CAPÍTULO XXIX

En 1300 se celebraba en Roma el jubileo por el decimotercer centenario del nacimiento de Cristo y el papa ofreció grandes compensaciones espirituales a los soberanos cristianos que acudieran a Tierra Santa. Una vez más, la llamada pontificia fue en vano. Bonifacio VIII recibió en Roma la noticia de la victoria de Hims y del avance en solitario de los templarios hacia Jerusalén a mediados de febrero.
Entretanto, los templarios habían logrado recuperar algunos de sus castillos en el sur de Siria, pues los mamelucos que los custodiaban habían huido hacia el sur tras la derrota en Hims. Pero Molay disponía de muy pocos hombres para mantener bajo control tan amplio territorio. El maestre apenas contaba con mil hombres operativos, de manera que lo que hizo fue dividirlos en grupos de veinte que se movían permanentemente de un lado para otro para intentar aparentar ante los ojos de los musulmanes de la región que eran muchos más.
Castelnou dirigía una de esas columnas templarias que iban y venían por los caminos del sur de Siria y por la costa para dar la impresión de ser miles los caballeros del Temple. Cada uno de los grupos enarbolaba su estandarte baussant, y todos esperaban que de un momento a otro arribaran del otro lado del mar miles de cruzados para poder mantener aquellas conquistas.
Pero el papa Bonifacio no fue capaz de convocar ninguna cruzada; durante la primavera sondeó las intenciones de los monarcas cristianos y ni uno solo se mostró partidario de acudir a su llamada. En tales condiciones, citar a los cristianos para concitarlos en defensa de los Santos Lugares hubiera sido un tremendo fracaso y el papa no estaba en condiciones de permitirse un rechazo frontal de toda la cristiandad a sus propuestas.
Mientras, Molay formó una columna con doscientos caballeros y a fines de junio ordenó avanzar hacia Jerusalén.
La Ciudad Santa era poco más que un poblachón polvoriento en medio de una tierra quemada. Tantos siglos de luchas y guerras en sus alrededores habían provocado un considerable descenso de su población, y vivir allí no constituía precisamente un privilegio. El ejército templario contempló sus soñados muros una ardiente mañana de principios de julio. Hacía mucho tiempo que ningún templario pisaba su suelo sagrado, desde luego ninguno de los que formaban en la columna dirigida por Molay lo había hecho antes, pero el recuerdo de tantos hermanos muertos por conseguir que se produjera ese momento provocó en sus corazones una intensa emoción.
—¡Ahí está, hermano Jaime, Jerusalén, Jerusalén, la ciudad de Dios! —exclamó eufórico Ramón de Burdeos, que cabalgaba al lado de Castelnou.
—Es la ciudad por la que hace ya diez años vine a luchar a estas tierras; y ahí está, a nuestro alcance.
—La imaginaba más grande, más hermosa…
—Y lo es; mírala con los ojos del alma. ¡Es Jerusalén!, la Ciudad Santa, el lugar donde murió Cristo, donde fue enterrado, donde resucitó. Es nuestra casa madre; aquí se fundó nuestra Orden hace ya casi dos siglos; aquí está nuestro verdadero espíritu, y nuestro destino.
La columna templaría, integrada por doscientos caballeros, se presentó ante las puertas de Jerusalén sin que nadie ofreciera resistencia alguna. Los habitantes de la ciudad observaban a aquellos caballeros vestidos de blanco y de negro, con las cruces rojas sobre sus hábitos, como si se tratara de espectros recién llegados de otro mundo contra los que fuera inútil cualquier resistencia.
Formados en columna de a dos, entraron por la puerta Dorada y se dirigieron hacia la mezquita de al-Aqsa, en la explanada del templo de Salomón. De las construcciones que levantaran los pioneros templarios no quedaba nada; el sultán Saladino, tras conquistar Jerusalén en 1187, había ordenado derribar los edificios de los cristianos y asperjar con agua de rosas traída desde Damasco todo el lugar para purificarlo antes de reintegrarlo al culto islámico.
Molay echó pie a tierra y, seguido por un séquito de doce caballeros, entre los que se encontraban Jaime de Castelnou y Ramón de Burdeos, avanzó hasta la mezquita de al-Aqsa, atravesando la explanada del Templo junto a la cúpula dorada de la mezquita de la Roca, donde los musulmanes aseguraban que se conservaba impresa sobre una piedra la huella de Mahoma cuando ascendió a los cielos desde ese mismo lugar. Los rayos del sol reflejaban destellos dorados sobre el metal de la cúpula. Algunos caballeros comenzaron a cantar el salmo de David, cuyos primeros versos constituían la divisa del Temple: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, mas a Tu nombre da gloria, por Tu fidelidad, por Tu misericordia».
A aquellos hombres duros, curtidos en la batalla y en la disciplina, muchos de ellos causantes de la muerte de decenas de mamelucos en Hims, se les enturbiaron los ojos y lloraron de alegría, emocionados por pisar el mismo suelo que en su día pisara Hugo de Payns y sus compañeros fundadores del Temple.
Al llegar ante la mezquita de al-Aqsa, el lugar donde estuvo la primera iglesia templaria, el maestre Molay se detuvo; en la misma puerta había tres musulmanes vestidos con túnicas y turbantes blancos. El mayor de ellos, un anciano de espesa barba totalmente cana, dijo unas palabras en árabe. Molay se volvió hacia Castelnou y le pidió que le tradujera lo que había dicho.
—Es un ulema, hermano maestre, un sabio en teología y derecho islámicos. Dice que este lugar es sagrado y que debe ser respetado. Asegura que si queremos entrar por la fuerza deberemos hacerlo por encima de su cadáver.
Molay miró al anciano y en sus ojos pudo advertir una determinación absoluta en cuanto estaba diciendo.
—Dile que sólo queremos rezar.
Castelnou tradujo las palabras del maestre.
El ulema se dirigió entonces a sus compañeros y les dijo al oído unas palabras que Jaime no pudo oír; después se dirigió al maestre.
—Es sorprendente —dijo Jaime—, nos invita a rezar juntos por la paz.
—¿Juntos?
—Sí, ellos y nosotros. Dice que Dios es el mismo para todos los hombres y que los corazones limpios pueden dirigirse a él de cualquier modo y en cualquier lugar.
—¿Estás seguro de que es un musulmán?
—Sí, así lo parece, sin duda.
—De acuerdo —asentó Molay—, rezaremos juntos.
Algunos de los templarios que integraban el séquito del maestre se miraron confusos. Ramón de Burdeos murmuró al oído de Jaime que no estaba bien rezar con los musulmanes, pues ellos eran infieles, enemigos de Dios y de la Cruz, y que la misión de los templarios era acabar con ellos y no confraternizar con sus representantes religiosos.
—Entraremos en ese templo y rezaremos juntos —dijo el maestre—, pero sólo quien quiera hacerlo; los hermanos que no deseen entrar pueden quedarse aquí esperando.
Castelnou se lo hizo saber al anciano, quien asintió con la cabeza pero señaló antes las espadas que colgaban de los cintos de los caballeros.
—Debemos entrar desarmados —tradujo Jaime.
Molay se quitó el cinturón de cuero con la espada y los que decidieron entrar hicieron lo mismo.
De los trece templarios, sólo cuatro se quedaron fuera, entre ellos Ramón de Burdeos, quien seguía insistiendo en que aquello estaba mal hecho y que además era una temeridad hacerlo desarmados.
Dentro de la mezquita de al-Aqsa ardían varias lámparas que iluminaban la oscuridad de las naves con unos finos haces de luz amarillenta. Castelnou sintió una agradable sensación de frescor tras haber soportado el inclemente calor del exterior. Los tres musulmanes se arrodillaron frente al muro de la qibla, que indicaba la dirección de La Meca, y comenzaron a invocar el nombre de Dios. Allahu akbar, Allahu akbar, wa Muhammad rasul Allah-«Dios es grande, Dios es grande, y Mahoma es Su enviado»-, repetían esa frase una y otra vez, como una letanía monocorde, inclinando sus cuerpos hacia delante y hacia atrás en un constante y acompasado bamboleo. Molay comenzó entonces un padrenuestro en voz alta y todos los hermanos presentes lo siguieron. Durante unos mágicos instantes las oraciones de los musulmanes pronunciadas en árabe y las de los cristianos recitadas en latín se fundieron en una sola, como una mística cantinela universal capaz de unir los corazones de todos los seres humanos.

∗ ∗ ∗

El Capítulo General de la Orden se reunió en la ciudadela de David, un enorme bastión defensivo ubicado junto a la puerta de David, en el extremo del antiguo distrito armenio de Jerusalén, un barrio que ocupaba el sector suroeste del recinto murado. El mensaje papal de que no habría ayuda llegó a Jerusalén a principios del mes de julio. Enojado por ello, el maestre convocó un Capítulo General del Temple para el tercer domingo de ese mes.
El maestre de los templarios comenzó su alocución alegrándose por haber podido pisar el sagrado suelo del solar del templo de Salomón, pero a la vez comunicó a los hermanos congregados en el Capítulo que el papa no había convocado una nueva cruzada. Ni siquiera el que se celebraran mil trescientos años desde el nacimiento de Cristo había provocado una reacción positiva de los soberanos cristianos; el sondeo realizado por Bonifacio VIII entre las cortes de la cristiandad había sido tan desalentador que ni uno solo de sus monarcas se había comprometido a enviar ni un soldado a Tierra Santa.
—No habrá una nueva cruzada. El papa no ha logrado la adhesión de los reyes y, ante el previsible fracaso, no convocará a los cruzados para que acudan a Jerusalén. Nuestra victoria en Hims ha sido en vano, y nuestra alianza con los mongoles no ha servido para nada. Estamos solos, una vez más los templarios nos enfrentamos al Islam en soledad. Y así, no podemos mantener Jerusalén.
»Tan sólo disponemos de mil hombres para cubrir Siria y Palestina; miles de millas, centenares de ciudades y aldeas, decenas de castillos. Harían falta al menos treinta mil soldados para defender estas posiciones. Hemos ocupado Jerusalén con absoluta facilidad porque los musulmanes están todavía aturdidos por la derrota en Hims, y los hemos engañado moviéndonos sin cesar de un lado para otro, haciéndoles creer que éramos muchos más, pero esa táctica no puede funcionar por más tiempo. Ya se han dado cuenta de nuestra debilidad y en cuanto se organicen acabarán con nosotros de un plumazo.
»No tenemos otra alternativa que reunir a todos los hermanos y retirarnos en formación defensiva hasta la costa; en Trípoli estarán esperándonos nuestras siete galeras, y con ellas regresaremos a Chipre.
—Todavía somos capaces de defender Jerusalén; podemos reforzar sus muros, recrecerlos. Esta misma fortaleza es poderosa; en ella, doscientos caballeros podrían resistir durante meses un asedio de miles de soldados —intervino Castelnou.
—Tal vez, pero después, ¿qué? No quiero ser el responsable de un nuevo episodio como el de Acre —dijo el maestre.
—Prometimos entregar nuestra vida en defensa de la causa de Cristo —alegó Ramón de Burdeos.
Algunos caballeros presentes en el Capítulo murmuraron entre ellos, pero Molay se mostró tajante.
—Esta misma semana abandonaremos Jerusalén y nos replegaremos hacia la costa. Nadie lamenta más que yo mismo esta decisión, pero no puedo someteros, hermanos, a un sacrificio que nos conduzca al exterminio. Somos los últimos templarios en condiciones de luchar; aparte del millar que aquí estamos, no quedan más hermanos en condiciones de manejar una espada. Los que se mantienen en las encomiendas de Europa o son ya ancianos o están enfermos, y no pueden sostener un arma en sus manos. Si nos quedamos aquí, en unos meses moriríamos todos; y entonces ¿qué sería de nuestra Orden?
«Sabéis que hay avaros señores muy poderosos que ansían controlar el Temple y sus riquezas; si nosotros perecemos, todos los bienes de la Orden pasarían a sus manos, porque no quedaría un solo templario en condiciones de defender nuestras propiedades.
—No podemos marcharnos así; sería reconocer nuestra derrota. Al menos causémosles algunos daños —propuso Burdeos.
La mayoría de los miembros del Capítulo apoyó esa propuesta. Los templarios querían venganza. Estaban allí, en Jerusalén, pero si tenían que marcharse de nuevo, no estaban dispuestos a hacerlo como derrotados.
Se aprobó que, antes de regresar a Chipre, las siete galeras templarias realizarían una campaña de castigo contra algunas localidades de la costa mediterránea entre el Líbano y el delta del Nilo. Al menos amedrentarían a los musulmanes y podrían obtener algo de botín con el que resarcirse de los gastos ocasionados en aquella fracasada aventura.