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Eco V
Distrito Militar de Peshí, Condominio Draconis
1 de enero de 3027
Jiro Ishiyama hizo una profunda reverencia, lleno de respeto, al monje viejo y arrugado que lo había conducido por los tortuosos túneles del monasterio Zen. Sobre ellos, en la tundra yerma y azotada por el viento, chillaban los gélidos ciclones que barrían todo el planeta. Ishiyama reprimió un escalofrío provocado por el glacial clima de aquel mundo. Respetaba aún más al anciano monje por su indiferencia ante el frío.
De hecho, Ishiyama estaba protegido entre los cálidos pliegues de un grueso abrigo, mientras que el monje iba ataviado con un sencillo manto negro. Aunque el aire era lo bastante frío para que a ambos hombres les humeara el aliento, el monje sólo llevaba unas sandalias y no tenía guantes para abrigarse las manos ni una capucha para protegerse su cráneo afeitado. Sin embargo, Ishiyama no vio en sus ojos ni una actitud de superioridad ni de desdén hacia su visitante de la lejana Luthien. Por el contrario, Ishiyama vio en ellos compasión por un hombre que no se conocía a sí mismo lo suficiente para existir en unidad con el frío.
El monje miró mas allá de Jiro Ishiyama y ordenó en silencio a los dos iniciados que llevaban los baúles lacados del visitante, que se adelantaran. Los iniciados sólo inclinaron la cabeza, a causa de los bultos que llevaban a las espaldas, y cruzaron el jardín hacia la pequeña cabaña reservada para el cha-no-yu, la ceremonia del té. Los dos iniciados desaparecieron por unos momentos en el interior de la cabaña; luego regresaron, hicieron una profunda reverencia al monje y a su visitante y se desvanecieron en los oscuros túneles del complejo del monasterio.
El monje esbozó una sonrisa.
—Sumimasen, Ishiyama Jiro-sama —dijo lentamente—. Perdóneme si hablo despacio, pero aquí usamos las palabras con moderación.
Ishiyama hizo una reverencia.
—Me siento honrado por las palabras que me otorga.
Observó el jardín de rocas y bonsáis que ocupaba la caverna subterránea. La grava, de color blanco pálido, estaba rastrillada en ondas largas y sinuosas que daban la impresión de un océano congelado. Unas rocas más grandes, de colores que abarcaban desde el gris del granito hasta el vitreo negro purpúreo de la obsidiana, sobresalían desafiantes de la marea de guijarros como islas. Los bonsáis, resguardados en nichos naturales de las rocas, se alzaban como si formasen parte de ellas, mientras que unos brotes de musgo, cultivados con gran cuidado, se aferraban a la piedra y le daban las pinceladas de verde apropiadas.
La casa de té se hallaba en el centro del jardín y, aunque era obvio que se trataba de una construcción humana, parecía formar parte orgánicamente del jardín. Tenía el estilo de una pagoda, incluso con enrejado de madera y paredes de papel de arroz y tejado de tejas rojas. El granito viejo usado para construirla le daba un aspecto como si la estructura fuera aún más antigua que el mismo jardín. Una columna de humo gris se elevaba de manera casi imperceptible desde la punta del tejado en forma de pico.
Ishiyama inspiró y sonrió al percibir el agradable y familiar aroma de la madera de cedro al arder. Volvió a hacer una reverencia al monje.
—Todo es perfecto. Su fidelidad es un honor para el Dragón.
El monje, evidentemente satisfecho, inclinó la cabeza. Ambos sabían que, por muy perfecto que pudiera parecer aquel jardín, Ishiyama lo alteraría de algún modo sutil para perfeccionarlo y unirlo al cha-no-yu para cuya celebración había viajado más de doscientos años luz.
—Do itashimashʼte, IshiyamaJiro-sama —contestó el monje en voz baja—. Somos nosotros los que nos sentimos honrados de que el Dragón lo envíe para deleitarnos con su habilidad. Esté seguro de que no será molestado en sus preparativos. Dentro de cuatro horas le enviaré a Kurita Yorinaga-ji.
—Domo arigato.
Ishiyama hizo una profunda reverencia y no se irguió hasta que el monje hubo salido en silencio de la cámara. Ishiyama examinó el jardín. Mientras seguía con la mirada el sendero de piedras de río que conducían de la entrada a la casa de té, se dejó fascinar por la belleza creada por los monjes. El jardín lo conmovió hondamente por su arte y equilibrio, librándolo del peso de emociones y conflictos interiores. La escena le devolvió el sentimiento equilibrado de paz que el viaje a través de siete puntos de salto le había arrebatado.
Se esforzó por concentrarse en la caverna, el jardín y su misión. Se quitó sus gruesos y acolchados mitones y los guardó en los bolsillos del abrigo, se descalzó las botas y se encaminó hacia un rastrillo de bambú oculto en una hornacina sumida en sombras. Lo empuñó con el cuidado y veneración con que un guerrero manejaría su ’Mech y echó a andar con paso lento por el sendero de piedra. Cada tres losas, utilizaba el rastrillo para colocar suavemente cuatro guijarros sobre la tercera losa. No se preocupó por cambiar o arreglar la manera como habían quedado repartidos los guijarros. Podía aparentar que la última persona que había pasado el rastrillo por la grava había sido descuidada.
Ishiyama se permitió una sonrisa fugaz. Deliberadamente descuidada. Ishiyama sabía que Kurita Yorinaga-ji se fijaría de inmediato en las piedrecitas blancas depositadas sobre las anchas losas grises. También sabía que Yorinaga-ji las consideraría como el primer signo de que el universo perfecto, el universo que lo tenía atrapado, estaba cambiando.
Levantó la mirada y se concentró. Si la casa de té es Luthien, entonces… Giró a la izquierda y entornó los ojos. Extendió el mango del rastrillo y apretó la grava con suavidad. El Mundo de Mallory, lugar del infortunio de Yorinaga, estaría aquí.
Ishiyama dio vuelta al rastrillo y usó el ancho extremo dentado para alterar de forma sutil las líneas onduladas alrededor de la marca que representaba el Mundo de Mallory. Despacio, con una paciencia que bordeaba con lo sobrehumano, reordenó la grava hasta que, si se sabía cómo había que mirarla, podían verse diminutas ondas partiendo de aquel punto. Avanzó tres losas más y completó el undécimo anillo concéntrico de ondas, uno por cada año desde que Yorinaga-ji había caído en desgracia. Acababa de pasar una hora desde que había puesto sus ojos por primera vez en el jardín.
Volvió sobre sus pasos hasta el borde del jardín y se quitó el abrigo y el sombrero. La gélida brisa agitó el quimono de seda, azul como la medianoche, que llevaba puesto. Inconscientemente, Ishiyama se ajustó un poco más el obi plateado. Aunque era difícil de ver bajo la tranquilizante media luz ambiental, alrededor del quimono había una figura de dragón, tejida con hilo de un color azul algo más oscuro que el resto.
Ishiyama volvió a escudriñar la casa de té y la comparó con la ubicación de Luthien en el mapa estelar que había memorizado. Más a la izquierda que la marca que representaba el Mundo de Mallory, y sólo un poco más cerca de la casa de té, marcó la posición de Chara en el mar de guijarros con un extremo del rastrillo. Con cuidado paciente y habilidoso, dio vuelta el utensilio y usó su extremo plano para eliminar todo rastro de la marca original en las lascas. Sólo las líneas apenas alteradas de las corrientes del mar de piedra sugerían que se había producido un cambio.
Ishiyama se permitió otra sonrisa. La mayoría lo pasaría por alto… Pero no Yorinaga-ji.
Finalmente, Ishiyama recorrió el sendero hasta la casa de té, pero no entró en ella, sino que rodeó su estrecho reborde y se adentró en el océano de grava de la parte posterior. Vio un sitio perfecto para que representara el planeta Eco y hundió con fuerza el mango del rastrillo en la grava para marcarlo. Volvió sobre sus pasos y devolvió su dibujo original a la superficie. Cuando regresó a la casa de té, sólo la invisible depresión que representaba Eco daba algún indicio de su paso por aquel lugar.
Aunque Ishiyama sabía que Yorinaga-ji no miraría nunca detrás de la casa de té para ver su trabajo, también sabía que debía hacerlo. Hace que el jardín sea mío y completa el cha-no-yu. Yorinaga-ji no esperaría menos de mí y, por ello, no tiene la necesidad de confirmar la existencia de la marca.
Regresó por el sendero de piedra, evitando cuidadosamente los cuatro guijarros, y colocó de nuevo el rastrillo en su hornacina. Recogió el abrigo y las botas y los llevó a la casa de té. Al llegar a la entrada, se arrodilló, hizo una reverencia y descorrió la puerta.
Debió haberlo previsto, pero la simplicidad y belleza de la casa de té lo dejaron sin aliento. El área de espera, situada ligeramente por debajo de la cámara interior, donde tenía lugar el cha-no-yu propiamente dicho, había sido construida con tablones hechos a mano. Los tablones habían sido escogidos por su color y grano, y pulidos hasta obtener un suave brillo. Aunque podían distinguirse las rendijas entre las distintas planchas, los dibujos naturales de cada una de ellas fluían armónicamente y daban la falsa impresión de que todo el suelo y la parte inferior de las paredes habían sido hechos con una única y enorme pieza de madera.
A primera vista, el papel usado para hacer las paredes parecía carecer de adornos. Ningún paisaje, ningún retazo de pensamiento caligrafiado alteraba la translúcida belleza de los paneles. Cuando Ishiyama corrió lentamente el panel de la puerta detrás de sí, vio que el papel sí estaba decorado. Había sido trabajado, con gran sutileza y delicadeza, con filigranas en la propia pasta del papel. Ishiyama vio imágenes de árboles y tigres, olas y peces, halcones y liebres, y… el Dragón.
En silencio, por respeto al ambiente y porque no era necesario hacer ningún ruido, Ishiyama cruzó el área de espera y abrió la puerta que conducía a la estancia elevada en la que celebraría el cha-no-yu. Los dos baúles lacados en negro yacían a la derecha de la alta urna de latón que sobresalía de una abertura cuadrada en el suelo. Ishiyama no necesitaba ver las finas cintas grises de humo retorciéndose por el cálido aire para saber que un fuego ardía en el interior de la urna. Podía sentir las oleadas de calor agitándose en ella. El aroma a madera de cedro ardiendo se expandió por toda la habitación.
En el centro, Ishiyama vio una mesita rectangular. Estaba perfectamente orientada, de acuerdo a la forma de la habitación. Ishiyama la cambió de posición. En vez de dejar que el lado estrecho de la mesa coincidiera con las paredes más cortas de la estancia, la giró con suavidad sobre el suelo de madera pulida de roble hasta que estuvo en posición casi perpendicular a la anterior. Sin embargo, no la enderezó del todo, sino que la dejó torcida en un pequeño ángulo y ligeramente descentrada. La simetría perfecta atrapa la mente en los límites de la realidad.
Ishiyama se arrodilló para abrir el primer baúl. En su interior, envuelto en gruesos pliegues de espuma, se hallaba el servicio de té del Coordinador. Ishiyama inspiró profundamente para tranquilizarse y reprimió el ataque de pánico y el peso de la responsabilidad, que amenazaban con aplastarlo desde el exterior y el interior. El Coordinador me ha confiado estos objetos para que pueda llevar a cabo una delicada misión. No le fallaré.
Lo primero que sacó del baúl fueron tres tatami, las esteras sobre las que se arrodillarían los participantes durante la ceremonia. La primera, de color rojo brillante, la colocó en el lado ancho de la mesa que se encontraba en la zona interior de la habitación. Extrajo una pequeña regla del interior de su quimono y comprobó que la estera roja yacía a veinte centímetros exactamente del borde de la mesita.
Al otro lado, Ishiyama desplegó el segundo tatami. Éste era rosado y se cercioró de que lo colocaba a treinta y cinco centímetros del borde de la mesa. Por último, en el lado estrecho más próximo a la urna de carbón vegetal y latón, desenrolló su propia estera, vulgar y sin adornos, para la ceremonia, y la situó a cuarenta y cinco centímetros del negro borde de la mesa. Al ponerse en aquel extremo, a causa del alineamiento en diagonal, se colocaba por debajo de las otras esteras.
Ishiyama no se apresuró a desempaquetar los demás objetos necesarios ni miró el reloj. Tenía un sentido innato del tiempo y de su paso, al igual que cualquier otro adiestrado como maestro del té. Sabía que sus preparativos se prolongarían por más tiempo del que el monje había calculado para enviarle a Kurita Yorinagaji, pero también sabía que Yorinaga-ji no entraría en la cámara central de la casa de té a menos que fuese invitado.
Ishiyama desenvolvió el cucharón de bambú que había pertenecido a la familia Kurita durante los últimos cuatrocientos años. Se rumoreaba que el coordinador Urizen Kurita II había detenido su aerocoche al ver una impresionante planta de bambú en Luthien y pensó que serviría para hacer un espléndido cucharón para la ceremonia del té. El coche de Urizen explotó a causa de una bomba colocada en secreto por un rival. Por fortuna, el Coordinador se hallaba ya bastante lejos de él. La tradición había conservado aquella anécdota porque un rasgo típicamente japonés le había salvado la vida al Coordinador. Urizen instituyó las reformas que convirtieron la cultura medieval japonesa en el corazón y el alma del Condominio Draconis.
Ishiyama sonrió con reverencia al dejar el cucharón en el suelo. Urizen siguió siendo Coordinador hasta que dimitió a la edad de ciento un años y se retiró a este lugar, a Eco. Creó este monasterio y fue su jefe, con el título de Gobernador Colonial —ningún título de menor envergadura podía ser adecuado para él— hasta su muerte. ¡Qué apropiado es usar este cucharón hoy y aquí!
Desempaquetó con cuidado el cerúleo cuenco de té y lo puso sobre la mesa. A su lado dejó el cucharón de bambú y la escobilla. Volvió a introducir la mano en el primer baúl y sacó el cofre de té de madera lacada en negro, que depositó casi con reverencia en el extremo de la mesa. Era una pieza fabulosa, con un dragón de colores rojo y oro que circundaba tanto el cuerpo como la tapa. Ishiyama sabía que era el mismo cofre que se había utilizado en la comida en que el Coordinador, Takashi Kurita, había visto por primera vez a su futura esposa, la hermosa y joven Jasmine. El lugar donde había colocado el cofre, al tiempo que práctico, daría al futuro invitado de Ishiyama la ocasión de examinarlo.
Por último, Ishiyama sacó del cofre la urna para agua del mismo Coordinador. Aquél sencillo tazón no era en absoluto tan espléndido como los demás objetos de la habitación; no obstante, su manufactura, un tanto burda, sugería todo tipo de conjeturas sobre su origen. Ishiyama se recreó en uno de los numerosos cuentos populares que afirmaban que el Coordinador lo había fabricado con la coraza del primer ʼMech que había destruido, o que era todo lo que quedaba de su propio primer ’Mech. Sólo con tocarlo, sintió un escalofrío. Dejó volar su fantasía y vio a Takashi Kurita en su juventud, sentado y golpeando el tazón con un martillo hasta darle la forma adecuada para calentar el agua y preparar el té, mientras la guerra retumbaba a su alrededor.
Ishiyama se estremeció al pensar que Yorinaga-ji podría hacer estado presente cuando el Coordinador fabricó el cuenco. Hasta el día de su caída en desgracia, Yorinaga-ji había sido comandante de batallón en la propia 2.ª Espada de Luz del Coordinador. Algunos incluso le atribuyen la muerte del príncipe lan Davion. —Ishiyama meneó la cabeza—. ¿Cómo pudo un hombre tan valeroso perder su propio honor hasta tal punto?
Levantó el cucharón con la diestra y el cuenco con la zurda. Se aproximó al hoyo donde la jarra de cerámica llena de agua había permanecido oculta a la vista. Colocó la urna del té entre las rodillas y tumbada en el suelo. Destapó la jarra y hundió el cucharón en el agua. Dejó que el cucharón se empapase un poco y sacó una cucharada de agua. Volcó el líquido en la urna, girándola de manera que bañase todo su interior. Aunque no apareció ningún tipo de sedimento ni broza en el agua con que había llenado la urna, Ishiyama la vertió en el hoyo y volvió a llenarla con tres cucharadas más de agua.
Tapó de nuevo la jarra y dejó el cucharón sobre su propio tatami. Luego, como si elevara una ofrenda a unos dioses invisibles, colocó la urna del té sobre la urna de latón. Satisfecho por la marcha de los preparativos hasta aquel momento, Ishiyama se arrodilló, sentándose sobre los talones, y volvió a beber sumido en la paz de la casa de té.
Tras unos instantes de respiro, se acercó de nuevo a los baúles lacados. Plegó con cuidado el abrigo y lo guardó, junto con las botas, en el primer baúl, ahora vacío. Lo cerró y lo apartó lo suficiente de manera que siguiera estando a la vista. Su invitado lo vería y seguramente se preguntaría qué secretos contendría.