas.

Thomas Berard hizo frente a la carga de un Cicada. El ’Mech capelense causó graves daños con su primer impacto a su contrincante más pequeño, y dejó el campo de batalla sembrado de fragmentos de coraza. A pesar de la brutalidad del golpe, Berard consiguió golpear la cabeza del Cicada con el puño izquierdo del Stinger y resquebrajó la escotilla de la carlinga. El piloto capelense, aturdido por el ataque, hizo retroceder su máquina lo suficiente para que Berard pudiese salir expulsado de su ’Mech averiado antes de que el Cicada lo convirtiese en chatarra.

Las andanadas disparadas por la lanza de St. Agnan impactaron por la espalda en los Cicadas y les causaron graves desperfectos. El fuego escarlata del láser atravesó la coraza trasera de ambos ’Mechs y penetró en sus cuerpos. En el caso de la máquina atacada por Berard, los disparos reventaron la carlinga. Ambos Cicadas se desplomaron y quedaron inertes y humeantes en el suelo.

El Valkyrie de Justin hizo una finta a la derecha al tiempo que el láser pesado montado en el brazo izquierdo del Rifleman abría un surco de fuego en el prado de la izquierda. ¡No puedes seguir girando! —pensó Justin—. El torso se encalla tras girar unos cuarenta grados. ¡Si puedo colocarme a su espalda, sus armas no podrán seguirme!

Justin empezó a mover rápidamente su Valkyrie a la derecha y sonrió al ver en su pantalla de combate el torpe intento del Rifleman de seguir sus movimientos. La cintura del enorme ’Mech se atascó y tuvo que arrastrar los pies de manera casi cómica para seguir dándose vuelta. ¡Perfecto! —se dijo Justin—. ¡Sólo tengo que hacerlo un poco más de prisa y estaré fuera de peligro! Sonrió de nuevo, centró el retículo de la mira en la silueta del Rifleman y la mantuvo fija en el blanco a pesar del baqueteo del ’Mech al caminar.

Pero… un momento. ¿Qué está haciendo ese piloto? Justin sintió un retortijón de terror al ver que el Rifleman dejaba de seguir a su Valkyrie. La máquina enemiga, más corpulenta, se quedó inmóvil como una roca por unos instantes y luego giró en dirección contraria. Al mismo tiempo, el ’Mech capelense levantó los brazos al cielo y luego hacia atrás para poder disparar a su retaguardia.

—¡No!

Justin viró violentamente el Valkyrie para reorientarlo y, en una valiente decisión, intentó activar los retrorreactores. Sus desesperados esfuerzos sólo consiguieron que el Valkyrie tropezase, y hubo de concentrar todas sus energías en recuperar el control del 'Mech.

¡No! ¡Así no!

Justin apuntó con su láser medio al Rifleman, pero fue inútil. Éste, tras concentrar su artillería en el Valkyrie, disparó sus láseres a las patas y acabó con la fútil intentona de escapar de Justin.

El flanco meridional se derrumbó. St. Omer, St. Agnan y Montbard dirigieron sus lanzas hacia el centro de la formación capelense. Tras un infernal intercambio de disparos, un Cicada quedó convertido en un montón de hierros retorcidos y el resto huyó hacia el norte. El ala septentrional se apresuró a retirarse cuando el batallón de adiestramiento se abalanzó hacia ella. Después de un salvaje tiroteo con la lanza de St. Agnan, los pilotos de los Cicadas comprendieron que la batalla estaba perdida y optaron por salvar sus 'Mechs.

La áspera voz de De Mesnil restalló en la radio.

—Están retirándose, teniente.

Redburn consultó la imagen del rastreador magnético y estuvo de acuerdo con la opinión de De Mesnil.

—Dejadlos que huyan, cadetes. No podríamos atraparlos aunque quisiéramos.

Observó cómo escapaban los 'Mechs enemigos mientras el ordenador informaba que su velocidad era superior a los 120 km/h. ¡Maldición, son muy rápidos!, pensó, y se estremeció al consumir su cuerpo la adrenalina que corría por sus venas.

Redburn movió un interruptor de su consola que lo conectó de inmediato con su sargento y sus cabos a través de una frecuencia reservada a los mandos.

—Informad.

—Aquí De Mesnil. Ninguna baja, aunque Bisot y Montvalle tienen averías en las patas de sus máquinas. St. John ha perdido su láser medio.

—Aquí St. Omer, mi teniente. William Chames ha muerto y su Stinger ha quedado inservible. En cuanto al resto, sólo daños leves. Todos los demás mantuvieron la calma.

Redburn asintió y miró los restos humeantes del ’Mech de Chartres. Una auténtica lástima, pensó.

—Muy bien. ¿St. Agnan?

—Sí, señor. —La voz de St. Agnan se oía a retazos—. Soy el único aquí que no ha salido ileso, señor. La carlinga está averiada y creo que tengo algunas costillas fracturadas. Sólo Torroges ha perdido un accionador de brazo, pero por un rato lo hemos pasado muy mal.

—Archie, levanta la escotilla para que Gil Erail pueda entrar a hacerte un reconocimiento. —Redburn volvió su atención hacia la lanza de Montdidier—. Informa, Payen.

Payen Montdidier necesitó unos momentos para serenarse. Aun así, la voz estuvo a punto de quebrársele.

—Sonnac y Vichiers han muerto, señor. El ’Mech de Bures ha perdido las patas y el de Berard ha quedado inservible, aunque él pudo salir expulsado de la carlinga y se encuentra bien.

Montbard y De Payens informaron que sus lanzas estaban prácticamente intactas, aunque De Payens dijo que Craon quería saber por qué cosas así no ocurrían nunca cuando era otro el que actuaba de piloto-escoba en la formación.

—Dile que así se forja el carácter —dijo Redburn riendo, y sus hombres lo imitaron—. Comandante Allard, ¿cómo le ha ido a usted?

No hubo respuesta hasta que la voz de De Mesnil rompió el silencio.

—No lo vi regresar a la batalla, mi teniente.

—De Mesnil, organice este desbarajuste. De Payens y Montbard, seguidme con vuestras lanzas.

Esperando que el miedo que le atenazaba el estómago resultase injustificado, Redburn hizo subir a velocidad media a su Spider por la ladera de la colina. ¡Dios mío, no! ¡El comandante, no! El humo desprendido por los árboles en llamas le produjo un escalofrío de terror. ¿Por qué tienen que parecerse a piras funerarias?

El ’Mech de Justin Allard yacía destrozado sobre su espalda. Los disparos del láser pesado le habían fundido las patas hasta convertirlas en un masa amorfa de metal. Sonó un fuerte chasquido cuando el cargador automático de misiles intentó introducir una carga ya agotada de proyectiles en los restos achicharrados de toberas. El láser del brazo derecho también estaba fundido y los casquetes desprendidos por los cañones automáticos habían arrancado el brazo izquierdo del ’Mech a la altura del hombro.

Andrew Redburn y Robert Craon treparon sobre el torso del ’Mech sin preocuparse por el metal recalentado ni por los hilos sueltos de cables de los mecanismos que habían quedado al descubierto. Subieron hasta la cara destrozada del ’Mech y se detuvieron en seco, temerosos de lo que podrían encontrar más allá de los agujeros abiertos en la carlinga.

Redburn sabía que iba a ser desagradable. Lleno de ira y frustración, apartó a patadas algunos fragmentos de vidrio reforzado. Descendió a la carlinga del Valkyrie, manteniéndose alerta ante cualquier indicio que le indicara lo que podía estar oculto en la penumbra. Craon vaciló y Redburn gesticuló enérgicamente para que lo siguiese. El cadete se inclinó sobre el asiento de mando del ’Mech y ahogó un grito.

Redburn, que estaba oprimiendo con dos dedos la ensangrentada garganta de Justin, levantó la mirada.

—Está vivo, Craon, y logrará sobrevivir si conseguimos que lo evacúen rápidamente.

Craon, que había palidecido, evitó la mirada de Redburn.

—¿Cree que deberíamos hacerlo, señor?

Redburn levantó la cabeza como si le hubieran dado un puñetazo.

—¿Insinúas que «el capelense bueno es el capelense muerto»?

Craon se quedó boquiabierto y una expresión de horror asomó a sus ojos azules.

—¡Por Dios, no, señor!

Redburn frunció el entrecejo, encolerizado.

—Entonces, ¿qué demonios querías decir? ¡Claro que vamos a salvarlo!

—Pero, señor, su brazo…

Redburn se inclinó y miró entre la maraña de cables y componentes de la consola que tapaban el costado izquierdo de Justin Allard. Tragó saliva y se sentó en cuclillas sobre los cristales rotos y los fragmentos de maquinaria.

—Por la Sangre de Blake… —susurró, sin darse cuenta siquiera de lo que decía. Probablemente, Craon tenía razón. Habría sido mejor que Allard hubiera muerto.

Craon, con la cabeza gacha, la balanceaba como si fuese un robot.

—Su brazo, a partir del codo, señor. Ha desaparecido. Simplemente, ha desaparecido…