CAPÍTULO XXII

Desde la salida del valle de Canfranc observó la ciudad de Jaca, en lo alto del cerro, sobre el curso del río Aragón, y junto a ella, como un niño pegado a las faldas de la madre, el burgo del Burnao. A su espalda quedaban las cumbres nevadas del Pirineo y el puerto de Somport, que había atravesado junto con un grupo de peregrinos de la ciudad de Chartres. Jaime de Castelnou sólo portaba una bolsa de viaje con algunos alimentos, una túnica de peregrino, un sombrero de ala ancha, una manta y dos pares de sandalias de cuero. Se apoyaba en un cayado de madera del que colgaba una concha de peregrino. Había salido de París a fines de mayo y tras visitar la catedral de Nuestra Señora de Chartres había vendido su caballo, sus armas y sus ropas de caballero para unirse al último grupo de peregrinos que aquel año de 1314 habían decidido realizar el gran viaje a Compostela.
Entró en la antigua capital del reino de Aragón por la puerta del norte y se dirigió hacia la plaza de la catedral. La casa del prior Arnal de Lizana seguía allí, igual que tres años atrás. Llamó a la puerta de madera y oyó correr un cerrojo antes de abrirse. Tras el umbral apareció una joven de apenas veinte años.
—¿Qué quieres? —le preguntó sin abrir del todo la puerta.
—Perdonad, señora, mi nombre es… —Jaime recordó entonces que nunca le había dicho su nombre al prior Lizana y no reconoció en la muchacha a la que había sido criada de don Arnal—. Bueno, olvidadlo, decidle al prior que un peregrino pregunta por él.
—Aguarda un momento.
La joven se retiró, cerró la puerta y corrió el cerrojo.
Al poco apareció un hombre de unos cuarenta años, de recia complexión y pelo ensortijado.
—¿Quién eres y qué buscas? —le preguntó.
—Soy un peregrino y busco a don Arnal de Lizana, prior de Jaca.
—Llegas un poco tarde. Don Arnal murió el invierno pasado. Ahora el prior soy yo.
—¿Sabéis si dejó algo para mí?
—¿Para ti? —al ver los ojos poderosos de Castelnou y su mirada noble y serena, el prior rectificó—. ¿Para vos?, quería decir.
—Sí, para mí. Me llamo Jaime, Jaime de Castelnou, tal vez no os dijera mi nombre, pero quizás os diera alguna indicación por si venía un peregrino o un caballero preguntando por él.
—No, lo siento, murió antes de que yo me hiciera cargo de su puesto.
—Perdonad la interrupción.
Jaime tomó aire y se dirigió a la catedral. El templo estaba tenuemente iluminado por unas candelas de aceite y varios cirios que ardían en los tres altares de la triple cabecera. Algunos peregrinos oraban en las capillas y otros recorrían el templo celebrando una especie de vía crucis. El templario rezó un padrenuestro por su hermano el prior fallecido y salió de la iglesia. Si se daba prisa y caminaba ligero podría llegar a San Juan de la Peña antes de anochecer.

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A lo largo del sendero olía a tomillos y retamas. La ascensión era muy empinada pero la espesura del bosque mitigaba con su sombra el calor, que apretaba de firme en aquellos últimos días de primavera incluso en las tierras altas de las sierras de Jaca. El monasterio seguía allí, al final de la larguísima y revirada cuesta, custodiado como una delicada reliquia bajo la inmensa cornisa rocosa de piedra roja y gris.
«El templo del Grial», murmuró Jaime de Castelnou mientras de manera decidida andaba los últimos pasos hacia el olvido.