CAPÍTULO XXV
—¡Magnífico! Esta era precisamente la
noticia que esperaba. Empezaremos con los preparativos para la
campaña. Tú deberás ir hasta Armenia. El viaje es peligroso. Lo
harás disfrazado de mercader catalán, una vez más. Te procuraremos
un salvoconducto para que puedas atravesar la tierra de los turcos.
Luego, ya veremos.
Molay parecía entusiasmado con el plan
trazado en Roma para acabar con el Islam, aunque no le hacía
demasiada gracia pactar con los mongoles. No obstante, como era su
deber, acataría las órdenes del papa.
En la isla de Chipre había más de mil
miembros de la Orden del Temple, pero no era suya. Pudo haberlo
sido, si años atrás hubieran mantenido su señorío y hubieran sabido
gobernarla con tino, pero la perdieron. Ahora eran huéspedes, y no
demasiado bien recibidos. Al rey de Chipre no le gustaba la
presencia de aquellos caballeros en su reino, que además no le
obedecían y que se comportaban con una arrogancia insultante.
Cuando Molay puso en marcha al ejército templario para que
comenzara a realizar maniobras de cara a la cruzada que se
avecinaba, el rey receló de aquellos movimientos e intentó ejercer
el control sobre los caballeros, a lo que se opuso el
maestre.
Una vez pasado el invierno no había tiempo
que perder. Jaime de Castelnou tuvo que afeitarse sus barbas, que
le cubrían el pecho, y dejarse crecer el pelo; tenía que parecer un
comerciante de esencias aromáticas de Barcelona. Dos hermanos le
acompañarían en su misión. Fueron elegidos un caballero de
Aquitania llamado Ramón de Burdeos y un sargento italiano de nombre
Pedro de Brindisi, ambos con un magnífico expediente en la Orden y
supervivientes del castillo Peregrino.
Los tres hermanos dejaron sus hábitos y se
vistieron con las ropas habituales de los mercaderes. Pedro era un
hombre alto y fuerte, de mentón anguloso y mandíbulas robustas; por
el contrario, Ramón era de aspecto aniñado, casi barbilampiño, de
miembros alargados y tan delgados que le daban un aspecto frágil y
quebradizo.
Embarcaron en Limasol rumbo a un puerto de
la antigua Cilicia, en el sur de Anatolia. Les aguardaba después
una complicada travesía, pues tenían que atravesar la cordillera
del Tauro y caminar a lo largo de una ruta que llegaba hasta las
orillas del gran lago Van, siempre por territorio turco, y de allí
continuar hacia el este hasta Armenia, el reino cristiano al sur de
la gran cordillera del Cáucaso, que se mantenía independiente en
medio de territorio musulmán gracias a su alianza con los
mongoles.
Las tierras altas de Anatolia se mostraron
como un tapiz de infinitos matices verdes salpicados de flores
rojas, blancas y amarillas. Habían sido tierras del imperio
Bizantino que cayeron en manos de los turcos cuando este pueblo de
formidables guerreros destruyó al ejército de Constantinopla en
1071 en los campos de Mantzikert, a una jornada de camino al norte
del gran lago Van. Hacía ya más de dos siglos de aquella batalla,
pero cuando pasaron por aquel lugar, los turcos asentados en las
aldeas de los ricos valles les comentaron que todavía podían
recogerse armas de ambos ejércitos tras un día de lluvia, y que en
algunas veredas solían aparecer huesos de los soldados caídos en el
combate. No se detuvieron a comprobarlo, pero sí fueron
sorprendidos por algunas copiosas tormentas de primavera que los
retuvieron más tiempo del previsto.
A mediados de abril, tras contratar a dos
guías y cuatro porteadores en una aldea de montaña, atravesaron un
alto puerto todavía cubierto de nieves abundantes y descendieron
por un estrecho valle encajonado entre montañas tan altas como
jamás hasta entonces habían visto. Poco a poco el valle se fue
haciendo más ancho y el camino pedregoso y escarpado dio paso a un
valle verde, de abundantes aguas, defendido por una poderosa
fortaleza; acababan de entrar en Armenia.
Un destacamento de caballería integrado por
media docena de soldados les salió al paso y les preguntó por su
destino. Usando palabras de varios idiomas, Jaime de Castelnou les
pudo decir que eran comerciantes catalanes, súbditos del gran rey
cristiano de Aragón, que querían establecer relaciones comerciales
con su rey. Los jinetes se miraron sorprendidos y entre ellos
comentaron que ninguno había oído hablar de un reino de ese nombre,
pero se mostraron confiados al oír que eran cristianos. Y más
todavía cuando vieron el salvoconducto escrito en latín y en árabe
con los sellos del papa Bonifacio VIII, lo que pareció
impresionarles mucho.
El que mandaba el destacamento dio una orden
y les indicó que los siguieran. Poco después entraban en el
castillo, donde fueron minuciosamente cacheados y revisadas todas
sus pertenencias. No había nada que pudiera parecer sospechoso, de
modo que los dejaron seguir adelante aunque, mediante un sistema de
señales con banderas de colores, comunicaron a otra fortaleza
próxima la presencia de esos mercaderes extranjeros.
Armenia no era precisamente un reino
cristiano al estilo de los occidentales; se trataba de un
territorio gobernado por señores que se sentían miembros de una
misma comunidad unida por el cristianismo pero que tenían buenas
relaciones con los mongoles, de los que se consideraban los mejores
aliados. La mayoría de aquellos señores de la guerra rendía
vasallaje al rey Hethum, que tenía su palacio en Ani, una ciudad de
piedra y adobe construida en una ladera sobre el río Aras, al que
antaño los griegos llamaran Araxes.
Apenas tuvieron que esperar para ser
recibidos por el rey. Hethum era un joven apuesto, de cuerpo
robusto y extremidades todavía más membrudas. Tenía la piel clara y
los ojos verdosos y llevaba el cabello de color castaño, muy largo,
recogido en una trenza adornada con hilos de oro. No tuvieron
problemas para comunicarse con él, pues el rey de Armenia hablaba
perfectamente el turco.
—Me dicen que traéis un mensaje de su
santidad el papa, nuestro padre en Roma, para nosotros.
—Así es, majestad. En realidad no somos
mercaderes, sino miembros de la Orden del Temple, soldados de
Cristo.
Jaime de Castelnou se presentó e hizo lo
propio con sus dos hermanos.
—He oído hablar mucho de vuestra orden;
dicen que sois invencibles.
—No, majestad, ¡ojalá fuera así para el
mejor servicio de Dios y de su Iglesia!, pero no es así. Los
templarios hemos jurado ofrecer nuestra vida en defensa de la
cristiandad, y el santo padre ha confiando en nosotros para
exponeros un ambicioso plan.
—Decidme. —Hethum se acomodó en su sillón de
madera pintada con racimos de uva y hojas de parra y señaló unos
bancos para que se sentaran los tres templarios.
—Su santidad desea una alianza con los
mongoles y con vos para recuperar los Santos Lugares. Se trata de
lanzar un ataque conjunto sobre Siria y Palestina y aislar a los
mamelucos en Egipto para, una vez encerrados allí, atacarlos desde
el norte y desde Europa y poner fin definitivo al Islam.
—¿Y qué pasaría después?, si tuviéramos
éxito, claro.
—Tierra Santa y Egipto serían para los
nobles cristianos de Occidente, Siria para los mongoles y vos
podríais ganar tierras hacia el sur y hacia el oeste; sin su
retaguardia cubierta por los mamelucos, los turcos caerían con
facilidad; los emperadores de Bizancio recuperarían las tierras
occidentales de Anatolia y vos podríais crear una gran Armenia
entre las tierras altas de Anatolia, los grandes lagos del sur y
las montañas de Cáucaso.
—Vaya, parece que conocéis bien estas
tierras; ¿habéis estado alguna otra vez por aquí?
—No. Cuanto sé lo he aprendido en Roma; allí
estuve algo más de dos años estudiando lenguas y leyendo informes
sobre estos territorios —respondió Castelnou.
—Parecéis un hombre serio y de palabra, pero
¿cómo me puedo fiar de vos? ¿Cómo sé que no sois un espía turco o
un agente de los mamelucos?
—Soy un templario al servicio del papa y del
maestre Jacques de Molay; mi palabra es suficiente, pero ahí tenéis
el salvoconducto del papa.
Hethum cogió el pergamino con el sello
pendiente de plomo y lo examinó con atención.
—Sólo es una piel escrita y un sello de
plomo; cualquiera podría falsificar un documento como éste.
—Es auténtico, os lo aseguro.
Uno de los escribas del rey asintió.
—Bien, aunque sea auténtico ahí sólo se dice
que los portadores del mismo son tres mercaderes catalanes, nada
sobre unos templarios.
—¿Me permitís empuñar una espada? —dijo
Castelnou.
—¿Con qué fin?
—Para demostraros que es cierto cuanto digo.
¿Quién es vuestro mejor luchador con espada?
El rey señaló a uno de sus guardias.
—¿Me permitís batirme con él?
—¿¡A muerte!? —se sorprendió Hethum.
—No; sólo cruzaremos unos cuantos
golpes.
—Si es así, de acuerdo —dijo el rey.
El soldado armenio y Castelnou asieron
sendas espadas y se colocaron en el centro de la sala. El armenio
se lanzó a la carga creyendo que su oponente era en verdad un
simple mercader, pero se llevó una enorme sorpresa cuando comprobó
la velocidad y habilidad de su adversario; con un movimiento
rápido, el templario lo desarmó y lo derribó con una zancadilla.
Sin apenas darse cuenta de cómo había ocurrido, el soldado armenio
estaba tumbado en el suelo con la espada de Jaime apuntándole al
cuello.
—¿En verdad os parece razonable que un
comerciante catalán maneje la espada de este modo? —preguntó a
Hethum—. Somos templarios y hemos venido hasta aquí para ofreceros
un acuerdo que ponga fin al dominio de los musulmanes en los Santos
Lugares. Vos sois un monarca cristiano, sabréis sin duda cuál es
vuestro deber.
Hethum quedó impresionado con la destreza de
Castelnou. Se atusó la cuidada barba y dijo:
—De acuerdo. Enviaré una embajada al ilkán
Ghazan, es el soberano mongol en las tierras occidentales de su
imperio. Vos iréis con ella.
—¿Adonde debemos dirigirnos? —preguntó
Jaime.
—No muy lejos, a Tabriz. Es una gran ciudad
a poco más de una semana de camino hacia el suroeste. Allí está
ubicado un destacamento del ejército mongol; una vez en esa ciudad
ya os dirán dónde encontrar a Ghazan.